Disclaimer: Ninguno de los personajes, lugares, o nombres aquí mencionados son de mi pertenencia. Todos son propiedad de ©Nickelodeon, Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko. Basado en La Leyenda de Korra.

Crédito de la Portada:

Ilustración por J Kennedy (ozkit en tumblr)

Colores y fondo por Devil-In-My-Shoes


~Cuento de Hadas~

Por: Devil-In-My-Shoes


Capítulo I

Érase una vez una familia de sangre noble que vivía en el límite este del reino, muy cerca de los bosques del rey. Lord Hiroshi y Lady Yasuko Sato, luego de contraer matrimonio, decidieron asentarse en una espléndida mansión de campo, en una extensa finca que colindaba con uno de los frondosos bosques —preferidos por el rey para la caza—, y un prolongado arroyo de aguas cristalinas. Más allá, en la distancia, podían distinguirse múltiples casitas dispersas sobre una colina que se situaba a lo lejos; un pueblo vecino. No obstante, la mansión en sí, se alzaba solitaria en su puesto. Siempre vigilando aquel espeso bosque que se extendía hasta el horizonte, como si no tuviera un límite ni final.

Al poco tiempo, la pareja fue bendecida con una hermosa niñita a la que dieron por nombre Asami. Y así, juntos los tres, fueron felices durante once largos años. Eran una familia muy unida, a pesar de que Asami no veía mucho a su padre, ya que este tenía deberes que cumplir como miembro de la corte del rey. En consecuencia, Asami desarrolló un lazo más profundo con su madre, Lady Yasuko. Las dos solían pasar juntas el día entero. Por las mañanas atendían el jardín de rosas que adornaba la mansión, y por las tardes compartían una taza de té con galletas recién horneadas. Reían y jugaban. A veces salían de paseo por el bosque, y Asami correteaba alegre persiguiendo conejos o trepando hasta alcanzar la cima de un alto árbol.

Luego, al caer la noche, podía vérseles caminar tomadas de la mano, buscando el camino devuelta a su hogar. Y cuando las estrellas y las luciérnagas se mezclaban en los oscuros cielos, Lady Yasuko encendía la chimenea para calentar la fría atmósfera nocturna. Entonces era cuando le narraba a su pequeña extraordinarias historias de hadas. Era un ritual. Cada noche, antes de dormir, la madre recitaba a su hija todo lo que sabía acerca de estos fantásticos y peligrosos seres del bosque.

Las leyendas que relataban los encuentros sobrenaturales entre humanos y hadas siempre hablaban de doncellas con el corazón roto o de jóvenes desdichados, que buscaban huir de su amargo destino. Al entrar en los dominios encantados del bosque, un ser etéreo, de apariencia casi humana, les ofrecía el consuelo que anhelaban, y seducidos por la mística belleza que irradiaba el hada, los humanos se dejaban llevar.

A la mañana siguiente, no había ya ni rastro de aquellos que alguna vez fueron humanos. Eran consumidos por la noche y su misteriosa magia. Como si nunca hubiesen existido. Algunos creían que las hadas los habían secuestrado para despojarlos de su humanidad, otros simplemente afirmaban que las hadas habían devorado sus almas; dejando en vez de un cadáver, el tronco podrido de un viejo árbol.

El horror que estos seres provocaban en el folclor de los humanos, se derivaba del hecho de que nadie podía resistirse a la mirada de un hada. Aterradora era la imposibilidad de negarse a aquella vastedad, aquella hermosura desconocida.

Se decía que era la forma más dulce de morir, pues, bajo el hechizo de un hada, todo es placer y alegría. No hay sufrimiento. Tan sólo una danza bajo la luz de la luna o el sabor de un beso de seda en la boca. El dolor se desvanece en una ilusión pura.

Y para Asami, que encontraba a las hadas fascinantes, no existía el temor. Era algo angustiante para su padre, que trataba de protegerla a toda costa. Las desapariciones de niños en el bosque eran frecuentes, y por supuesto, los adultos culpaban a las hadas por ello.

—No te alejes de la casa, Asami —le advertía su padre antes de dejarla salir a jugar.

Insistía en que debía evitar que su hija se acercara al bosque a toda costa; que por nada del mundo dejara la seguridad de la mansión durante las noches de luna llena; que ni soñara con dormir con las ventanas abiertas (así fuera una noche infernalmente calurosa). Y que si escuchaba arañazos en el vidrio o voces llamando su nombre a altas horas de la noche, se cubriera la cabeza con la almohada y procurara con toda su fuerza de voluntad ignorarlas.

Y aunque la pequeña Asami fuera inmune al miedo que su padre sentía, no podía evitar estremecerse cada vez que él mencionaba a los demonios que se colgaban de los tejados y golpeaban con violencia las tejas del techo en un intento por colarse dentro de la mansión. Su madre, por el contrario, le decía que sólo se trataba de mapaches o algún otro animal. Pero ella misma había escuchado el estruendo iracundo de aquellos golpes que le arrancaban el sueño a su pequeña y a su esposo... Y fueran lo que fueran, no era cosa de animales comunes.

Lady Yasuko, a pesar de que no se mostraba temerosa ni supersticiosa como Lord Hiroshi, guardaba silencio. Quizás demasiado. Un cierto aire arcano la rodeaba de vez en cuando, y daba la impresión de que era una mujer sombría. Tenía secretos y verdades ocultas, incluso ante su propia familia. La pequeña Asami, sin embargo, nunca la cuestionó ni le preguntó a dónde se dirigía cada vez que la veía salir de la casa a hurtadillas, en medio de la noche.

Siempre respetó la extrañeza de su madre.

Pero todo cambiaba en cuanto amanecía. Bajo la luz dorada del sol, Lady Yasuko sonreía con gentileza. Se volvía una persona relajada, alegre, y hasta el último rastro de sombras en su semblante, desaparecía. Había vida en sus facciones, brillo en sus ojos. Y de nuevo era la madre cariñosa y entregada que todos conocían y adoraban, hasta que...

Cuando Asami cumplió los doce años, se vio obligada a enfrentar lo efímero de la existencia humana. Confrontó la naturaleza de la muerte. El hecho de que nadie vive ni vivirá para siempre. Ni siquiera alguien tan cercano a ella como su propia madre, a quien consideraba una bella princesa inmortal. Asami la vio morir. Y aún cuando pensó que ella solo dormía, su padre la obligó a abandonar la esperanza de verla despertar, pues no había beso de amor verdadero que pudiera traerla de vuelta.

Su muerte fue repentina. Lady Yasuko cayó en enferma de un modo tan abrupto, que la gente del pueblo no podía sino pensar que algún hada había venido por ella, ya que todavía era joven y hermosa. Sencillamente no tenía sentido, no era natural.

Aquella tarde de mitad de verano, enterraron su cuerpo en la parte de atrás del jardín, rodeado por los rosales que Lady Yasuko siempre amó. Inmediatamente se hizo llamar a la curandera del pueblo para que llevara acabo los antiguos rituales sobre la tumba. Ésta se detuvo al pie del montículo de tierra negra, una mujer anciana y delgada cuyo aspecto llenaba a la pequeña Asami de temor. Más que una curandera, parecía una bruja.

Y mientras impregnaba la tierra suelta con aceites aromáticos e intrincadas oraciones contra los malos espíritus, la niña y su padre se mantuvieron uno a cada lado de la tumba, encabezada por una lápida de piedra grabada con el nombre de la difunta. Sobre ella, Lord Hiroshi había colocado una vela, la cual había mantenido encendida desde la muerte de su esposa. Y ésta debería arder durante toda la noche.

Asami contemplaba la sencilla lápida, gris y reluciente, que algún día sería envuelta por musgo y raíces, como si hubiese sido parte del paisaje desde siempre. No dejaba de creer que en cualquier momento su madre regresaría de hacer un mandado en el pueblo y les preguntaría qué hacían los tres en el patio, rodeando un agujero en la tierra. Simplemente no podía aceptar que su madre estuviera enterrada allí, aunque la hubiera visto con sus propios ojos. Era terrible.

Prefería pensar en los rumores de los demás aldeanos; esos que decían que a Lady Yasuko se la había llevado un hada. Asami podía recodarlo ahora, mientras su padre y la curandera aguardaban, en un tenso silencio, a que el sol se ocultara detrás de la montaña. Muchos decían que había cierta magia en Lady Yasuko y que las hadas —si en verdad existían— se sentían atraídas a ella. Por eso su padre ordenó que se llevaran acabo los antiguos rituales de protección sobre su tumba.

Una vez que el sol se ocultó en el horizonte, Lord Hiroshi puso una mano sobre el hombro de su hija y le dijo:

—Vete a casa, Asami. Yo debo quedarme con tu madre.

Se creía que, luego de un fallecimiento, la partida de caza de las hadas merodeaba por el bosque en busca de las almas de los recién difuntos, para reclamarlas. Pero si un ser amado custodiaba la tumba, vigilando durante toda la noche, podría protegerla y las hadas la dejarían descansar en paz.

Eso fue lo último que Asami vio esa noche: la imagen de su padre postrado de rodillas ante la tumba de su madre, acompañado por la débil luz de la vela que había colocado sobre la lápida. Después de eso, ya nada volvió a ser igual. Lord Hiroshi pasaba mucho más tiempo lejos, en la Ciudadela Real, sumido en su trabajo como miembro de la corte, e indiferente a lo que pudiera pasarle a la pequeña Asami.

Tan sólo un año después de aquellos acontecimientos, Lord Hiroshi trajo a casa una nueva esposa. Lady Malina llegó a la mansión acompañada de sus dos hijos: Eska y Desna. Ambos eran tres años mayores que Asami, un par de adolescentes de ciudad, acostumbrados al lujo y los caprichos. Ni ellos, ni Lady Malina hicieron mucho por ocultar el desagrado que les provocaba el tener que mudarse al campo. Todo les molestaba; desde el suave crujido de los abetos al mecerse con el viento, hasta el canto de las avecillas que se posaban al borde de las ventanas.

Para Asami no fue fácil adaptarse a la compañía de sus nuevos hermanastros, a quienes veía como un par de intrusos, prestos a criticarla y a burlarse de ella dada la más mínima oportunidad. No obstante, Lord Hiroshi lo pasaba todo por alto. Enceguecido por los encantos de Lady Malina, el hombre era incapaz de notar el descontento de su pequeña hija. Para él era un alivio haber encontrado un par de compañeros de juego para Asami, así como una nueva madre que se encargara de sus necesidades. Ahora, podría marcharse a la Ciudadela Real sin cargar con la más mínima preocupación.

El primer mes de ausencia de su padre fue el peor. Lady Malina no tardó en mostrar su otra cara y tomar el mando de la mansión, atemorizando a las criadas con su arrogante actitud. Era una mujer muy distinta cuando Lord Hiroshi no se encontraba en casa. Su única prioridad era la de satisfacer sus propias ambiciones y los caprichos de sus hijos. Asami quedaba en último lugar, tratada como un estorbo, una renacuaja deslenguada, como solían llamarla sus hermanastros. La más mínima falta o error era motivo suficiente para que Lady Malina la reprendiera con una bofetada y, en el peor de los casos, la encerrara en el viejo cobertizo de su padre.

Éste era un sitio aterrador, oscuro y polvoriento, infestado de arañas y quién sabe qué otra alimaña. De las paredes colgaban las cabezas decapitadas de los animales que Lord Hiroshi conservaba como trofeos de caza. Osos, ciervos, lobos; todos con una mueca de dolor petrificada en sus rostros muertos, ojos secos, colmillos desgarrando la nada... Y Asami se veía obligada a pasar varias horas allí encerrada, noches enteras incluso. Nadie parecía escuchar sus súplicas ni su llanto, pidiendo a gritos que la dejaran salir. Lloraba hasta caer dormida en un rincón, y luego, cuando por fin la liberaban, debía actuar como si nada hubiese pasado. Bajar la cabeza, callar y obedecer.

No era de extrañar entonces, que la pequeña Asami buscara refugio junto a la tumba de su madre. Una noche, cansada de sentirse sola y menospreciada, la niña consiguió salirse de la casa. Se escabulló hacia el jardín trasero, gateando entre los rosales, hasta que encontró la fría lápida olvidada. Las hojas secas se habían acumulado al pie de la tumba y un jarrón con flores marchitas —caído de lado— representaba la última muestra de afecto de Lord Hiroshi hacia su difunta esposa.

Era peligroso, les había advertido la vieja curandera, visitar a los muertos a altas horas de la noche... Especialmente estando tan cerca del bosque. Pero Asami ya no tenía miedo. Quería quedarse allí, quería que las hadas reclamaran su alma y la llevaran con su madre. Nada importaba ya. Y así, se acurrucó ante la lápida, imaginando que era acogida en el pecho de su madre, como antaño, a pesar de que lo único que abrazaba su cuerpo era la tierra húmeda. Se consoló con aquella fantasía, abrigándose del frío a fuerza de terquedad, hasta quedarse profundamente dormida.

Cascos de caballos se abrieron paso a través del bosque, horas o minutos después, no lo sabía. El tiempo había perdido sentido. Pero los cascos continuaban galopando, y ahora rodeaban la tumba. Asami abrió los ojos de golpe, con un grito ahogado. No habían tales corceles ya. Tan sólo miles de huellas trazadas por pezuñas y tierra barrida, formando un círculo perfecto entorno al sitio de descanso de su madre.

Una espesa niebla azul había cubierto el paisaje; ocultó la mansión Sato y lo consumió todo. Los ojos temblorosos de la pequeña apenas podían distinguir los altos árboles que marcaban el límite con el bosque, y las sombras... Sombras por doquier. Bufidos de caballos lejanos y cercanos, respiraciones profundas, miradas intensas, pero invisibles. Entonces se levantó un viento desabrido que comenzó a agitar las ramas sobre su cabeza con un lánguido ulular. Un repentino silencio y luego los gemidos del viento, y el ocasional gañido de uno que otro cuervo.

Asami tragó saliva y se incorporó despacio. Alzó la mirada y observó que las ramas de los árboles formaban arcos que se elevaban hacia el negro cielo, como si fueran los dedos huesudos de manos esqueléticas. Un sendero se abrió ante ella: un túnel tapizado de hojas muertas que se internaba hacia otro mundo. Un bosque que pronunciaba su nombre, llamándola...

Hipnotizada por aquellas voces fantasmagóricas, Asami se puso de pie y se dejó llevar a lo profundo. No pensaba, tampoco sentía. No distaba mucho de ser una sonámbula; una mente hueca que deambulaba desprovista de voluntad propia. Para ella sólo existían el bosque y su murmullo hechizante.

La arboleda a su alrededor destilaba longevidad y un poder latente que le puso los pelos de punta. Había algo allí... Quizá no vivo del todo, pero tampoco muerto. Algo que aguardaba, vigilante, juzgándola. Fuera lo que fuera, hacía un buen rato que la observaba. Asami escudriñó las sombras de los árboles hasta que le dolieron los ojos, buscando alguna señal de movimiento. No encontró nada. Sin embargo, ahí había algo. Algo inhumano, casi espiritual y que... de algún modo le era imposible definir, sólo sentir. Como si fuera uno con el mismo bosque. Como si el bosque le proporcionara mil ojos y mil oídos...

El silencio resultaba inquietante y aterrador.

—¿Quiénes son ustedes? —murmuró ella por lo bajo—. ¿Acaso son hadas? ¿Han venido por mí?

Pronto fue capaz de ver con claridad, y frente a ella aparecieron más de veinte corceles, que aguardaban en silencio junto a sus misteriosos jinetes. Eran seres hermosos, tanto los animales como sus amos. Los caballos eran imponentes, más grandes que un corcel ordinario, con un pelaje sobrenaturalmente blanco y ojos brillantes como el oro, diamantes y zafiros. Los jinetes variaban entre hombres y mujeres, cada uno más bello que el siguiente. Esbeltos, pero de apariencia fuerte, con largas cabelleras y pieles pálidas. Seres etéreos, humanos, aunque no exactamente.

La mujer que los lideraba se veía inexplicablemente mayor que los demás, a pesar de que no parecía tener una edad del todo. Su cabellera era casi gris y sus ojos brillaban verdes, destellando sabiduría y frialdad al mismo tiempo.

—Ven con nosotros, pequeña —dijo la mujer.

Y nuevamente, Asami se movió, carente de voluntad, atraída hacia ellos por un hechizo irrompible. La mujer extendió su mano y sus dedos estuvieron apunto de rozar la delicada muñeca de la niña, quien también había estirado su brazo para ser tomada.

Justo entonces, el filo de una espada cortó el aire entre ellas. Asami cayó de espaldas mientras que el corcel de la mujer se alzó sobre sus patas traseras, relinchando y pateando. Le tomó varios intentos, pero al fin la mujer recuperó el control sobre las riendas de plata con las que sujetaba a su caballo y consiguió tranquilizar al espantado animal. Nada había cambiado en la expresión serena de su rostro, pero ahora sus ojos tenían un brillo distinto. Algo semejante a la ira, creyó Asami.

—Tú... —gruñó la mujer.

—Lárgate, Suyin. Ella no te pertenecerá.

Sorprendida, Asami salió de su estupor, y el embrujo que la traía hipnotizada se rompió. La mano le ardía. Se la examinó y descubrió que un surco de sangre le marcaba el dorso derecho. Alzó los ojos. Ante ella había otra mujer, desprovista de corcel, pero con una espada desenvainada. Oponiéndose a los demás, no vestía una túnica blanca al igual que los otros, sino que, desafiante, portaba ropajes negros y desgastados. Ella blandió de nuevo su arma y amenazó:

—Vete ya o te cortaré la cabeza de un tajo.

—¡Con qué crueldad ofendes a tu reina y a tu propia madre, Kuvira! —replicó Suyin—. Deberías agradecer lo que estoy haciendo por ti.

—No quiero tu ayuda.

Los ojos de Suyin se posaron sobre la temblorosa figura de Asami, y con un suspiro resignado concluyó:

—Esta niña será tu perdición. No te traerá nada, salvo sufrimiento y desdicha, emociones que nuestra raza jamás debería sentir. Pero tú eres incapaz de entenderlo, porque te ciega una maldición. Yo puedo liberarte, hija mía. Déjame...

—¡Largo de aquí! —gritó Kuvira.

Los exóticos semblantes de cada uno de los jinetes se vieron ensombrecidos por la indignación. La reina apretó los dientes y le lanzó una última mirada de furia a su hija.

—Está bien, ya no me importa —exclamó—. ¡Muérete si es lo que quieres! ¡No digas que no intenté salvarte!

Lanzó una poderosa orden e inmediatamente todos los corceles galoparon en la dirección opuesta. En un segundo, desaparecieron en la nada, como si nunca hubiesen existido. Y Asami se quedó sola con aquella extraña, aquella mujer que envainó su espada en silencio y continuó dándole la espalda por un tiempo indefinido, disfrazado de eternidad.

—No deberías estar aquí, Asami —dijo ella finalmente.

La niña se sobresaltó al escuchar su nombre producido por aquella voz gruesa y fría. El acento extranjero y peculiar con el que habló cambiaba por completo la entonación a la que estaba acostumbrada; su nombre era distinto en los labios de esa mujer.

—Ellos... Tú... —se atrevió a preguntar—. ¿Son hadas? ¿Van a llevarme?

—No utilices ese nombre tan vulgar con nosotros —la reprendió Kuvira, aún sin voltearse—. Ustedes los humanos nos llaman "Hadas", pero nosotros nos hacemos llamar "Fey". ¿Te quedó claro?

—Fey...

—Debes regresar inmediatamente, la partida de caza de mi madre aún sigue tras de ti.

El rostro de la pequeña se llenó de confusión.

—¿No piensas llevarme contigo?

En ese momento, Kuvira se volteó. Poseía la misma belleza espectral que los demás jinetes, pero a su apariencia se le sumaba además, el porte real de la reina de los fey. Su piel era de un tono blanco tan puro como un rayo de luna y sus ojos tenían el resplandor de un relámpago; verdes como los de la reina, pero más sombríos, más tristes...

—No voy a llevarte.

—Pero... ¡Eso es lo que ustedes hacen! —respondió Asami, abatida—. ¡Por favor! ¡Llévame con mi madre! ¡Te lo suplico!

—Tu madre está muerta, Asami.

—¡No quiero creer eso! ¡Si tú estás aquí! ¡Si ustedes los fey existen! Entonces... debe haber una manera... ¿No puedes traerla devuelta?

La mujer se limitó a negar con la cabeza y aseguró cruelmente:

—No. Y aunque pudiera, no lo haría. ¿Quién te crees que eres para pedirme tal cosa?

La niña sintió cómo sus ojos se anegaban con lágrimas, y cuando la primera resbaló por su mejilla, Kuvira la detuvo. Asami dio un respingo al sentirla tan cerca, apoyando una rodilla en el suelo para ponerse a su altura y poder mirarla directamente a los ojos. Su dedo helado quemaba la delicada piel de su rostro. La fey arrancó la diminuta lágrima y observó cómo rápidamente se transformaba en cristal. En silencio, se la ofreció a Asami.

—No sabes lo que dices, niña —dijo—. No sabes lo que pides. Guárdate tus lágrimas.

—Yo sólo quiero estar con ella...

—No es posible.

Asami cerró las manos en puños apretados, trituró la lágrima de cristal y miró a Kuvira con enfado.

—¡Entonces llévame a tu mundo! ¡Llévame contigo!

Kuvira se incorporó, alzándose cuán alta era por encima de la pequeña Asami. El cabello negro le cayó largo y liso sobre los hombros, y todo su cuerpo reflejó la espesura del bosque.

—No te llevaré. Al menos, no todavía...

Aquel "todavía" renovó la esperanza en el corazón de Asami. Optó entonces por aceptar que debía esperar y bajó la cabeza en señal de sumisión. De nuevo, regresó el ulular del viento y la niebla que las rodeaba se desvaneció poco a poco. Asami tuvo frío y se aferró a una de las piernas de Kuvira, en busca de la calidez que ella no podía ofrecerle. Era como abrazarse a un trozo de hielo.

—¿Sería más sencillo si me mataras?

Casi hubo compasión en la voz de Kuvira cuando, cubriéndola con su capa, le dijo:

—Deberías intentar dormir.

Y fue como si hubiese caído presa de un nuevo hechizo, porque inmediatamente perdió el conocimiento y se sumió en un sueño profundo, dulce y reconfortante. Sin entender cómo, despertó en su cama a la mañana siguiente. La desilusión la golpeó fuerte, pues lo más seguro era que hubiese soñado semejante fantasía. Oyó que Lady Malina le gritaba órdenes a las criadas y comprendió que sí, que su vida continuaba siendo la misma, con su madre muerta y su padre lejos, tan distinto al hombre cariñoso que alguna vez fue.

Alguien llamó a su puerta. Asami se quitó la cobija, apoyó los pies en las tablas del suelo y corrió a abrir. Era Eska, con la espalda ligeramente encorvada y una mueca de mal humor en la cara.

—Madre quiere que te apresures y te vistas. Nos vamos.

—¿A dónde? ¿Qué está sucediendo?

—Una carroza nos espera. Vamos a la Ciudadela Real —explicó la joven con tono monótono—. Llegó una carta. Tu padre está muy enfermo.

Asami se llevó una mano a los labios, desconcertada. Eska entrecerró los ojos y frunció el ceño al ver el extraño vendaje que su hermanastra llevaba atado en la mano. Una seda preciosa, cual plata líquida, que se amoldaba perfectamente a lo largo de su dorso derecho. Asami ni siquiera se había percatado de que la tenía.

—¿De dónde sacaste eso? —la increpó Eska—. ¿Ya lo tenías o qué? De seguro lo estabas escondiendo para no compartirlo. ¡Es demasiado bonito como para que lo use una renacuaja como tú!

Sin darle tiempo de reaccionar, Eska estiró el brazo y le arrancó el vendaje con rudeza. Asami quiso protestar, pero en ese mismo instante Lady Malina subió a su habitación para ver lo que estaba pasando. La mujer contempló a su hijastra con desdén y luego le quitó a Eska el vendaje para examinarlo. Se trataba realmente de un fino pañuelo de bolsillo, tejido con una seda tan delicada como la tela de una araña. Al tacto era suave, frágil y fría como la plata misma.

—¡Jamás había visto una tela tan hermosa! —se sorprendió Lady Malina—. Debe ser extremadamente costosa, pienso que ni el mismo rey, con todas sus riquezas, puede conseguir algo semejante.

Asami se estremecía, exaltada y desesperada a la vez. Acunaba su mano derecha sobre el pecho, acariciándola incrédula. Ahí en el dorso, sangraba por el corte de una espada. El dolor era tan real como aquella pequeña herida, tan real como la misma Kuvira y los fey...

—¿De dónde demonios sacaste esto, niña? —exigió su madrastra—. ¡Dime ya!

Asami no halló en sí las palabras para responder. Lady Malina se preparó para sacarle la verdad con una bofetada, pero antes de que pudiera alzar la mano para dañarla, Eska soltó un grito de terror.

—¡Madre! ¡El pañuelo! —gimió, escabulléndose escalera abajo para huir—. ¡Es asqueroso!

Cientos, no, miles de diminutas arañas comenzaron a trepar por el brazo de Lady Malina. La mujer, horrorizada, soltó el pañuelo y éste terminó por disolverse en más arañas, que inundaron por completo el suelo. Los gritos de espanto destrozaron la paz de aquella mañana, y mientras Lady Malina y su hija corrían despavoridas, Asami permaneció paralizada. Las arañas no se acercaban a ella ni a su habitación. Más sorprendentemente aún, se apartaban de sus pies para formar un camino libre con cada paso que ella daba.

Así, corrió escalera abajo. Pasó frente a su madrastra, que luchaba por desenredarse las arañas del pelo, y casi chocó con Eska, quien, dándose por vencida, lloraba de rodillas, infestada de alimañas. Asami alcanzó la cocina y salió por la puerta trasera. Continuó corriendo hasta llegar al jardín, saltó la cerca y aceleró hasta internarse en el bosque.

—¡Fey! —gritó—. ¿Dónde estás?

Nadie respondió. Acongojada, luchó por recordar el nombre de aquella mujer. Hace tan sólo unos minutos lo tenía muy claro en su mente, pero ahora era como si se le hubiese borrado por completo. Marchó hacia el oeste con el corazón pesaroso y los brazos apretados contra su frágil cuerpecillo. Jamás en la vida se había sentido tan sola. Asami estaba acostumbrada a estar rodeada por las atenciones de su madre, y a disfrutar del cariño y el amor de su padre.

Pero ahora él también había caído enfermo, al igual que su madre. Todo eso le fue arrebatado en un instante. «¿Por qué? ¿Cómo sucedió esto?» Se repetía angustiada. El clamor de un cuervo la estremeció de pronto. Su eco sonaba en el viento igual a la voz de un espíritu solitario. Aquella voz perdida retumbó en la cabeza de Asami, incluso cuando el cuervo se hubo alejado volando; con su triste lamento, pedía respuestas a preguntas que no tenían solución.

Continuó vagando sin una dirección certera hasta que escuchó el sonido de cascos en la cercanía y se sobresaltó.

—¿Hola? —musitó nerviosa—. ¿Hay alguien allí?

La sensación de que algo se aproximaba creció. Escuchó jadeos... Escuchó hojas secas agitándose contra el suelo. Pronto distinguió el sonido producido por cuatro patas que pisaban la tierra justo detrás de su espalda. Un hocico le rozó el brazo, con la nariz húmeda. Asami no pudo contener el grito que le subió por la garganta. Giró sobre sus tobillos y se topó de frente con un animal de tamaño considerable.

Se trataba, nada más y nada menos, que de un colosal corcel negro azulado, con la crin cual noche estrellada y los ojos zarcos. Traía una silla de montar en su lomo y sobre ésta viajaba su altiva jinete. La misma mujer de apariencia misteriosa de la noche anterior. De complexión recia, rostro fino aunque severo, largo cabello de ébano, fríos y espectrales ojos verdes...

Bajo la luz del sol, su fina tez era de rasgos triangulares y pronunciados. No muy bonita en comparación a las demás mujeres que cabalgaban al lado de la reina de los fey, pero tenía un par de ojos penetrantes e inteligentes, de un verde jade intenso que denotaban un aire de superioridad contenido. Las cejas gruesas y pobladas, y un pequeño lunar en su mejilla derecha, casi debajo del ojo.

—Ésta será la última vez que vendré a tu encuentro, al menos hasta que llegue el momento adecuado —anunció—. ¿Comprendes lo que te digo, Asami?

—No eras un sueño... —suspiró aliviada.

—No, pero en algún tiempo desearás que lo sea... Nada más que un mal sueño...

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Es maravilloso que existas! ¡Tú y tu magia!

La mujer la miró con indiferencia.

—Eres una niña ignorante, ya aprenderás —manifestó—. Tal como lo hizo Yasuko.

Asami sintió una punzada en el corazón al escuchar aquel nombre.

—¿Conociste a mi madre?

—Sí.

—Ella jamás te mencionó —musitó la niña.

—Hizo bien. Te pareces mucho a ella, aunque...

—¿Qué?

—Olvídalo.

Asami, por instinto, volvió a acunar su mano lastimada sobre el pecho. Mientras tuvo el vendaje de seda, no sufrió ningún dolor, pero ahora el ardor era casi insoportable. La mujer desmontó de su caballo, se arrodilló frente a la niña y tomó su pequeña mano entre las suyas. Asami no pudo evitar dar un respingo ante aquel tacto gélido, carente de calor humano.

—Lamento la cortada que te hice —dijo ella—. No tuve alternativa, era la única forma de hacerte recuperar la razón y romper el hechizo de mi madre.

—¿Por qué no dejaste que ella me llevara?

La mujer no respondió de inmediato. Simplemente se llevó la mano herida de la niña hasta sus finos labios y la besó. Asami pensó que pronto su piel se vería cubierta por cristales de hielo, mas no fue así. El dolor de la cortada fue apaciguándose poco a poco, hasta que sólo quedó el frío de aquellos suaves labios blancos.

—Ningún fey tiene permitido llevarte.

La niña sonrió, complacida.

—Porque serás tú quien me lleve, ¿cierto? Quiero que lo hagas. Llévame contigo, llévame lejos, borra todos mis recuerdos... Tan sólo quiero olvidar y volver a ser feliz, como antes.

No hubo respuesta por parte de la fey, mas que una mirada repleta de dureza. Regresó al lado de su caballo, lo montó, y señalando el camino por el que Asami había venido, ordenó:

—Vete ya. Te están esperando.

—Sabes mi nombre —intervino ella, sintiéndose valiente—. Estoy segura de que escuché el tuyo anoche, pero no puedo recordarlo ahora. ¿Me lo dirías?

—Tú puedes llamarme Kuvira.

—Kuvira...

El nombre sonaba extraño y exótico al pronunciarlo. Hasta la misma fey pareció inquietarse al escuchar a la niña repetirlo varias veces más, para no volver a olvidarlo.

—Ya es hora de que te marches, Asami —la apresuró Kuvira, enfadada.

—¿Es cierto lo que dicen? —preguntó agobiada—. ¿Es cierto que mi padre está enfermo?

Kuvira hizo girar a su caballo, y sin voltearse para mirarla, sentenció:

—Tu padre morirá.

Agitó las riendas y galopó a toda velocidad, abandonando a la pequeña Asami en medio del bosque.

»Continuará...


Notas de la Autora: Y así fue como Asami conoció a su "hada madrina". ¿Pero será que realmente necesita de un hada? ¿O lo que más le hace falta es una amiga humana? No se pierdan el próximo capítulo, cuando su camino se cruza con el de Korra y los cazadores.

Editado 10/01/18

2da Edición 30/04/19