UNA HISTORIA DE AMOR
Dramatis Personae
Cecilia Pizarro: Una chica de dieciséis años que tiene poderes mágicos.
Alberto: Un rendido admirador de la anterior.
Descargos y Copyrights: Esta historia está inspirada en los mecanismos del Potterverso, el cual es obra de la señora Rowling. La sorg-expansión española es mía y sólo mía.
Dedicado a Revitaa, a quién las historias de Cecilia y compañía le gustan. Y a todos los que gustan de leer historias de amor en febrero. Y a cualquiera que pase por aquí y le atraiga esta narración.
Aviso: Potterverso Sorg-Expandido. No contiente, por tanto, personajes de la Rowling salvo, tal vez, algún cameo. Los mecanismos mágicos, sin embargo, son los que ella se inventó (en su mayoría).
Capítulo 1
Septiembre de 1991
Era un ritual. Cada año, el primer día del curso, los de tercero de BUP hacían pasillo a la entrada del corredor que llevaba a las clases de Primero para silbar y gritar cosas a todas y cada una de las chicas. Todas tenían que pasar por allí para ir a clase, de manera que, salvo que se pusieran enfermas o hicieran pellas ese día, ninguna se libraba.
En cuanto a los chicos de tercero, estaba claro que uno no podía faltar, so pena de que los demás pusieran en entredicho tu virilidad. El hecho de que tu propia hermana estuviera entre ellas también era otra razón para estar, porque aunque no eliminaría por completo los silbidos, al menos haría que más de uno se cortara un pelo. Pero si encima tu madre era una de las profesoras de física, además tenías que procurar no significarte demasiado, porque de otro modo en menos de cinco minutos tu progenitora estaría debidamente enterada. El precario equilibrio final de todas aquellas razones tan contradictorias había determinado que Alberto hiciera finalmente acto de presencia, pero se mantenía un poco al margen, en un lateral junto a su amigo Pedro, un chaval de pelo castaño claro, delgaducho y bajito, amigo del alma desde los cinco años.
Silbidos, "piropos" no demasiado finos y en absoluto creativos, risas de las chicas, miradas de soslayo, grititos histéricos, alguna que salía corriendo… en realidad, no era muy emocionante que digamos… pero claro, había que estar…
- ¡Acabo de ver a la mujer de mi vida! – De repente, Pedro chilló en el oído de Alberto con tono melodramático. El chico lo miró sorprendido.
- ¿Qué dices, Peter?
- ¡Allí! ¡Aquella!
Alberto giró la cabeza justamente cuando los chicos empezaron a silbar más fuerte y se quedó con la boca abierta. Encaraba el pasillo una chica alta y delgada, de larga melena oscura y ojos de un color gris acero. Tenía las cejas finas, la nariz recta y una mandíbula cuadrada. Inmutable ante el despliegue de efusiones sonoras de los gallitos del corral, pasó entre todos mirando al frente, altanera, sin alterar ni un ápice su paso. Algunos le gritaron barbaridades, pero ella alzó una ceja y, sin mirarles siquiera, siguió su camino tan campante.
- ¿No es maravillosa? – Dijo Pedro llevándose la mano al corazón de manera muy teatral. Alberto no fue capaz de decir palabra, la vista fija en la chica que se perdía por el pasillo y la mente procesando a toda velocidad como un escáner las características externas: la espalda recta, las piernas delgadas embutidas en los calcetines azules del uniforme, la falda ligeramente por encima de la rodilla, la cintura estrecha... - Empezó a incomodarse. Sintiéndose un tanto azorado, se echó aún más hacia atrás, y oculto entre la gente se sacó los faldones del polo blanco y los dejó caer por fuera del pantalón gris marengo. Confiando en que nadie lo hubiera notado, echó un vistazo a su alrededor y su vista se detuvo en Adolfo Mendoza, que con la cabeza ladeada y ojos de depredador miraba en la dirección por la que se había ido la chica. Un sentimiento extraño y desconocido, con cierto tinte de repulsión, le invadió.
Fue una mañana bastante dura para Alberto, sobre todo durante la primera hora. Tuvo que hacer muchos esfuerzos para mantener la concentración luchando contra la tempestad hormonal que la sola visión de aquella chica le había producido. No ayudaban para nada los continuos comentarios de Pedro sobre que era la mujer de su vida, que no se casaría con otra o lo completamente enamorado que estaba. Tampoco pudo evitar, a lo largo de la mañana, mirar de reojo a Mendoza.
Adolfo Mendoza era alto, deportista, rubio con ojos azules, presumía de pasta, de que su padre tenía un BMW, de que estudiaría Teleco y después papá le colocaría súper bien y, sobre todo, de ligar con todas y cada una de las tías buenas del colegio, las cuales, como no podía ser de otro modo, caían rendidas a sus pies con su solo golpe de flequillo rubio. En el intermedio de la última clase Alberto lo vio hablando con un par de acólitos. Le leyó los labios.
- Ya se cómo se llama.- Decía alzando una ceja.- Cecilia Pizarro. Pero no os hagáis ilusiones. Es mía.
- Vomitivo.- Dijo una voz en su oído. Pedro también se había enterado. Por lo menos de lo último.
- Completamente.- Contestó él. Y bajó la vista de nuevo a los ejercicios de matemáticas sin poder concentrarse. Por alguna razón, deseaba levantarse y sacudirle un puñetazo en todos los morros. Afortunadamente, llegó el de inglés y empezó la clase.
Aquella noche Alberto soñó con la chica, y como tenía diecisiete años, tuvo un despertar perturbador que sólo calmó una buena ducha. Mientras desayunaba, no obstante, reflexionó y toda su euforia se fue desinflando. El era un tío corriente. Para más "inri", hijo de una profe, mientras que aquella chica, Cecilia Pizarro se llamaba, era espectacular. Jamás se fijaría en un tío como él. En fin, fue un sueño maravilloso, pero sólo eso, un sueño. Alberto no volvió a pensar en la chica de aquella manera en bastantes días.
A mediados de octubre, entre clase y clase, Pedro se dejó caer en la silla de al lado de golpe con una expresión incrédula en la cara.
- Es torti, tío. ¡Qué flash!
- ¿Qué?
- Pues eso. Creí que era la mujer de mi vida, y ahora resulta que es torti.
Alberto miró a Pedro con cara de alucine.
- Ni "flowers" de qué hablas, macho.
- ¡Pues de ella! ¡La chica de mis sueños!
Alberto alzó las cejas interrogadoramente.
- ¡El pibón de primero, tío!
- ¡Ah! – Los engranajes del cerebro de Alberto se estaban tomando su tiempo en procesar la catarata de información inconexa. – ¿Te refieres a Cecilia Pizarro?
- Pues claro…
Pedro le dedicó una mirada expectante, pero Alberto fue incapaz de abrir el pico.
- ¿Te quedas así, sin decir nada?
- ¿Qué quieres que diga?
- Jo, tío. Está buenísima. La más guapa de todas, con diferencia. Pues fíjate, tío, qué desperdicio. Torti.
Hablar de Cecilia volvía a producir en Alberto una cierta desazón en cierta parte de su anatomía, lo cual estaba haciendo que se sintiera sumamente incómodo. No obstante, su cerebro, persistente, le insinuaba que algo no cuadraba en todo aquello.
- ¿Cómo sabes que es lesbiana?
- Lo dice Mendoza.
- ¿Mendoza? ¿Y cómo lo sabe Mendoza?
- Dice que sale con una tía de segundo. Con esa grandota y cuadrada, que parece un armario ropero.
- ¿La del pelo corto?
- Esa misma. Todo el mundo dice que esa tía es lesbi. Por cierto ¿No está en clase de tu hermana?
- ¿La grandota?
- ¡No, hombre! ¡Esa es de segundo! Me refiero a la tía buena. ¿No está en la clase de tu hermana?
- Creo que sí.
- Pues pregúntale. Ella lo sabrá mejor ¿no?
Alberto no dijo nada. Afortunadamente, sonó la campana y el de dibujo técnico entró por la puerta.
Dos días más tarde, Inés, la hermana de Alberto, le pidió ayuda con las mates. Alberto quería ser ingeniero informático, y los números se le daban estupendamente. Además, como hermano mayor era bastante potable. No era súper protector ni pesado, pero cuando hacía falta un acompañante solía prestarse afablemente. Y como profe de mates hasta era mejor que la bodrio que sufría Inés.
- Vale. Te explicaré estas derivadas.- le dijo a su hermana.- Pero a cambio quiero que después me des cierta información.
Inés alzó las cejas sorprendida.
- ¿Me estás poniendo precio a las clases particulares?
- Si luego no quieres contarme, no te puedo obligar.
Inés guardó silencio un instante, y después dijo "vale".
Una hora más tarde dejó el lápiz sobre el cuaderno, se apoyó en el respaldo de la silla y miró fijamente a su hermano.
- Bien, Alberto. Un trato es un trato. ¿Qué es lo que quieres preguntarme?
- Está en tu clase una chica muy guapa…
- Con esos datos…
- Espera. Se llama, creo, Cecilia.
- Cecilia Pizarro. Si, está en mi clase. Guapa y bien maja. ¿También has sucumbido a sus encantos?
Alberto temió que se le subieran los colores.
- Ehmm. Dicen cosas de ella por ahí…
- ¿Qué es lo que dicen?
- Dicen… dicen que los chicos no le van…
- ¿Hablamos de la misma Cecilia?
- Alta, pelo largo, muy negro, liso, ojos grises…
- Cintura de avispa, piernas largas, un par de buenas razones…
- ¡Inés!
La chica se echó a reír.
- Mira, Alberto. Ir diciendo por ahí que a Cecilia Pizarro no le gustan los chicos es la más solemne tontería que he oído en mucho tiempo. Tiene el interior de la carpeta forrada hasta los topes de tíos buenísimos…
- Puede ser para disimular.
- ¡Alberto! ¡Los separadores no se van mostrando así como así! ¡Son de uso y disfrute personal!
- ¿Sale con algún tío?
- No, que yo sepa… ¡Oh! ¡Alberto! ¡Eso no quiere decir nada! Yo tampoco salgo con ninguno y te aseguro que no soy torti. ¿Quién va diciendo por ahí eso de Cecilia?
- No se, gente…
- ¿No será el rubio teñido ese?
- ¿Rubio teñido?
- El cretino ese de tu clase, altito, ojos azules, pelo oxigenado y alisado con el secador… uno que va por el mundo como si fuera el centro del Universo.
- ¿Adolfo Mendoza?
- Si. Creo que se llama Mendoza. Uno que presume de que su papá tiene un BMW…
Ante el silencio elocuente de Alberto, Inés volvió a hablar.
- Pues entonces es puro rencor. ¡Qué mala leche!
- ¿Rencor? ¿Es que le dio calabazas?
- Mendoza no se limitó a pedirle salir. Quería morrearse con ella, así que Cecilia lo mandó a hacer gárgaras.
- ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha contado ella?
- A mí y a todas las amigas de Belén Carmona. Resulta que la escuchó suspirar por los huesos de Mendoza, y nos soltó sin pelos en la lengua que el tío es un frescales aprovechado. Belén al principio no la creyó, pero ahora le da toda la razón. Y añade que a ella lo único que quería era meterle mano.
- Si se te insinúa, dímelo.- Murmuró Alberto con la sangre empezando a hervir.
- No te preocupes. Se cómo quitarme de encima a esos moscones.
- Y… por favor… no le digas que te lo he contado… a Cecilia, me refiero…
"Joder con Mendoza", pensó Alberto. "Y vaya con la niña, qué carácter". No obstante, lo último más o menos le agradaba. Extrañamente, porque nada le iba en ello, se quedó algo más tranquilo.
Pero pronto Alberto volvió a su conclusión anterior. Cecilia era dos años menor, por tanto estaba en otra clase. Y no se fijaría en un tío como él, ni alto ni bajo, con tendencia a echar tripa, ojos de un marrón sosísimo, gafas de miope y mamá en el claustro docente. Ni aunque fuera el hermano mayor de Inés, una tía bien maja. Durante un año entero, Alberto no pensó en Cecilia, aunque de vez en cuando, si su hermana la mencionaba, no podía evitar una catarata de sentimientos rarísimos, que iban desde imaginar que le tomaba la mano sonriendo dulcemente hasta tener que salir disparado a su cuarto.
