Capítulo 1
«Cásate deprisa; arrepiéntete despacio».
Bella alzó la cabeza hacia el chorro de la ducha y dejó que el agua caliente cayera sobre su rostro hasta que le entumeció la piel. Y también deseó que pudiera entumecerle los pensamientos. Pero nada desterraba de su mente la frase incómoda.
-«Cásate deprisa; arrepiéntete despacio»
Las palabras escaparon de ella en un grito de desesperación y rechazo; cerró la ducha. En el súbito silencio, el sonido de su respiración irregular sonó sobrenaturalmente alto y perturbador. Parecía el sonido de un animal acosado, arrinconado contra un muro sabiendo que no había escapatoria.
-No -repitió, con más suavidad en esa ocasión-. Oh, no.
El silencio fue excesivo para ella. Demasiado pesado, inquietante. Debía volver a abrir la ducha para escapar de los pensamientos que la hostigaban.
-¿Bella?
El sonido de otra voz masculina, profunda y vibrante, le llegó desde la dirección de la puerta que conectaba el cuarto de baño con el dormitorio, e hizo que abriera sus ojos chocolate.
Borrosa y distorsionada a través del cristal empañado, apenas pudo discernir la figura alta y poderosa de su marido. Pero no necesitaba verlo con claridad. Su memoria e imaginación podían aportar al instante los detalles que necesitara. Y esa imaginación bosquejó los rasgos marcados. Los pómulos fuertes, la nariz larga y recta y los brillantes ojos azules bajo un tupido dosel de pestañas. El pelo lustroso y corto, con la tendencia a rizarse, de una tonalidad entre castaña y cobriza fuego, que hacía que pareciera arder bajo el sol. Y todo eso en el cuerpo compacto y musculoso de un atleta innato, con hombros rectos, pecho ancho, caderas estrechas y piernas largas y potentes.
-¿Estás ahí? –pregunto su esposo.
-¿A quién más esperarías encontrar en tu ducha y en tu cuarto de baño?
Su voz no exhibió la fuerza ni el humor que había pretendido, pero luchaba con demasiados sentimientos como para poder controlarla de forma apropiada. Incluso a una distancia de varios metros, saber que Edward se encontraba allí hacía que su piel desnuda le hormigueara.
-Nuestra –la corrigió él.
-¿Qué? -sacó la cabeza de debajo del agua para oír con más claridad-. ¿Qué has dicho?
-Nuestra. No mi ducha, sino nuestra. También nuestro cuarto de baño.
-Nuestro cuarto de baño. Nuestra ducha –afirmo ella.
¿Podría captar el tono levemente posesivo en su voz sensual? ¿Sabía él lo que realmente pasaba por su cabeza?
Para el resto del mundo, Edward Cullen podía ser su marido, el hombre con el que se suponía que esa noche de finales de diciembre estaba celebrando el primer aniversario de boda. Pero Bella sabía que la verdad era mucho más complicada. Y eso era lo que llevaba inquietándola unos días.
-¿Quieres que me una a ti?
-¡No! -se puso rígida y el corazón se le desbocó-. ¡No lo hagas!
Fue el silencio de él lo que reveló su cambio de humor. La quietud de la figura borrosa vista a través del cristal empañado reveló mucho más que cualquier cosa que hubiera podido manifestar.
-Quiero…quiero decir que ya voy a salir.
Fue la idea de que hiciera lo que había dicho lo que sobrecargó sus pensamientos, lo que le puso el cuerpo tenso y la piel del color de la sangre, y que nada tenía que ver con el calor de la ducha. Bajo el agua, el cuerpo ya encendido le hormigueó con expectación sensual por el placer que se había convertido en una parte peligrosa de su vida.
-Muy bien. Sal, entonces.
A través del cristal percibió que él alargaba la mano hacia la enorme toalla y supo que no tenía excusa para no hacer lo que él decía, para prolongar la espera.
-Bella, Bella.
¡No se equivocaba! En la voz había un tono ominoso que la impulsó a cerrar el grifo y a echarse el pelo hacia atrás.
¿Cómo podía encararlo en ese momento? Se dijo que solo había una manera. A la de él. Tal como había sido desde el comienzo del matrimonio. Del modo en que sabía que le gustaba a Edward, porque así se lo había expuesto abiertamente cuando más que declararse, le había propuesto una empresa conjunta. Pero durante los últimos meses, ella había comprendido que no podía continuar con los términos originales del acuerdo, y se había afanado en encontrar una forma de planteárselo.
«Cásate deprisa; arrepiéntete despacio». Al abrir la puerta del cubículo de la ducha, la frase volvió a reverberar en su mente. Pero la desterró con todas las fuerzas que pudo acopiar y exhibió la sonrisa que sabía que él esperaría de ella mientras rezaba para que ocultara la verdad.
«Cásate deprisa; arrepiéntete despacio». Las palabras la habían hostigado todo el día. Había despertado con ellas en la mente y desde entonces no había sido capaz de borrarlas. Suponía que era inevitable que ese día, el primer aniversario de su precipitada boda, sacara semejantes pensamientos a la superficie. Pero la verdad era que no había esperado un remordimiento tan intenso.
Aquella boda, justo cuatro días antes de la última Navidad, había parecido la respuesta a muchas plegarias, a muchos problemas.
-Bella, maldita sea, ¿vas a salir de ahí o tendré que ir a…?
Las palabras se evaporaron en su lengua cuando la puerta se abrió para dejar salir a su esposa. Volvió a preguntarse si necesitaba saber cómo o por qué se había atrapado en ese matrimonio. Pero le bastaba mirarla para obtener la respuesta.
En silencio maldijo su cuerpo por la reacción instantánea al ver la aparición física de Bella. Solo tenía que mirarla para desearla con una fuerza y un apetito próximos a la agonía física. La contracción que experimentó por debajo del cinturón fue tan brusca y salvaje que tuvo que contener una exclamación de protesta.
-¿O vendrás para qué?
¿Sabría lo que le hacía ver su forma exuberante expuesta de forma tan abierta, revelando los pechos altos y plenos, la caja torácica y la cintura estrecha, las líneas largas y suaves de las caderas y de los muslos, los tobillos y los pies delicados?
¡Desde luego que sí! No podía ser ajena a ello. Todas las noches en la cama veía y sentía los resultados del impacto que surtía en él. Era eso lo que los había unido en primer lugar. Lo que los había empujado a ese imprudente matrimonio. Puro y simple sexo. Aunque en ese momento en sus pensamientos no había nada puro.
-¿Edward?
Adrede él esbozó una sonrisa perversamente provocativa y la recorrió con la vista.
-¿Tienes que preguntarlo? Sabes lo que habría sucedido si me hubiera unido a ti en la ducha, no habrías sido capaz de salir. Aún estaríamos ahí dentro, disfrutando de un sexo salvaje y apasionado.
Después de todo, era lo que Bella esperaba que dijera. Lo que siempre había dicho durante esos trescientos sesenta y cinco días de su vida de casados. Si hubiera dicho algo diferente en ese momento, habría sacudido los cimientos de su relación. Y eso sería peligroso. Haría que ella sospechara que las cosas habían cambiado, que ya no eran lo que parecían. Y era algo para lo que todavía no estaba preparado para reconocer ante sí mismo, y menos ante ella.
-Aún estamos a tiempo –dijo Bella.
La invitación brilló en los ojos de ella, iluminando sus profundos ojos, y una sonrisa tentadora curvó la plenitud de su boca.
-Si tú quieres –contesto él.
Se sintió tentado. Ella estaba totalmente relajada en su desnudez. Alta y orgullosa, impasible ante el hecho de que no tenía nada encima mientras él se hallaba completamente vestido con un elegante traje gris que había llevado para una reunión de negocios ese día.
Pero sabía que era hermosa. Bellísima a ojos masculinos. A ojos de cualquiera.
-Pero tendrás que quitarte ese traje. No querrás estropearlo.
La provocación fue excesiva. La sangre se le encendió. Jamás había sido capaz de resistirse a ella. No podría hacerlo en ese momento. Durante unos segundos estuvo a punto de aceptar el ofrecimiento. Los hábitos del año anterior casi lo atenazaron antes de disponer de tiempo para reconsiderarlo. Hasta se aflojó el nudo de la corbata, pero la realidad lo alcanzó como una patada en las costillas y lo obligó a reflexionar.
-Quizá sea mejor que no.
Intentó sonar relajado, indiferente incluso, pero dudó de su propia capacidad de convicción. Entonces vio el cambio en la expresión de ella, las sombras que nublaron sus ojos, y supo que había tenido más éxito del esperado. Sin embargo, ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.
-Toma -extendió la toalla blanca y se forzó a relajar las manos que la sostenían-. Será mejor que te cubras.
Los hermosos ojos de ella proyectaron reproche. Un reproche que él sabía que plasmaría en palabras. Si algo había aprendido de su esposa en el último año, era que no esquivaba las cuestiones. Si se sentía enfadada, decepcionada o insatisfecha, lo manifestaba. Pero, para su sorpresa, se mordió el labio y un leve temblor recorrió su forma esbelta.
-Tienes frío.
Una única gota de agua escapó de la oscuridad de su cabello y abrió un lento y delicado sendero por la superficie cremosa de su piel. Se deslizó por la curva de un pecho adorable, tocó la punta rosada y durante un segundo devastador colgó del pezón.
Una vez más, el deseo le encendió las entrañas. Tragó saliva y habló con celeridad. La voz le salió más áspera de lo que había esperado.
-¡Vamos, Bella no te quedes ahí! Cúbrete con esta toalla y sécate.
Ella avanzó sin titubeos, sin protestas.
La toalla envolvió con facilidad su silueta esbelta. Edward pensó que esa esbeltez era parte del problema. Parte de lo que socavaba el matrimonio que habían construido juntos. Se suponía que Bella no debía estar tan esbelta como cuando se casaron. Los hijos habían sido una parte importante de su acuerdo y un año más tarde, no había rastro alguno de que un bebé estuviera de camino.
-Gracias ya estoy bien -se obligó a decir Bella. Tenía que decir algo para llenar el silencio incómodo que había caído. Pero, desde luego, no había sido el frío lo que la había hecho temblar, sino sus pensamientos inquietantes-. Será mejor que vaya a secarme el pelo o nunca estaré lista.
La facilidad con que la dejó ir solo incrementó la confusión y la incomodidad mental que sentía. Había estado preparada para una discusión, al menos para alguna clase de protesta. Ese no era el Edward que conocía tan bien.
Había imaginado que intentaría besarla, abrazarla. Afirmar una vez más la poderosa atracción sexual que siempre había ardido entre ellos. La misma atracción que le hacía palpitar todo el cuerpo con solo oír la voz de él. Y había estado preparada para encararlo.
Pero no estaba preparada para esa extraña y casi fría indiferencia.
Algo no encajaba. Algo de lo que había sido consciente durante días, como el dolor palpitante de una muela que necesita un arreglo y no deja de molestar.
Rezó para que no hubiera adivinado lo que empezaba a sentir.
-¿Qué sucede Bella? –le pregunto finalmente Edward.
La pregunta fue tan inesperada, que se sobresaltó como una gata asustada al ir descalza sobre la mullida alfombra de color bronce hacia el tocador.
-¿Suceder? ¿A qué te refieres? -preguntó con voz entrecortada, y la mano que recogió el cepillo para el pelo no estaba muy firme-. ¿Qué va a suceder?
-No lo sé. Dímelo tú.
-Edward, no pasa nada.
La respuesta de él fue un sonido inarticulado de incredulidad escéptica.
-¡De acuerdo!
Impetuosa, ella giró en redondo para encararlo, y al encontrarse con la fuerza de esos brillantes e impactantes ojos azules deseó no haberlo hecho.
-De acuerdo -repitió, en esa ocasión con menos vehemencia-. Como es evidente que no me crees, ¿por qué no me dices tú qué sucede? ¿Por qué no me explicas qué te ha impulsado a formular esa pregunta en primer lugar?
El se encogió de hombros con indiferencia controlada, pero sus ojos mostraron una intensidad de láser. Bella se movió incómoda bajo ese escrutinio, sintiendo como si le hubieran quitado una capa protectora y la hubieran dejado en carne viva y vulnerable.
-Jamás habría pensado que justo hoy te ibas a sentir contenta y relajada, que esperaras la fiesta de esta noche con entusiasmo y expectación. De hecho, te encuentro distante y nerviosa
¿Ella estaba distante? ¿Acaso no se daba cuenta del comportamiento que él había exhibido en los últimos días? Difícil, inabordable, justo cuando más había necesitado hablar con él.
-Y si estoy distante, tal como tú dices ¿se te ha pasado por la cabeza pensar que puede deberse a la fiesta de esta noche?
El emitió otro sonido de incredulidad, en esa ocasión acompañado de un movimiento orgulloso dé cabeza.
-¡Vamos, cariño! Sabes que eso no es verdad, sé que no puede ser verdad.
-¿Por qué no?
-Tú lo sabes.
-Dímelo tú.
Edward se apartó de la puerta y cruzó el cuarto para situarse junto a ella.
-Nunca te he visto nerviosa, ni siquiera inquieta por cualquier acontecimiento social. Nada te desconcierta. Y menos esta noche.
-No -Bella movió la cabeza.
-¿No?- la voz recuperó ese tono escéptico-. No, nada te desconcierta.
-No sé por qué piensas que debería resultarme fácil esta noche.
-¿Y por qué diablos no?
Era evidente que él empezaba a mostrar síntomas de perder la paciencia.
-No puede haber nada esta noche que deba preocuparte –añadió Edward.
-¿Oh, no?
-No, es un acontecimiento feliz. Conoces a todos los invitados, familia y amigos. Vendrán para ayudarnos a celebrar
-¡Es eso! -interrumpió ella, incapaz de contener las palabras.
El doble sentido de ese «acontecimiento feliz» era más de lo que podía soportar. Sabía qué «acontecimiento feliz» había esperado Edward para esa fase de su matrimonio. Se suponía que ya debería estar embarazada. Era lo que ambos habían querido desde el principio. Lo que ella aún quería, pero no del modo en que había pensado en un principio.
-¿Qué? -frunció el ceño confuso, impaciente-. Bella, no eres coherente.
-Quizá porque nada de esto es coherente.
Comenzó a cepillarse el pelo con movimientos bruscos y nerviosos. Las cerdas se atascaron en algunas partes enredadas, pero eso no la frenó, y continuó con una mueca.
-¿Qué diablos? –dijo él.
Alargó el brazo y le detuvo la mano, con un apretón tan fuerte que ella no pudo hacer otra cosa que someterse a su control.
Pero no tenía por qué mirarlo. No quería leer lo que podía haber en su rostro, de modo que mantuvo la vista clavada en la alfombra.
-Bella, cariño, ¿vas a explicarme qué pasa por esa deliciosa cabeza? ¿Qué te molesta y por qué?
Ese «cariño» era demasiado. Lo empleaba de forma casual, con facilidad, sin siquiera pensarlo. Para él no era más que una palabra a intercalar en una conversación. Era lo que la gente esperaba que un marido le dijera a su mujer.
Y sabía que jamás reflexionaba en el efecto que podía tener sobre ella. Que ni por un momento consideraba cómo podría sentirse ella al oír ese término en apariencia cariñoso y saber que no tenía lugar en su matrimonio. Porque el amor no formaba parte de la relación que mantenía con Edward. Al menos, así había sido en un principio. El acuerdo era un matrimonio de conveniencia de comienzo a fin. Sin ninguna emoción. O al menos así se suponía que tendría que haber sido. Pero ya no. Las cosas habían cambiado. Tanto, que ya no estaba segura de poder continuar con el matrimonio tal como había decidido un año atrás. No a menos que las cosas cambiaran de un modo que parecía imposible.
La situación empeoraba con cada día que pasaba. No había sido capaz de seguir las pautas establecidas en el momento de aceptar ese matrimonio de conveniencia. No, había cometido el peor pecado de todos.
Se había enamorado total, imprudente, ciega e irremediablemente de su marido de conveniencia. Y ese amor era lo último que él quería de ella. Y tener la certeza de eso la había llevado a tomar una decisión desesperada. Durante los últimos meses, había adoptado medidas activas para cerciorarse de no concebir el bebé que Edward tanto deseaba, aunque esa determinación casi le había partido el corazón.
