Bueno aquí va otro fanfic, para que después no digan que no subo nada. Este fanfic lo escribí por primera vez hace como 4 años cuando vi por primera vez -man y me enamoré perdidamente de este increíble animé, que se ha convertido en mi 2° animé preferido después de Zoids :3. Desde entonces lo he reescrito ya tres veces, y he de admitir que esta es la primera versión en la que aparece Daisya, y por lo tanto mi preferida y definitiva.
Pienso subir nada más dos capítulos por el momento, no voy a esperar un cierto número de reviews, pero sí me agradaría recibir una opinión acerca de si vale la pena seguirlo subiendo. El fanfic es bastante largo, aunque sigue estando incompleto, así que tengan en cuenta de que probablemente van a estar leyendo esto como hasta que tengan nietos XDDD.
CAPÍTULO I
El silencio era casi absoluto.
El alba llegaba a París lenta y delicadamente, extendiendo su aura gris y helada por las calles y el cielo; unos ligeros jirones de bruma gris se amontonaban alrededor de las ramas de los árboles, como trozos de tela enredados en el follaje. Las heladas aguas verdosas del río, oscuras y perezosas, se arrastraban calmadamente bajo los puentes. Había montoncitos de nieve medio derretida por todos lados, y todo estaba cubierto de escarcha hasta parecer una superficie de cristal.
Una única figura se movía en la quietud de las primeras horas de la madrugada.
Una silueta tan delgada e imprecisa que de no haber ido ataviada con una pesada capa oscura y un gran sombrero puntiagudo de bruja habría pasado completamente desapercibida. Caminaba en silencio, con discretos pasos de gato callejero, soltando ligeras nubes de aliento con cada movimiento, respirando dificultosamente. Caminaba bajo un puente como sonámbula, tan sumida en su desgracia que ni los gatos callejeros ni las ratas huían de ella al sentirla pasar.
Finalmente, llegó al final del techo que formaba el Pont Nouveau sobre su cabeza, y se detuvo, apoyándose en la pared de piedra húmeda. Contempló el perfil de París largamente.
-Según el calendario, hoy es el primer día de primavera-murmuró con voz áspera y débil-. En veintitrés días, serán cinco años…
Empezó a andar de nuevo, disfrutando del absoluto silencio de la ciudad que habitualmente no paraba nunca. Los húmedos adoquines reflejaban la débil luz de la aurora plateada, y todo el mundo era de un agradable color gris que provocó que la figura suspirara suavemente. De pronto, alzó la cabeza y se quitó el sombrero, para mirar hacia el cielo.
No había nadie para mirarla en aquel momento; pero de haberlo, se habría quedado sin respiración al ver a la joven parada en medio de la Rue de Rennes, con un sombrero en la mano, contemplando en silencio las nubes grises que se arrastraban por el cielo.
Era una muchacha muy delgada y pequeña, de piel pálida y suave como porcelana. Sus cabellos eran del rojo color del vino o de las cerezas, y sus ojos… sus ojos eran increíbles: en sus iris se mezclaban todos los tonos del dorado, desde la champaña, pasando por el ámbar y la miel hasta el caramelo y el oro, con chispas como las de una hoguera o una fragua esparcidas alrededor de las claras pupilas. Pero lo más impresionante de todo era su extrema delgadez: aunque se adivinaba que sus facciones eran suaves y felinas, redondeadas, y sus manos de dedos largos y gráciles, se notaban los huesos con terrible claridad debajo de la piel. Los pómulos se le marcaban visiblemente, y los ojos se veían hundidos en sus cuencas, sin brillo, al igual que su cabello que recordaba las ramas mustias de un árbol agonizante.
-Cinco años…-susurró la muchacha-. He llegado lejos, ¿verdad? Pero por suerte… pronto terminará todo…
Unos segundos después, se tambaleó hasta un callejón oscuro, donde se dejó caer de bruces al suelo y se quedó inmóvil.
Kanda Yuu y Daisya Barry descendieron del tren en la Gare Saint-Lazare en el momento en que finalmente el sol empezaba a calentar levemente el aire, después de días y días de haber sido solamente un disco plateado en el cielo helado. Eran más o menos las diez de la mañana.
-Esto es ridículo-masculló Kanda-. Estamos ya en primavera. ¿Porqué demonios entonces un tren se detendría por la nieve a medio camino?
-Deja de gruñir-replicó Daisya, de buen humor-. Solo estamos un día retrasados, Kanda.
-¿Y qué te hace pensar que el imbécil del General Tiedoll nos va a esperar?-repuso éste, empezando a caminar para salir de la estación.
Daisya no respondió: se limitó a echar a andar detrás de él en silencio, mirando a su alrededor con curiosidad y complacencia. Le gustaba París, con sus casas de piedra y techos de pizarra, su olor a humo y sus miles de puentes y el río que lo recorría por el medio como una vena. Algo le decía que si Kanda no se ponía muy insoportable, lo más probable era que pasaran unos buenos dos días en aquella ciudad, hasta que el siguiente tren a Toulouse saliera.
Caminaban sin rumbo: no tenían en realidad nada que hacer, así que se limitaban a moverse para pasar el rato, pero a ninguno de los dos le importaba. Kanda apenas miraba por donde caminaba, hundido en sus pensamientos, sin mirar nada y caminando recto y sin parar por ninguna razón como si tuviera un objetivo; pero Daisya iba tarareando, deteniéndose cada dos por tres para contemplar a las jóvenes que se paseaban por las calles ya vestidas con los brillantes colores de primavera, para probar las castañas asadas que una gitana vendía en una esquina, para babear frente a todas las panaderías (que eran miles ahí). Se habrían entretenido en ignorarse entre ellos toda la mañana, si de pronto Kanda no hubiera tropezado con algo tirado en el piso y se hubiera ido de bruces al suelo, casi partiéndose la nariz.
Atontado, se incorporó. El objeto con el que se había tropezado era un sombrero raído y polvoriento, puntiagudo y de ala ancha como los que usaban las brujas de los cuentos. Lo miró con rabia, como si lo hubiera mordido.
-¡Kanda!-exclamó Daisya, acercándose a él-. ¿Estás bien? ¿Y de donde sacaste eso?
-Estaba tirado en el piso-gruñó Kanda, poniéndose de pie y dándose la vuelta para seguir caminando-. Me tropecé con… ¡ÉL!-una vez más, su pie se enganchó con algo, y el japonés se fue de frente al piso. Oyó a Daisya lanzar una exclamación de sorpresa; pero cuando el Exorcista se arrodilló, no fue para comprobar si su compañero seguía teniendo la nariz en su lugar.
-¡Mira, Kanda!-exclamó Daisya.
Kanda se incorporó una vez más, y esta vez miró hacia el suelo. Ahí, tirada e inmóvil como un cadáver, desmadejada como una muñeca de trapo y dolorosamente hermosa como un ángel caído, se encontraba una chica, una sucia vagabunda de las muchas que deambulaban por París. Era con ella que Kanda se había tropezado.
-¿Crees que esté bien?-inquirió el Exorcista. Su compañero de cabellos negros le dirigió una mirada asesina.
-¿Te parece que está bien?-espetó.
-Buen punto-comentó Daisya-. Si quieres mi opinión, es mejor que la tires al río antes de que alguien se dé cuenta de que la mataste…-Kanda entrecerró los ojos con evidente irritación, y Daisya levantó las manos en un gesto apaciguador-. Bueno, bueno. Creo que no está muerta, al menos aún respira…
Era cierto. A pesar de todo, la joven aún respiraba con dificultad, muy débilmente.
-¿Qué hacemos?-murmuró pensativamente Daisya-. No podemos dejarla aquí…
-No vinimos aquí para recoger mendigos moribundos-gruñó Kanda, levantándose.
-¡No me digas que vas a dejar que se muera en la calle como un perro!-saltó el otro, encolerizado, pero en ese momento, ambos oyeron un suave gemido y se volvieron a ver a la muchacha, que había entreabierto los ojos. Esta vez, ni siquiera Kanda pudo evitar una exclamación de sorpresa.
-¡Mírale los ojos, Kanda!-soltó Daisya, arrodillándose junto a la joven una vez más. Estaban empañados y nebulosos, pero su color dorado era deslumbrante a pesar de todo. Con su cabello rojo oscuro y sus ojos color miel, la muchacha era una llama en medio de la ciudad color ceniza-. Oye, ¿me escuchas? ¿Puedes verme? ¿Cuál es tu nombre?
La muchacha movió los labios, pero estaba demasiado débil para hablar. Sus ojos se movieron del rostro de Daisya hacia el de Kanda; este, al ver la mirada suplicante y lúgubre de la joven, estuvo extrañamente tentado de retroceder. Pero al momento volvió a mirar a Daisya.
-Está muy desnutrida-comentó Daisya, tomando una de las manos huesudas de la muchacha-. Y helada… está a punto de morirse, Kanda.
-Debe haber gente en peor estado en otros lugares de París-dijo él, fingiendo indiferencia-. Vámonos ya.
-De seguro es de una buena familia-pensó en voz alta su compañero, ignorándolo por completo-. Tal vez se escapó. O quizás era una chica pobre que tuvo que empezar a trabajar como prostituta, y la echaron del burdel… en todo caso, una muchacha tan hermosa no puede ser solamente una vagabunda cualquiera-sonrió con calidez a la chica-. Ven, te daré algo de comer.
-¡Un momento!-protestó Kanda-. ¿Qué demonios estás haciendo?
-No tenemos nada mejor que hacer, ¿verdad?-Daisya tomó el sombrero y lo sacudió-. Debe ser de ella… me pregunto porqué una chica así irá disfrazada de bruja-levantó a la muchacha sin dificultad en brazos y empezó a caminar. Kanda, estupefacto, tuvo que correr para no quedarse atrás.
-¡Daisya! ¿No escuchaste lo que acabo de decir?-exclamó, irritado-. ¿Ahora vas a ir por todo París recogiendo prostitutas moribundas para alimentarlas?
-Ella no es una prostituta-replicó Daisya tranquilamente-. Y solo quiero darle algo de comer y evitar que muera, Kanda… no es como si fuera a convertirse en mi mascota. Es un ser humano, no un gato.
Kanda abrió la boca para decir algo más, pero cambió de opinión y la cerró de nuevo.
-En todo caso se parece bastante a un gato-comentó. Daisya soltó una carcajada, y la joven parpadeó lentamente.
-En eso tienes razón-asintió-. Además, pesa tan poco que es como llevar en brazos un gato…-apenas había dicho esto, cuando Kanda se acercó y tomó en brazos a la joven-. ¿Kanda?-soltó Daisya, anonadado.
-Pues la verdad está en los huesos-dijo éste con cierta indiferencia-. Es obvio que no pese nada, ¿no…?-se interrumpió a medio camino, y Daisya lo miró con curiosidad.
-¿Qué pasa?-inquirió. Al ver que Kanda no respondía, se acercó.
La manga izquierda de la rotosa camisa de la chica estaba desgarrada; se podía ver el brazo delgadísimo y pálido con los huesos salidos, lleno de cicatrices. Unas eran cortadas antiguas, plateadas, otras eran medias lunas morenas (probablemente producto de mordidas), y otras eran heridas recientes que apenas empezaban a cicatrizar.
-No sé qué demonios le habrá pasado-comentó Kanda-. Pero no creo que sea solo accidentándose que se hiciera todas esas heridas.
Daisya frunció el ceño; y de repente, se sobresaltó. A su derecha, un niño acababa de lanzar un grito.
-¡Miren!-exclamó, dirigiéndose a un grupo de mocosos iguales a él-. ¡Ellos están con la Hija del Demonio!-al momento, el grupo de niños se volvió hacia ellos, y al ver a la joven comenzaron a emitir exclamaciones de odio y miedo, como si se tratara en efecto de un ser maldito.
-¿De qué demonios hablan?-soltó Daisya, y justo entonces se abrió la puerta del negocio frente al que estaban parados, una librería, y salió un hombre con cara de repugnancia.
-¡Aléjense de aquí!-exclamó-. No sé quiénes sean, pero si se atreven a tocar a esa chica sin intenciones de matarla no pueden ser otra cosa que aliados del demonio. ¡Fuera!
-¿Se puede saber porqué dicen eso?-exclamó Daisya una vez más, perdiendo la paciencia.
-¡No finjan que no lo saben!-replicó el hombre con auténtica ira-. ¡Fuera de aquí! ¡Salgan si no quieren que…!-en ese momento, Kanda se adelantó.
-No sé lo que esté sucediendo aquí-dijo simplemente, con voz tensa y grave-. Pero déjenme decirles que he tenido una muy mala mañana, y si no se alejan de mí inmediatamente lamentarán haber nacido-estas palabras, más su mirada de odio, fueron suficientes para que todos desaparecieran, aunque siguieron notando sus miradas de miedo y aborrecimiento acechándolos desde detrás de las esquinas y las ventanas.
La calle volvió a la normalidad. Un par de palomas alzaron el vuelo desde un tejado cercano, y Daisya se volvió para mirar a la chica con auténtica angustia.
-Esto no es normal-soltó-. ¿La Hija del Demonio? ¿A qué se referían? ¿Acaso ella es un akuma, o…?
-No, no lo es-replicó Kanda de inmediato-. Ya nos habría atacado. Lo único que sé ahora es que no nos van a aceptar en ningún lugar si estamos con ella.
Después de un par de horas de vagar con la muchacha a la espalda de Kanda, empezó a llover. Caminaron hasta Montmartre sin apenas detenerse bajo la lluvia, sorprendidos ante lo rápido que París cambiaba ante la presencia del agua. Lo que era normalmente una ciudad pletórica de actividad se transformaba en una solitaria acuarela gris impregnada de la extraña tristeza de las ciudades antiguas.
Finalmente, en una posada tan destartalada que parecía mantenerse en pie por pura costumbre, atendida por una anciana tan vieja que sus rasgos eran indiscernibles entre sus arrugas, consiguieron que les dejaran una habitación, donde finalmente pudieron posar a la gata (ambos se referían a ella en estos términos cuando pensaban, aunque ninguno de los dos lo había mencionado al otro) en una cama. La chica, que se había vuelto a dormir, o a quedar inconsciente sobre la espalda de Kanda, al sentir la suavidad relativa de la cama, abrió los ojos de nuevo.
-¿Cómo estás?-inquirió Daisya, arrodillándose junto a la cama para mirarla con simpatía. La joven, aparentemente un poco más recuperada, finalmente pudo responder:
-Bien… creo-susurró. Tenía una voz muy dulce, a pesar de la aspereza de su garganta cansada y sus secos labios.
-¿Cuál es tu nombre?
-Nana… Nana Leblanc-replicó ella. Aún estaba demasiado débil para infligir alguna clase de emoción a sus palabras. Después de este corto diálogo, volvió a respirar con dificultad, jadeante, y Daisya decidió que sería mejor no forzarla a hablar más. Se levantó y se volvió hacia Kanda.
-Voy por comida para ella-dijo simplemente-. Cuídala un rato, ¿de acuerdo?
Kanda, sentado en una vieja silla junto a la ventana polvorienta, soltó un gruñido, que Daisya tomó como señal de asentimiento. Unos segundos después, había salido.
De nuevo todo se quedó en silencio. Kanda miró de reojo a la joven, que volvía a tener cerrados sus magníficos ojos dorados. Nana…, repitió mentalmente. Incluso ese es un nombre de gato. Afuera seguía lloviendo; el sonido de la lluvia lo adormecía, pero no dejó que sus ojos se cerraran: sabía que había riesgo de que la vagabunda le robara si se dormía. Era absurdo pensarlo al verla ahí tirada, medio muerta. Pero aún así lo pensaba. La muchacha gimió suavemente en su inconsciencia, y Kanda, para no dejar que el sueño lo venciera, se levantó y se quedó a un lado de la cama, apoyado en la pared, contemplando a Nana.
Su otro brazo también estaba cubierto de heridas terribles, al igual que sus piernas. De seguro el resto de su cuerpo también estaría lleno de cicatrices. No se lo había comentado a Daisya, pero había heridas de todo tipo: desde moretones y cardenales, señales de pedradas y de puñetazos, hasta mordeduras de perro, quemaduras de cigarro y cuchilladas… la piel de Nana era un doloroso cuadro. No se había escapado de ningún lugar: si lo hubiera hecho sus heridas tendrían que estarse cerrando. Además nadie, ni una madama cruel, ni un empleador esclavizador, podría causarle tantas y tan variadas lesiones a alguien, ni siquiera tratándose de una chiquilla como esa.
Le regresó a la mente la imagen de los niños lanzando gritos de odio y temor al ver a Nana. Le recordaba vívidamente a una turba de chiquillos que había visto atormentando a un gato, años antes, cuando había estado en Nápoles, diciendo que los gatos estaban malditos. Escoria humana, pensó. Los humanos eran peores que los akuma, y él lo sabía bien. Un akuma es una máquina que es incapaz de oponerse a su impulso asesino y a las órdenes crueles de su creador. Es como un perro entrenado para pelear, que solo sabe reaccionar de este modo a las órdenes de un amo; pero un ser humano es más que consciente de lo que hace. Sus actos de maldad son fruto de su propio deseo. Además, un animal o un akuma pueden encontrar sus objetivos gracias al instinto… pero un humano no tiene instinto, sólo cuenta con la guía de la reflexión. Por eso los afectados por sus actitudes son siempre elegidos con minucia, y son siempre más débiles que sus atacantes.
Sólo de ese modo una niña como Nana, tan débil que apenas podía hablar, había acabado siendo odiada por una ciudad entera y agredida hasta casi morir.
Kanda contempló en silencio a la jovencita echada sobre la cama, tan ligera que apenas se hundía en el colchón. Nunca antes nadie le había recordado tanto un gato callejero.
