1. Títeres: Lady Strelizia

Después de llevar deambulando durante horas, me habría gustado preguntarle a la mujer que nos había hecho el encargo qué significaba todo aquello. Mas la verdad es que me dio miedo, pues pensé que, en la situación en que me hallaba, de nada hubieran servido mis protestas y el dineral que nos había prometido, merecía la pena. Sentí curiosidad por saber cuánto tiempo había pasado, y encendí la punta de la varita, al resplandor de la llama consulté mi reloj de pulsera. Faltaban unos minutos para la medianoche, íbamos bien de tiempo y estábamos en el lugar justo donde nos había mandado. Quedé a la expectativa, presa de una malsana sensación de incertidumbre. Entonces empezó a ladrar un perro en alguna casa lejana carretera abajo. Era un gemido prolongado, angustioso, como de terror. Le contestó otro perro, y luego otro y otro más, hasta que, llevados por el viento, que en aquellos momentos soplaba suavemente, comenzó una serie de aullidos frenéticos, que parecían proceder de todos los ámbitos del país, hasta donde la imaginación podía captarlos a través de la penumbra de la noche. Después, a lo lejos, procedentes de las montañas de uno y otro lado, se oyeron unos aullidos más agudos —de lobos— que nos afectaron por igual a los perros y a mí, pues yo estuve a punto de echar a correr.

Llegada la media noche, justo como nos habían dicho, de la nada entre dos casas, apareció un edificio escondido. Era enorme, casi tan grande como el banco Gringotts, esperaba que no tuviera la misma seguridad.Eché una ojeada a mis dos acompañantes y luego, nos dirigimos hacia él. Yo tenía dudas, pero mi avaricia era mucho más grande, por algo era una de las ladronas a sueldo más conocidas entre la sociedad mágica, mi cabeza estaba valorada en cientos de galeones, aún así, era lo suficientemente astuta como para que nadie conociera mi verdadera identidad. Jamás mostraba mi rostro, por ello, nunca habían conseguido pillarme. Lady Strelizia, la ladrona a sueldo de noche, pero por el día, era la cándida mujer que se esperaba que fuese. Alguien que nunca había roto un plato.

Atravesamos el umbral de la puerta sin problemas, diciendo las mágicas palabras. De momento todo iba según el plan, pero… había algo que seguía sin darme buena espina. Me asomé por la esquina y contemplé el pasillo que se extendía hacia el tenue infinito, salpicado con globos flotantes de luz plateada. Me había percatado de que los globos eran pantanos de fuego, encapsulados en un encantamiento de bucle temporal de forma que resultaran inextinguibles. Yo creía que lo que nos íbamos a encontrar allí, era el interior de una casa, no obstante parecía una réplica de un pasillo del Ministerio de Magia. Nunca había oído hablar de un pantano de fuego, y mucho menos de un encantamiento de bucle temporal, pero de igual modo nunca había estado en un lugar parecido a la Sala de los Misterios.

Me estremecí.

Creo, que de haber tenido cualquier otra alternativa, la hubiera adoptado, en lugar de proseguir aquel viaje nocturno rumbo a lo desconocido. Aún así, seguimos caminando y tuve la impresión de que pasábamos una y otra vez por el mismo sitio, de modo que me fijé en algunos salientes para tomarlos como referencia, y comprobé que así era.

—No veo a nadie —susurré a las dos siluetas que estaban detrás mía—. No hay puertas ni cerraduras, nada. ¿Creéis que quizás utilicen barreras invisibles o algo así?

—No —respondió gravemente mi compañero—. Se nos dijo exactamente donde estaban los dispositivos de seguridad, ¿verdad? Esta sección está limpia. El centinela es lo único que debe preocuparnos. Si no lo ves, adelante, quizá encontremos las puertas.

Arrastré los pies, odiaba que me dieran órdenes, pero tenía razón, teníamos que proseguir.

—Sé lo que se nos dijo, pero tengo un mal presentimiento. Tengo un sexto sentido para estas cosas —le dije con descaro.

—Me cago en tu sexto sentido. Sólo eres una convenida. Vamos a hacerlo ya, cuanto antes terminemos, antes volveremos a la guarida para celebrarlo.

La tercera figura, un duende, de edad media y con una barba de tres días y puntiaguda pasó a nuestro lado y avanzó con indiferencia dirigiéndose pasillo abajo, encontrando por fin las puertas.

—¿Ves cómo lo hace él? —dijo el imbécil de mi compañero, siguiéndolo de cerca y mirando alrededor atentamente—. Sabe confiar en su información, ha encontrado las puertas.

Me arrastré tras él, frunciendo el ceño ampliamente y observando las misteriosas puertas. Había cientos… tal vez miles de ellas a lo largo del interminable corredor. Ninguna poseía nombres o marcas de ningún tipo. A la cabeza, se podía oír al duende de la barba negra contando suavemente por lo bajo.

—¿Por qué tengo tenemos que seguir a este? —dije petulantemente.

Me ignoraron. Después de varios minutos, al duende que seguíamos, dejó de caminar en una sección que ya no había puertas y nosotros nos detuvimos detrás de él, mirando alrededor con las cejas fruncidas.

—Este no puede ser el lugar —dijo mi compañero—. No hay puertas en esta sección. ¿Estás seguro de que has contado bien?

—He contado bien —dijo el duende. Miró fijamente al suelo, y a continuación arañó una sección de baldosas de mármol con el pie.

Se oyó un chasquido en la esquina de una de las baldosas, luego gruñó, se arrodilló y comprobó la esquina rota con un dedo. Con suficiencia, asintió para sí mismo, más tarde enganchó el dedo en el agujero y dio un tirón. Una sección rectangular del alicatado del suelo se levantó, abriéndose ante el tirón del dedo del duende. Hizo fuerza y el trozo rectangular del suelo se deslizó hacia arriba, como un largo cajón vertical, alzándose con un irritante estruendo hasta que tocó el techo. Se estremeció hasta colocarse completamente en su lugar. Era tan ancho y alto como una puerta, pero sólo de unos cuantos centímetros de espesor. Me asomé por el otro lado del cajón y pude observar el interminable pasillo extendiéndose tras de mí.

—¿Cómo sabías que estaba ahí? —exigió saber mi compañero, atravesando con su mirada al duende.

—Ella me lo dijo —respondió, encogiéndose de hombros.

—¿De veras, eso hizo? ¿Hay algo más que sepas y que no nos hayas contado aún? —replicó mi compañero.

—Sólo lo suficiente para sacarnos de aquí —replicó el duende, todos sabíamos lo desconfiados que eran—. Lady Strelizia es la experta en cerraduras, tú eres la fuerza bruta, y yo soy el guía. Todos sabemos lo que necesitamos saber, y nada más.

—Ya, ya, lo recuerdo —se quejó mi compañero.

—Déjame ponerme con eso, entonces, ¿no? —rezongué, viendo la cerradura. No teníamos tiempo para peleas estúpidas.

Mi compañero se hizo a un lado mientras me acercaba a la misteriosa losa de piedra. La estudié cuidadosamente, entrecerrando los ojos y murmurando. Luego puse una de mis orejas contra la piedra y golpeé aquí y allá. Por último, busqué en el bolsillo de mi camisa negra y saqué un complicado dispositivo con docenas de lazos de latón. Desdoblé uno y observé a través de él la losa de piedra.

—Apenas merece el esfuerzo, la verdad —murmuré con superioridad—. Es una cerradura homunculus. Sólo se abre cuando se presentan un conjunto preestablecido de circunstancias. Podría ser que sólo se abriera cuando una muchacha pelirroja cante el himno nacional de Atlantis a las tres en punto de un jueves. O cuando la luz de la puesta de sol se refleje desde un espejo agrietado sobre el ojo de una cabra.

—¿Esta es buena entonces? —preguntó mi compañero más bien con optimismo.

—¿Podrás hacerlo? —preguntó el duende, sonriendo abiertamente, mostrando un montón de minúsculos dientes puntiagudos.

—Es como dices, ¿no? Todos sabemos lo que necesitamos saber para completar el trabajo —dije con soberbia y busqué en otro bolsillo, sacando un minúsculo frasco de cristal lleno de un polvo rojo.

Con cuidado, descorché el frasco y regué el contenido en el suelo ante la losa de piedra. El polvo se arremolinó y giró mientras caía, de modo que cuando tocó el suelo, formó un antinatural patrón regular. Bajé la mirada y vi que había tomado la forma de una mano esquelética con un dedo apuntando hacia la losa. Momentos después, saqué una pequeña herramienta de latón y murmuré las palabras mágicas. Un estrecho haz de luz verdosa brilló saliendo del extremo del aparato. Jadeé y di un paso hacia atrás. La cuidadosamente arreglada luz del instrumento sobre la superficie áspera de piedra de la losa no había sido colocada de forma aleatoria. El juego de luces y sombras revelaba un grabado adornado de un esqueleto sonriente rodeado por una danza de formas traviesas. La mano derecha del esqueleto estaba extendida, formando algo parecido al picaporte de una puerta. La mano izquierda faltaba, era la que formaba el polvo rojo en el suelo.

—Es una danza macabra —dije estudiando el grabado—. La danza de la muerte. Revelada con sangre de dragón pulverizada y la luz de una caverna.

—¿Se puede abrir entonces? —preguntó mi compañero enérgicamente.

—Nunca estuvo cerrada —respondí—. Simplemente teníamos que saber dónde agarrar. Siéntete libre de hacer los honores.

Mi compañero se acercó a la losa, cuidando de no bloquear la luz verdosa. Extendió la mano y la cerró alrededor del puño esquelético extendido del grabado. Lo giró, produciendo un suave y chirriante chasquido. La forma grabada de la puerta se abrió hacia adentro, revelando un gran espacio oscuro y un sonido de agua que goteaba en la distancia. Un aire frió salió por la abertura, llenando el pasillo y haciendo ondular mi camisa oscura. Temblé cuando el sudor de mi frente se enfrió.

—¿Adónde lleva esto? Ese espacio ni siquiera está aquí, ya sabéis lo que quiero decir.

—Por supuesto que no está aquí —respondió lacónicamente el duende, pero claramente también estaba afectado—. Es el depósito oculto. Nos hablaron de él, como de todo lo demás. Ahí es donde está el cofre. Vamos, no tenemos mucho tiempo.

El duende nos condujo a través del umbral de la puerta, sin tener que agacharse para pasar a través de él. Resultaba evidente por el olor y el eco de sus pasos que nos encontrábamos en una profunda caverna. Mi compañero y yo alzamos nuestras varitas e iluminamos el camino, pero sólo revelamos poco más que la brillante y húmeda roca bajo nuestros pies. La negrura absorbía la luz, y yo tenía la sensación de que nos encontrábamos en un lugar tan profundo que nunca había visto la luz del sol. Un áspero y mohoso frío presionaba mi piel, haciéndome temblar tras la calidez del pasillo. Eché un vistazo atrás y solo pude ver la forma de la puerta que habíamos dejado tras nosotros. Brillaba intensamente como una columna de la luz plateada, casi como si se tratara de un espejismo.

—¿D… dónde creéis que estamos? —pregunté.

—Una bolsa de aire en una caverna bajo el océano Atlántico —contestó el duende, todavía caminando.

—Bajo… —dije débilmente, después tragué saliva—. Tengo un mal presentimiento sobre esto. De verdad muy malo. Quiero regresar.

—No, no nos vamos a marchar —dijo el duende automáticamente.

—¿De todos modos, qué hay en ese cofre? —gemí—. Más vale que tenga mucho valor. No puedo pensar en nada digno de venir a un sitio como este.

—Nunca te ha importado eso —dijo mi compañero bruscamente—. Es más de lo que nunca habías soñado. Con esto nunca más tendremos que trabajar. No más estafas insignificantes ni atracos a media noche, ni tener que fingir una vida que no nos llena. Una vez nos hagamos con el cofre, estaremos bien puestos.

—Pero, ¿qué hay dentro? —insistí—. ¿Qué hay en el cofre?

—Bueno, tendremos que esperar a verlo.

Dejé de caminar.

—No lo sabes, ¿verdad?

—No importa lo que sea —escupió con rabia, cesando sus pasos—. Nos dijeron que era más de lo que nunca podríamos soñar, ¿no es así? Todo lo que tenemos que hacer es robar el cofre y esperar a cobrar la recompensa. Además, este duende sabe lo que es. ¿Por qué no le preguntas a él?

—Yo tampoco lo sé —dijo él pensativamente.

Se hizo un prolongado silencio. Oía el constante goteo del agua resonando en la oscuridad.

El duende frunció el ceño.

—Cada uno sabe lo que necesita saber, ¿eh?

—Todo lo que necesitamos saber es adonde ir —dije, dando por zanjada la conversación, contra más nos demoráramos, más tiempo pasaríamos allí dentro y, era la primera vez que tenía tantas ganas de irme por patas—. Una vez lleguemos allí, sabremos qué hacer.

El duende asintió.

—Todo bien, entonces en marcha.

Caminamos algo más, hasta que el duende se paró.

—Ya estamos —replicó—. A partir de aquí es cosa vuestra.

Mi compañero se giró e hizo brillar su varita por encima de nosotros. Un rostro horrible y monstruoso apareció en la oscuridad, iluminado con la débil luz plateada de la varita. Sus rodillas temblaron.

—Es solo una estatua, imbécil —gruñí—. Es la puerta de la que nos hablaron. Tenemos que abrirla.

—De nuevo, eso es cosa tuya —dijeron y yo avancé hacia la puerta. Era más alta que yo, formada curiosamente por las estalactitas y estalagmitas de la pared de la caverna.

Me agaché y deslicé las manos entre los resbaladizos dientes que parecía tener la puerta, era hermosa. Lo más bonito que había visto jamás, no obstante, sabía que era peligroso y mortal. Me paré a analizarla, el sudor resbalaba por mi cara y cuello mientras me esforzaba, pero nunca había visto una puerta igual, parecía estar hecha de cuerpo de dragón.

Finalmente, justo cuando estaba segura de que no iba a ser capaz de abrir la puerta, se me ocurrió una idea. Volví a sacar mi aparato y la varita. O funcionaba aquello o nada. Hinqué una de las varillas en las estalactitas y con la otra mano, comencé a mecer la varita de un lado a otro. Súbitamente, se oyó un sonido como de cristal destrozado y la puerta poco a poco se combó. Las estalactitas que formaban la bisagra se habían roto. Abrí la puerta con magia hasta que estuvo lo bastante abierta para que los otros dos la atravesaran.

—¡Daos prisa! —ordené a través de los dientes apretados, tener la puerta abierta requería de mucha madia—. No podré aguantarla mucho tiempo abierta.

—Ni se te ocurra cerrar la puerta con nosotros dentro —gimoteó mi compañero, mientras él y el duende pasaban rápidamente al interior de la sala.

La abertura que había tras la puerta era baja y casi perfectamente redonda. Estalactitas y estalagmitas rodeaban el espacio formando pilares que soportaban un techo liso y abovedado. El suelo estaba empedrado y formaba diferentes niveles que bajaban hacia el centro, donde una extraña forma se aposentaba en medio de la oscuridad.

—No veo por ningún lado el cofre —afirmó rotundamente el duende.

—No —estuvo de acuerdo mi compañero—. Además, siendo que algo nos está espiando y un frío enorme…

Pasaron unos momentos más en los que tan solo se escuchaba el sonido del agua caer. Necesitaba que encontraran el cofre lo antes posible, no aguantaría mucho más.

—¡Lo tengo! —escuché que decía el duende al fin.

Por entre la oscuridad, vi como se inclinaba, aferrando el objeto, e hizo un ademán con la cabeza para que mi compañero saliera, aunque por un momento pensé que tenía la intención de traicionarnos. La luz de mi varita, se balanceaba y sacudía, haciendo que sus sombras saltaran frenéticamente sobre las paredes de pilares.

Finalmente, en duende salió con el objeto. Yo ya sudaba copiosamente y mis rodillas temblaban. Cuando vi que el duende había pasado, esperé por mi compañero, pero de repente se escuchó un gruñido infernal que nos heló la sangre. Venía de dentro y luego, un grito de terror se escuchó de sus labios. En ese momento, supe que teníamos que salir de allí o los siguientes seriamos nosotros. En un acto de cobardía, solté la puerta que se cerró de golpe y se hizo añicos, produciendo una nube de polvo arenoso y un estrépito ensordecedor, pero que dejó la puerta cerrada. Luego me desplomé hacia atrás sobre el pedregoso suelo de la caverna, casi desmayada por el esfuerzo y en estado de shock.

Había sido tan cobarde, que no había sido capaz de entrar a ayudarle. Pero si hubiese entrado, los dos hubiéramos acabado en las garras de esa monstruosidad. Corrimos y corrimos sin parar, hasta llegar de nuevo a la apertura de la caverna que dejaba ver el principio del pasillo oscuro.

—¿Qué era eso? —pregunté, ignorando mi pesada respiración una vez que cerré la puerta del pasillo—. Nadie nos había hablado sobre ello.

—Yo nunca dije que recoger el cofre fuera a ser algo fácil —dijo una voz en la oscuridad detrás de nosotros—. Simplemente dije que era suficiente para que no tuvierais que preocuparos durante el resto de vuestra vida. Es curioso cuantos significados puede tener una frase, ¿verdad?

Giré rápidamente sobre mis talones, buscando la fuente de la voz, pero el duende se dio la vuelta lentamente, casi como si lo hubiera estado esperando y pude ver, como un atisbo de sonrisa maliciosa se desdibujaba en sus comisuras. Una figura se alzaba en la oscuridad. Estaba vestida con una capa aterciopelada negra. El rostro quedaba oscurecido tras un horrible antifaz plateado centelleante. Dos figuras más vestidas de igual forma surgieron de la oscuridad.

—Nos has traicionado —le espeté al duende—. Debería haberlo sabido.

—Sí —estuvo de acuerdo la voz femenina que venía de detrás de la capa—. Debió haberlo sabido, Lady Strelizia, pero no lo hizo. Sus años de experiencia no pueden rivalizar con a su innata codicia. Y ahora ya es demasiado tarde.

De repente, me quedé sorprendida, pues en vez de apuntarme a mí con la mora de la varita, la levantó en dirección al duende. Por entre la hendidura de su boca, distinguí sus centelleantes dientes.

—Espere —gritó la criatura, alzando las manos—. ¡Teníamos un trato! ¡No puede hacer esto! ¡Teníamos un trato!

—Lo teníamos, mi buen amigo duende. Muchas gracias por sus servicios, aquí está su pago. Como le prometí.

Un destello de luz emergió de la punta de la varita de la mujer, golpeando al duende de lleno en la cara. Este tropezó y se aferró la garganta, dejando escapar sonidos de asfixia. Se desplomó hacia atrás, todavía retorciéndose, hasta que al fin, dejó de moverse con los ojos abiertos y una mueca de congoja en la cara.

Temblé, ahora era mi turno.

—Nosotros hemos hecho lo que pediste… —espeté, muchas veces había pensado que la muerte sería algo dulce, pero ahora que había llegado el momento tenía miedo. No quería morir, vendería mi alma al diablo con tal de no hacerlo.

—Y yo sólo estoy haciendo lo que prometimos —dijo amablemente la voz detrás del antifaz, moviendo sus labios rojos con burla.

Se produjo otro destello de luz naranja y me derrumbé pesadamente. Las tres figuras enmascaradas se acercaron a mí. Solo pude mirarles impotentes.

—Al menos decidme qué es —dije, medio asfixiada—. Decidme que es esta cosa que hemos conseguido para vosotros, y por qué nos lo habéis encargado en vez de hacerlo vosotros mismos.

—Su última pregunta, me temo, no es de su incumbencia —dijo la voz de la mujer, girando a mi alrededor—. Como dicen: si se lo dijéramos, tendríamos que matarla. De hacerlo así no estaríamos cumpliendo con nuestro trato. Prometimos ocuparnos de usted durante el resto de su vida y tenemos intención de cumplir esa promesa… ¿Estás dispuesta a vender tu alma a cambio de vivir?

¿Había escuchado mis súplicas? No lo creía, pero era mi única oportunidad para poder vivir.

—Sí —dije en un hilo de voz, a duras penas.

—Una respuesta muy inteligente…

La angustia me invadió y caí de rodillas cuando al fin me sentí liberada de la asfixia. Me llevé las manos al cuello, cogiendo aire copiosamente. Luego alcé la mirada y las personas con antifaces seguían mirándome atentamente.

—¿Qué es lo qué buscáis? —pregunté, intentándome poner en pie.

—Nuestra meta es el poder, y lo que ve aquí significa poder —dijo, señalando el cofre que había cogido de entre las manos sin vida del duende. Lo abrió de par en par y en su interior apareció una especie de collar con una piedra de color verde brillante en el centro. Casi me cegó—. Esta solo es una pieza de todo lo que está por llegar. Lo que ve aquí, Lady Strelizia… es simplemente el principio de un nuevo mundo y usted, colaborará desde ahora con nosotros. Hay un papel muy importante que debe de cumplir. Y ahora no hace falta que finja, sé quien es, muéstreme la realidad... Es hora de que vuelva.