Capítulo 1

Newportes Newes, Virginia
25 de abril de 1747

El London Pride rozó contra el muelle cuando las ráfagas cada vez más intensas de un viento del noreste mecieron lentamente el barco amarrado. Cerca de los topes de los mástiles pasaban las nubes, como oscuros presagios de la tormenta que se avecinaba. Las gaviotas se zambullían desde el cordaje del barco, acompañando con sus roncos graznidos el ruido de las cadenas que cargaba una doble fila de convictos flacos y harapientos, que salían por la escotilla arrastrando los pies todos a una sobre las gastadas tablas de la cubierta. Los hombres, sujetos con grilletes en los tobillos y unidos entre sí por menos de un metro de cadena, recibieron la orden de alinearse para ser inspeccionados por el contramaestre. Las mujeres, en cambio, estaban engrilladas por separado y podían moverse a su propio ritmo hacia proa, donde les habían ordenado aguardar.

Más lejos, a popa, un marinero que pasaba el lampazo, interrumpió su tarea para observar a este último grupo. Tras una cauta mirada al puente de mando, la persistente ausencia del capitán Crane y de su bovina esposa lo animaron y, tras guardar de prisa su cubo y su lampazo, se acercó con paso confiado por la cubierta. Contoneándose como un gallo alrededor de las zaparrastrosas mujeres, con su sonrisa salaz y sus rudos modales, provocó un muro casi sólido de defensa, constituido por torvas miradas. Hubo sólo una excepción: una ramera de ojos azules y cabello rubio sucio, que había sido condenada por robar dinero a los hombres con quienes se acostaba y de causar heridas graves a un buen número de ellos. Ella fue la única que dedicó una sonrisa prometedora al marinero.

—Señor Snow, hace casi una semana que no veo a la pequeña trotona — comentó con aspereza la ramera, dirigiendo una mueca triunfal a sus furiosas compañeras—. No creerá que la pequeña mendiga ha encontrado la muerte en el pañol de las maromas, ¿no? Se lo tendría bien merecido por golpearme la nariz.

Una chiquilla menuda de lisa cabellera castaña se abrió paso entre el racimo de mujeres y replicó con vivacidad a la prostituta:

—Puedes mover esa lengua mentirosa todo lo que quieras, Delly Cartwrigth, pero aquí todas sabemos que milady te dio tu merecido, ni más ni menos. ¡Por el modo en que le golpeaste las costillas cuando ella no estaba mirando, tú deberías haber sido encerrada en el pañol de las cadenas! Si no fuera por tu pequeño perro faldero —dijo, indicando a Snow con quemante desprecio—, que va con sus cuentos a la señora Crane, milady podría haber dicho lo que pensaba sin consecuencias.

Poniendo en jarras sus carnosos brazos, Snow enfrentó a la menuda mujercilla. —Y tú, Annie Cresta, podrías habernos hecho un gran bien si llenaras las velas con el viento que produce tu lengua al moverse. No me cabe duda de que con ese ventarrón habríamos llegado mucho más rápido.

El ruido de cadenas que llegaba desde la bodega atrajo la atención del marinero. Sus pequeños ojos, como cuentas, adquirieron un brillo sádico.

—¡Bueno, caramba! Creo que oigo venir a milady —riendo para sí, se acercó a la escotilla y se inclinó para escudriñar las sombras abajo—. ¿Eh, trotona? ¿Eres tú misma, capullo, la que sube desde las alcobas inferiores?

Katniss Everdeen alzó la mirada de sus llameantes ojos grises hacia la gruesa silueta que se asomaba en la abertura. Por el atrevimiento de defenderse de la querida de ese palurdo de a bordo, había pasado los cuatro últimos días aislada en un húmedo calabozo, en las profundidades del barco. Ahí se vio obligada a disputar a ratas y cucarachas cada trozo de pan que le arrojaban. Si no fuese porque sus fuerzas estaban casi agotadas, habría trepado por la escalerilla y desollado el feo rostro del marinero con sus uñas, pero sólo le quedaban energías para un grueso sarcasmo.

—¿A qué otra pobre desgraciada habría ido a buscar este sapo pestilente, si no a mí, señor Snow? —Preguntó, indicando con la cabeza al regordete hombrecillo que cojeaba su lado—. Estoy segura de que ha convencido a la señora Crane de que reserve esas habitaciones sólo para mí.

Snow lanzó un desmesurado suspiro de fastidio, exagerando el menosprecio de la muchacha.

—Katniss, ya estás insultando otra vez a mis amigos.

El sujeto que la acompañaba estiró la mano y le pellizcó el brazo, por segunda vez desde que la había liberado del encierro. Cray era tan malvado como Snow, y no necesitaba que nadie lo animara a volcar su desprecio en cualquier ser indefenso.

—¡Cuida tus modales; tú, bocazas presuntuosa!

Katniss le respondió entre dientes, quitando su brazo de los gruesos dedos que la aferraban:

—Eso lo haré el mismo día en que todos ustedes hayan aprendido alguno, Cray.

Desde la escotilla llegó la voz gruñona de Snow:

—Será mejor que subas, y rápido, Katniss, si no quieres que te dé otra lección.

Ante la rápida disminución de la eficacia del ogro, la muchacha se burló: —Puede que el capitán Crane tenga algo que decir con respecto a su mano demasiado pesada, si él quiere venderme hoy.

—Seguramente el capitán tendrá algo que decir —concedió Snow, dirigiéndole una sonrisa jactanciosa mientras ella luchaba con esfuerzo para ascender, impedida por el peso de las cadenas y los grillos—. Pero todos saben que, en este viaje, la que tiene la última palabra es su señora.

Desde que había sido llevada a bordo, engrillada y esposada, Katniss se había convencido de que ningún otro sitio de la tierra era más parecido a las mazmorras del infierno que un barco inglés encargado del transporte de prisioneros a las colonias. Y no cabía duda de que ninguna otra persona había hecho más para convencerla que Fulvia Thread Crane, esposa del capitán e hija única de Romulus Thread, único dueño, a su vez, del London Pride y de una pequeña flota de otros barcos mercantes.

Con el formidable recuerdo de Fulvia Crane advirtiéndole que tuviese prudencia, Katniss se detuvo a acomodarse en la cabeza un pañuelo improvisado. Varias veces, al salir a cubierta, sus vivos cabellos castaños habían sulfurado a la robusta mujer de agrio semblante, induciendo a Fulvia a vituperar a todos los irlandeses, tildándolos de torpes, retardados, y a la propia Katniss, de sucia lechuza de los campos, término despectivo que muchos ingleses tenían la costumbre de aplicar a los irlandeses.

—No te atrevas a perder el tiempo —la reprendió Snow.

Sus ojillos de cerdo brillaban, atestiguando su tendencia a la crueldad, a buscar, ansioso, cualquier infracción que pudiese castigar.

—¡Ya voy, ya voy! —refunfuñó Katniss, surgiendo de la escotilla. Las injusticias que había sufrido durante los tres meses del viaje pasaron por su mente en amargo recuerdo, reavivando tanto su resentimiento que tuvo ganas de escupir una expresión de rencor en la carota de ese torpe. Pero, desde su detención en Londres, la experiencia había sido una dura maestra y le había enseñado que una fría sumisión era el único modo en que una prisionera podía abrigar la esperanza de sobrevivir en una corte judicial inglesa o en alguno de sus infernales barcos.

Katniss detestaba revelar el menor indicio de su menguada fuerza; logró mover sus entorpecidos miembros con módica dignidad. La golpeó el intenso viento; separó un poco los pies para no caer y enderezó la espalda con tenaz resolución. El aire fresco constituía un lujo que se había vuelto muy escaso en los últimos tiempos; alzó la cabeza para deleitarse con la esencia salabre de las aguas costeras.

Snow entrecerró los ojos al ver la postura de la muchacha: era demasiado orgullosa e impávida para su gusto.

—Conque dándose aires otra vez, ¿eh? Como cualquier engreída mujerzuela de la corte —señalando con un ademán las ropas destrozadas, bramó, exagerando su burla—: ¡Yo diría, en la corte de los mendigos de Whitefriars!

A Katniss no le costaba nada imaginar lo patético de su aspecto, con esos trapos sucios y cargada de hierros. Si bien su traje de montar de terciopelo verde había sido una vez la envidia de muchas hijas consentidas de ricos aristócratas (las mismas que habían lamentado su compromiso con el soltero más apuesto y posiblemente más rico de Londres), la situación en la que se encontraba en ese momento provocaría en esas mismas damas gozosas y altaneras carcajadas.

Sin duda, el suspiro abrumado de Katniss fue más sincero que fingido. Antes de ser detenida, sólo había gozado de una vida fácil y confortable, hasta que fue arrojada sin motivo en una cruel prisión, donde la pobre desamparada no encontró más que odio, opresión y la más profunda desesperación.

—Por cierto, es en extremo incómodo cuando una dama de alta cuna debe viajar al extranjero sin sus sirvientes y su modista —repuso, con satíricas intenciones—. El personal que me ha atendido últimamente no tiene verdadero conocimiento de lo que es un buen servicio y no conoce las más sencillas funciones de un criado.

Snow se volvió suspicaz; intuía el insulto pero no alcanzaba a ver dónde estaba. La suave manera de hablar de la muchacha podía poner incómodo a cualquiera en lo que se refería a su propia lengua, sobre todo en un caso como el de él, que había huido muy joven de su hogar cuando su madre viuda intentó cortar sus vagabundeos con rufianes.

Snow cerró su mano sobre la cadena que colgaba entre las muñecas de Katniss y la alzó bruscamente, hasta que su ancha cara patilluda y un ciclópeo ojo enrojecido cubrieron todo el campo de visión de la muchacha. Pese a todos los abusos y malos tratos sufridos, la joven se negaba a resignar ante él lo que él más deseaba: su indiscutible sentimiento de superioridad.

—¡Pedazo de perra irlandesa llorona! —Gruñó entre dientes, tirando de los hierros—. Crees que eres mejor que yo, ¿eh? ¡Tú y tus modales altaneros! Bueno, pues estás equivocada, excremento irlandés. No eres lo bastante buena para limpiar mis botas.

El rancio olor del aliento del marinero provocó arcadas a Katniss, que sólo atinó a encogerse cuando los brazaletes de hierro se le hincaron en las muñecas. Desde el momento mismo en que había visto a Coriolanus Snow, había sentido una intensa aversión por él. Por orden del capitán, la sección de las mujeres estaba restringida a todos, salvo a los miembros de mayor confianza de la tripulación, pero Snow desobedecía la orden y, con la pomposa arrogancia de un sultán que examinara su harén, se paseaba delante de las celdas, tentando a las más agraciadas con comida robada, agua de lluvia y otros elementos necesarios hasta que, empujadas por la desesperación, algunas cedían a sus perversas exigencias. Las compañeras de celda compartían luego, doloridas, la vergüenza y la humillación, porque a ninguna se le escapaba lo que el bribón les obligaba a hacer. En el caso de aquéllas que lo habían rechazado disgustadas, Snow había probado ser muy explícito en sus lascivas exigencias, describiéndolas vívidamente con imágenes incluso obscenas para las mentes más inocentes.

Con las visitas clandestinas del marinero había ido creciendo una profunda enemistad y, salvo Delly Cartwrigth, que lo había envuelto con sus añagazas, pronto todas rechazaron a Snow. Pero la ramera lo había aprovechado en su propio beneficio excediendo las expectativas del sujeto, apresándolo en una artera telaraña, y llegó un momento en que Snow seguía las órdenes de Delly y satisfacía todos sus caprichos.

Persiguiendo a su más encarnizada rival, pensó Katniss, hostil. Olvidándosede cualquier cautela, se atrevió a hostigarlo:

—Ah, si la señora Crane supiera lo que usted ha estado consiguiendo por contar mentiras con respecto a mí...

Snow explotó. ¡A esa mocosa le encantaría denunciarlo!

—¡No se lo dirás, mala puta, pues de lo contrario, tendrás más de esto! Echando atrás uno de sus robustos brazos para darle impulso, Snow le asestó un golpe en el hombro, en el preciso momento en que ella procuraba eludirlo, y la hizo trastabillar sobre las cadenas. Pero aun así, el deseo de venganza de Snow no quedó saciado. Deseaba verla encogiéndose ante él, presa del más absoluto terror. Levantó uno de sus pies calzado con zapatos de lona, enganchando las cadenas que colgaban de los grilletes, y la hizo caer.

De los labios de Katniss brotó un grito indignado de dolor, mientras caía hacia atrás sobre las tablas de la cubierta. En verdad, el barco amarrado casi no se movía, aunque para Katniss, débil y mareada, el crujido de los maderos pareció aumentar al ritmo de las ráfagas y del mar de fondo que pasaba bajo el casco, a tal punto que le daba la impresión de que la cubierta estaba viva. Lanzó una mirada precavida hacia arriba, donde mástiles y vergas giraban en un vago manchón contra el fondo de un cielo oscuro y sombrío; la muchacha se estremeció y las emociones en conflicto le oprimieron el estómago. Temerosa de vomitar lo poco que había comido, rodó sobre sí misma y apoyó la frente húmeda de sudor frío en el brazo flexionado, esperando que se aliviara la náusea.

El contramaestre, que volvía de inspeccionar a los prisioneros varones, llegó a tiempo para presenciar el incidente y, alzando su bastón, se adelantó con pasos coléricos:

—¡Ya está bien, Snow! —ladró—. ¡Deje en paz a esa muchacha!

—¡Pero, señor Flickerman! —Protestó Snow—. Sólo intentaba protegerme, cuando esta víbora me clavó los colmillos en el pellejo.

Caesar Flickerman exhaló un bufido despectivo.

—¡Sí, señor Snow, y el sol se pone por el este!

—¡Yo lo vi, es verdad!

En procura de apoyo para su mentira, Snow miró alrededor, buscando a Delly.

—¡No escucharé más mentiras de su adulona compañera! —repuso Flickerman, alzando el bastón en gesto amenazador para subrayar sus palabras. Símbolo de su autoridad, el bastón había sido usado en muchas ocasiones para castigar a mentecatos y perezosos—. ¡Y ahora, escúcheme bien, palurdo indigno! ¡Ya estoy harto de sus bufonadas! Si el capitán no puede vender a la prisionera por lo que vale, usted recibirá lo mejor de este bastón. Y ahora, maldito, ayúdela a levantarse, y hágalo con gentileza, o recibirá un buen golpe en la coronilla.

Unas manazas se deslizaron por debajo de Katniss antes de que se hubiese recobrado, pero la realidad cayó sobre ella como agua hirviendo cuando sintió unas manos ávidas en sus pechos. Lanzando un chillido de ira, muy poco digno de una dama, rodó y lanzó un fuerte golpe con su pie descalzo. Su azarosa puntería fue desastrosa para el pesado Snow. Mientras éste caía hacia atrás, lanzando un aullido de dolor, Katniss se ponía de pie, con la satisfacción de ver al sujeto retorciéndose de dolor en la cubierta.

La prudencia le aconsejó quedar fuera de la vista y del alcance del patán; Katniss vio la oportunidad de lograrlo cuando algunas mujeres la llamaron de prisa. Se apresuró a deslizarse en medio de ellas, se sentó sobre la tapa de la escotilla mientras ellas cerraban filas a su alrededor, ocultándola para que no la viesen. Flexionando las piernas contra el pecho y apretando la cara contra las rodillas, trató de pasar lo más inadvertida posible.

Snow se incorporó, vacilante, dominado por el impulso de venganza, de descargar su ira en la muchacha. Como un toro herido disponiéndose a embestir, giró su cabeza cubierta con un sombrero de paja, buscándola con los ojos. Entre los tonos apagados de los harapos de las mujeres, atisbó los largos mechones castaños que revoloteaban como un pendón colorido en la fuerte brisa. Retrayendo los labios, dejando al descubierto los dientes manchados de negro, avanzó gruñendo hacia Katniss con aviesas intenciones.

¡Snow! —bramó Caesar Flickerman. Dio unos pasos, pensando que tendría quecumplir su amenaza y golpear a ese necio, hasta hacerlo obedecer—. ¡Si pone una mano encima de esa muchacha, haré que lo azoten hasta despellejarle la espalda! ¡Se lo prometo!

El grito del contramaestre recibió al capitán Crane, que subía al castillo de popa, tras su esposa. Al mismo tiempo que el marinero de guardia tocaba el silbato y anunciaba: "¡Capitán en el puente!", Seneca Crane se detuvo junto a la barandilla para observar el resuelto avance de Snow en la cubierta principal. Entonces, su mirada pasó adelante, buscando a la destinataria del ataque del marino, hasta que vio a la joven beldad que una vez lo había reprendido por lo que ella y las otras prisioneras consideraron una deplorable injusticia cometida contra una de ellas. Ese día, la muchacha había atraído su atención con la protesta pero además, con la pasión que había puesto argumentando en favor de los derechos de otro ser humano, y sin proponérselo había despertado sus apetitos. Desde aquel momento, el capitán Crane se sintió arrastrado por un intenso deseo de gozar de las delicias que Katniss Everdeen podía ofrecer a un hombre. De no ser por la robusta salud de Fulvia y por el revestimiento de hierro que parecía tener su estómago, que resistía las dosis de láudano que él iba mezclando furtivamente en su vino, no cabía duda de que la muchacha hubiese pagado el precio que exigía su pasión. Su fracaso no había hecho más que incrementar el deseo de poseerla y Crane se había prometido que, cuando llegaran a puerto, se apoderaría con disimulo de la moza para poder gozarla; la instalaría en un refugio totalmente desconocido por su dominante esposa. Para ocultar su pasión, le había parecido prudente modificar los castigos que su esposa infligía a Katniss sólo cuando le resultaba evidente que la vida de la muchacha corría peligro, pero tras las advertencias de Caesar, creyó razonable añadir su propia amenaza, como refuerzo.

—¡Si no obedece, ponga grillos a ese patán! —Vociferó Crane, y luego, en voz más resonante y baja, agregó—: y si el agresor lastimó a la moza, despelleje su espalda con una veintena de latigazos por cada magulladura que ella tenga.

Por fin, la severa advertencia penetró en la dura cabeza del rústico, y Snow se detuvo de golpe. Clavando en Katniss, que se preparaba para huir, una mirada furiosa, masculló un juramento:

—Recuerda lo que te digo, lechuza. Así pasen dos semanas o un año, haré que lamentes el día que me hiciste caer, te lo aseguro.

Katniss se esforzó por mantener una expresión pasiva, por miedo a que la más ligera mueca hiciera perder el control al hombre. Esta vez, había escapado a la agresión, pero en cuanto estuviera en tierra, si su nuevo amo no podía defenderla contra este vigoroso bribón, era muy probable que la encontrase y la castigara severamente.

¡Snow! —gritó Caesar Flickerman, llamando la atención del marinero. Snowenfrentó a su superior, sin fingir, siquiera, una apariencia de respeto.

—Sí, señor Flickerman. ¿Qué quiere ahora?

El tono agrio del marinero irritó a Flickerman, quien dijo en tono cortante.

—¡Si por mí fuera, colgarlo del penol! —Hizo un gesto colérico con el bastón—. ¡Y ahora, borracho inútil, vaya abajo! ¡Se ha ganado tres días limpiando cadenas en la proa!

—¡Vamos, señor Flickerman! —trató de engatusarlo Snow, sacudiendo la cabeza de un lado a otro—. Estamos a punto de recibir permiso para bajar a tierra, y yo tengo una picazón aquí en la entrepierna; tengo ganas de buscarme una o dos rameras para que me la quiten.

—No podrá salir del castillo de proa en los próximos cinco días —retumbó la voz de Flickerman, hirviendo de rabia—. Y ahora, Snow, ¿tiene alguna otra queja?

Los ojillos de cerdo se entornaron con una hostilidad casi palpable, pero el marinero no tenía otra alternativa que obedecer, si no quería que el castigo se extendiese varios días más.

—Ninguna, señor Flickerman.

—¡Bien! Entonces, preséntese de inmediato en el sollado de proa. Con sombrío ceño, Caesar siguió por un momento el avance del corpulento marino, luego hizo señas a otro de que lo siguiera y lo encerrase en el pañol de proa. Flickerman apartó de su mente al marinero, se volvió hacia su segundo, y se concentró en el problema que tenía entre manos.

—Ya he contado a los prisioneros varones, señor —anunció el joven, entregándole la lista. A continuación, agregó en voz más baja—: Menos los treinta y uno que murieron durante el viaje.

—Es una pérdida poco frecuente la que ha sufrido el London Pride, señor Blake —musitó Harper.

—Sí, señor, y viendo cómo usted ha rogado al capitán que no permitiese a su señora limitar la ración de los prisioneros cuando zarpamos, me figuro que tiene sobrados motivos para afligirse. Una semana más en el mar y pocos de esos pobres diablos habrían quedado vivos para pagar los víveres de la tripulación, por no hablar de nuestros salarios.

La mandíbula de Flickerman se puso tensa mientras éste recordaba las numerosas veces que había ordenado arrojar los cadáveres de los convictos por la borda, sólo porque el dueño del barco, Romulus Tread abrigaba sospechas acerca de la contabilidad del Pride, de viajes anteriores, y había insistido en que su hija acompañara al esposo en esta ocasión, para hacer una evaluación precisa. El viejo barón armador había dado a Fulvia una autoridad sin precedentes para que controlara los libros contables del barco y, además, para que recortase cualquier gasto que considerara superfluo, orden que había acarreado consecuencias espantosas.

—Es de imaginar que cuando el señor Thread dio a su hija permiso para aplicar su propio criterio, no tenía idea de que llegaría a perder más prisioneros en este viaje que en todos los de los últimos cinco años que venimos trayéndolos a las colonias. En su ansiedad por ahorrar a su padre algunos chelines, la señora Crane ha matado a la cuarta parte de los prisioneros, nada menos. Eso puede disminuir las ganancias del viejo en unos cuantos cientos de libras, por lo menos.

—Si el señor Thread sospechaba que se producían robos antes de este viaje — murmuró Flavius Blake con aire sombrío—, puedes apostar a que ahora estará pensando que estaba en lo cierto.

—Y, sin duda, mandará a su preciosa hija en el próximo viaje, para hacer otra revisión.

La siniestra perspectiva se reflejó en el ceño de Caesar.

—Señor, ¿tenía razón el señor Thread? ¿Hay un ladrón entre nosotros? Caesar Flickerman lanzó un suspiro de pesar.

—Cualquiera sea la verdad, prefiero reservarme las sospechas, señor Blake —se encogió de hombros, añadiendo—: Aun así, si descubriésemos la identidad del culpable, odiaría acusarlo ante la señora Crane, que no ha dejado dudas de que sospecha que todos nosotros estafamos a su padre.

—Sí, seguro, señor —concordó Flavius Blake, convencido.

Sin duda, la señora Crane tenía su manera de hacer que un honesto hombre de mar se sintiera menos digno de respeto y confianza. Ni el capitán se salvaba de su suspicacia. Con todo, había mostrado una fuerte inclinación a prestar oídos a la cháchara de Corolanius Snow, aunque el vil palurdo era despreciado por todos los oficiales del barco y buena parte de sus compañeros.

Flavius Blake echó una mirada hacia el puente y apostó para sus adentros que encontraría al matrimonio enzarzado en otra de sus refriegas verbales, y sonrió, seguro de que ganaría la apuesta. Los dos robustos esposos estaban discutiendo de nuevo, y él sabía por experiencia que la señora Crane no desistiría hasta salirse con la suya. Flavius regresó a sus tareas, contento de no tener que cargar con una esposa que recordaba tanto a una gran ballena blanca.

Katniss pudo disfrutar de un intenso alivio después del encierro de Snow, pero no pasó mucho tiempo hasta que el murmullo de las otras mujeres irrumpió en su conciencia. Sus afligidos comentarios y sus mórbidas especulaciones en las desdichas que les esperaba bajo la autoridad de los nuevos amos comenzó a filtrarse en su mente, aumentando su temor con un punzante matiz de sombrío realismo. Pese a las adversidades que se había visto obligada a enfrentar desde la partida de Inglaterra, había procurado fortalecer su coraje aferrándose a la frágil esperanza de que, gracias a algún milagro, sus padres o incluso su prometido descubrirían adónde la habían llevado y llegarían a tiempo para salvarla del destino de ser vendida para servir a un amo, con un contrato que dudaría todo el tiempo de su condena. Pero hasta el momento, no había aparecido ningún rostro amado; en muy poco tiempo más se pondría en marcha esa situación humillante.

Katniss pasó los dedos delgados bajo la banda de hierro que rodeaba su muñeca en un vano intento por aliviar el constante roce. Sólo el hecho de estar allí representaba una amarga ironía pero, tras beber el trago amargo de la justicia inglesa, ya no creía ser la única prisionera a bordo del Pride que había sido injustamente condenada. Había otras víctimas de la misma dureza; toda su vileza había consistido en robar una hogaza de pan o expresar una opinión política, algo que ciertos jóvenes irlandeses de sangre caliente solían hacer. Pese a la insignificancia de sus delitos y de lo absurdo de sus condenas, habían sido enviados desde las costas de Inglaterra como si fuesen una chusma despreciable por pomposos magistrados empelucados, que habían ordenado a los guardiacárceles que ofrecieran el perdón real a cualquiera de los convictos que aceptara un término de trabajos forzados en las colonias. La otra alternativa había hecho parecer magnánimo el ofrecimiento. O la servidumbre fuera de las fronteras de Inglaterra o una elección entre dos extremos: ser colgado en la horca por los crímenes más graves o la probabilidad cierta de violación, asesinato o heridas graves en los pestilentes calabozos de la prisión de Newgate, donde no se hacía distinción alguna entre los prisioneros ni se los separaba por sexo o edad, ni por la gravedad de sus ofensas, en los casos de delitos más leves.

Katniss no conseguía superar el trauma de haber sido apresada en el establo familiar y que la llevara a la Corte, como si fuese el peor de los criminales, un feo sujeto que sólo se había identificado como Ned, el apresador de ladrones. Una breve estadía en Newgate le había enseñado la futilidad de las súplicas lacrimógenas y las desesperadas promesas de recompensa a cualquiera que viajase hasta los almacenes de su padre en Escocia y llevase a su familia la noticia de su detención. Había sido absurdo pensar que alguien creería en su palabra de que obtendrían una bolsa llena de monedas, considerando que los rostros más compasivos que había visto eran las caras pétreas de criminales, carceleros y sus indefensas víctimas.

Después, tras haber sido embarcada en el London Pride y presenciado con sus propios ojos las desventuras de otros, había perdido toda esperanza de encontrar alguna vez un benefactor compasivo. Había visto cómo arrancaban a recién nacidos de los pechos de sus desesperadas y suplicantes madres, como Annie Cresta, que no había previsto la posibilidad de que le arrebatasen a su hijo de los brazos para venderlo a un desconocido que pasaba. Simples niños de ojos azorados y riachuelos de lágrimas corriéndoles por las caras sucias, abandonados en el muelle, viendo cómo sus únicos parientes eran llevados por la planchada, en cadenas. Otros jóvenes, condenados por crímenes insignificantes, iban esposados junto a endurecidos rufianes y ladrones. Los dos únicos que embarcaron en el Pride no habían sobrevivido.

Tales escenas habían sido una afrenta a la sensibilidad y la cuidada educación de Katniss. La muchacha no imaginaba siquiera que pudiese existir semejante brutalidad, hasta que la vio con sus propios ojos. Habían sido tratados, en conjunto, como alimañas, como algo detestable que debía ser escupido de Inglaterra para que el país fuese más apropiado, más limpio para personas más refinadas, seguramente de la misma capa de aristócratas que habían contratado a un apresador de ladrones como el que la había apresado, y fraguado un delito que la condenase a siete años de prisión, con el único propósito de impedirle que arruinase la herencia de su prometido con su sangre parcialmente irlandesa.

En los últimos tiempos, los recuerdos de las pasadas bendiciones se habían vuelto difusas y distantes para Katniss, como si ella hubiese soñado que el principesco Gale Hawthorne le había propuesto casamiento. Era preciso recordar que Gale era un inglés noble y que él había podido elegir entre una vasta variedad de doncellas de la misma clase social, mientras que ella no podía alardear de otra condición que la de ser el único retoño del matrimonio entre un ex aliado comerciante irlandés y una graciosa dama inglesa.

—Impúdica campesina —solían susurrar las condesas cada vez que Gale se paseaba con ella. Y sin embargo, lo más probable era que la riqueza de su padre habría hecho vacilar las convicciones de algunos aristócratas tan orgullosos de sí mismos, que tanto se jactaban de sus elevados títulos pero, a decir verdad, podían mostrar muy pocas posesiones de cierto valor monetario. Por otra parte, Gale no sólo era heredero de una vasta fortuna, de propiedades y del título de su difunto padre, el marqués de Melonridge, Rory Hawthorne, sino que, además, era nieto de Coin Hawthorne, una formidable matrona y protectora de un linaje bien consolidado con impecables credenciales.

Aunque el abultado soborno que le había ofrecido la anciana no estuviera motivado por la intolerancia, pensaba amargamente Katniss, ¿por qué, entonces estaba, en este barco de convictos y por qué había sufrido la degradación de un criminal condenado después de haber rechazado dejar a Gale e Inglaterra para siempre? Si ella hubiese aceptado las condiciones que le imponía la Grand Dame, era poco probable que hubiese acabado en esta situación.

Las lágrimas borronearon la visión de Katniss, se sintió inundada por una angustia que casi la ahogó en un mar de desesperación, porque si era cierto que Coin Hawthorne había conspirado para echarla de Inglaterra, sus estratagemas habían tenido un éxito completo. Katniss no sólo tenía un océano separándola de su hogar y de su familia; además estaba a punto de ser arrojada a la esclavitud y despojada de la última brizna de esperanza de escapar a un modo de vida para el que no estaba preparada. Si no moría de pena, lo más probable era que sucumbiese a cualquier otra de las temibles enfermedades que prevalecían en las colonias o a manos de Snow, si lograba encontrarla.

Un brazo delgado pasó sobre los hombros de Katniss, arrancándola de sus amargas reflexiones. Con sobresalto, miró alrededor y vio a Annie Cresta observándola con curiosidad.

—Una adecuada justicia para el viejo Snow, ¿eh, milady? aventuró la joven con una sonrisa vacilante, buscando una explicación a las lágrimas de la amiga—. Puedes apostar a que ya no cumplirá más las odiosas órdenes de Delly hasta que bajemos del barco.

Katniss no estaba nada convencida de que ésta fuese la última vez que veía a Potts.

—Me sentiría mucho más tranquila si el señor Flickerman mantuviese encerrada a esa bestia en el pañol de proa hasta que el London Pride zarpara de regreso a Inglaterra —confesó, sombría—. Delly sabe exactamente cómo hacer para que su matón esté irritado conmigo y no descansará hasta que yo sea debidamente castigada por haberla desafiado estos meses en alta mar.

Annie coincidió con ella para sus adentros. Antes de encontrarse cara a cara con Katniss a bordo, Delly no había tenido dificultades en obligar a sus compañeras de prisión a cederle la ración más grande de la escasa comida que les proporcionaban. Delly estaba segura de que Katniss también la obedecería, porque era evidente que la muchacha había gozado de la vida protegida de niña consentida, mucho mejor que la de todas ellas. Y, sin embargo, a pesar de las amenazas de la mujerzuela, Katniss había mantenido su posición, resistiendo todos los esfuerzos de Delly para verla quebrada o humillada. Además, Katniss había convencido al resto de las mujeres a revelarse contra la meretriz, profundizando así el virulento odio que ésta le tenía.

—Sí, lograste ponerte en contra a Delly desde que se encontraron por primera vez. Desde entonces, tiene tales arranques de furia que echa espuma por la boca.

—Nada le gustaría más a Delly que clavarme su pequeño cuchillo —dijo Katniss con total convicción—. O, mejor aún, conseguir que Snow haga el trabajo sucio. Al parecer, goza dando órdenes pero prefiere que otros carguen con la culpa y la recompensa.

Delly miró más allá de Katniss y en su cara apareció una expresión de susto. —Hablando de la bruja, mira quién viene.

Katniss siguió la dirección de la mirada fija de Annie y dejó escapar un abrumado suspiro al ver acercarse a Delly, balanceando las caderas.

—Nada menos que el propio demonio.

La meretriz de ojos azules esbozó una sonrisa afectada deteniéndose junto a Katniss.

—No te gustó la estadía en el pañol, ¿eh, cariño? Bueno, no puedo decir que no te entiendo, aunque no conozco a nadie que lo merezca más.

—Yo sí conozco a alguien que lo merece.

Cargada de intención, la mirada de Annie se posó en Delly.

Retrayendo el labio en cínica mueca, Delly derramó una buena medida de desprecio sobre la menuda mujer.

—Pero si es el pequeño cangrejo arrastrándose otra vez sobre su vientre tras su señoría, como si esperara una donación de belleza. Bueno, querida, estás perdiendo tiempo con esta hez irlandesa del pantano. Katniss ya no tiene nada para dar.

—Yo conozco a mis amigos —afirmó Annie en tono llano—. Y conozco a mis enemigos, y lo cierto es que tú no eres mi amiga. A decir verdad, preferiría estar sepultada bajo el polvo de la tumba de una lechuza de campo antes que divertirme con la buscona de un libertino.

Los ojos azules de Delly relampaguearon ante el insulto, y alzó un brazo para golpear, pero una súbita cautela la detuvo. En la lucha cuerpo a cuerpo, ya había descubierto que Annie Cresta era capaz de vencer a cualquiera que la doblase en tamaño, y un labio hinchado o un ojo amoratado podría disuadir a un comprador de arriesgarse a adquirir una esclava convicta que pudiese resultar indócil. Por más que lo deseara, Delly no pudo decidirse a asestar el golpe. Bajó el brazo y se encogió de hombros, sacudiendo sus pechos apenas cubiertos. Por la abundancia de carnes que exhibía, era fácil ver que no había sufrido la falta de víveres durante el largo viaje.

—Es una lástima que el viejo Snow haya sido encerrado por el contramaestre. Sin duda, no le gustaría oír tus insultos.

Katniss lanzó un pesado suspiro, exagerando su queja.

—Pobre ciego, Snow. Si supiera cuánto lo odias, creo que te aplastaría como a un insecto fastidioso.

Delly hizo una mueca petulante.

—No te creería, querida, aunque se lo dijeras. Katniss, yo sé cómo manejar al viejo Snow, ¿sabes? Si hasta habla de desembarcar y quedarse conmigo en lugar de regresar a Inglaterra. ¡Menuda sorpresa se llevarían ustedes dos si lo hiciera!

Katniss se estremeció imaginando esa posibilidad. Por cierto, casi podía oír a los espíritus murmurando su nombre. Pese al cosquilleo de temor que le trepaba por la nuca, procuró adoptar un aire pensativo y proponer una solución para semejante dilema.

—Quizá debería advertirle al que te compre que es muy probable que tú misma o tu lacayo le corten el cuello. Estoy segura de que tu amo podría engrillarte para que no te metieras en problemas, al menos por un tiempo. Además, cuando Snow ya no te resulte útil, encontrarás otro bufón que lleve y traiga. No creo que lo tuyo sea permanecer leal a un hombre después de que lo has exprimido.

La mueca altiva de Delly se convirtió en una de rabia.

—¡Tú no sabes cuándo te propasas, Katniss! ¡A estas alturas, cualquiera hubiese aprendido, pero tú no! ¡Tendré que metértelo a golpes en la cabeza!

Delly se abalanzó sobre Katniss con las uñas convertidas en garras, con toda la intención de arrancar de sus órbitas esos ojos grises, pero el grito del contramaestre resonó por segunda vez, frustrando una nueva pelea.

—¡Señoras —advirtió Caesar Flickerman, usando el título con bastante amplitud—, empiecen otra vez, y las pasaré por debajo de la quilla hasta que se calmen!

El ceño de Delly expresaba su furia, pero el contramaestre cumplía su palabra; ella se detuvo a reconsiderar su actitud ante tan terrible amenaza. Por fin, sus dedos se aflojaron y, con un voluble revuelo de su melena renegrida, se alejó, arrastrando las cadenas tras ella.

El grito agudo de un águila marina perforó la brisa, atrayendo la mirada de Katniss hacia las nubes turbulentas que se agolpaban en el cielo.

Bajo ese velo oscuro y amenazador, las gaviotas asustadas giraban, con sus alas de puntas negras y se zambullían en agua, tratando de escapar de su enemigo, pero el ave parecía indiferente a las más pequeñas, flotando a la deriva en las corrientes de aire, con las anchas alas extendidas. Subyugada por la libertad de vuelo del pájaro, Katniss podía imaginarse elevándose en el aire con unas alas parecidas, para escapar a la dura prueba que se avecinaba, incluso a aquéllas que los próximos siete años le prometían. Pero la áspera realidad estaba ahí cerca. Encadenada con sus grilletes de hierro, atada para siempre a la tierra, sólo le quedaba contemplar, impotente, el vuelo del águila que se remontaba, perdiéndose de vista. La libertad del pájaro para vagar a su antojo parecía una burla brutal para el castigo que sufrían ella y los otros prisioneros, desde que habían sido condenados por una corte judicial inglesa.

A su lado, Annie lanzó un suspiro nostálgico.

—Milady, me alegrará abandonar el barco, y más aún si me compra una persona bondadosa que tenga uno o dos pequeños para que yo los cuide.

—Tal vez sea así, Annie.

Tratando de dar ánimos a su amiga, Katniss se encaramó a la tapa de la escotilla y estiró su esbelto cuerpo hacia arriba hasta que logró ver por encima de la borda. Recorrió con la vista a los colonos que esperaban en el muelle a que comenzara la subasta. A decir verdad, nada de lo que veía la alegró demasiado. La posibilidad de que Annie fuese comprada por una familia joven parecía absurda ante los posibles compradores. Hombres de cabezas grises, de piel pálida y esposas bajas y regordetas; terratenientes calvos; y mujeres con aspecto de solteronas, de rostros delgados y sombríos, parecían ser las alternativas posibles. Sólo un hombre se distinguía del resto, tanto por su aspecto como porque se mantenía aparte. Era lo bastante joven para alimentar ciertas esperanzas a las expectativas de Annie, aunque su ceño fuese bastante formidable. Los otros pobladores le echaban miradas furtivas, como temerosos de toparse con su dura mirada, que no ayudaba a apaciguar las especulaciones de la propia Katniss con respecto a él. Sin embargo, pese al recelo de los demás, el hombre parecía el tema principal de su charla incesante.

Caesar Flickerman se acercó a las mujeres y, mientras las observaba, sacó de su cinturón una argolla con llaves. Fulvia Crane no había permitido que las prisioneras subieran a cubierta a bañarse a la vista de los hombres que se preparaban para la venta. Lo que hizo fue mandarles una mísera barra de jabón y dos baldes de agua, por la que pelearon y terminaron desperdiciando. Los tres meses en el mar habían cobrado su tributo; las mujeres no tenían mejor aspecto que los más pobres mendigos de Londres. Parecían lejanas las posibilidades de obtener un precio justo por cualquiera de ellas, algo que, por supuesto, la entremetida hija de Thread tenía merecido por no haber suministrado raciones abundantes y por oponerse con tanta rigidez a que la tripulación viese un pecho, alguna nalga desnuda o dos. Teniendo en cuenta que las mujeres estaban tan flacas, con tal aspecto de hambre, lo peor que hubiesen provocado habría sido alguna mirada escéptica.

—¡Muy bien, señoras! ¡Tengan ánimo ahora! —pidió Flickerman, tratando de utilizar un tono alegre—. Ahora, vamos a liberarlas. No podemos permitir que esos colonos las vean engrilladas, ¿verdad? Les aseguro que no es el fin del mundo sino una nueva vida para todas ustedes.

—¿Quién lo dice? —chilló una vieja bruja.

Delly lanzó una risa como un cacareo y se adelantó para desafiar al contramaestre.

—Vamos, Caesar, muchacho, ¿acaso crees que unos hierros les importan algo a esos peregrinos? Oí decir que casi todos ellos fueron enviados aquí encadenados, igual que nosotros, pobres desgraciados.

Caesar Flickerman ignoró a la ramera y, entregando a Flavius Blake una llave, señaló los grilletes:

—Quítales las ligas, compañero, mientras yo me encargo de los brazaletes...

En el castillo de popa, el capitán Crane se secaba la frente traspirada con un pañuelo arrugado, y se acercaba a la barandilla. Accediendo, al fin, a las exigencias de su autoritaria esposa, llamó al contramaestre.

—Señor Flickerman, tenga la gentileza de subir al puente —la irritación de Crane provocaba oleadas ácidas en su estómago; no podía menos que preguntarse cómo llevaría a cabo con éxito sus planes si su esposa observaba la venta de convictos con su acostumbrada tenacidad. En ese momento, no tenía el menor deseo de disimular con sutilezas las órdenes de la mujer—. La señora Crane desea aclarar a todos los involucrados que ella ha recibido autorización para supervisar cada transacción que se realice hoy aquí.

—Sí, capitán —respondió Flickerman, preguntándose cuánto faltaría para que la señora Crane se pusiera los pantalones del esposo y asumiera por completo el mando de la nave. Estaba muy resentido por la intromisión de la mujer en el funcionamiento normal del barco, pero el barco no era suyo ni estaba a sus órdenes—. Ahora mismo, señor.

Flickerman enfrentó otra vez a las prisioneras.

—Señoras, pónganse en fila, y dejen que el señor Blake les quite esas cadenas.

Con el debido respeto a su capitán, Flickerman entregó las llaves a su ayudante y subió al puente, dejando que su compañero llevase a cabo la inspección de las prisioneras, tarea que Flickerman no le envidiaba. Lo ponía sumamente incómodo tener que tratarlas como a animales en una subasta. Algunas de ellas parecían ser tan inocentes y jóvenes como su dulce hermana.

Acercándose al matrimonio, Flickerman hizo un rígido saludo a su superior, y a continuación se encontró con la mirada petulante de Fulvia fija en él.

—Buen día, señora.

—¡Señor Flickerman! —En condiciones normales, su voz era alta, y más cuando estaba decidida a hacerse cargo de una situación, que era lo que sucedía en ese momento—. Como sabe, tengo un interés directo en los procedimientos que se realizan a bordo de este barco; deseo estar al tanto de cada oferta que se haga antes de que se formalice la venta de un convicto. De ese modo, podré rendir un informe mejor a mi padre. ¿Entiende?

Teniendo en cuenta que su padre era propietario del Pride, era imposible que nadie, en ese barco, ignorase su exigencia. Por cierto, el capitán Crane no podía.

—Como desee, señora.

—Hay otra cuestión que me perturba mucho, señor Flickerman —informó con brusquedad—. No estoy de acuerdo con que haya encerrado a Corolanius Snow en el pañol. Gracias a ese sujeto he estado informada de las actividades de los prisioneros y las violaciones a mis órdenes. Usted revocará de inmediato su orden y dejará en libertad a ese hombre.

La mandíbula de Flickerman se puso tensa; tuvo que recurrir a un esforzado control para argumentar contra esa orden.

—Perdóneme, señora, el hombre se insubordinó; si usted me obliga a retirar el castigo, ya no tendré autoridad sobre la tripulación. Sería una locura hacer eso, señora.

El capitán Crane también encontraba difícil dominar su ira. El hecho de que su esposa hubiese prestado oídos a las murmuraciones de un simple marinero agregaba motivos para sentirse ofendido por su presencia a bordo del Pride. Un oficial con experiencia habría examinado la fuente y sospechado de los motivos del marinero.

—Fulvia, el contramaestre tiene razón...

—No importa, señor Flickerman —interrumpió, grosera, dejando en evidencia que ignoraba a su marido—. Si no cancela la orden, me ocuparé de que el capitán Crane lo despida del barco sin dilación.

—¡Fulvia! —La amenaza escandalizó a Crane, y se apresuró a disuadirla sin causar un enfrentamiento con su suegro—. ¡No esperarás que despida a un hombre por cumplir con su deber!

—¡Lo que espero que recuerdes es quién es el dueño de este barco! —replicó Fulvia.

—¿Cómo puedo olvidarlo, si me lo recuerdas constantemente? —repuso el marido.

—Te olvidas de ti mismo, Seneca —retumbó la voz de bajo, autoritaria, de Fulvia, mientras el esposo la miraba, ceñudo—. Espero no tener que mencionar esta situación a papá.

Si bien a Caesar Flickerman le disgustaba la manipulación de la mujer, no estaba en posición de quejarse. Prometiéndose no volver a navegar en otro barco con ella, se irguió con toda la dignidad de un marino mercante y procuró expresarse Con cuidado, sintiendo que le costaba hablar en voz serena.

—Señora, siempre he recibido órdenes directamente del capitán. Si él me ordena dejar a Snow en libertad, no tendré otro remedio que hacerlo.

Sabiendo que cargaba con toda la responsabilidad a su superior, Flickerman enfrentó al otro y esperó la orden que Crane no se animaba a dar.

—Siga con sus ocupaciones, señor Flickerman —dijo Crane, al fin—. Discutiremos esto en otra ocasión más conveniente.

—¡Seneca Crane! —el prominente pecho de Fulvia puso a prueba la confección de su corpiño cuando la mujer resopló como una morsa indignada—. ¿O sea que permitirás que el señor Flickerman se salga con la suya e ignore mis deseos? Si no lo obligas a hacer lo que digo, quizá mi padre deba recordarte a quién debes obedecer. Llegará a Nueva York en el Black Prince antes de que nos hagamos a la mar, y no me caben dudas de que él tendrá algo que decir con respecto a tu conducta de hoy.

El capitán Crane logró disimular su enfado tras una expresión cortés y formal. Sabía por experiencia que irritar a Fulvia era provocar la ira de su padre, que nunca había demostrado compasión hacia nadie, y menos a aquéllos que provocaban su ira o la de su hija. Si no fuese porque Thread era el único dueño del London Pride, Crane habría cortado las intrusiones de Fulvia desde el comienzo mismo, pero no podía olvidar quién controlaba las cuerdas de la bolsa. Ésa era una de las trampas de casarse por dinero, algo que él había disfrutado bastante poco. Salvo por algunas monedas que había podido sisar aquí y allá, el grueso de la fortuna de Thread estaba fuera de su alcance. Esto lo exasperaba sin descanso, porque Romulus Thread era increíblemente rico.

—Perdóname, Fulvia, pero he creído prudente esperar y ocuparme de esta cuestión después de que la mayor parte de la tripulación haya abandonado el barco, para que no se enteren de la liberación de Snow.

Como un enorme gato, Fulvia metió la cabeza entre los pliegues del cuello y sonrió, serena, contenta de haberse salido con la suya. Corolanius Snow la había mantenido al tanto de las explosiones temperamentales de cierta chica irlandesa que había cometido la tontería de hacer recriminaciones a ella y a su marido, como si fuesen unos niños malcriados. Fue el azotamiento de Annie Cresta lo que motivó las críticas de Katniss, y eso había sucedido poco después de la partida de Inglaterra. Y era lo mínimo que merecía ese ratoncillo deslucido por haber tratado de matarse después de perder a su hijo, pero Katniss Everdeen merecía mucho más por atreverse a enfrentarlos, criticando el trato que daban a esa pilluela de la calle, enfrente de la tripulación y de los demás convictos. Desde entonces, Fulvia había ansiado ver caer el cuerpo sin vida de la muchacha en las profundidades del mar y, en pos de ello, había procurado vengarse. Pero no había encontrado argumentos capaces de convencer a Seneca o de forzarlo a admitir algún castigo más severo que cuatro días de aislamiento y media ración a la buscona irlandesa. Aunque él también había recibido las furiosas críticas de Katniss, no había dado importancia al incidente, diciendo que él no había provocado la situación y que, si había que culpar a alguien, ése debía ser quien había ordenado arrebatar al niño de los brazos de su madre para venderlo.

Apoyando una mano en la barandilla, Fulvia contempló a la que había condenado dos veces al encierro en el pañol de proa. Un sucio pañuelo deshilachado cubría la cabellera de vivo color, pero ni siquiera esa ordinaria prenda lograba empañar la belleza del rostro ovalado, los grandes ojos de color plata rasgados bajo las cejas de delicado arco. Percibiendo algo de sirena o de reina de las hadas en la frágil belleza y el cuerpo esbelto de Katniss, Fulvia se dejó llevar por su temperamento de arpía.

—Miren a quién han dejado salir de las lóbregas profundidades —provocó, atrayendo la mirada de la joven hacia ella—. ¡Has estado allá abajo tanto tiempo que los dedos de tus pies ya deben de estar unidos por una membrana! Sin embargo, es extraño: has dado algunos toques a tu apariencia. Pero, ¿acaso no lo sabes, Katniss? Es difícil disimular a una bruja castaña.

Katniss dijo para sus adentros que si allí había alguna bruja, sin duda era esa gallina gorda que, con sus tendencias vengativas, había perjudicado las vidas de los prisioneros. Quitándose el pañuelo de la cabeza, Katniss arrojó la cautela al viento, literalmente, dejando que las vívidas hebras ondearan en rebelde confusión, desafiando en silencio a la vieja, cuyo rostro se contrajo de odio.

—Eres una bruja malvada, Katniss Everdeen —siseó Fulvia entre dientes—. ¡Compadezco al tonto que te compre!

De repente, el viento arreció y barrió la cubierta, arrancando a Katniss de un pantano de mórbida incertidumbre, mientras sostenía la mirada colérica de Fulvia. En ese instante, comprendió que tenía mucho que agradecer, porque había demostrado ser capaz de vivir en las condiciones más intolerables, muchas de las cuales esa mujer había contribuido a crear. ¡Y, sin embargo, a pesar de todos los malos tratos y los venenosos reproches que había sufrido, sabía sin lugar a dudas que aún estaba maravillosa, desesperadamente viva! ¡Y ése sí que era un logro por el cual podía estar agradecida!

—Deseo que tenga usted un día muy bueno, señora Crane —exclamó, imprimiendo un tono alegre a su saludo de acento irlandés, a pesar de la aversión que sentía contra la arpía— . ¿No le había dicho, acaso, que sobreviviría al calabozo? Aquí me tiene usted.

Fulvia apretó los labios en una mueca.

—Es una lástima, Katniss. Es una lástima. Pero tal vez no seas tan afortunada en los próximos siete años.

El marinero de guardia tocó el silbato; ésta era la señal que esperaban los colonos para subir a bordo. Aunque la mayoría de los hombres había acudido al barco con la intención de adquirir peones para el campo, pasaban lentamente ante las convictas, como si en realidad se dispusiera a comprar alguna, hasta que llegó ante Delly, que había adoptado una pose provocativa, cerca del palo de mesana. Contemplaban con ojos desorbitados su abierta exhibición; parecía incapaz de apartarse de ella. Sus esposas y otras mujeres del pueblo pasaban ante la ramera alzando la nariz, en demostración de desdén, y dedicaban su atención a otras alternativas más prácticas. Un hombre bajo y calvo miraba boquiabierto las generosas proporciones de la meretriz, pero cuando hizo un intento de interrogarla, Delly lo espantó, irritada.

—Quita de ahí, pequeño sapo —escupió—. Estoy esperando que me compre un hombre de verdad.

La cara del hombre se ensombreció, moteándose de púrpura, y la miró ceñudo, pero Delly contrajo los labios en mueca de disgusto, y exhaló un sonido sibilante, como una serpiente ahuyentando a un depredador. Muy ofendido, el hombre retrocedió unos pasos, y se acomodó el abrigo de un tirón.

—¡Aquí ahogamos a las brujas! —le advirtió.

Después de un gesto de desprecio, se alejó para unirse a otro grupo de hombres que estaban evaluando a Katniss y a algunas de las mujeres más jóvenes.

Ser observada como una mercancía era más de lo que K podía soportar. Por esto y por aquello, tenía que quedarse de pie y someterse a una minuciosa inspección de los dientes, manos y brazos. Sus corteses respuestas provocaban gestos de aprobación en las mujeres, pero el brillo ardiente en los ojos de los hombres sugería una imaginación más amplia. La idea de que pudiese ser comprada sólo para apaciguar algún bajo apetito la apabullaba; elevó una desesperada súplica, pidiendo ser comprada lo más pronto posible por alguna bondadosa señora que, tal vez, la instruyese con paciencia en sus deberes como criada doméstica.

—¡Aquí, mujeres! —Exclamó Caesar Flickerman desde la barandilla—. ¡Acérquense aquí de inmediato y presten atención a este hombre! —Con un gesto del pulgar, indicó a un colono alto, de pelo rubio, que estaba junto a él—. Se llama Peeta Mellark y está aquí en procura de una niñera que cuide de su hijo de dos años.

De la gente del pueblo se alzó una oleada de conjeturas, y todos miraron, boquiabiertos, al hombre como si de repente le hubiesen salido dos cabezas. Katniss reconoció que era el único lo bastante joven para ofrecer cierta esperanza a la satisfacción de los deseos de Annie; no entendía cuál podría ser la razón de que ese sujeto recibiera tanta atención.

Katniss dio un suave empujón a su amiga, animándola.

—¡Date prisa, Annie! ¡Ésta podría ser tu única oportunidad!

Annie estaba ansiosa por acceder y, sin demora, intentó estar a la vanguardia de aquéllas que se habían adelantado. Por el entusiasmo de las otras mujeres, fue evidente que todas querían el puesto ofrecido por el señor Mellark. Tanto jóvenes como viejas empujaban y arañaban tratando de acercarse a él pues, sin lugar a dudas, la tarea de niñera era muy preferible a la de criada de cocina, trabajadora de campo o cosas por el estilo.

—Recuerden que son unas damas —advirtió Flickerman, preguntándose si estaría obligado a sofocar el tumulto.

Katniss fue la única que no se sumó a la refriega, aunque una curiosidad cada vez mayor empezó a arraigar en ella mientras observaba al hombre. Tenía las mangas de su camisa enrolladas más arriba de los codos, como si hubiese interrumpido alguna importante tarea para ir hasta el barco, aunque su tenso ceño y su mandíbula rígida daban un fuerte indicio del disgusto que le provocaba el asunto presente, más aun viendo que podía quedar atrapado en medio de una gran batahola. Dedos sucios se aferraban a la camisa de tela casera y a los pantalones de cuero que cubrían ese cuerpo de hombre, mientras que algunas de las mujeres, entre exclamaciones de admiración, tuvieron la audacia de rozar el bulto aletargado que delineaba el cuero de ciervo.

—¡Señoras! —Exclamó Flickerman—. ¡Quiten las manos de encima del comprador, por favor!

—Ay, compañero —refunfuñó una mujerzuela de dientes rotos, exagerando su desilusión—. Es el mozo más estupendo que hemos visto desde hace mucho tiempo. ¡Ya lo creo! Además, no sé qué daño podrían hacerle al tipo algunas caricias amorosas. ¡Por todos los santos! ¡Nosotras lo necesitamos más que él!

No habían bastado tres meses de compartir la celda con estas mujeres para borrar el sentido de lo apropiado de Katniss. Muy avergonzada en nombre de su sexo, percibió además la irritación del colono que, por un instante, dirigió la vista al cielo. Si estaba arrepentido de haber subido a bordo del London Pride o si, por casualidad, suplicaba en silencio la intervención divina, ya era demasiado tarde para cualquiera de las dos cosas. Entre las compañeras de Katniss él seguía siendo el centro de la atención, y la muchacha no podía menos que admitir que con muy buenos motivos.

En un rostro intensamente apuesto y dorado por el sol, sus ojos brillaban como cristales, salpicados de destellos ambarinos. Estaban sombreados por cejas bien definidas, rodeados de oscuras pestañas y tenían una maravillosa transparencia. La nariz era fina y esculpida en una sutil, aristocrática curva que habría envidiado cualquier patricio griego. Lo mismo sucedía con los pómulos, huesudos y de bella prominencia. Con la barba afeitada, la mandíbula y el mentón se delineaban, nítidos, bajo la piel bronceada. Era un rostro genuinamente masculino, tanto como el torso que lo sostenía.

Era casi una cabeza más alto que el robusto señor Flickerman y, si bien no era macizo ni de excesiva corpulencia, los hombros anchos se resolvían con elegancia en un pecho de tensos músculos que se afinaban hacia una cintura esbelta y unas caderas angostas. Si había que guiarse por los férreos tendones de los brazos, el resto de su persona debía de ser duro como acero templado.

En los ojos del colono apareció una expresión dolorida mientras su mirada vagaba lentamente sobre las mujeres que lo rodeaban. Cuando Delly se abrió paso hacia él a codazos, desplazando a otra con un empujón de su cadera, las cejas oscuras del hombre se alzaron amenazadoras como un trueno. No daba la impresión de tener el menor interés en la transparencia de la blusa, más bien parecía estar irritado.

—Vaya que eres un tipo apuesto —arrulló la ramera. Adoptando un aire tímido, recorrió con un dedo el contorno del antebrazo y le sonrió—. Mi nombre es Delly Cartwrigth, patrón, y para mí sería un deleite atender a su pequeño.

Peeta Mellark ya estaba convencido de que ir al barco había sido una estupidez. Un instante atrás estaba resuelto a ignorar el inevitable atrevimiento de las prisioneras, pensando en la remota posibilidad de encontrar entre ellas alguna que satisficiera sus exigencias, pero su paciencia se agotaba rápidamente ante lo absurdo de la idea. ¿Cómo, en sus más locos sueños, había esperado hacer una adquisición tan rara como la que tenía en mente en un lugar tan poco a propósito? Tal vez su desesperación había sobrepasado el límite que él creía haber alcanzado. No estaba dispuesto a aceptar nada menos que su ideal, pero cada vez le resultaba más evidente que la clase de mujer que buscaba no estaba en un barco de convictos.

—Señorita Cartwrigth, tengo en mente calificaciones muy diferentes de las que usted exhibe con tanta generosidad. Me temo que usted no adapta a mis propósitos.

Delly asintió, comprensiva, y se mofó: —Tiene miedo de su esposa, ¿eh?

Peeta sintió que se le retorcían las tripas de indignación. Por supuesto que esta mujer no tenía idea de lo que él había pasado desde la muerte de Rue, y seguramente ninguna réplica áspera se lo aclararía.

—Discúlpeme —respondió, conciso—. Mi esposa se mató en un accidente, hace un año. Si hoy estuviese viva, le aseguro que no estaría aquí, en esta misión tan absurda.

Annie se adelantó, tímida, y tiró de la manga de Peeta.

—Mi nombre es Annie Cresta, señor. Han vendido a mi hijito poco después de que me embarcaran; por eso, mi más ferviente deseo es tener un pequeño a quien cuidar. Puedo prometerle que querré a su hijo como si fuese mío, señor —se sonrojó, súbitamente confundida y, retorciéndose las manos, agregó—: Quiero decir, si está de acuerdo en pagar las monedas para comprarme.

La mirada indómita de Peeta se suavizó un poco al bajarla hacia la mujercilla de rostro común, pero su modo de hablar revelaba su falta educación.

—Tenía la esperanza de encontrar a una mujer que en el futuro pudiese enseñarle a mi hijo a leer y escribir. ¿Usted cree que podría hacerlo?

—¡Caramba; no, patrón! —exclamó Annie, perpleja por la exigencia. Muy decepcionada, estaba por alejarse cuando la asaltó un súbito pensamiento. Enfrentando otra vez al hombre con ansiosa sonrisa, le informó—: ¡Pero conozco a una que sí podría! Le aseguro que es una dama, señor.

—¿Una dama? —Peeta lo dudaba, ya que había visto a casi todas las mujeres—. ¿Aquí, en un barco de prisioneros?

—¡Sí, señor! —repuso Annie, enfática—. Milady sabe leer y escribir, y hasta puede sumar de memoria. Yo la he visto hacerlo, señor.

—Sin duda, debe de tener noventa años —se burló Peeta.

No podía desperdiciar su dinero en una mujer que, probablemente, moriría a los cinco minutos de haber desembarcado. Surgieron antiguos argumentos para arrojar sus expectativas al reino del absurdo, minando su confianza y aplastando sus esperanzas. Por cierto, ninguna mujer de buena cuna podía haber cometido un delito tan grave como para ser enviada a colonias en un barco de convictos, a menos que hubiese sido arrojada a una prisión para deudores. Incluso en ese caso, dudaba seriamente de que pudiese permitírsela. Tenía otros compromisos que le impedían pagar tales lujos.

Una sonrisa conocedora curvó las comisuras de los labios de Annie.

—¡No, señor! ¡Una dama joven! ¡Y además, bonita, señor!

—¿Dónde está esa maravilla? —preguntó Peeta, sin mucho ánimo. Temía que Annie no hubiese comprendido bien el significado de la palabra dama, porque él no había visto ni oído nada que pudiera calificarse de tal desde que había llegado al Pride.

Annie se volvió e hizo una seña a sus compañeras, indicándoles que se apartasen mientras buscaba a la amiga. Cuando se formó un pasillo, estiró un brazo flaco, señalando a una figura sentada sobre la tapa de la escotilla.

—¡Es ésa, patrón! ¡Katniss Everdeen; es ella!

Katniss se puso alerta de inmediato ante la atención que recibía y la fuerza de esos hermosos ojos azules que se posaban en ella, azorados. No podía abrigar la menor duda con respecto al interés que había despertado en el desconocido, que estaba por completo absorto, contemplándola.

Peeta Mellark había trabajado muy duramente para obtener todo lo que tenía, y no podía convencerse de que pudiese llegar a su meta con tan poco esfuerzo. Esa joven era de un atractivo poco común, un premio, pero él temió que tuviese algún defecto oculto.

Se inclinó a un costado para interrogar a Annie.

—¿Una dama, dice? —Tras el gesto afirmativo de la muchacha, preguntó lo evidente—: Pero, ¿por qué está aquí? ¿Qué ofensa cometió que justifique ser enviada a estas costas en un barco de convictos?

Annie redujo su voz a un susurro:

—Un cazaladrones apresó a milady mientras sus padres no estaban y no le permitió comunicarse con cualquiera que la conociera así que, ya ve, señor, no había nadie para rebatir al tipo cuando dijo que ella había sido la que robara las joyas de otra dama.

Peeta no estaba muy convencido, aunque sus reservas no bastaron para disminuir su interés. Hasta con las mejillas manchadas y el pelo salvajemente revuelto sobre de los hombros delgados y la espalda, la belleza de Katniss era indiscutible. Su rostro parecía delicadamente esculpido, como si un artista hubiese pintado la imagen de un sueño y le hubiese dado vida con un beso. Tenía la fuerte sospecha de que su ascendencia era irlandesa, pues ninguna otra raza gozaba de tanto favor de la naturaleza en la combinación del llameante cabello castaño, los resplandecientes ojos grises, y la impecable piel clara. Pese a los harapos que la cubrían, su graciosa pose evidenciaba con claridad su refinamiento, pues tenía un aire majestuoso, con el mentón un poco elevado, los ojos que miraban de frente, como si no tuviese escrúpulos en sentirse igual a él.

A Peeta le asombró el insólito tumulto que sentía dentro de sí; sólo atinó a preguntarse qué era lo que más lo excitaba: si el descubrimiento de una muchacha aparentemente capaz de llenar sus exigencias o el otro propósito no dicho, ése que no se atrevía a esperar que se viera satisfecho. Si, en verdad, la compraba, era probable que sus intenciones para el futuro dejaran estupefactos a amigos y enemigos. Con todo, no sería la primera vez que él actuaba en contra del decoro, para dar a su vida una dirección definida.

Peeta procuró asir las riendas de su fantasía desbordada y, adoptando un aire desinteresado que no coincidía con lo que sentía, llamó al contramaestre.

—Señor Flickerman, me gustaría hacer averiguaciones con respecto a esa prisionera que está ahí.

Caesar Flickerman estiró el cuello para ver cuál de las mujeres le había interesado, creyendo que quizás era la vieja que había cruzado delante de Katniss. Caesar indicó a la anciana que se acercase, dudando para sus adentros del gusto y la sensatez del hombre, pero Peeta negó con un ademán impaciente. Yendo hasta un lugar desde el cual podía llamar directamente la atención de Katniss, le hizo señas de que se adelantara, con un sólo gesto.

Consciente de esos chispeantes ojos azules que seguían cada uno de sus movimientos, Katniss se puso de pie y avanzó entre los racimos de mujeres cuyos ceños expresaban a las claras la envidia y la rabia que sentían. De todas maneras nadie se interpuso en su camino, hasta que Delly le cerró el paso.

—Queridita, si yo estuviese en tu lugar, sería un poco cautelosa antes de irme con este caballero Mellark. No he visto a un tipo tan guapo desde que he nacido, y lo quiero para mí, ¿sabes, Katniss? Si me impides tenerlo, no me sabrá nada bien. Te aseguro que te haré picadillo.

A Katniss la asombró que Delly todavía procurase intimidarla. Para cualquiera que no fuese un poco imbécil, habría sido evidente que ella era demasiado obstinada para dejarse amedrentar por amenazas.

—Y si yo estuviese en tu lugar —dijo entre dientes—, tendría presente el alboroto que podrías causar si llegaras a hacer daño a una persona a su servicio, Delly, y sobre todo una por la cual ha pagado bastante dinero.

—Iré por ti, Katniss, no olvides mis palabras. Y cuando te encuentre, te haré lamentar no haber prestado atención a mis advertencias. Cuando acabe contigo, este sujeto no te querrá.

La mirada asesina de Katniss contrastaba con la suavidad de sus palabras: —Delly, no te sorprendas demasiado si hago saber al señor Mellark que me has amenazado.

Delly refunfuñó exasperada, mientras Katniss pasaba junto a ella. Los intentos fallidos de ver muerta o seriamente dañada a la lechuza de campo se hacían más lamentables ahora que la castaña había atraído al mejor del grupo. Sin duda, si la chica hubiese tenido el rostro surcado de cicatrices, el tipo no se habría interesado en ella.

Caesar no había levantado la vista cuando Katniss se detuvo junto a él. El alboroto creado en torno del colono lo había impacientado y, al igual que Snow, estaba ansioso por concluir con la venta para poder disfrutar su permiso en tierra, porque tenía grandes ansias de beber una gran jarra de cerveza. Estudiando la lista, preguntó con brusquedad:

—¿Su nombre?

—Katniss Everdeen

La tersa respuesta le hizo alzar la cabeza de golpe, sorprendido. Ese nombre conjuraba imágenes diferentes de la esbelta beldad castaña que había divisado desde lejos y admirado con ardor desde cerca. El último prisionero que deseaba vender a otro hombre era precisamente esta muchacha, la que había despertado las esperanzas y la imaginación de muchos marineros a bordo del London Pride. Hasta el capitán Crane había caído, y sólo los más discretos sabían que su esposa pronto tendría sobrados motivos para envidiar a la doncella. Poco después, el marido instalaría a la muchacha en una casa cercana y la convertiría en su querida. A Flickerman no le agradaba arreglar eso para su superior, pero no tenía ninguna alternativa.

Habló en voz baja al desconocido:

—Me temo que usted no estará contento con ésta —aconsejó; pues el capitán Crane le había indicado que desalentara a cualquier comprador serio—. Tiene una lengua hiriente, capaz de dejar mal parado a un hombre con un ataque certero. Si no me cree, pregunte al capitán y a su señora.

Oyendo la advertencia, Katniss clavó en Flickerman una mirada incrédula, sin comprender cómo podía ser tan insensible y distorsionar así los detalles de ese día, cuando él llamó a los prisioneros a cubierta para que presenciaran cómo azotaban a Annie Cresta. Los habían obligado a ver cómo el látigo de nueve colas hería la pequeña espalda de la mujer, mientras les advertían que parecidas infracciones acarrearían castigos similares. Los murmullos interrogantes y confusos se habían convertido rápidamente en indignados, porque todos sabía bien por qué Annie había intentado matarse. Uno a uno, todos miraron hacia el castillo de popa, donde estaba el capitán.

Katniss recordaba el desprecio que había subido hasta su garganta como ácido al ver al capitán que, en pose estoica, estaba junto a su esposa que, a su vez, contemplaba la escena con maligno placer. Con la misma pasión que su padre irlandés siempre ponía en juego, se había puesto de pie sobre la tapa de la escotilla y reprochado con aspereza al matrimonio por la brutalidad con que trataban a Annie.

Y ahora, con mucha menos vehemencia que la que había manifestado tres meses atrás, Katniss preguntó al contramaestre:

—Señor Flickerman, ¿no me dará oportunidad de explicar?

—¿Acaso no he dicho la verdad? —replicó, inquietándose, porque al cumplir órdenes, podría volver a la muchacha en su contra.

No le gustaba la idea de que la muchacha se fuera con ese hombre, como tampoco que la hiciera suya el capitán pero, ¿qué podía hacer?

—Me ha acusado usted correctamente, señor —admitió Katniss, encrespada, alzando el mentón al ver la expresión atribulada del hombre—. Pero en ese incidente hubo muchas más cosas que las que usted dice. El crimen de la señora Crane haciendo azotar a una madre que lloraba la pérdida de su hijo equivalía a castigar a una viuda por llorar la muerte de su esposo. Su interés en mantener a Annie viva era puramente mercenario pero usted, señor, ¿no podía entender la profundidad de la desesperación de Annie cuando intentó matarse? ¿Acaso es tan carente de compasión que no puede comprender la desdicha de una madre joven a la que arrebatan su hijo? ¿O, tal vez, pensó que, en realidad, ella necesitaba aún más azotes?

—No podía desobedecer a mis superiores —arguyó Flickerman—. Tampoco me correspondía discutir la cuestión con ellos.

—Entonces, con su silencio, consintió en los azotes —regañó suavemente Katniss—. Eso es muy poco caballeresco.

Flickerman se sonrojó, sabiendo que los argumentos de la muchacha lo habían sacado de su firme posición. Su persuasivo razonamiento inclinaría al colono en favor de ella, sin duda. Con la esperanza de desechar toda idea de galantería, trató de justificar sus afirmaciones:

—¡Por cierto, tampoco le correspondía a usted acusar al capitán y a su esposa, y empujar a las otras prisioneras a una revuelta!

—¿Revuelta? —Katniss rió, con amarga incredulidad—. Lo único que hicieron fue expresar su desacuerdo. ¡Créame, señor, no estábamos en condiciones de rebelarnos, estando medio muertas de hambre y trabadas por el peso de los hierros, hasta el punto de que casi no podíamos movernos!

—El contramaestre tiene razón, patrón —interrumpió Delly, apartando a otras a empujones—. Esta ramera irlandesa tiene un carácter malvado y despectivo, es verdad. Me humilló unas cuantas veces, eso hizo, sin que yo sepa aún porqué.

—¡Pedazo de mentirosa! —chilló Annie.

Aferró a Delly del brazo, la hizo girar y luego la soltó, lanzándola a los tumbos entre el agitado grupo de mujeres.

Durante el viaje, había habido ocasiones en que el temperamento de Annie había sorprendido por completo a Katniss y ahora volvía a suceder. Al principio, parecía un ratón asustado pero, desde el lúgubre día de los azotes, Annie se había vuelto más temeraria, como si se hubiese prometido a sí misma vengarse de aquéllos que la habían maltratado, y retribuir a Katniss por todo lo que había sufrido después de salir en su defensa. No cabían dudas de que Annie había demostrado su gratitud en mayor medida de lo que Shemaine habría esperado o, incluso, de lo que a su juicio aquel acto merecía.

Fue la propia Annie la que se volvió y agitó un dedo sucio bajo la noble nariz de Peeta Mellark:

—Fui azotada por orden de la señora del capitán, pero milady le dijo malvada, arpía sin corazón y...

—¡Sí! ¡Muchas estuvimos de acuerdo con Katniss! —intervino la vieja de los dientes rotos—. Hasta encadenadas, estábamos decididas a romper los grillos y presionar a la tripulación, hasta que el capitán accediera a detener los azotes.

Annie insistió en su defensa.

—Y también pensábamos protestar por el encierro de milady en el pañol, pero Katniss nos dijo que cuidásemos de nuestros propios pellejos. Prometió mostrar a la señora Crane la horma de su zapato y dijo que no saldría empeorada por usar...

Katniss gimió para sus adentros, convencida de que su amiga estaba hablando demasiado de su fugaz momento de locura. Había perdido el control, nada más.

—Lo único que le salvó el pellejo fue que el capitán redujo el encierro a cuatro días en lugar de dos semanas —agregó Annie.

A decir verdad, el discurso de Annie tuvo poco efecto sobre Peeta Mellark: ya estaba decidido desde hacía unos momentos, durante la discusión entre Flickerman y la muchacha. Defendiéndose de las acusaciones del contramaestre, ella había confirmado su inteligencia y su educación. Peeta estaba encantado de que satisficiera tan completamente sus aspiraciones. El hecho era que le había posibilitado evitar el conflicto consigo mismo, porque en realidad él no quería resolver el dilema de quedarse con ella sin importar cuáles fuesen sus méritos.

Sin embargo, no podía permitirse parecer demasiado ansioso cuando tenía que desembolsar una suma significativa de dinero. Tenía que ser cuidadoso con las monedas que había ganado, por lo menos hasta que terminara de construir el barco que había diseñado y pudiese encontrar comprador. Tenía toda la intención de hacerse rico algún día, pero no se podía decir que lo fuese al presente, de ningún modo. Como había sido despojado de todo derecho a la fortuna de su padre a causa de una riña desatada entre ambos, al llegar a las colonias, era un auténtico pobre. Sólo por medio de una buena combinación de ingenio y tesón había conseguido progresar como lo había hecho. En verdad, si había podido desistir de su sueño de construir barcos, los muebles que fabricaban él y sus cuatro empleados en su taller de carpintería le asegurarían un buen ingreso, pero ahí residía el dilema: ¿cómo era posible que uno abandonase una ambición de toda la vida?

—No le molesta que inspeccione mejor a la muchacha, ¿verdad señor Flickerman?

Peeta alzó una ceja, irónico, como esperando que el contramaestre se lo negara. Flickerman frunció el entrecejo. La insistencia del hombre lo ponía fuera de sí. —No le servirá de nada.

—¿Por qué no? —Pregunto Peeta—. Si yo estoy dispuesto a correr riesgos con el carácter de la muchacha, ¿qué podría impedirme comprarla?

Al ver el ceño sombrío del hombre y su rígido encogimiento de hombros, Peeta dejó de hacerle caso y pasó junto a Annie hasta donde Katniss.

No era la criatura más limpia que hubiese visto ni la que olía mejor, pero las intensas luces que relampagueaban en esas órbitas de grises intensos lo divertían. Y eso significaba mucho para él. Para decir la verdad, desde la muerte de su esposa casi había olvidado qué era reír.

—La muchacha parece medio muerta de hambre —comentó echando a Flickerman una mirada desafiante.

Había oído rumores de privaciones a bordo de los barcos prisión, aunque los capitanes solían desmentir esos rumores como gruesas raciones, la deplorable condición de los convictos en este navío parecía revelar esos informes desfavorables.

Cada vez más irritado, Flickerman hizo rechinar los dientes. Por mucho que él se hubiese opuesto a la escasez de víveres para los convictos, el hecho de que este colono se refiriese a la subalimentación, no hacía más que aumentar su irritación, porque estaba seguro de que este intruso trataba de fomentar una pelea.

—No es asunto suyo el estado actual de la muchacha, señor Mellark. Ya le he dicho que no puedo vendérsela.

—Ella engordará muy bien, patrón —lo animó Annie, impetuosa, acercándose a Katniss—. Si le da buenos alimentos, tardará muy poco lograrlo.

—¡Cállate, Annie! —Los ojos de color plata de Katniss relampaguearon, airados—. No soy una marrana que estés tratando vender.

—¿Sabe cocinar? —preguntó Peeta.

Annie hizo un gesto con la cabeza, y se apresuró a contestar por la amiga: —¡Claro que sí, patrón!

—¿Quieres callarte? —susurró Katniss, furiosa—. ¡Me meterás en problemas!

Peeta creyó entender hacia dónde iba la advertencia pero, para estar seguro, preguntó a Katniss:

—¿Qué dijo?

Annie desechó la pregunta.

—Oh, no dijo absolutamente nada, patrón. ¡Milady sólo se aclaraba la garganta; eso es! Es por todas esas esporas que hay en el aire, ¿sabe usted?

—¡Annie!

El nombre siseó como vapor saliendo del pico de una tetera, descripción que tal vez pudiese aplicarse a Katniss. No le agradaba mucho que se hablara de ella como si fuese un lechón en venta.

Peeta caminó lentamente alrededor de Katniss, observándola desde todos los ángulos. Por espaciosa que fuese una cabaña, podría resultar incómoda siendo morada de dos personas que no podían tolerarse entre sí. El último tiempo, cada vez percibía con más agudeza la dificultad de tratar con una mujer, específicamente una tal Clove Templesmith, que trataba de ahogarlo con su presencia y su atención. Si no fuera por la desesperada necesidad que tenía de una niñera que cuidara de su hijo, jamás habría pensado en tomar a Clove; ahora ella esperaba de él más de lo que estaba dispuesto a dar. Sin embargo, en el caso de Katniss, le parecía que disfrutaría teniéndola cerca y descubriendo cada uno de los detalles de su persona.

Deteniéndose a su lado, Peeta deslizó los dedos con curiosidad sobre los delicados huesos de la muñeca de Katniss. El contacto pareció demasiado audaz e íntimo a la muchacha. Si le hubiese aplicado una marca al rojo, no se habría sentido más sobresaltada, porque el contacto fue como una llama tibia que ascendía lentamente por su piel.

—¡No, por favor! —rogó sin aliento, apartándose.

Viéndolo tan próspero, sano y fuerte, no entendió qué mérito podía encontrar en una especie de caña, frágil y sucia.

—No quise asustarla, Katniss —se disculpó—. Sólo quería mirarle las manos... ¿Me permite?

A Katniss no le gustaba ser objeto de una atención tan minuciosa, sobre todo sintiéndose tan sucia. Levantó las manos, a desgana, resentida por la falta de alternativas que se le presentaban. ¡Y tenía que agradecer que no se le hubiese ocurrido observarle los dientes!

Peeta examinó los delgados dedos con cuidado; los encontró sucios aunque de buena forma. Pasó el pulgar por los frágiles huesos del dorso de las manos y, volviéndolas, contempló las palmas que eran suaves como las de una dama bien nacida.

—Da la impresión de no estar muy preparada para el trabajo, Katniss — comentó, asombrado.

Bajo la mirada que la escudriñaba, Katniss sintió que el rubor se encendía en sus mejillas.

—No le temo al trabajo, señor —dijo, cautelosa, sabiendo que las siguientes palabras podrían disminuir mucho sus posibilidades de ser comprada—. Sólo que no estoy familiarizada con él, eso es todo.

—Ya veo —respondió Peeta, pensativo. Tal vez fuese cierto lo que le había dicho Annie, de que, en realidad, Katniss Everdeen había sido educada como una dama. Sólo los muy acaudalados podían permitirse brindar sirvientes a sus hijos, y eso explicaba la suavidad de las manos y su falta de habilidades—. Sinceramente, espero que tenga talento para aprender por sí misma, Katniss. No podría permitirme pagar a alguien que le enseñe, ni tengo tiempo o inclinación para hacerlo yo mismo.

—Aprendo muy rápido, señor —se apresuró a afirmar—. Si puede conseguir libros donde haya instrucciones detalladas sobre los deberes de un ama de llaves, podré aprender sola.

—Buscaré alguno.

—Eso sería útil—respondió con vivacidad.

—¿Al menos sabe cocinar? —repitió Peeta la pregunta, tratando de aliviar su repentina preocupación.

Abrigaba la ferviente esperanza de que no muriesen de hambre mientras ella aprendía algunas cosas básicas.

—Soy buena con la aguja —dijo Katniss, evasiva.

No tenía interés en divulgar algo de lo que estaba insegura. Su madre había considerado prudente que una joven aprendiese todas las habilidades de una esposa, y la cocinera de la familia había estado de acuerdo, pero Katniss no había sido la más atenta de las alumnas, y no podía garantizar hasta dónde llegaba su memoria.

Aceptando la respuesta como una negativa, Peeta exhaló un suspiro de abatimiento. No lo entusiasmaba en absoluto la perspectiva de soportar la cocina de una novata, pero ni la destreza de Clove en este aspecto podían apartarlo del curso que estaba trazando para sí mismo. Sabía que, con el solo acto de ir al barco estaba poniendo seriamente a prueba los vientos del destino, pero su deseo de tener a Katniss estaba sobrepasando todas las demás consideraciones.

—Parece muy joven —comentó, para no hablar de su inexperiencia. —No tan joven, señor —se apresuró a replicar la muchacha, aunque en ese momento se sentía vieja—. Cumplí dieciocho el mes pasado.

—¡Bastante joven! —se burló Peeta—. Claro que, para usted, treinta y tres debe de ser una edad avanzada.

Esto confundió a Katniss.

—¿Qué importancia tienen treinta y tres, señor?

—Es mi edad —informó Peeta, sin rodeos.

¡Oh! Los labios de Katniss formaron la exclamación, pero su voz no sonó entresus labios. Avergonzada por su desacierto, apartó la mirada por temor a que él detectara su asombro. ¡En verdad, no lo hubiese creído tan mayor!

Entre ellos se creó un incómodo silencio hasta que, al fin, confusa y preocupada, Katniss alzó los ojos y se encontró con los de él que la observaban. Estaba segura de que estaba a punto de decirle que buscaría una criada en otro sitio, pero los ojos del hombre escudriñaron los suyos, como si quisiera adivinar sus más recónditos secretos.

—Ahora —musitó Peeta, como para sí—, lo único que me queda por hacer es convencer al señor Flickerman de que me la venda.

El corazón de Katniss se colmó de genuino alivio. Si bien antes había querido que la comprase una mujer, algo en ese hombre le hacía confiar en su integridad. Quizá fuese la expresión furiosa que había crispado su frente cuando aludió al hecho de que hicieran sufrir hambre a los prisioneros. Ojalá que su falta de conocimientos domésticos no acarrease semejante dificultad a la reducida familia de ese hombre.

Peeta volvió junto al contramaestre y le ofreció una suma, con bien fingida indiferencia.

—Le daré quince libras por la muchacha.

Caesar Flickerman sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Tal vez fueron sus propios celos los que alzaron su cabeza como una serpiente alerta cuando el hombre observó a la chica, aunque se inclinaba a pensar que el colono no la quería como niñera para su hijo sino como querida para sí mismo.

—¡EI capitán me ha dado órdenes estrictas acerca de la muchacha, señor Mellark! No se vende.

—Entonces, serán veinte libras —dijo Peeta, empecinado. Sacó un monedero de cuero de un bolso más grande que llevaba colgado de un hombro por una correa de cuero crudo, y que se apoyaba sobre la cadera opuesta. Contó con cuidado las monedas y se las ofreció al contramaestre—. Eso debería bastar para conformar a su capitán.

—¡Le repito, la chica no se vende! —insistió Flickerman, con creciente ira. Desdeñó la mano que se le tendía.

—¡Maldición, hombre! —exclamó Peeta. Reconociendo su intención cada vez más firme de comprar a Katniss, cualquiera fuese el costo, preguntó, incrédulo—: Usted trajo a puerto su barco prisión, y exhibió la carga para que todos la viésemos, ¿ahora dice que no quiere vender la mejor pieza de ella? —rió con amargo escepticismo—. Vamos, señor Flickerman, ¿qué juego es éste? Si se trata de un juego, no tengo tiempo para tonterías. Ahora bien, dígame, ¿cuánto quiere por la muchacha?

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó en voz fuerte el capitán, uniéndose a ellos.

—Señor, este peregrino —ridiculizó Flickerman, indicando a Peeta con una sacudida irritada de la cabeza—, insiste en que quiere comprar a Katniss Everdeen. Su última oferta fue de veinte libras. Quiere saber cuánto desea usted por ella.

Apartando la levita de su vientre prominente, el capitán Crane enganchó los pulgares en los bolsillos del chaleco, se balanceó hacia atrás sobre los talones y sonrió con petulancia al extraño:

—Me temo que no tenga usted suficientes monedas para comprar a la moza, señor. Ya está reservada.

Katniss contuvo el aliento, sorprendida, y traspuso rápidamente la distancia que los separaba.

—¿Por quién, señor?

Mirando de soslayo tras la larga proa de su nariz, Seneca Crane alzó sus oscuras cejas hirsutas, contemplando a la doncella. Su sonrisa solapada iluminó los ojos azules con un ardor inconfundible y, al comprenderlo, Katniss se sonrojó, indignada. De algún modo, el capitán había conspirado para tenerla para sí, aunque tuviese que esconderla en las narices de su propia esposa.

—¡Señor, se lo ruego! —Katniss se acercó peligrosamente al llanto al pensar en tan repugnante perspectiva. Convertirse en el juguete de ese hombre sería más horrible que cualquier cosa que hubiese imaginado.

—Por favor, capitán Crane, no quisiera despertar la ira de su esposa más de lo que ya lo he hecho —era dudoso que una azotaina calmara las ansias vengativas de la mujer si alguna vez llegaba a conocer las intenciones del esposo—. Deje que me compre el señor Mellark. Él es viudo y tiene un niño del que debe cuidar, señor.

Reconociendo los pasos pesados de su esposa que se acercaba desde atrás, Seneca se puso rígido y, perturbado, puso las manos a la espalda. Durante todo el viaje, Fulvia se había ocupado de trasladar rápidamente su robusta figura a su lado cada vez que sospechaba que estaba tratándose alguna cuestión monetaria. Era una vieja mujerona fastidiosa y entremetida y criticona; él estaba ansioso de experimentar con una doncella mucho más joven, agradable y dulce.

—Seneca, te necesitan en el puente para firmar los contratos —dijo Fulvia, mirando con desprecio a Caesar Flickerman.

—Iré en un instante, querida —dijo Seneca, tratando de que su mujer volviera a la zona del barco de donde había venido—. En cuanto termine el asunto que tengo entre manos.

Peeta captó de inmediato la situación y, tras duplicar la cantidad de monedas en su monedero para atraer la atención de la mujer, le habló con discreción:

—Se me ha dicho que la doncella Katniss Everdeen no puede ser adquirida por ninguna cantidad de dinero que yo pueda tener. Quizá quiera contarlas usted misma, señora.

Fulvia miró, curiosa, al hombre alto que ponía el monedero en su mano. A continuación, dirigió a su esposo una mirada suspicaz, mientras sopesaba el monedero. Hizo rápidamente una cuenta más precisa de su contenido.

Katniss temblaba, temerosa y aprehensiva. Estaba segura de que si Fulvia Crane llegaba a sospechar la desesperación que tenía por ser vendida a Peeta Mellark, la posibilidad quedaría rápidamente anulada.

Fulvia sacó sus propias conclusiones y, después de volver a guardar las monedas en el saco, lo cerró tirando de los cordones de cuero crudo con una resolución que condenaba el plan de su marido. Por mucho que deseara ver a Katniss muerta y enterrada, no podía desechar a la ligera una suma tan generosa como ésa.

—Firma los documentos, Seneca —ordenó—. No obtendremos una suma mayor de cuarenta libras de otro comprador.

El capitán Crane abrió la boca para protestar pero calló al ver la mirada irónica del colono. De golpe, comprendió que si quería seguir comandando ese barco, no tenía otra alternativa que firmar los documentos del contrato de la muchacha y dárselos a ese hombre. Entregó los papeles quejándose:

—No sé qué diré al otro caballero cuando venga a buscar a la moza.

—Estoy seguro de que se le ocurrirá algo —respondió Peeta, cortante. Con una sonrisa lacónica en los labios, enrolló el pergamino y lo metió en el bolso que llevaba al costado.

Miró a Shemaine.

—¿Está lista?

La aludida estaba ansiosa por marcharse antes de que al capitán Crane se le ocurriese un motivo para demorarlos. Miró alrededor en busca de Annie, y la encontró respondiendo con timidez a las preguntas del hombre bajo al que Delly había rechazado. Alzó una mano en gesto de despedida, y parpadeó para deshacerse de la humedad que nublaba su visión cuando Annie le respondió con un cabeceo y con los ojos también húmedos. Girando hacia su nuevo amo, Katniss procuró fortalecer sus emociones.

—No tengo más cosas que la ropa que llevo puesta señor, por pobre que le parezca. Puedo partir cuando usted quiera.

—Entonces, partamos —urgió Peeta. Viendo la fría mirada ceñuda de Caesar Flickerman por encima de la cabeza de la muchacha, agregó—: Ya no tengo nada más que hacer aquí, además me parece que se avecina una tormenta.

Katniss alzó los ojos hacia el cielo oscuro que se cernía, bajo, sobre sus cabezas, pero cuando miró alrededor y vio los rostros coléricos de los hombres, comprendió que lo que decía el colono se refería sólo en parte al clima. Lo siguió, dejándose guiar, lejos de aquéllos que los observaban.

Hola! Pues aquí está al fin! La nueva historia como lo había prometido :D

Espero que la disfruten esta es una adaptación de la historia de Kathleen Woodiwiss y los personajes le pertecen a Suzanne Collins y yo solo la adapto por mero entretenimiento propio y el suyo :)

Nos leemos pronto! .lll.