Fue una tarde de agosto de un año de tormentas incesantes, en el que rodeada de monjas en un convento de clausura alejado de la ciudad, Cecilia de Piezaro dio a luz a los frutos de su traición. Fueron dos; un niño robusto y una niña enfermiza.
A la niña, a quien llamó Jane, la entregó a las monjas sabiendo que ahí tendría un futuro asegurado. La abadesa le recordó que era un convento, no un orfanato y que para poder dedicarle la vida a Dios, una mujer no solo tenía que ser de buena familia sino también poseer una buena dote.
Cecilia no solo venia de una familia acomodada, también era esposa de un marqués. Pero ambos le dieron la espalda al verla en su estado pues Cesar de Piezaro era estéril. No podía prometer una dote prominente. La abadesa, al verla tan compungida, decidió ayudarla. La niña podría ser monja y ella viviría en la casa de herramientas afuera en el jardín con el niño, ambos recibirían educación y alimento, pero a cambio, ella tendría que ponerse en disposición de las monjas y ayudarlas en todo lo que aquellas necesitasen además de aseos, cocinar y demás trabajos. Cecilia aceptó.
Pasaron los años. Cecilia trabajaba con ahínco y se llenaba de orgullo al ver a sus hijos leer y escribir. Casi lloraba al ver a su hija recitar el Credo y cantar el Ave María con su voz de soprano. Los niños eran igual a ella, hermosos. Jane poseía unos hechizantes ojos verdes y una hermosa y dorada cascada que arrastraba con orgullo. Como era tan enferma, la niña, orientada por la abadesa, hizo un voto a la Santísima Virgen de conservar su cabello largo e inmaculado hasta la muerte, siempre y cuando ella intercediera para que no llegara en mucho tiempo. Alec, el niño, tenía los ojos azules y una melena marrón, unos rasgos dulces y sueños grandes, las únicas herencias que su padre le dejo.
Siempre recordaron que una vez la abadesa los encerró en su oficina y les dijo lo único que tenían que saber de sus orígenes: "Nacieron de una desgracia, son una calamidad para la pobre Cecilia, jamás le pregunten nada". Es por ello que crecieron sin saber una sola pista de quien era su padre; nunca lo preguntaron y su madre no fue capaz de contarles.
El día del decimotercer cumpleaños de sus mellizos, Cecilia se sintió completamente convencida de que las cosas surgirían como las monjas se lo habían dicho siempre; Jane seria monja. Alec saldría del convento con la frente en alto, sabiendo la escolástica de pies a cabeza, tanto en italiano como francés y español. Conseguiría un buen trabajo y la sacaría del convento para que no tuviera que trabajar más y se diera la vida de reina que aun merecía.
Pero limpiando los vitrales de la capilla, cuando a lo lejos vislumbró una figura que le trajo encima todo su pasado, supo que así no seria. Aro Vulturi, el hombre que a ella llevó todas sus desgracias, el único hombre que ella amó, volvía a su vida.
Su partida fue tan breve como su llegada, solo le hizo saber que sabía todo y que se llevaría a Alec consigo. Jane ya tenía destino. Después se aseguró que la dote de Jane fuese pagada porque vio los estragos que tantos años de trabajo causo en Cecilia y le dio lastima. Luego se fue sin despedirse, llevándose con él, a Alec, quien instantáneamente fue rebautizado como Alexander Vulturi.
Aro se llevo a su hijo a vivir a España, con su esposa Sulpicia de Vulturi, sus hermanos, Caius y Marcus y sus respectivas esposas, Athenodora y Didima de Vulturi. Para Alec, el cambio fue del cielo a la tierra. Estaba acostumbrado a dormir en un colchoncito en la casa del jardín, tanta opulencia lo cegaba. Extrañaba mucho a su hermanita y su madre, que era una mujer tan hermosa y de buenos sentimientos, no como Sulpicia, que además de fea, pretenciosa y celosa. Estaba acostumbrado a la bondad de las monjas del convento, no la mezquindad de Athenodora y Didima. Pero supo que lo que le había ocurrido, el hecho de que su padre lo hubiese buscado para sacarlo y darle una mejor vida fue como un milagro. Ademas si había algo bueno y era la compañía de sus primos, Santiago y Demetri quienes como el tenían trece años y Heidi, una encantadora niña de ocho años, hermana de Santiago e hija de Marcus y Didima, la cual ya estaba comprometida en matrimonio para cuando tuviera las capacidades de dar un heredero. Ellos, al contrario de sus tíos y su "madrastra" no lo trataban como inferior o le apodaban "el bastardo" por los corredores del palacio. Para ellos, Alec era un igual y solo con ellos, se sentía verdaderamente bien. Así que había decidido no quejarse y vivir con lo que la vida y su padre le trajeran.
De vez en cuando le enviaba cartas a su hermana contándole muchas cosas que ella no se imaginaria jamas como los juguetes y hermosos vestidos de Heidi, lujos que Jane jamas pudo tener. Desde niña vestía con unos modestos hábitos viejos. En ellas también plasmaba sus inconformidades y preguntas, sus dolores y nostalgias y prometía que un día volvería a Italia, convertido en marques, a sacarlas a ambas del convento y hacerles una casa con capilla donde ella podría rezar cómodamente, vivir bien y usar miles de vestidos de princesa. Dejo de escribirlas a falta de respuestas, pensando equivocadamente que ella jamás las recibía, sin saber que ella con mucho anhelo las guardaba debajo de su cama.
Para sus dieciséis, Alec era un joven codiciado entre las jovencitas bobaliconas de España. Era también el más destacado entre los primos Vulturi por su inteligencia, dedicación y amor al arte. Aro tenía muchos planes para él. Sus tutores le auguraban muy buenas cosas. Y el mismo tenia aspiraciones, lo cual lo ayudaba mucho.
Pero todo eso, los planes, los sueños, los augurios y aspiraciones fueron corrompidos por aquella fiebre americana que estaba picándole las venas a cada español. Si antes sus tutores lo elogiaban diciéndole cosas como "eres un buen muchacho, muy inteligente, seguro que el señor Aro te concederá su herencia con los ojos cerrados" ahora eran así: "Muy inteligente muchacho, seguro harás una enorme fortuna en América". Alec se cansaba de eso. En cada lugar solo se hablaba de los enormes contenedores abarrotados de barras de oro que habían llegado de América. Todos comentaban que cada siete de diez españoles iba a hacer fortuna; se decía que el oro crecía en los arboles y que los indios eran tan fáciles de someter que uno volvería en cuestión de meses con los bolsillos llenos.
Y fue ahí cuando los tres hermanos Vulturi, empujados por la codicia y el convencimiento de sus esposas, partieron a las Américas en el año 1540 en un enorme barco solo para ellos. Alec acompañó a su padre, sin saber que aquel viaje lo cambiaria para siempre.
