CAPÍTULO 1

Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas

Orfanato Merlín, Inglaterra, 5 de Julio de 1992

—¡Syleena! ¡El director ya está aquí! —me avisó Jeremy Bailey, apoyado en el umbral de la puerta del dormitorio de chicas, mientras jadeaba para tomar aire.

—Gracias, Jeremy —le sonreí soltando la pluma y cerrando el tintero. A pesar de recién haber terminado las clases, ya me encontraba haciendo los deberes para que no me quedaran para el final de las vacaciones. Al igual que todos los niños del orfanato, yo era una bruja…, una bruja que acababa de terminar su primer curso en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

No es que lo pasara mal en el Orfanato, pero añoraba tanto Hogwarts que estar lejos de allí era como tener un dolor de estómago permanente. Añoraba el castillo, con sus pasadizos secretos y sus fantasmas (aunque no a Peeves, el poltergeist); las clases; las lechuzas que llevaban el correo; los banquetes en el Gran Comedor; dormir en mi cama con dosel en el dormitorio de las mazmorras; y, sobre todo, añoraba volar. Había decidido (junto a Draco) presentarme este año a las pruebas de Quidditch, el deporte más popular en el mundo mágico, que se jugaba con seis altos postes que hacían de porterías, cuatro balones voladores y catorce jugadores montados en escobas.

—¿Puedo tomar prestado el libro de Herbología? —preguntó el muchacho de once años con los ojos iluminados.

De todo el Orfanato Merlín, yo era la que poseía más libros y aquello ocasionaba que todos me los pidieran prestados.

—Claro, pero lo quiero sano y salvo cuando me lo devuelvas.

—¡Gracias, Sy!

—De nada.

Le di el libro y salí de la habitación, bajando las escaleras de dos en dos y saltando el último tramo.

—Te vas a caer otra vez —comento la señora Suizz, mirándome con desaprobación—. Y quizás no salgas tan bien como la última vez.

—Aquella vez estaba enferma —repliqué encogiéndome de hombros sin darle importancia, aunque en el fondo me había dolido.

Yo no había vivido siempre en el Mundo Mágico, sino en uno en que la magia solo existía en los libros. Al cumplir los dieciséis años, en el año 2016, había sufrido un accidente (había caído por las escaleras) con el que había viajado de improviso al mundo de la magia, y retrocedido a la edad de once hacía casi un año, en la década de los 90. Por alguna razón yo tenía una historia en aquel mundo, y todos pensaron que sufría de amnesia al no poder recordar nada de mi supuesto pasado.

Nunca se lo había contado a nadie la verdad, y el único que lo sabía era el Sombrero Seleccionador.

—¿Ya estás lista, Syleena? —preguntó Albus Dumbledore mirándome con sus brillantes ojos azules, escondidos tras las gafas de medialuna.

—Por supuesto —sonreí aparentando tranquilidad. En realidad sentía como si el nerviosismo me corroyera las entrañas.

Hoy era el día de la inspección en el hospital mágico de Gran Bretaña. El día en que me harían análisis para ver qué tan profundo tenía instalado el virus de hombre lobo.

No todo el curso de Hogwarts había sido divertido. Al final del último trimestre, Fenrir Greyback, el conocido hombre lobo del Ejército Oscuro, me había atacado mordiéndome el brazo y el cuello, estando en su forma humana.

Nadie estaba seguro de que pasaría cuando llegara la Luna Llena, éste era un caso único, inexplicable. Por ello tenía que ir al hospital mágico.

—Muy bien, agárrate fuerte a mi brazo —me aferré al antebrazo que me ofrecía—. Muy bien. Allá vamos.

Noté que el brazo del anciano profesor se alejaba de mí y me aferré con más fuerza. De pronto todo se volvió negro, y empecé a percibir una fuerte presión procedente de todas direcciones; no podía respirar, como si unas bandas de hierro me ciñeran el pecho; mis globos oculares empujaban hacia el interior del cráneo; los tímpanos se me hundían más y más en la cabeza, y entonces...

Aspiré a bocanadas el aire fresco y abrí los llorosos ojos. Me sentía como si me hubieran hecho pasar por un tubo de goma muy estrecho. Tardé varios segundos en darme cuenta de que el Orfanato Merlín había desaparecido. Dumbledore y yo estábamos de pie en una calle ancha, llena de tiendas y de gente que hacía las compras.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Dumbledore mirándome con interés—. Lleva tiempo acostumbrarse a esta sensación.

—Estoy bien —contesté frotándome las orejas, a las que no parecía haberles agradado dejar el orfanato—. Pero creo que prefiero las escobas.

—No está lejos de aquí —el director me empujó con suavidad para que me adelantara un poco y me siguió de cerca—. No resultó fácil encontrar un buen emplazamiento para un hospital. En el callejón Diagon no había ningún edificio lo bastante grande, y no podíamos ubicarlo bajo tierra, como el Ministerio, porque no habría sido saludable. Al final consiguieron un edificio por esta zona. La teoría era que así los magos podrían ir y venir y mezclarse con la muchedumbre.

Dumbledore me agarró por un hombro para impedir que me separaran de él unos compradores que, evidentemente, no tenían otro objetivo que entrar en una tienda cercana llena de artilugios eléctricos.

—Ya estamos —anunció el director un momento más tarde.

Habíamos llegado frente a unos grandes almacenes de ladrillo rojo, enormes y anticuados, cuyo letrero rezaba: «Purge y Dowse, S.A.» El edificio tenía un aspecto destartalado y deprimente; en los escaparates sólo había unos cuantos maniquíes viejos con las pelucas torcidas, colocados de pie al azar y vestidos con ropa de diez años atrás, como mínimo. En todas las puertas, cubiertas de polvo, había grandes letreros que decían: «Cerrado por reformas.»

Oí cómo una robusta mujer, que iba cargada de bolsas de plástico llenas de lo que había comprado, le comentaba a su amiga al pasar: «Nunca he visto esta tienda abierta...»

—Muy bien —dijo Dumbledore, y me hizo señas para que me acercara a un escaparate donde sólo había un maniquí de mujer particularmente feo. Casi se le habían caído las pestañas postizas e iba vestido con un pichi de nailon verde—. ¿Estás preparada?

Asentí, y el director se inclinó hacia el cristal del escaparate observando el desastroso maniquí. El cristal se empañó con el vaho que le salía por la boca.

—Hola —dijo—. Hemos venido para que le hagan un análisis a Syleena Griffin.

Resultaba absurdo que Dumbledore esperara que el maniquí lo oyera hablar tan bajito a través de un cristal, sobre todo teniendo en cuenta el gran estruendo que hacían los autobuses al circular por detrás de ella y el bullicio de la calle llena de gente, pero al cabo de un segundo, abrí la boca, asombrada, al ver que el maniquí movía brevemente la cabeza y nos hacía señas con un dedo articulado. El anciano hombre me tomó por el codo y juntos atravesamos una especie de cortina de agua fría, y salimos, secos y calentitos, al otro lado.

No había ni rastro de aquel lamentable maniquí ni del sitio en que habíamos estado momentos antes. Nos encontrábamos en lo que parecía una abarrotada sala de recepción, donde varias hileras de magos y brujas estaban sentados en desvencijadas sillas de madera; algunos tenían un aspecto completamente normal y leían con atención ejemplares viejos de Corazón de bruja; otros presentaban truculentas desfiguraciones, como trompas de elefante o más manos de la cuenta que les salían del pecho. La sala no estaba mucho más tranquila que la calle porque varios pacientes hacían ruidos extraños: una bruja de cara sudorosa, que estaba sentada en el centro de la primera fila y que se abanicaba con fuerza con un ejemplar de El Profeta, soltaba constantemente un silbido agudo mientras expulsaba vapor por la boca, y un mago mugriento, sentado en un rincón, producía un tañido semejante al de una campana cada vez que se movía; con cada tañido, la cabeza le vibraba de una manera espantosa y tenía que sujetársela por las orejas para que se estuviera quieta.

Unos magos y algunas brujas, ataviados con túnicas de color verde lima, se paseaban por las hileras de pacientes haciendo preguntas y tomando notas en pergaminos que llevaban cogidos por unos sujetapapeles. Me fijé en el emblema que llevaban bordado en el pecho: una varita mágica y un hueso cruzados.

—¡Por aquí! —gritó Dumbledore para que lo oyera por encima de los nuevos tañidos del mago del rincón, y lo seguí hasta la cola que había ante una bruja rubia y regordeta que estaba sentada detrás de un mostrador donde un letrero decía: «Información.»

La pared que había detrás de la bruja estaba cubierta de anuncios y avisos donde se leían cosas como: «UN CALDERO LIMPIO IMPIDE QUE LAS POCIONES SE CONVIERTAN EN VENENOS» y «LOS ANTÍDOTOS PUEDEN SER PELIGROSOS SI NO ESTÁN APROBADOS POR UN SANADOR CUALIFICADO». También había un gran retrato de una bruja con tirabuzones plateados, con el rótulo:

Dilys Derwent

Sanadora de San Mungo 1722-1741

Directora del Colegio Hogwarts de Magia

y Hechicería 1741-1768

Dilys nos miraba con atención, como si nos inspeccionara; cuando Dumbledore levantó la vista, vi que ella le guiñaba discretamente un ojo al director, luego se iba hacia un lado de su retrato y desaparecía.

Entre tanto, en la cabecera de la cola un joven mago interpretaba una extraña danza e intentaba, entre gritos de dolor, explicar el apuro en que se encontraba a la bruja que había detrás del mostrador.

—Son estos..., ¡ay!..., zapatos que me regaló mi hermano... ¡Uy!... Me están comiendo los..., ¡AY!..., pies, mire, deben de tener algún..., ¡AAAY!..., embrujo, y no puedo, ¡UUUY!, quitármelos —dijo saltando con un pie y luego con el otro, como si bailara sobre brasas ardiendo.

—Los zapatos no le impiden leer, ¿verdad? —dijo la bruja rubia señalando con fastidio un gran letrero que había a la izquierda de su mostrador—. Tiene que dirigirse a Daños Provocados por Hechizos, cuarta planta, como indica el directorio. ¡El siguiente!

El mago se apartó cojeando y brincando, y nos acercamos al mostrador. Leí el directorio:

ACCIDENTES PROVOCADOS

POR ARTEFACTOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Planta baja

Explosiones de calderos,

detonaciones de varitas,

accidentes de escoba, etc.

HERIDAS PROVOCADAS

POR CRIATURAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Primera planta

Mordeduras, picaduras,

quemaduras, espinas clavadas, etc.

VIRUS MÁGICOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Segunda planta

Enfermedades contagiosas

como viruela de dragón,

mal evanescente, escrofungulosis, etc.

ENVENENAMIENTOS PROVOCADOS

POR POCIONES Y PLANTAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Tercera planta

Sarpullidos, regurgitaciones,

risas incontrolables, etc.

DAÑOS PROVOCADOS

POR HECHIZOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cuarta planta

Embrujos irreversibles, maleficios,

encantamientos mal realizados, etc.

SALÓN DE TÉ PARA VISITAS /

TIENDA DE REGALOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Quinta planta

SI NO ESTÁ SEGURO DE ADONDE DEBE DIRIGIRSE, NO PUEDE HABLAR

CORRECTAMENTE O NO RECUERDA A QUÉ HA VENIDO, NUESTRA BRUJA

RECEPCIONISTA SE ENCARGARÁ DE ORIENTARLO.

Un mago muy anciano y encorvado, que llevaba una trompetilla, se había colocado entonces en la cabecera de la cola.

—¡He venido a ver a Frederick Lucian! —dijo casi sin aliento.

—Sala cuarenta y nueve, pero me temo que pierde el tiempo —respondió la bruja con desdén—. Está completamente loco. Sigue creyendo que es una tetera. ¡El siguiente!

Un mago que parecía muy atribulado sujetaba fuertemente a su hija pequeña por el tobillo mientras ella revoloteaba sobre la cabeza de su padre con unas alas inmensas, cubiertas de plumas, que le salían directamente de la parte de atrás del mameluco.

—Cuarta planta —indicó la bruja con aburrimiento, sin preguntar nada, y el hombre desapareció por las puertas dobles que había junto al mostrador, sujetando a su hija como si fuera un globo de forma rara—. ¡Siguiente!

El profesor Dumbledore había llegado por fin al mostrador.

—Hola —saludó—, tenemos un turno para Syleena Griffin, ¿podría decirnos…?

—¿Syleena Griffin? —repitió la bruja mientras pasaba un dedo por una larga lista que tenía delante—. Sí, pueden esperar en la primera planta, segunda puerta a la derecha, Sala Dai Llewellyn.

—Gracias —dijo el director, y dirigiéndose a mí añadió—: Vamos.

Lo seguí a través de las puertas dobles por un estrecho pasillo que había a continuación, en cuyas paredes colgaban más retratos de sanadores famosos, iluminado mediante globos de cristal llenos de velas que flotaban en el techo y parecían gigantescas pompas de jabón. Por las puertas por las que íbamos pasando entraban y salían constantemente brujas y magos ataviados con túnicas de color verde lima; un apestoso gas amarillo llegó hasta el pasillo cuando pasamos por delante de una de aquellas puertas, y de vez en cuando gemidos lejanos. Subimos por una escalera y llegamos al pasillo de Heridas Provocadas por Criaturas; en la segunda puerta de la derecha había un letrero que rezaba: «Peligro. Sala Dai Llewellyn: mordeduras graves.» Debajo había una tarjeta en un soporte metálico en el que habían escrito a mano: «Sanador responsable: Hipócrates Smethwyck. Sanador en prácticas: Augustus Pye.»

El director empujó la puerta y entramos. Se trataba de una sala pequeña y muy sombría, pues la única ventana que había era estrecha y estaba en lo alto de la pared opuesta a la puerta. La luz procedía de unas cuantas de aquellas relucientes burbujas de cristal, que estaban agrupadas en el centro del techo. Las paredes estaban recubiertas de paneles de roble y en una de ellas había colgado un retrato de un mago con pinta de malo que llevaba el rótulo: «Urquhart Rackharrow, 1612-1697, inventor de la maldición de expulsión de entrañas.»

Sólo había dos pacientes más. Un hombre joven con un horrible color enfermizo que contemplaba el techo y una viejita con todo el cuerpo vendado.

—Ah, ya están aquí—dijo una voz a nuestras espaldas con evidente entusiasmo.

Me giré con sobresalto y clavé mis ojos en el hombre que se encontraba en la puerta. Era un individuo joven, de rubios cabellos y ojos verdes brillantes que combinaban con su gran sonrisa.

—¿Todo bien, Augustus? —preguntó el director con voz afable y estrechando la mano del sanador.

—¡Por supuesto, Albus! ¿Qué tal por Hogwarts? —el tal Augustus parecía demasiado entusiasmado, como si hubiera tomado diez tazas de café bien cargado antes de venir.

—Bien, bien, bueno, será mejor que empecemos —Dumbledore posó una mano en mi hombro y me empujó suavemente hacia delante—. Ella es Syleena Griffin.

—¡Un placer! ¡Mi nombre es Augustus Pye, el sanador que te va a hacer los análisis! —el hombre estrechó mi mano con entusiasmo, siempre con una enorme sonrisa plasmada en el rostro pálido—. ¡Síganme, por favor!

El sanador Pye abrió la puerta que había al fondo de la habitación y entramos en un típico consultorio médico. Las paredes blancas, un escritorio con una silla, una balanza y una camilla.

—¡Siéntate aquí, Syleena! —señaló el sanador mostrándome la camilla y obedecí con timidez. Me sentía un poco incómoda—. ¡Muy bien! ¡Veamos!

De un cofrecito que tenía sobre el escritorio sacó un par de viales de pociones y escribió algo en un pergamino.

—Los análisis son simples, pero es muy importante seguir el orden de las pociones o no obtendremos el resultado —explicó un poco más calmado, y tomando, por fin, la actitud de un médico normal—. Dependiendo del color que tome el líquido, podremos suponer la cantidad de virus que tienes en el organismo.

Cogió un cuenco de algo parecido a vidrio negro y vertió el contenido de uno de los viales. El líquido amarillo claro burbujeó por unos segundos y luego permaneció inmóvil.

—Muy bien, necesitaré una gota de tu sangre —Augustus me agarró la muñeca y con una sonrisa tranquilizadora me hizo un pequeño corte en el dedo índice con su varita.

Una gota roja cayó en el líquido amarillento y produjo un burbujeo muy ruidoso. La poción se tornó de color verde oscuro, casi negro.

—Perfecto, necesito que te tomes esto —el sanador Pye me tendió uno de los viales. Con algo de renuencia le quité el tapón y lo bebí de un trago sin respirar. Hice una mueca cuando me quedó un gusto amargo en la garganta y tragué saliva—. Mientras la poción hace su efecto vamos a mezclar la poción con la sangre con una lágrima de Fénix, dependiendo de quién gane la batalla sabremos si el virus es capaz de hacerte transformar el cuerpo o no.

—¿Cómo sabremos quién gana la batalla? —pregunté con curiosidad.

—Fácil, si la poción se vuelve amarilla es signo de que la lágrima ha neutralizado al virus, y si se vuelve gris es que el virus es más fuerte y ha destruido a la lágrima —respondió Augustus vertiendo con cuidado una gota cristalina a la poción. Ésta comenzó a burbujear como si estuviera hirviendo y escupir gotas por los aires.

—¿Para qué es la poción que tomé?

—Acelerará los posibles cambios que te puedan suceder a causa del virus, si es débil te cambiará algunos rasgos y es posible que tus sentidos se te agudicen…

—¿Y si es fuerte? —pregunté con ansiedad.

—Pues tendremos que lidiar con un lobo furioso en los próximos minutos —el sanador sonaba extraordinariamente tranquilo, como si la posibilidad de enfrentarse un hombre lobo fuera tan trivial como el tomarse una taza de café sin azúcar.

La poción paró de pronto de burbujear y se quedó inmóvil. Su color seguía siendo verde oscuro. Los tres nos inclinamos sobre ella, la ansiedad corriendo por nuestras venas. El olor de la misma inundó mis pulmones haciendo que estornudara y sacudiera la cabeza. Era picante, casi corrosivo. Los ojos me picaban como si hubiera estado aspirando cebolla y mis oídos dolían como si me los presionaran hacia dentro.

—¡Al fin! —oí que exclamaba el sanador y su voz sonó diez veces más alta que de costumbre haciendo que cerrara los ojos por inercia y me tapara los oídos con las manos—. ¿Cómo te sientes, Syleena?

—Fatal —gemí abriendo los ojos para mirar la poción.

Una sonrisa cubrió mis labios a pesar del dolor. Amarillo. El líquido era amarillo.