Disclaimer: Hetalia pertenece a Himaruya Hidekaz.
Advertencia: La historia se desarrolla en un mundo en donde la vida de los "humanos" se manifiesta como un número en sus manos, indicándoles la cantidad de vida que les queda, situación que pueden mejorar si comen una manzana, y así aumentar el número. Si ellos comen una manzana con un número cinco, y ellos tienen un tres en su mano, cuando se la coman tendrán ocho vidas. Estos humanos, sin embargo, tiene emociones muy fuertes, ya que estas los desviarían de su rumbo por el cuál llegaron a ese lugar.
Parejas: América/Inglaterra. Austria/Hungría. Alemania/Italia.
Estados Unidos observó con pesadumbre el grueso número uno impolutamente delineado bajo el tono tostado de su piel en del dorso de la mano derecha y suspirando, apoyó la espalda en las ruinas del castillo. A pesar de que ha tratado de borrarlo constantemente derramando sobre su mano sustancias químicas que le han desfigurado la piel, el la figura negra y densa sigue visible con la misma increíble claridad de siempre. Refunfuñando, se la envuelve con un jirón de tela blanca.
Hace menos de una semana había tenido cuatro vidas en su poder, pero incluso para su propia sorpresa, se las arregló para quedar en una.
En gran parte era culpa de Rusia.
No es que él fuese descuidado, que no le importara cuál era su cantidad de vida; ciertamente, morir por el ataque de un león no era culpa suya, él solo estaba buscando la sombra de árbol para alejarse del calor y no lo vio acostado ahí. Se estremeció al recordarlo. No fue una muerte rápida, y había sufrido por muchas horas, porque, cada vez que volvía a despertar, el león seguía ahí. Llegó a creer seriamente que moriría. Para suerte suya, el animal le dejó dos vidas, y para desgracia suya, Estados Unidos no tardó en toparse con Rusia. Como una manzana tres apareció en el árbol solitario, y él estaba cerca, decidió ir a buscarla, a pesar de estar débil a causa de las heridas de las garras y los dientes de león, que no habían sanado completamente. Entonces fue capturado.
A Rusia le gustaba torturar.
Hubiese preferido que el león lo retuviera un poco más.
Así que, como era de esperar, necesitaba urgente una manzana, aunque fuera un uno. Porque, si perdía la vida que le quedaba, desaparecería como si jamás hubiese tocado esa tierra. Y Estados Unidos no quería eso.
—Miren quién tiene nuevamente una vida. Sería una pena que alguien intentara arrebatártela.
Estados Unidos paró en seco, sintiendo algo frío tocar la piel de su gaznate y miró de reojo a Inglaterra. Era lo último que necesitaba, a ese tipo molestándolo. El arma era un tipo de metal plateado y alargado, con un extremo de madera, que provocó que un escalofrío bajara por la espalda de Estados Unidos cuando Inglaterra fue más insistente con la presión sobre su cuello.
—Hey amigo, cuidado con esa cosa. Me vas a cortar.
A diferencia de muchos humanos, y a pesar de presenciar, en un par de ocasiones, de primera mano la crueldad de Inglaterra para acabar con otros, no le tiene miedo. Tal vez sea porque lo conoce desde que es un niño, o porque cree que nunca lo mataría cuando peligraba tanto su existencia. Si nacieron el mismo día, Estados Unidos sospechaba que era el destino de ellos también morir el mismo día, por lo tanto, no podían matarse el uno al otro, ¿no?
—Tal vez esa sea mi intención.
—¿No que los caballeros no atacan a los desarmados?
—Hace tiempo que dejé de serlo.
—Eso no fue lo que dijiste el otro día —se burló con voz cantarina.
Inglaterra lo meditó, y luego de un par de segundos, retiró el arma y lo guardó en una funda café que colgaba sobre su espalda. Se sentó junto a él y Estados Unidos le sonrió en respuesta.
—Deberías hacerte una... un arma, me refiero. Tus puños no pueden ser tu única defensa.
Estados Unidos se encogió de hombro y se frotó la parte del cuello donde antes había estado el arma de Inglaterra. El frío aún persistía.
—Las espadas no son lo mío —replicó—. Me ha ido bien con los golpes, sabes.
—Eso ni tú te lo crees. Y no es lo que dice tu número.
Estados Unidos hizo un puchero inflando sus cachetes.
—Eso fue culpa del león y de Rusia.
Inglaterra no estaba conforme con la respuesta. Lo golpeó fuerte en la cabeza.
—¡No le tires la culpa a ellos!
—¡Eso dolió Inglaterra, ¿de verdad quieres matarme?!
—¡Tampoco intentes culparme a mi!
Oh, Inglaterra realmente estaba enojado.
Estados Unidos sonrió, pero ahogó la risa que quiso salir a causa de la frustración reflejada en el rostro de su compañero, la cual inmediatamente se tornó en un aura oscura al percatarse de que se estaba burlando de él.
—Tú... —murmuró con tono sombrío— realmente quieres morir.
A modo de respuesta, Estados Unidos dejó de aguantar las carcajadas. Eso logró enfurecer más a Inglaterra, pero antes de que recibiera otro golpe, se levantó y salió corriendo en dirección a las murallas derribadas del castillo. Oyó los pasos próximos de Inglaterra cuando se levantó y se precipitó detrás de él. Alfred era más veloz que él, así que solo podría alcanzarlo si lo dejaba.
—¿De qué escapas, idiota? —le gritó, su voz cada segundo más lejos.
—Del tonto Inglaterra —y se carcajeó más fuerte.
—¡Imbécil!
Sus interacciones no siempre fueron así; la relación que ellos habían mantenido a lo largo de su existencia supo tener un poco de todos los matices de colores, desde el blanco más puro de la amistad, hasta el negro más oscuro del distanciamiento. Debido a que nacieron juntos en una tierra violenta y peligrosa, se vieron en la obligación y la necesidad de crecer juntos y ayudarse mutuamente. Tuvieron que aprender de ese complejo e irracional mundo, de sus ruinas, de sus frutos, de sus animales y de su clima. De que no existían demasiados humanos, pero los que estaban, peleaban por alimentarse de la fruta de un viejo árbol solitario acomodado entre las ruinas de una ciudad deshabitada.
Y que ellos, como niños, eran un potencial y futuro peligro para los adultos.
Se protegieron el uno al otro, se resguardaron del frío, se divertían, curaban sus heridas y repartieron manzanas por turnos. Fueron realmente felices en aquel entonces. Lucharon contra Francia, España, Holanda y otros más, y siempre salieron triunfantes. Inglaterra planeaba la defensa y los ataques, y Estados Unidos los colocaba en marcha; así que sí, ellos eran una buena pareja. O por lo menos lo fueron durante la niñez, porque, cómo no, nada de esa relación podía durar. Ellos no estaban hechos para tener compañeros, ni crear alianzas.
La sangre era fuerte.
Así que se separaron.
Inglaterra lo culpaba cada vez que podía.
No era como si Estados Unidos lo hubiera planeado, pero a medida que fue creciendo, empezó a desear cosas diferentes a las de Inglaterra. No quería seguir sus planes, no quería compartir las manzanas, y menos sentir que iba a necesitar toda su vida de él para salvarse. Así que se distanció, y cuando lo hizo, su cuerpo comenzó a crecer rápidamente. Inglaterra no estaba feliz, siempre le pedía explicaciones, le preguntaba por qué ya no jugaba con él, porque lo dejaba solo en los combates. Fue molesto, y en cierta manera, Estados Unidos llegó a odiar esa parte de él. Le dijo cosas horribles, lo apartó, y aún así, a pesar de todo el daño, Inglaterra lo siguió buscando.
Hasta que un día ya no lo hizo más.
Estados Unidos creyó que se sentiría aliviado, pero extrañamente, aquel no fue la vaga creación similar a un sentimiento que se instaló en su pecho; no le quiso poner nombre.
Toda relación entre ellos hubiera terminado ahí de no ser porque el pequeño malestar en su pecho perduró y Estados Unidos se vio en la irremediable necesidad de volver a formar y forzar lazos. Aún podía ver el rencor en los ojos verdes de Inglaterra cuando descuidadamente se permitía relajarse, pero entonces se tensaba y hallaba su camino, entre excusas, para alejarse.
Estados Unidos dejó escapar una exhalación de agotamiento combinado con una risa cuando se escondió detrás de un tronco. Ahí Inglaterra no lo encontraría.
O tal vez sí.
—Eres pésimo escondiéndote —escuchó detrás de él.
Estados Unidos se cayó al suelo del susto y giró sobre su cuerpo para mirar a Inglaterra, quien de brazos cruzados, intentaba que no le notase que respiraba agitadamente a causa del esfuerzo. Sonreía son suficiencia y arrogancia. Le iba a decir algo hiriente, pero se decidió por un camino más amigable. Estaba muy cansado después de despertar de la tortura de Rusia.
—¿Quieres comer en mi hogar? Tengo carne elefante fresca.
Inglaterra alzó ambas cejas, mirándolo con desconfianza.
—Iba a invitarte, también —masculló entre diente.
Estados Unidos le mostró la mejor de sus sonrisas.
—Que malo eres —gimió, juguetón. La sonrisa le era casi imposible de reprimir—, te he invitado a comer y en cambio quieres envenenarme. Por lo menos me podrías haber ofrecido una manzana.
Bueno, tal vez no era tan malo correr un poco más.
—¿¡Qué...?
Estados Unidos se incorporó y corrió para salvar su única vida una vez más.
El aquel mundo violento no existían reglas que limitaran sus acciones o leyes que les obligaran a hacer lo que hacían, pero existía el instinto, aquello que en ocasiones les mostraba los caminos a las manzanas o a encontrar otro árbol solitario, y que en otras te llevaba a pelear con tus iguales. Estaba escrito en su sangre antes de que ellos despertaran por primera vez. Y a pesar de eso, a pesar de que ya parecía todo dicho entre todos los humanos que aún habitaban ese hermoso planeta, se creó un acuerdo tácito; estaba prohibido relacionarse con otra persona. Se veía raro, porque estaba en contra de toda necesidad de supervivencia, porque la manzana siempre era una y demoraba un buen tiempo que apareciera otra.
Ignorar eso atentaba contra la esencia básica de cada individuo por ser el último en quedar de pie.
¿Por qué solo uno podía ser el ganador? era una buena pregunta.
Nadie podía responderla.
Ellos aparecían en esta tierra sabiendo hablar, caminar y resolver problemas complejos. Como niños, la necesidad consumir manzanas estaba pre-programada en su cerebro, más no era así el acuerdo tácito; eso se comprendía con el tiempo, cuando los otros humanos comenzaban a hacer preguntas extrañas, a decir estupideces y a mirar como si se hubieran topado con un par de locos cuando hallaban una alianza.
Francia le enseñó eso a Estados Unidos, a cómo se suponía que se hacían las cosas de manera correcta en este mundo. A que tenía que matar si quería ganar, porque no podía dejar caer a un enemigo en una trampa y dejarlo vivo. Era un despropósito.
Y que, por supuesto, tener compañía era como permitir que te cayera una maldición.
Alfred al principio no lo comprendió, pero resultó ser obvio.
Ese día tiene más hambre de la normal, porque no ha podido cazar por días y recuperarse de las heridas que les dejó Rusia ha tardado días. Si hubiese aparecido Inglaterra, le habría pedido carne, aunque siempre la quemaba. Era mejor que nada. Una vez más tenía un uno en su mano. Así que cuando sintió que iba a aparecer otra manzana en el árbol solitario de la ciudad, no lo pensó dos veces para trazar su camino en aquella dirección. A pesar de que son varios los humanos que puede encontrarse en su camino, como lo son Alemania, Austria y Suiza, comienza a silbar y guarda las manos en los bolsillo de su pantalón. Los ha derrotado antes a todos en situaciones peores.
Pelear por una manzana hasta la muerte era normal, es más, se consideraba como una victoria absoluta si se lograba acabar con todas las vidas de la otra persona, lo que ya de por sí era muy escaso por su dificultad. Ir a buscar una manzana, matar a un humano con muchas vidas, comerse toda la fruta, porque su poder no funcionaba si no se llevaba a las semillas, esperar a que nadie se sintiera atraído al sector, y una vez terminada la manzana, llevarse el cuerpo para encarcelarlo y esperar a que reviviera para volver a matarlo; una y otra vez. Podía llevar horas, incluso días, que el cuerpo vuelva a funcionar. Y esa razón más de una vez había saldado la existencia de Estados Unidos cuando caía en la posesión de Rusia.
Así que la mayoría de los humanos prefería llegar, tomar la manzana, y escaparse antes de que se encontraran con otra persona. Después de todo, la manzana solo servía para uno, si dos intentaban comer de ella, ninguno recibiría su poder.
Se tenía que ser muy estúpido para rechazar una.
Y ese día descubrió, que Italia y Alemania lo eran.
Tuvo que esconderse detrás de una muralla a medio derrumbar cuando los vio, y parar de silbar para no ser escuchado. Parpadeó, asombrado y preguntándose qué estaban haciendo. Es como una especie de campamento, mantas estiradas en el suelo, una gran fogata que iluminaba el árbol solitario, y un caldo con comida caliente y burbujeante en su interior. Luce delicioso.
Están uno al lado del otro, codo con codo, hombro con hombro, consumiendo de unos cuencos cafés la comida del caldo. Mientras están en eso, Italia hablaba y le contaba a Alemania una anécdota que Estados Unidos no podía oír bien desde su lugar. Es extraño, porque es como si fueran compañeros, cuando eso estaba mal, cuando estaba prohibido, porque era dañino y no servía para absolutamente nada.
Pero se veían felices.
Inconscientemente, porque quiere entender qué es lo que está pasando, Estados Unidos se acomodó en su escondite y los observó tranquilamente. Luego de terminar su comida, Alemania se levantó limpiándose la ropa del polvo de la ciudad, y se acercó a la manzana uno que colgaba de la rama vieja, pelada y gris del árbol solitario. Su número es el dieciocho, negro como el carbón y casi tan grande como su mano. Limpiando la fruta con un trozo de tela que sacó de un bolsillo, se aproximó al otro humano y se la tendió. La llamas de la fogata iluminan el rostro sonriente de Italia cuando se lo agradeció y extendió las manos para recibirla.
Es extraño.
Total, absolutamente y dolorosamente extraño.
Rechazar una manzana era como desafiar a la muerte, independiente del número de vidas. Nunca era suficiente.
Estaba escrito.
Como no quedan más manzanas, Estados Unidos se retiró de la ciudad en ruinas, dejando atrás la escena. Le dolía la cabeza.
Esos dos estaban locos.
El dorso de su mano reflejaba la forma del número dos con un marrón cargado cuando volvió a visitar la ciudad en ruinas. El árbol solitario de esa zona a formado una nueva manzana, y por la intensidad del cosquilleo, puede inducir que es una de las buenas. Estados Unidos se frotó la mano, ya no tiene esas deformaciones porque ha dejado de intentar borrar esa parte de él, y se ha concentrado exclusivamente en subir sus vidas. Pero es difícil, porque Rusia no se lo permite, y últimamente México era parte de esa caza.
El dos lo hace sentirse un adulto, de cierta forma, aunque está muy lejos de tener un número como el de Inglaterra o Alemania.
Hubiera deseado que le durase más tiempo.
Se acercó los más sigiloso que pudo, casi arrastrando los pies, a la pelea entre Canadá e Inglaterra. Le duele el pecho de nuevo. Ninguno de los dos se ha percatado de su presencia, y se miran fijamente sin parpadear, ambos sin adoptar una postura defensiva, pero atentos, tensos ante cualquier cambio. Inglaterra está de nuevo blandiendo esa arma de metal, y a Estados Unidos no le agrada, menos cuando apuntaba con ella a Canadá. Si da un paso más, Inglaterra será capaz de dañarlo.
Se sentía extraño, esta sensación el pecho.
Estados Unidos da otro paso dentro del círculo de pelea, planeando robar la manzana aprovechando que Inglaterra y Canadá están concentrados en quién da el primer paso para comenzar la pelea. Pero todo su plan es pisoteado cuando aplasta un botella de vidrio, y el sonido resquebrajándose del material atrayendo la atención de los humanos sobre Estados Unidos.
Tragó saliva.
Él y Canadá se parecen, demasiado para su gusto. Ojos azules, pelo rubio —aunque el de él es más largo—, la misma estatura y la misma voz. Y estaba seguro de que, si atrevía a investigar un poco más, encontraba más detalles. Si ellos fueran humanos que nacen al igual que el resto de los seres vivos en esa tierra, hasta podría plantearse que es su hermano. No era normal verlo ahí, en la ciudad, que suele ser de las zonas más peligrosas para conseguir la manzana, y no verlo vagando por el avión caído o el castillo. Canadá solía escapar del peligro, retraerse a los lugares más abandonados.
Había sangre en el suelo, y no era de Inglaterra.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, su voz impulsada por un inusual miedo.
Y ese rostro, tan parecido al suyo, le devuelve asustado la mirada. Tiene un uno en su mano.
—Necesitaba la manzana —murmuró.
—Vas a morir.
—¿Por que luces cómo si te importara? —lo interrumpió Inglaterra, pero Estados Unidos lo ignoró.
—¡Vete, Canadá!
No quiere verlo morir.
No quiere verse a sí mismo morir.
Y tiene que aceptarlo... tiene miedo. Profundo y oscuro miedo.
Canadá cayó de rodillas y Estados Unidos corrió a ayudarlo, corrido por un sentimiento de empatía y una emoción de tristeza que lo está rompiendo desde adentro. Pero antes de llegar, se detiene, preguntándose qué estaba haciendo, y dudando si esta manera de reaccionar era parte de él. No recordaba alguna vez haber estado tan lleno de emociones.
Y tan pronto como Canadá está mirando en su dirección, momentos después se desangraba, muerto, frente a él.
—Qué dramático —masculló Inglaterra, guardando el arma y pasando detrás de Estados Unidos en dirección a la manzana. La extrajo de la rama y la rotó sobre sus dedos, una orgullosa sonrisa sobre su rostro—. Fue bastante fácil —se acercó a él y lo observó detenidamente hasta fruncir el ceño—. Estás raro.
—Estoy bien —respondió Estados Unidos casi automáticamente.
Inglaterra se encogió de hombros y se giró para irse. Estados Unidos lo miró alejarse, pero apenas había avanzado unos metros cuando gimió por dolor a la altura del pecho que aumento progresivamente, enfriando su cuerpo y coloreando sus ideas. También había sangre en sus manos, mucha sangre, ¿era suya? Volvió a gemir y trató de decirle algo a Inglaterra, pero cuando subió la cara para mirarlo, solo vio la turbación en el rostro de su ex-compañero, borroneado por una nube de vapor.
—¡Alfred! —gritó.
El sabor metálico de la sangre penetró su lengua y labios. Guió sus manos al centro del dolor y se toparon con un arma similar a la de Inglaterra, fría, cortante. nunca lo han matado con una de esas antes.
—Japón —musitó, sintiendo como su rodillas se debilitaban.
Esto es normal, ¿no? él lo ha hecho en una variedad de ocasiones, de distintas maneras. Se matan entre ellos, sea por una manzana o no, disfrutan pensando que van a ganar... pero ¿ganar qué?
—Lo siento, señor Estados Unidos —murmuró a su espaldas Japón y retiró la espada.
Mientras de desplomaba, sintió cómo el dorso de su mano quemaba mientras cambiaba el número de sus vidas.
En menos de lo que duraba un parpadeo, tener el título de humano solitario pasó de ser una obviedad para la supervivencia a una de las maneras más sencillas de perder la pelea.
Estados Unidos no lo entiende y tampoco hace el mayor esfuerzo por hacerlo. Estaba agotado.
Le gente se lo tomó como una enfermedad, ese retorcido tema de tener aliados, y con el tiempo, pasó a ser más normal contagiarse que no hacerlo. La historia empezó con Italia y Alemania, como era de esperarse. Rechazados en un inicio por el resto, y casi cazados por la mayoría de ellos, terminaron demostrando que la compañía de otro humano podía ser beneficiosa. Más tarde, Japón se les unió, formando las fuerzas del Eje. Estados Unidos odiaba el nombre, no era divertido. Después de eso, llegó lo que tenía que llegar; Austria se fue con Hungría y Prusia, Bolivia con Perú, China con Rusia y Francia y así una larga lista. Esos grupos solían dividirse, solo para generar otro.
Y sonaba divertido, todo eso.
El problema era que él no lo estaba infectado.
Así que, a pesar de eso, lo obvio de pleno y buscó a un compañero con quién compartir todas aquellas historias de él siendo un héroe o que comparta su odio con Rusia —el muy hijo de puta—, o le gustase la misma comida. Tampoco es que exigiera demasiado. Ah, y también espantara los fantasmas de la noche, o lo ayudara a dormir cuando tuviera pesadillas. Pensó en Inglaterra, porque era el humano que mejor conocía, pero la idea no perduró, porque no había persona más solitaria en este mundo que Inglaterra y era simplemente imposible.
Así que trató con Letonia, pero escapó de él antes de que se presentara; después fue con Hungría y Austria, pero no podía entenderlos; su siguiente objetivo fue España, pero no lo encontró por ni un lado, y finalmente, estaban los Aliados, como les gustaba llamarse a Francia, Rusia y China. No fue fácil encontrarlos, y cuando lo hizo, Rusia lo persiguió hasta las ruinas del castillo, donde finalmente pudo perderlo.
Salió de su escondite cuando lo oyó irse y se apoyó en la pared palpándose la nueva herida que le dejó Rusia. Tal vez no era bueno haciendo amigos.
Después de ese fallido intento, Inglaterra lo visitó reiteradas veces en la cueva que Estados Unidos hizo de su hogar, el único lugar en dónde dormir no era exponerse a un ataque. Le trajo carne de cebra, de león y de cocodrilo. Las favoritas de Estados Unidos. Así que las cocinaba y lo invitaba a cenar, porque sabía que Inglaterra era malo cocinando, y que, por su propia cuenta, nunca le pediría a él si se podía quedar. Y cuando se sentaban en el suelo arenoso de la cueva, y compartían la carne asada entre risas y anécdotas, Estados Unidos recordaba vagamente que ellos solían ser así. Y era algo irónico, que ellos fueran tan unidos cuando niños, y ahora que estaba permitido, ellos solo tuvieran estas oportunidades para pasar el tiempo juntos.
El pecho le volvía a doler.
Y sin embargo, dejó que Inglaterra volviera; una y otra vez. La cena ya no de dejó de ser solo cena, también fue cazar, y mucho después, dormir juntos. Estados Unidos hablaba mucho con Inglaterra, le contaba sus miedos, y él escuchaba. Y luego reían, y hablaban más y él era realmente feliz.
Tan feliz.
Y... bueno... mierda.
El estaba contagiado.
Se acercó a su fogata que entraba en fase de apagarse, mirando la nieve caer a los lejos, en la boca de su entrada. Inglaterra dormía junto al fuego y Estados Unidos se permite unos minutos para mirarlo de cerca.
El pecho le sigue doliendo.
De todas formas no se lo dirá.
Cuando atrapó a Sealand, debe admitir que está sorprendido; es el primer niño que ve, después de todo. Es pequeño, y tienen unas cejas como las de Inglaterra, y además, es completamente diferente a lo que él recordaba de cómo era un niño físicamente. Se recuerda más pequeño, como un bebé que recién aprendió a caminar, no... así como Sealand, tan grande. Lo asió por el brazo, cerca de la axila, y el pequeño reacciona moviéndose desesperadamente, gritando groserías, y a ratos suplicando. En su pequeña mano, cerrada en un puño, se distingue un uno azul. Como el mar.
Es una presa fácil.
No encontraría otra oportunidad más perfecta para terminar con la posible competencia. Ya son suficientes problemas los Aliados y el Eje como para tener más, así que no pierde nada... pero, nuevamente, hay un pequeño problema.
No quiere hacerlo.
Arrodillándose junto al muchacho, lo observó más de cerca, entornando los ojos. Eso asustó a Sealand, quien, llorando hasta que sus mejillas se mojan completamente, golpeó a Estados Unidos en el rostro, y cuando no encontró respuesta, se inclinó sobre si mismo, también arodillándose y lastimando sus expuestas y delgadas piernas con el suelo de granito.
—Déjame ir, idiota —sollozó entre dientes, con la mirada fija en el piso—. No quiero morir.
El también le teme a eso.
—Sé cómo se siente —dijo, y su voz lo sorprende—. Me han matado antes.
—¿Es... muy doloroso?
Lo miró, esos ojos brillantes e inocentes. Lo miran suplicantes. Probablemente no conoce si es consciente de muchas cosas sobre ese hermoso mundo, pero lo hará, con el tiempo. Si él lo deja vivir.
¿Qué hacer? ¿Estas dudas eran parte también de estar enfermo?
Recogió una piedra del suelo, porque es necesario hacerlo rápido antes de que se arrepienta, y la levanta sobre su cabeza. El niño temblaba y gritaba. De nuevo, el pecho comienza a arderle.
—Puedo ser tu compañero —la voz desesperada del muchacho perforó su oídos—, o podemos ser amigos. No te he lastimado, así que no me asesines.
Arde.
Duele.
Estados Unidos no se atrevió a mirarlo fijamente por más tiempo. En cambio Sealand lo miró de vuelta, la mandíbula apretada.
—Es improbable —respondió y sus manos picaron—. Lo siento —murmuró, su corazón latiendo deprisa.
Mátalo, se gritó, mátalo a te matará.
Pero, ¿lo hará, de verdad, ese niño lo mataría a él en el futuro, si lo perdonaba? ¿cómo podía él, entre todas las personas, saber eso?
—Lo siento —repitió.
Inglaterra podía hacerlo, él era mejor en esto, y no dudaba. Es valiente, no deja que los sentimientos lo atormenten. Estados Unidos, por otro lado, ha perdido su capacidad para no sentir culpa. Y ahora ya no quiere, y no querer es peligroso, porque antes era la única necesidad que lo movía; querer esa manzana. Hoy, en ese momento, no sabe si la fruta sigue siendo importante.
—Libérame —le pidió el niño.
Si te dejo ir, si te dejo vivir... ¿me prometes que te cuidarás?
Bajó la piedra.
No puede.
Soltó la muñeca de Sealand, quien pasmado, miró con grandes ojos la triste y taciturna figura que se alzaba ante él. Y a diferencia de lo que cree Estados Unidos, no corrió, sino que se acercó, levantándose del suelo y envolvió sus delgados en su cuello. Solo entonces, cuando mojó la ropa de Sealand, Estados Unidos se percató que estaba llorando.
—Gracias.
Estados Unidos no le respondió y se llevó ambas manos al rostro.
Le agradan las noches despejadas, de esas que llegan después de fuertes lluvias o tormentas. Todas valían la pena. Cuando se despejaba el cielo porque la nubes lo limpiaban, solamente era necesario esperar con paciencia a que se hiciera de noche para poder contemplar las luces del cielo. Les gusta observarlas, analizarlas, notar que una era más grande que la otra, o distinguir cuál brillaba más. Obviamente no todas eran iguales, es más, hasta podía asegurar que era complicado encontrar dos luces con las mismas características.
Esa noche no podía disfrutarlas.
Inglaterra no había llegado a casa y él está seguro de que debe estar haciendo algunas de sus tonteras mágicas, si es que se descarta que no lo han asesinado por ir detrás de una manzana.
Lo que peor se concentraba en otra parte. A pesar de que nos lo has visto, está completamente seguro de que los fantasmas volvieron a la cueva con la ausencia de Inglaterra. Así que no puede dormir, y menos entrar, por lo que su única opción disponible es buscar a su compañero, y aunque el bosque era realmente casi tan malo, estaba más acostumbrado a pasear por esos terrenos en la noche.
Estados Unidos se estremeció cuando escuchó un crujido a su espalda. Horrorizado, gritó.
—¡Inglaterra, Inglaterra!
Está en el bosque en el que su compañero solía tener un antiguo refugio, así conoce el camino a pesar de todos esos árboles, arbustos y la hierba alta. No existe un camino marcado en el suelo porque el rastro se hallaba ingeniosamente en la corteza oscura de los árboles, una marca roja líquida parecida a la sangre que Estados Unidos no deseaba saber de dónde lo había obtenido Inglaterra.
Suspiró frustrado cuando se pegó en la pierna por quinta vez con una rama. Llegar al bosque, desde su cueva, no es precisamente un camino corto, así que decide que su compañero tendrá que darle una buena explicación.
Mordió la rabia cuando la siguiente vez que se encontró con una rama esta le pegó en la cara.
—¡Inglaterra!
Repentina e inesperadamente, una mano terrorífica salió entre la oscuridad y le pegó en la cabeza con mucha fuerza.
—Cállate, mocoso —exclamó el Inglaterra molesto—. ¿Cómo encontraste mi hogar?, estoy seguro de no haberte dado mi dirección.
Estados Unidos lo abrazó por el cuello, gimoteando de miedo.
—¡Inglaterra, hay algo que me está persiguiendo! ayúdame.
Antes de que pueda procesarlo, su compañero logró colar sus manos entre ambos, y tomándolo por los hombros, lo empujó alejándolo de él. Estados Unidos se frotó el rostro en el sector en donde la rama le había golpeado.
—¿Y me vas a...
—Cállate. Esos no son fantasmas, es tu imaginación, idiota.
Estados Unidos sabe que Inglaterra es débil a sus gestos, aunque algunas veces no quiera demostrarlo, así que retiró las manos que de el otro rubio y mostró su mejor cara de pena. Sin embargo, Inglaterra no hace más que molestarse, entrecerrando los parpados y dejando ver una pequeña parte de sus verdaderos pensamientos por el pequeño sonrojo de sus mejillas. Es gracioso, porque es una reacción como la que él ha tenido en los últimos tiempos. Se le ve bien.
El único problema son esas cejas. Parecen no dejar de crecer.
—Por qué las estás mirando, imbécil —el aura que apareció en torno a Inglaterra le advirtió a Estados Unidos que los fantasmas eran mejor compañía que seguir molestándolo. Ignoró por completo esa voz.
—¿No te pesan? —preguntó con curiosidad.
Cuando a él le creía el cabello, la cabeza solía pesarle, así que tomaba una piedra afilada y se lo cortaba. Podía ser algo similar con esas cejar, ¿no? porque son enormes. Pero Inglaterra nunca se quejó de ellas, así que no deberían ser tan molestas. Su compañero, más colérico que antes, lo tomó por la remera blanca, que ya no lo era tanto debido a las manchas de sangre que había acumulado a lo largo del tiempo, y lo miró amenazantemente.
—Repite lo que dijiste.
Estados Unidos se carcajeó.
—¿Seguro que quieres que te lo pregunte de nuevo?
—¿Cómo que-
El rostro que le mostró Inglaterra lo provocó que se riera de nuevo, recibiendo otro golpe en la cabeza como castigo. Intentó escaparse, pero su compañero lo tenía bien agarrado, y entre tanto forcejeó, terminaron ambos cayendo al suelo luego de que Estados Unidos se tropezara con una roca al retroceder y se aferrase a la ropa de Inglaterra en un estúpido intento de mantenerse de pie. El polvo del suelo se elevó a causa de la sacudida, rodeándolos. El peso de su compañero no le molestaba, después de todo, Inglaterra era delgado y Estados Unidos había tenido sobre su cuerpo cosas más pesadas. Pero todo eso pasó a segundo plano en su cabeza cuando Inglaterra levantó su rostro avergonzado, que, debajo de la luz de las estrellas, y envuelto en hierbas altas, era realmente hermoso.
Él sinceramente quería entender estos sentimientos, nombrarlos, y dejar que lleguen a su corazón. Pero no estaba permitido.
Y, aún sabiendo eso, tenía unas ansias enormes por besarlo.
Así que, para ignorar sus propios deseos, dijo lo primero que se le vino a la cabeza.
—Estás sucio, Inglaterra.
—De quién es la culpa, idiota.
Estados Unidos sonrió.
—Sí, lo siento por eso.
Inglaterra, olvidando toda la vergüenza anterior, alzó una ceja sorprendido.
—¿Acaso te pegaste en la cabeza? No es normal en ti pedir disculpas —por ejemplo, como cuando me abandonaste, podía Estados Unidos escuchar que pensaba su compañero.
—Tal vez. Fue una caída dura.
Guardaron silencio por unos segundos, sin separarse ni hacer el amago de levantarse a pesar de la posición poco usual en la que se encontraban. Soltando un suspiro rendido, Inglaterra dejó caer su cabeza en su pecho. A Estados Unidos esa cercanía le recordaba a su infancia, a aquellos tiempos en los que dormían juntos, y no porque se acostaban de aquella manera tan rara en aquel entonces, sino porque se sentía bien, y se sentía normal, eso de estar con el otro sin necesidad de luchar.
—Inglaterra —lo llamó, con voz suave y taciturna.
Su compañero tardó en contestar.
—¿Qué quieres ahora?
—¿Qué somos?
—Sé más específico y claro. A qué te refieres.
Estados Unidos soltó la roja de Inglaterra a la que aún se aferraba y subió los brazos para pasarlos detrás de su cabeza y ocuparlos como almohadas. El cielo estaba tan hermosamente estrellado.
—Los otros han creado alianzas, casi todos ellos. Y nosotros no, pero pasamos tiempo juntos y nos divertimos y nos ayudamos. Entonces, ¿qué somos?
—... no lo sé.
Estados Unidos sonríe.
—Entonces no hay más remedio, tendremos que averiguarlos juntos, ¿no crees?
Verse obligado a seguir la esencia básica de su creación, decidir no seguirla, ¿qué era lo correcto? ¿deberían estar teniendo esta conversación, en primer lugar? ¿por qué Inglaterra no lo detenía? ¿Por qué él deseaba que no lo detuviera?
Bajó el rostro con la intención de ver qué expresión estaba haciendo Inglaterra, y se encontró directamente con la mano con el número de las vidas. Estados Unidos parpadeó, desconcertado. Estaba seguro que el número no era tan alto la última vez que se vieron, ¿cómo...? ¿Estaba Inglaterra ocultándole algo? ¿Cómo era posible aumentar tan rápidamente el número en tan poco tiempo? no debería molestarle como lo está haciendo, pero no puede evitarlo. Siente como si hubieran quebrado su confianza. Odiando esa sensación de decepción, volvió a subir la mirada al cielo y parpadeó.
Hacía frío.
Tanto frío, que siente a su corazón congelarse.
—O tal vez no —musitó.
Entonces el infierno se desató.
El árbol solitario ha generado una manzana seis.
Es hermosa, redonda y muy, muy roja.
Escondido entre los escombros de una casa pequeña, salió con sigilo y a paso ligero, por lo menos lo más que un humano enérgico como él puede hacer. Han pasado tres días desde la última manzana y desde que se la ha llevado Francia y sus compañeros, ha estado esperando entre los pedazos de cementos de la ciudad abandonada. Desde que vio a Italia y a Alemania juntos por primera vez, le ha rondado por la cabeza hacer un campamento cerca, al igual que ellos. Pero algo ha salido mal con las provisiones que no le han durado más de un día y medio. Pero con esa manzana, sintió como si todo valiera la pena. Siete vidas es mejor que una.
Está desierto y oscuro, pero por suerte, el número de la manzana suele brillar.
Sacar la manzana del árbol solitario se sintió genial, pocas veces en su mediana vida de sobreviviente ha obtenido una manzana de manera tan fácil y sin ser tocada por otras manos. Da la ilusión de que es más hermosa de lo que verdaderamente es y es impresionante como a pesar de su hambre voraz, no quiere morderla porque arruinaría su belleza frutal.
La lanzó al aire y la volvió a coger. Definitivamente se regodearía de su victoria un poco más.
Obviamente es un error.
Un error inocente.
Un error que solo alguien como él podía cometer.
Bielorrusia clavó con brío el cuchillo en su hombro izquierdo mientra que detrás de ella Ucrania la observaba. Lo miraba con culpabilidad y arrepentimiento. Estados Unidos, que no está acostumbrado a ver ese tipo de sentimientos en otros humanos que no sean él, se encontró un poco débil emocionalmente como para luchar. No quiere hacerle daño a Bielorrusia.
Las manos de la mujer le arrebataron la manzana y se la lanzó a su hermana sin mirarla. Ucrania tropezó un poco para alcanzarla y cuando lo logró la mordió inmediatamente.
Sin dejar de mirarlo Bielorrusia quitó de forma lentamente agónica el cuchillo de su hombro, y retrocediendo con lentitud cogió a su hermana por la mano y corrió.
Estados Unidos no se movió, tampoco trató de detener el sangrado de su extremidad, ahora inútil. Solo vio a la pareja de hermanas desaparecer detrás de los límites de la ciudad abandonada.
Su remera se había roto de nuevo.
Le estaba doliendo el hombro.
Le estaba doliendo algo más que no era el hombro.
Hay días que no son como cualquier otro, y ese era exactamente uno de ellos.
Estados Unidos se despertó agitado al oír un par de voces a las afueras de su hogar. Son palabras que no reconocer así que estima que debe de ser un idioma poco conocido. Y, curioso por saber quienes eran, asomó con completa estupidez el rostro a las afueras de su cueva.
No vio a alma viva, pero los pudo sentir físicamente cuando uno de los personajes le tomó por la parte de atrás de la cabeza y se aplastó el rostro contra el suelo rocoso de su hogar. Las manos de su captor son grandes, frías y se sienten como si fueran hechas de lana. Tal vez lleva guantes. Pero eso no es importante cuando se empezó a sacudir para lograr llevar a su cuerpo libre de el peso sobre su cuerpo.
Solo tiene una vida.
—Pero si es Estados Unidos —dijo Francia—, oigan, él podría ser un gran aliado. Una vez lo vi derribar a un león tomándolo por el cuello ¡le rompió la mandíbula!, ¿pueden creerlo?
—No lo sé —respondió China, inseguro—, no creo que quiera unirse a nosotros. Además, es irresponsable e intrépido. Nos metería en muchos problemas.
—¿Cómo es posible que dudes? —gritó Francia indignado y señalando al humano en el piso—. Míralo, si es tan tierno. No te preocupes, Estados Unidos, el hermano Francia sabrá cuidar de ti.
—No soy tierno —reclamó como pudo Estados Unidos, casualmente tragando un poco de tierra en el intento.
Asqueroso.
—No es tierno —lo apoyó China casi en un susurro inaudible.
Francia exclamó con indignación. Antes de que pudiera decir algo Rusia se rió y les dijo.
—Preguntemos: qué dices Estados Unidos, puedes unirte a nosotros y tener una manzana cada cierto tiempo, o morir, aquí, ahora y sin mucho dolor.
Rusia era extraño, y tal vez no era solo él. Los otros tenían conocimiento de los gustos de su compañero, pero lo dejaban pasar con escalofriante neutralidad.
—Jódanse. Todos.
La mano en su nuca empezó a hacer presión.
No quiere morir.
Tiene que controlarse, no es que nunca hubiera estado en una situación similar, pero el miedo es poderoso y encuentra la manera de sellar su corazón en dudas con respecto a cómo terminará ese día. Tan solo si pudiera encontrar el punto débil de Rusia... pero está boca abajo y así no tiene visualización de lo que le rodea.
Milagrosamente el peso extra sobre su cuerpo desapareció, y escuchando una sorda exclamación de asombro, sintió como por fin sus brazos eran liberados al igual que su cabeza. Se levantó lentamente mientras se quitaba el resto de tierra de su rostro y poder ver quién fue su salvador, secretamente deseando que fuera Inglaterra a pesar de su pelea hace unos meses y el hecho que desde entonces no se hablaban. Pero eran tres luchadores, bueno, dos. El tercero no peleaba, pero está a su lado, temblando de miedo.
Le tendió una manzana tres.
—Ve. Es para ti —tartamudeó—. Alemania le pareció bien ayudarte. No es nada malo, así que no me hagas daño.
Se quedó mirando la ofrenda sorprendido.
¿Esto estaba bien? Se sentía bien.
—Gracias.
Antes de que poder aceptarla vio a Rusia detrás de Italia. Empuñaba en ambas manos su fierro sobre la cabeza. Aterrado, Estados Unidos olvidó su miedo y empujó al menudo humano a un lado justo a tiempo que Rusia blandió el bastón. El impacto fue directamente en su cabeza, incluso pudo oír sus huesos romperse y sentir el frío con el calor mezclarse. El mundo empezó a tornarse borroso en los bordes. Los oídos le zumbaban.
Podía que se estuviera volviendo loco, pero casi podía garantizar que oyó a Inglaterra gritando su nombre.
Hay rojo en todas partes, incluso en sus pensamientos.
—Así que... machacaste la manzana contra el suelo y me la diste —Estados Unidos se palpó el lugar de su cabeza donde había una venda.
Le picaba la herida provocada por el fierro de Rusia pero Inglaterra le regañó la primera vez que trató de tocarse bajo los vendajes, explicando que necesitaba unos días de descanso y para quitar las gasas aún más.
Inglaterra parecía consternado.
—No lo menciones.
—¡El que debería sentirse asqueado soy yo! Muérete, Inglaterra —respondió indignado, agitando los brazos de forma vertical y se quedó estático cuando un recuerdo amargado le vino a la mente. Con voz amargada argumentó—. Se me olvidaba que tienes mucho para eso.
Inglaterra, quien se encontraba sentado en posición india a su lado, contraatacó sintiéndose insultado por las insinuaciones de Estados Unidos.
—Si crees que voy a pedir disculpas por...
—Por lo menos podrías dejar de ir a buscar manzanas —gimoteó Estados Unidos. Enseñó el dorso de su mano derecha como evidencia a sus palabras—. Hay quienes las necesitan, sabes.
Inglaterra se cruzó de brazos.
—Eso es porque eres torpe —explicó como si fuera lo más obvio del mundo—. No sabes cuidar de tus vidas.
—Podrías por lo menos haberme dado alguna.
—Eres un enemigo, Alfred —Inglaterra remarcó. Miró con fijeza a los ojos de Estados Unidos con las cejas fruncidas— la competencia.
Se hizo silencio de unos segundos, hasta que, Estados Unidos, sintiendo que de alguna forma debía disculparse por su discuta anterior, se mordió el labio inferior. Si quería el perdón de Inglaterra, tenía que empezar él con una justificación, o de lo contrario su ex-amigo, siendo siempre tan obstinado, jamás diría una palabra al respecto y así se terminarían los restos de su antigua relación.
—Gracias... por salvarme, competencia.
Escondiendo su asombro, Inglaterra hinchó el pecho con aparente orgullo.
—Aprovecha esa manzana con el tres, porque no sucederá dos veces.
Inglaterra se encontraba sentado a su lado, bajo la calidez de la llamas de la fogata y protegido adentro de la cueva del frío invernal.
Afuera a empezado a nevar y la comida escasea. También la producción de manzanas ha mermado. Inglaterra, cerca de Estados Unidos, utilizaba sus manos y su conocimiento médico para desenredar cuidadosamente la gaza que rodeaba la cabeza rubia de su compañero.
Habían pasado semanas desde el accidente, pero por alguna razón que ambos desconocen, las heridas no se han curado completamente.
—Tendrás que ocupar las vendas por un tiempo más.
—Eso mismo dijiste la semana pasada.
—Bueno, si no te gusta te las puedes quitar y veamos qué pasa.
Estados Unidos evocó una queja silenciosa, inflando las mejillas levemente molesto.
—Qué pesado.
—Sí, sí. Ahora, quédate quieto y no hables.
Él le hace caso, porque sabe de lo que es capaz Inglaterra si no lo obedecía. Así que se dedica a mirarlo, la luz de las llamas bañando su rostro, sus ojos verdes, su ceño fruncido, la concentración en sus facciones. Inglaterra sabe que lo está mirando fijamente, puede intuir Estados Unidos, porque sus manos, tan firmes y seguras, tiemblan levemente, pero lo ignora y sigue adelante revisando las suturas de la herida. Es tan tierno, tan lindo. Estados Unidos se sentía embriagado, como si estuviese entrando en un sueño.
—Si sigues mirándome así te voy a hacer que la venda dure más que solo unas semanas —refunfuñó Inglaterra, deteniéndose—. Si no puedes hacer nada productivo, al menos procura que la fogata no se apague. El resto de leña y ramas están húmedas, así que si se apaga tendremos que aguantar el frío de la noche.
Estados Unidos sonrió y lo miró intensamente.
—No puedo evitarlo —respondió—, te ves muy bien.
Lentamente, Inglaterra bajó las manos de su cabeza y lo miró vagamente queriendo ocultar la vergüenza.
—Si te refieres a lo que creo, te advierto que ese tipo de emociones están prohibidas decirlas.
—Lo sé.
Esa respuesta lo molestó, porque apretó los dientes y sus ojos verdes se tornaron duros como el acero.
—Entonces, ¿por qué haces algo tan...?
—Porque te quiero, Inglaterra.
Se sentía bien decirlo, dejarlo salir. Estados Unidos también sintió la felicidad extenderse bruscamente por sus músculos. Así que era eso, después de todo, le costó tanto tiempo entenderlo, que resultaba ridículo. Era como retirarse la venda de los ojos. Después de todo, lo que siempre necesito en este mundo, más que las manzanas, más que sus vidas, fue a Inglaterra.
Una risa se coló por su labios ante la expresión entre consternada y prevenida de su compañero, como si no le creyese.
—No es una broma —remarcó, solo por si acaso.
Y como si le hubiesen encendido un botón de encendido, el rostro de Inglaterra estalló en distintos tonos de rojo. Empezó a dar excusas rápidamente.
—Esto no está bien, no puede ser así. No podemos hace esto, va en contra de nuestros principios. Debe ser que el golpe de Rusia te afectó más de lo...
Lo besó, tal vez porque Inglaterra hablaba más de lo que pensaba, o porque simplemente quería hacerlo. Lo besó con ferocidad, como en antaño le enseñó Francia y Lituania, con la delicadeza apropiada para alguien que no se lo esperaba. Sus labios son suaves, temblorosos y cálidos. Se mueven torpemente al inicio, pero a medida que pasan los segundos, comienzan a tomar ritmo experimental. Estados Unidos se alejó y lo miró, porque ese movimiento ha sido brusco y quiere intentarlo de otra manera, así que tomó el rostro de Inglaterra, quien le devolvió la mirada confundido, y lo besó de nuevo, más lentamente. Inglaterra gimió su nombre, o puede que sea una protesta, pero lo dejó pasar.
Quiere más, quiere todo.
¿Hasta qué punto podía estirar su voluntad para contrarrestar a su sangre, a la razón de su existencia? Si podía besarlo sin que su cuerpo lo rechazara, entonces ¿dónde estaba el límite? ¿era su propósito en este mundo acaso ser el último en quedar en pie, o él podía cambiar ese futuro? si su cuerpo era una marioneta de ese mundo, si sus decisiones estaban escritas en su sangre antes de que existiera, quiere saberlo.
El fuego le quemaba sus labios, su rostro, su cuerpo. Sabía cómo avanzar, aprendió algo con Lituania hace tiempo atrás, pero no quiere arriesgarse con Inglaterra. Es más frágil, más preciado.
¿Estaría bien contagiarlo con esta extraña enfermedad que él tiene? ¿Merecía Inglaterra algo así?
Llevado por un repentino miedo, se detuvo abruptamente y se alejó. Debajo de él, porque en algún momento se han acostado en la suciedad suelo, los ojos verdes de Inglaterra brillaban junto la luz de las llamas.
—Esto es extraño —musitó.
Estados Unidos se fijó en el cuatro de su mano, intentando buscar alguna escusa para no mirarlo directamente.
—Se sintió bien —agregó Inglaterra.
Siguió sin mirarlo.
—Alfred.
Afuera la nieve cae con mayor intensidad. La entrada estaba siendo paulatinamente tapada.
Estados Unidos no se atrevía a mirarlo porque la tormenta de sus ideas no lo dejaba y porque sentía que estaba a punto de volver a llorar. Las emociones desconocidas lo vuelven a abordar y sencillamente no sabe lo que quiere. Está tan perdido, tan enfermo. Inglaterra puede verlo, y como solía hacerlo cuando eran más pequeños, antes de ver el rostro lloroso de Estados Unidos, envolvió sus brazos por su cuello y lo atrajo a su cuerpo, dejando que se desahogue ahí.
La herida en su cabeza ha vuelto a abrirse.
—Lo siento —musitó Estados Unidos—. De verdad no quiero dañarte.
—Lo hablaremos después —respondió Inglaterra, con una voz suave y cálida—. Por ahora, te vendaré de nuevo esa herida.
Se podría decir que ellos son una pareja o algo parecido; comparten comida, el tiempo, el ocio, caminatas y una que otras cosas más. Pero nunca se dicen la verdad, nunca hablan de lo que sucedió y nunca profundizan más allá de lo que ocurre entre ellos. No hay más besos, ni más caricias. Solo son los dos, lejos uno del otro, pero tan cerca a la vez. Es como si hubiesen retrocedido cinco pasos después del beso.
Si Inglaterra se sentía ofendido, quería disculparse.
¿Son amantes? por supuesto que no, ¿amigos? tal vez, ¿aliados? era la manera más correcta de llamarlos.
Cualquiera que fuese el caso, todas las preguntas se desvanecen cuando lo ve caer al suelo, sus manos tapando el agujero en donde el extraño proyectil había entrado. La manzana estaba junto a él, pero no puede alcanzarla y Estados Unidos, que lo espiaba desde el edificio más cercano y completo, estaba aún muy lejos para alcanzarlo y ayudarlo antes de que perdiera una vida.
No lo entiende, de verdad es que no entiende ese miedo a pesar de que el número de Inglaterra no está ni cerca de ser como los suyos. Lo había visto caer antes y sabe que lo hará después.
Eso quiere creer, por lo menos.
Porque cuando lo tiene entre sus brazos, frío como la nieve, Estados Unidos se prometió que mataría a Alemania por lastimarlo.
Esos sentimientos nuevos no son buenos, se recuerda.
Pero, una vez más, no puede controlarlos.
Apenas vio la luz desvanecerse en los ojos claros de Alemania, un terror irracional lo invadió.
Venganza, reflexionó Estados Unidos, sorprendido y acongojado, así se llama esto, ¿cómo pude haberlo olvidado?
Italia lloraba desesperado, y a pesar de que debe tenerle miedo, empujó su cuerpo lejos de su compañero y se acercó a sacudirlo. Escapa, le dijo Alemania antes de morir, pero Italia no estaba para escuchar órdenes, y en vez de correr lejos de ese lugar —lleno de sangre, lleno de paredes derrumbadas—, se quedó, porque así tal vez sus sentimientos se lo piden.
Estados Unidos siente que la cabeza le va a estallar.
—Alemania, cuando despiertes vamos a ver el regreso de las aves.
Cero.
Jamás vio ese número antes. Nunca se detuvo lo suficiente para verlo.
Pena.
Culpa.
Miedo.
Tristeza.
Todo está en él, revolviéndose.
Pero todo esto estaba escrito, ¿no? es lo que ellos son. Es lo que ellos tienen que lograr. Ganar.
Se siente enfermo. Quiere vomitar.
No puede justificarse, quería matar a Alemania. Pero la manzana era para Italia, así que se acercó a él, inseguro. Al verlo, Italia empezó a arrastrar el cuerpo de Alemania lejos de su presencia, pero no es fuerte, y no avanza. Estado unidos se agachó a su lado, notando cómo Italia se hacía más pequeños a medida que intentaba alcanzarlo. Le tendió la esperanza en forma de fruta.
—Lo siento —murmuró.
No la necesitaba.
Italia siguió llorando.
Lo siento. Lo siento. Lo siento.
—Perdóname.
La manzana es abandonada.
Debe de ser la primera.
Si un día le revelaran que su vida era la ironía encarnada, no se sorprendería.
Si tan solo se apresurara, pensó amargamente, gritar ahora no servirá de nada.
La roca afilada de Hungría estaba manchada de su sangre, porque obvio, no podía ser otro que él el atacado. En cierta forma, hasta sentía que era lo correcto, pero no por eso dolía menos. Suspiró y miró en silencio el cielo, esperando que ella siguiese con su trabajo sobre él. Pero no esperaba que el rostro de Hungría invadiera su campo de visión; su pelo desaliñado, enmarañado y con greñas, sus ojos verdes brillando de locura, su ropa destrozada y manchada. Sonriendo, apretó el borde filoso de la piedra sobre la yugular de Estados Unidos. Lo miraba fijamente.
—¿Dónde está él? —preguntó, y su voz era chillona y venenosa.
—A quién te refieres con él.
—A tu amigo Inglaterra, al que mató a Austria —y la presión del arma sobre su cuello se incrementaba bajo la risa desquiciada de Hungría—. Ojo por ojo, dicen. Algo así. Tú, más que nadie, debe saber cómo se siente.
Así que ella también lo sabía. El rumor se expandía rápido.
—No va a a venir —replicó.
—Claro que lo hará. Inglaterra siempre está detrás de ti, así que tiene que funcionar.
No movió un músculo, tampoco suplicó para que lo soltara de las amarras. No tenía fuerzas ni voluntad para seguir peleando. Si el plan de Hungría era que Inglaterra viniera a rescatarlo y cayera en su trampa, tendría que esperarlo un buen rato; su compañero no era tan torpe. Aunque, como la cordura de Hungría pendía de un hilo, la posibilidad de que se aburriese de Estados Unidos y lo asesinara eran bastantes altas. Para su bien venir, y pesar de que le había dicho a Inglaterra que no lo haría, antes de salir de la cueva se comió la última manzana uno que les quedaba. Además que el número de su dorso estaba cubierto por una tela negra, por lo que nadie más que él sabía cuántas vidas le quedaban.
—Vamos, Alfred, dime en dónde viven.
Cómo había pasado mucho tiempo desde que topó por última vez con Rusia, ya no recordaba cuánto dolía la tortura. Pero estaba seguro que era algo cercano a esto. Pero su memoria, tan frágil en el último tiempo, no podía recordar claramente. Hungría le pegó una cachetada en la mejilla, despertando a Estados Unidos de su letargo. Demonios, había perdido demasiada sangre. Entonces, la cuchilla comenzó su lento descenso por el cuello, pasando por su clavícula y atravesando su piel cuando se encontró con su remera blanca ya no tan blanca. Estados Unidos entornó los ojos, soltando un gemido bajo y seco, y apretando los dientes, observó el cielo despejado, a las aves volando sobre su cabeza.
La cuchilla se hundió otro poco más, alcanzando su esternón, y un latigazo de ardiente dolor le recorrió toda la espina dorsal y le entumeció las extremidades atadas. La tierra debajo de su cuerpo comenzaba a tornarse irregular. Parpadeó, su línea de visión del cielo tornándose borrosa a segundos. Un cúmulo espeso de sangre brotó de la abertura y se deslizó por su costado derecho. Le costaba respirar, le costaba pensar...
... ¿dónde estaba?
Le costaba observar, oler, sentir.
Hacía frío, ¿no?
... ¿quién era ella?
Creyó sentir algo moverse de su zona superior a la inferior. Suponía que eso que se movía también era frío. Y dolía.
¿Dolor?
—Vamos —dijo alguien, ¿algo?— no te mueras tan rápido. Creí que Rusia te había entrenado mejor.
Alguien se estaba ahogando, podía escucharlo, ¿de verdad podía? se estaba ahogando. Que alguien lo ayudara. Dolor. Alguien se estaba ahogando. Si no lo ayudaban, se moría como Alemania, como Inglaterra, como... como... ayuda, necesitaba ayuda.
Los ojos de Hungría se oscurecieron. Desorbitados, locos.
—Está aquí —volvió a sonreír. Su rostro esa manchado con rojo oscuro y espeso—. Lo sabía, siempre te está protegiendo y siempre te está persiguiendo.
Por alguna razón, en aquel momento crítico de su vida, recordó que no había suficiente leña para la fogata. Inglaterra esa noche podía pasar frío.
—¡Inglaterra, por aquí! Apúrate, Estados Unidos tiene sueño.
Y luego dejó de respirar.
La contracción asfixiante de sus pulmones provocó que se despertara, abriendo repentina y rápidamente la boca, pretendió inhalar todo el oxígeno que su cuerpo exigía en unos segundos. Sus vías orales quemaron cuando el aire entró a él, y inundó a sus células de vida. Llevándose una mano al cuello cuando se recuperó, tanteó cualquier rastro de herida que no hubiese terminado de cerrarse, y luego la bajó a la altura de su pecho, encontrando piel lisa y nueva. Parpadeó desorientado, adaptándose a la luz del radiante sol y percatándose que la claridad del cielo no había variado a lo que fue antes de morir, ¿cuánto tiempo pasó muerto? Giró el cuello lentamente, junto a él, Inglaterra lo esperaba sentado sobre la tierra, su rosto severo lo observaba desde arriba con decepción y aburrimiento. Estados Unidos no halló mejor manera de saludarlo que sonreírle, aunque agotado y débil, estaba bastante seguro que su sonrisa podía verse bastante patética.
Inglaterra levantó una piedra y la lanzó lejos, espantando a un grupo de pájaros pequeños.
—Te comiste la manzana —dijo, pero no era en tono de reproche.
—Te la recompensaré.
Inglaterra no respondió, atrayendo las rodillas a su torso y ocultando el rostro entre sus brazos. Lucía cansado.
—Creí que habías muerto —susurró.
—Pero si morí —él respondió, sin comprender.
—Me refiero... a que ya no te quedaban vidas.
—Oh.
La mano que descansaba en su pecho y que había usado para buscar el fantasma de sus heridas, la elevó sobre su cabeza cerrada en un puño para observar la venda negra que la envolvía. Si nada extraño había pasado mientras estaba muerto, debajo de la tela debería estar dibujado el número uno. Se sintió culpable, y en cierta manera le causaba gracia, por no advertirle a Inglaterra de aquello.
—¿Puedes pararte?
—Aún no. Perdí mucha sangre.
Inglaterra se elevó la cabeza unos segundos para mirar sus manos con sangre seca, asintió en reconocimiento, y la volvió a esconder.
—Sabes, Estados Unidos... podríamos comenzar a buscar comida juntos.
—Lo aceptaré solo si me dejas besarte ahora.
—Estoy intentando ser serio —lo oteó de reojo—. Es más seguro así.
—¿Seguro para quién? tienes muchas vidas.
Inglaterra giró la cabeza para otearlo apoyando la mejilla en su brazo, un bufido cansado brotando de sus labios. Casi pareciera como si hubiese estado llorando, lo que era imposible, porque Inglaterra era un humano normal, y además no era un niño. Jamás un ser extraño como él. Estados Unidos se mordió el labio interior y arrastró los ojos por el amplio panorama del cielo, sin poder sostenerle por más tiempo la mirada.
—Quiero ayudarte —respondió Inglaterra.
¿No habían estado haciendo eso todo este tiempo?
—Bueno —aceptó, su voz perdiendo fuerza a causa de su cansancio. Aún no recuperaba todas sus fuerzas, pero eso no le impidió sonreír en dirección a su compañero—. Entonces seamos pareja.
Aquel día el cielo amaneció despejado, y el sol, que no lo tapaban nubes que actuaran como colchón protector, calentó la superficie de la tierra. El calor era casi insoportable. Pero eso a Estados Unidos no le importaba, esa mañana se había despertado preguntándose por qué demonios Inglaterra se consideraba mayor que él si prácticamente aparecieron el mismo día —no sabía si la misma hora, pero eso era lo de menos—, y además él había crecido antes. Y esa lista se quedaba corta, porque también las primeras veces de Estados Unidos sobre cualquier otra cosa, eran más que las de Inglaterra. Lo superaba en todo.
—Es injusto —exclamó sacudiendo los brazos sobre su cabeza antes de apuntarse con el dedo pulgar—. Soy mayor.
—No, no lo eres.
Inglaterra se internó en la hierba alta antes de que Estados Unidos le respondiera. Absolutamente molesto, él lo siguió dando pesados y fuertes pasos, olvidando completamente que estaban ahí para cazar liebres. El campo es enorme, el pasto amarillo es lo suficientemente alto como para cubrirle el pecho y la tierra se extendía más allá de su visión. No le agradaba estar en ese lugar, principalmente porque la hierba alta nunca lo dejaba ver sus presas, pero a diferencia suya. a Inglaterra le encantaba, siendo ese la zona en la que más lograba cazar.
—¿Y por qué no lo sería? —protestó, intentando alcanzarlo.
—Porque te comportas como un niño —respondió escuetamente su compañero, apartando las hierbas con los antebrazos y buscando las madrigueras—. Ahora tranquilízate un poco, vas a espantar a las liebres.
Indignado y completamente molesto, Estados Unidos hinchó las mejillas y se cruzó de brazos, observando intensamente la espalda de Inglaterra, que llevaba puesto por ropa una remera blanca y unos pantalones cortos.
—Deja de comportarte como un niño —lo imitó, usando una voz exageradamente fina y chillona—. Esas cosas lo hacen los niños. Hoy cocino yo a pesar de que me quede asqueroso porque los niños no deben acercarse al fuego —Inglaterra no se volteó a mirarlo como Estados Unidos pretendía que hiciera, pero aún así sabía que estaba frunciendo el ceño—. Te van a crecer arrugas si sigues haciendo esa cara, hombre viejo.
A forma de respuesta, Inglaterra lo mandó a callar llevándose un dedo a los labios.
—Hombre viejo —canturreó Estados Unidos—. Le están creciendo arrugas y tiene cejas...
Antes de que pudiera terminar Inglaterra se había girado y abalanzado sobre él, movimiento que gracias a sus reflejos logró esquivar, riéndose de los improperios grotescos que decía su compañero y escapando de sus golpes. La hierba alta no lo dejó correr bien, y tampoco había muchos lugares en dónde esconderse, por lo que en determinado momento se detuvo, para la sorpresa de Inglaterra, y agachándose Estados Unidos pasó por debajo del brazo de su compañero hasta quedar mirando su espalda. Antes de que Inglaterra se girara, le tomó ambos brazos y los juntó detrás de su espalda. Por último, le plantó un dulce beso en la cabeza.
—¿Quién es el mayor ahora? —y se carcajeó.
—Idiota. Imbécil. Bastado —murmuró Inglaterra por lo bajo, y otros adjetivos más del mismo calibre.
Vaya vocabulario, pensó Estados Unidos, preguntándose de dónde había aprendido tantas palabras.
—Te suelto si aceptas que soy mayor —le propuso.
—Ni en tus sueños.
—Entonces serás mi esclavo.
—Si crees que te voy a cocinar después de esto estás muy equivocado.
—Qué bueno eres Inglaterra —se mofó.
De alguna manera que Estados Unidos no logró captar en su retina, su compañero se liberó de su prisión, y se giró bruscamente para tomarlo de la polera. Él parpadeó confundido, mirando sus manos vacías y luego el rostro enfadado de Inglaterra sucesivamente, ¿cómo...? Antes de poder pronunciar algo al respecto, su compañero lo sacudió reiteradas veces soltando más improperios. Carcajeándose, Estados Unidos hizo de oídos sordos a todo lo que decía, y luego cuando ya creyó que lo había enojado lo suficiente, detuvo las sacudidas y lo besó en los labios. Inglaterra retrocedió pasmado.
—No creas que así te vas a salvar —le aclaró.
—Lo sé —respondió y volvió a besarlo. Pero Inglaterra no le correspondió. Alejándose, Estados Unidos se fijó en su frente arrugada a causa de su enfado. Pasó un dedo por esa piel intentando alisarla—. Vamos Inglaterra, si no me besas me voy a enojar contigo.
—¡Esa debería ser mi línea! —protestó su compañero apartando su mano de un golpe. Al percatarse del significado en el que habían caídos sus palabras abrió los ojos como platos y su rostro se sonrojó—. Es decir...yo... ¿cómo era? ¡Olvídalo! —Estados Unidos se carcajeó— ¿de qué te ríes, bastardo?
—De que sí quieres un beso.
—Yo no...
Estados Unidos le picó la cabeza a Inglaterra con su dedo índice repetidas veces. Si tan solo fuese más sincero. Cuando su compañero volvió a golpearlo, Estados Unidos se alejó y viendo que no había manera de que Inglaterra le dijera la verdad, se encogió de hombros y se apartó. Tampoco iba a obligarlo. Era suficiente diversión por el día, así que giró sobre sus talones, dispuesto a buscar a esas liebres.
—¿A dónde vas? —preguntó dubitativo Inglaterra.
—A buscar comida.
La mano de su compañero, sus dedos envueltos en su muñeca, detuvo que Estados Unidos pudiese alejarse dos pasos. Se volteó para mirarlo, colocando su mejor máscara de sorpresa. Pero para su genuina sorpresa, del rostro de Inglaterra se había borrado todo enojo, y en su reemplazo había aparecido una expresión media divertida que decía "no tienes solución", y entonces, para mayor extrañeza de Estados Unidos, fue Inglaterra quien tomó la iniciativa y lo besó. La impresión provocó que le llevara unas milésimas de segundos ponerse al día, y entonces la felicidad lo invadió.
Dios, lo amaba tanto.
Cuando Inglaterra se enteró que Francia le había enseñado a besar reaccionó de una manera bastante graciosa y exagerada, preguntándole si le había hecho algo más que solo besarlo. Estados Unidos estaba confundido: ¿solo besarlo?, respondió, y después de pensarlo un poco comprendió a dónde iba la pregunta, entonces sonrió y le dijo: no, eso fue solo con Lituania. Y entonces Inglaterra lo había mirado como si no supiera con quién estaba sentado compartiendo la comida, y cuándo Estados Unidos le dijo que dejara de mirarlo así, su compañero respondió algo similar a; ¿qué pasó con el inocente niño que él recordaba? a veces Inglaterra podía ser realmente molesto.
Estados Unidos separó su boca de la de su compañero y procedió a besar su mejilla, luego su pómulo, y por último sus cejas antes de volver a sus labios. Tomó el mentón de Inglaterra cuando este quiso apartarse y lo obligó a profundizar el beso. Pasaron unos minutos antes de que reuniera la fuerza de voluntad suficiente para alejarse. Inglaterra lo miraba fijamente, y casi parecía que él también lo quería de vuelta.
Pero no es así, se recordó.
—Vamos a buscar el almuerzo.
—Idiota —musitó él, pero tenía connotación diferente—. Hoy cocinas tú.
Estados Unidos iba a presentar sus protestas, pero entonces un grito que le heló la sangre desgarró el aire, trabando sus palabras. Inglaterra tampoco se movió, sus cejas alzadas en sorpresa. Necesitaron escuchar de nuevo del grito para que volvieran a reaccionar, ambos mirando en dirección de dónde provenía el sonido. Estados Unidos reconocía esa voz, en alguna parte, en algún recuerdo viejo y doloroso, ¿pero quién...? La respuesta fue como una patada en el estómago. Claro que la conocía, porque esa misma voz, débil y temblorosa, le suplicó que no matara a Alemania.
Era la voz de Italia.
Ni siquiera era completamente consciente de la situación cuando ya sus pies estaban corriendo por alcanzar aquella voz, el grito de Inglaterra a su espalda pidiéndole que volviera. Pero Estados Unidos no quería escucharlo, no quería volver y pretender que no lo habían escuchado. Porque eso sería lo normal, eso sería lo que haría cualquier otro humano, porque era normal haber matado a Sealand, era normal no sentir rencor, no sentir miedo por morir, ni querer el bien del otro de manera empática. Pero él no era así, y si iba a aceptar esa extrañeza, no era necesario ignorar ese llamado de ayuda.
Salió de la hierba alta y miró en todas direcciones, ¿por dónde? entonces lo escuchó de nuevo y corrió hacia su derecha, en dirección al bosque. Las ramas le dieron la bienvenida arañando su rostro y brazos que ocupó para protegerse los ojos. Inglaterra iba detrás suyo, gritando su nombre y pidiéndole que reaccionara. No podía, simplemente no podía. En una situación normal tal vez se daría un segundo para escucharlo, para mirarlo y decirle que la verdad sobre su enfermedad, pero esto estaba más allá de lo que Inglaterra, en su condición de humano normal, pudiese entender. ¿Y, en todo caso, comprendería aún si se lo explicara detalle a detalle? ¿Sería capaz de seguir junto a una persona que prefería ir en contra de la razón de su propia existencia?
Tropezó con una piedra y se raspó ambas rodillas, pero se levantó y siguió corriendo a pesar del lacerante dolor.
¿Dónde estás? ¿dónde estás?
¿Qué te ha pasado, Italia?
Entró en la escena como un humano cuando abría los ojos por primera vez en este mundo; perdido, desesperado y asustado. Su aspecto no debía de ser el mejor, pero si lo comparaba con la imagen que estaba dando en el suelo Italia, no era absolutamente nada. Sorprendido, Estados Unidos retrocedió un paso, notando el olor a sangre y pudrición en el aire. Habían muchas moscas. Lentamente, sin querer espantar al muchacho tendido, se acercó hasta llegar junto al cuerpo, apartando a los bichos voladores que pasaban cerca de él, y se arrodilló.
Inglaterra llegó segundos después, molesto y soltando improperios.
—Oye, ¿qué mierda te pasa? ¿Cómo sales corriendo así? ¿es que acaso piensas un poco en lo que pudo pasarte?
Pero Estados Unidos no le respondió.
—Hola —dijo cuando Italia abrió los párpados, sus castaños ojos mirando desorientados el techo verde creado por las ramas y hojas de los árboles. Su rostro estaba manchado con su propia sangre.
—¿Vienes a ayudarme?
—... Algo así.
—¿Puedes hacer que el dolor se vaya?
Acercó su mano para tomar la de Italia y le dio un suave apretón. La impotencia invadiendo su cuerpo. El cuerpo de Italia estaba cortado en la zona abdominal, su piel separada en dos partes como si se tratasen de dos puertas abiertas, desperdigando sus órganos por el suelo, que sucios y siendo cubiertos por las moscas, se arrastraban ante cada movimiento de convulsión de Italia.
¿Esto era trabajo de Rusia o de Hungría?
—Sí —respondió sintiendo un nudo en la garganta—, sí puedo.
—Duele.
—Lo sé.
Los ojos de Italia se entumecieron.
—Alemania va a estar enojado conmigo. Siempre se enoja cuando no gano —Estados Unidos no respondió, porque no sabía qué decir. Nunca conoció lo suficiente a Alemania como para saber cómo reaccionaría a esta situación—, ¿puedes decirle mi nombre? nunca alcancé a decírselo.
—¿Disculpa?
—Me llamo Feliciano.
—Es un bonito nombre.
—Él se llama Ludwig. Pero no le digas que te dije, no quiero verlo enojado otra vez.
Estados Unidos forzó una sonrisa sobre su rostro.
—Al parecer Alemania es un chico que se enoja mucho.
—No —Italia tosió y su voz se tambaleó. Sus ojos vagaron por el rostro de Estados Unidos, sin enfocarse y sin realmente verlo—, Alemania es bueno. Siempre me ayuda cuando se lo pido y me da regalos —cerró los ojos—. ¿Cómo te llamas?
—No tengo un nombre.
—Todos tienen un nombre.
Estados Unidos lo pensó, porque en verdad no quería decirle quién era, consciente de que Italia no lo había reconocido. Estaba seguro que su rostro era lo que esa persona moribunda menor quería ver en ese momento. Le había causado tanto daño, de manera tan egoísta y estúpida. Solo por no saber controlar sus emociones anormales.
—Alfred —musitó finalmente, con desconfianza al principio, y con mayor convicción la segunda vez—, me llamo Alfred.
—Es... bonito.
—Es solo un nombre.
Italia sonrió. Lágrimas cayeron de sus ojos, se deslizaron por sus mejillas, y se fundieron en la tierra húmeda del bosque. Estados Unidos —¿o Alfred?—, apretó de nuevo la delgada mano.
—Quiero verlo —susurró Italia—, por favor.
Comprendiendo aquellas súplicas silenciosas, Estados Unidos asintió.
—¿Estás seguro? —preguntó con cautela.
Italia tomó su mano y la llevó a su pecho, sobre su corazón. No podía sentirlo.
—¿Crees que me esté esperando?
Recordó cuando los vio por primera vez juntos, cómo Alemania estaba atentos a Italia, y cuando le dio la manzana.
—Por supuesto —respondió—. Sería tonto que no lo hiciera. Ahora —se acomodó, sacando de un bolsillo de su pantalón una piedra afilada que Inglaterra le había pasado hace ya algún tiempo atrás, y la posó sobre el pecho de Italia. Sus manos temblaban—, cierra los ojos.
Y con esas palabras, Italia dejó este mundo.
Inglaterra suspiró.
—¿Qué demonios te pasa? —preguntó.
Después de eso los días pasaron uno tras otro como en cualquier otro año; impertérritos, lentos o rápidos, calurosos y más calurosos.
Así funcionaba este mundo, así funcionaba su realidad.
Alfred no volvió a salir de su hogar porque de alguna manera sentía que así se hacía el suficiente daño a sí mismo, y que en algún momento dejaría de sentir la culpa y podría levantarse y seguir con su vida. Pero no pasó.
La fogata, que ya no funcionaba más que en las noches, la mantenía con vida Inglaterra, porque claro, su compañero en contraste con él entraba y salía, le hablaba y callaba, compartía con él y era egoísta; seguía avanzando, sin que nada lo detuviera. Se podía decir que lo envidiaba.
¿Se alimentaba? a veces pasaba tanto tiempo pensando en Italia y en qué hubiera pasado si no mataba a Alemania, que no recordaba cuando Inglaterra cocinaba y le daba parte de la comida. Tampoco era que recordara mucho cuántos días pasaron, o por qué le dolía la espalda mientras sentando miraba la boca de la cueva. Cuando era capaz de recobrar parte de su consciencia, entonces se levantaba y buscaba otra zona al interior de la cueva para acomodarse. En otras ocasiones respondía a los intentos de Inglaterra para devolverlo a este mundo, y cuando veía la felicidad en sus ojos verdes, de nuevo se culpaba por su estado catatónico. No podía controlarlo, después de todo.
Cuando despertara tendría que agradecerle a Inglaterra.
¿Aunque en verdad quería despertar? Después de todo, a pesar de no querer aceptarlo completamente, su compañero era en parte una causa parcial de todo esto. Porque Alfred podía sentirlo, cómo adentro de él algo cambiaba lentamente, y cómo su cuerpo necesitaba de toda esa energía para lograrlo, dejándolo casi vacío. No mentía al decir que aquel cambio se había iniciado en primer lugar por sus sentimientos por Inglaterra, que eran tan fogosos y sólidos, que su cuerpo, preparado para la guerra y el dolor y los sentimientos poco intensos, no pudo soportarlo.
El punto final fue la muerte de Italia, ya no podía seguir ignorando que había algo mal en él, y que si le pasaban una manzana, lo más probable era que no la comiese.
Y luego, después de lo que para él pareció una eternidad, esa burbuja de aire que lo separaba de la realidad se rompió, depertándolo como de un sueño. Lo primero en lo que su mente se concentró fue en el ruido del fuego a su izquierda, y rodando sobre sí mismo, puesto que estaba acostado en el suelo, observó a Inglaterra cocer carne sobre la fogata.
Le daba la espalda.
—¿De qué es? —preguntó.
Su compañero no se volteó a mirarlo.
—De liebre —contestó.
Alfred apoyó los antebrazos en el suelo y se inclinó hasta quedar sentado. Apoyando la espalda contra la pared lisa de la cueva, soltó un suspiro agotado. Aún no salía completamente de su estupor.
—¿Volverás a irte? —preguntó repentinamente Inglaterra, girando a la derecha la carne.
—No.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Solo lo estoy.
Más silencio.
—Por más que lo pienso y trato de entenderlo, no sé qué te pasó —musitó Inglaterra y alejó la liebre de la fogata cuando las flamas aumentaron de tamaño—. Pero lo que sé, es que fue culpa de Italia.
—Él no tuvo la culpa —lo defendió, y su voz ronca se multiplicó en el eco de las paredes.
—Mientes.
—No.
Pero tampoco le dijo la verdad.
Cansando de girar la carne de la liebre sobre las brasas a pesar de no estar completamente cocida, Inglaterra se levantó y la apoyó junto a otras carnes cocidas que estaban en la pared contraria a la de Estados Unidos. Cuando se volteó para caminar en su dirección Estados Unidos pudo notar su furia y su desesperación. Su compañero se acuclilló a la derecha de sus piernas y lo miró fijamente.
—Tienes que dejar de mentirme, sé que algo no está bien contigo, ¿por qué intestaste salvar a Italia, por qué corriste detrás de él como si te importara su vida? No es normal. Nosotros nacimos que preocuparnos por nuestro propio cuerpo, incluso cuando estamos en una alianza, incluso cuando estamos en una relación de parejas. Hungría se volvió loca y casi te mata por-
—¿¡Cómo puede ser eso normal?
Inglaterra retrocedió consternado, como si le hubiesen clavado un cuchillo. No esperaba aquella explosión de Estados Unidos.
—¿Qu-
—¿Cómo puede ser normal que nos matemos entre nosotros? ¿Cómo puede llamarse normal que aparezcamos en este mundo para simplemente pelearnos por una manzana?
—Es lo que tenemos que hacer.
—¿De verdad, Inglaterra, de verdad crees que nuestro destino es matarnos entre nosotros hasta que ya no quede nadie?
—Claro que sí.
—¡No puede ser así!
—¡Explícame porque no puede serlo! Porque te recuerdo, lo primero que hacemos al nacer es ver si alguien quiere matarnos, a pesar de que no entendemos por qué. Explícame, porque recuerdo que la única manera de sentirnos a salvo es comer la mayor cantidad de manzanas, y dime por qué todos tenemos un contador en nuestras manos para que los demás lo sepan.
Inglaterra se había alejado unos centímetros a causa de la discusión. No fue espacio suficiente como para que Alfred no pudiese alcanzarlo, así que con la poca fuerza recuperada tomó las manos de Inglaterra entre las suyas y tiró de ellas para que no se alejara más.
Le dolía demasiado que Inglaterra lo mirara con desconfianza y temor, como si fuese un monstruo.
—Mira, Inglaterra, hagamos una suposición —dijo y al ver que su compañero no lo detenía prosiguió—. Imagina que tú y yo logramos llegar a la final de esta masacre. Solo los dos, nadie más. Tendríamos que enfrentarnos entre nosotros, ¿no?. Yo tendría que eliminarte y tú a mi, porque, según tú, ese es nuestro deber, nuestro destino —entonces soltó una de las manos de Inglaterra y la subió para acunar su mejilla, acariciando con el pulgar la piel suave.
—¿A dónde quieres llegar con todo esto?
Se ayudó de su mano para tirar del mentón de Inglaterra para abajo y juntar sus frentes.
—A que yo no podría, Inglaterra —declaró, claro y fuerte—, no podría matarte. Creo que para ti es lo mismo.
Su compañero no respondió, mirando de vuelta con ojos verdes brillantes e impertérritos.
A Alfred lo invadió un profundo, nuevo y oscuro miedo a las palabras que iban a salir de aquella boca. Se había hecho una idea de lo que iba a decir y no le gustaba en absoluto.
—Lo siento —dijo entonces Inglaterra, su voz distante y seca. Alfred lo soltó cuando tiró de su cuerpo para que pudiera alejarse—, no es así.
Estados Unidos suspiró, queriendo ignorar el dolor en su pecho. Quemaba como el hielo.
Fue bonito mientras duró, pensó.
En los días siguientes, Inglaterra no volvió a entrar en la cueva, y Estados Unidos —adolorido, cansado, aislado— tampoco intentó que eso cambiara.
