Cadaver, cadaveris
Capítulo 1
La lluvia era copiosa, el viento se llevaba todo y sintetizaba el sentimiento sombrío que reinaba en el castillo Hummel. Beorth contempló a su esposa, la última del descendiente de Freyr, rey de los elfos, dios de la fertilidad, la lluvia y el sol naciente, quien había dado su inmortalidad para salvar a Asgard. Beorth se había enamorado perdidamente de su esposa al verla y pensó que viviría años de dicha a su lado. Nunca se imaginó que la perdería al darle su primogénito.
—Burt…, mi querido esposo. —El rey se acercó a su mujer para sostener sus manos—. Debes cuidarlo. Es tu primogénito, mi primogénito. ¿Sabes lo que significa? —Burt asintió—. Debes cuidarlo. Sabes que si se entrega a un hombre… —Burt desvió la mirada pero su mujer le obligó a mirarla—. Tienes que cuidarle. Recuerda que sus poderes son mis poderes, que sólo podrá transmitirlos a su hijo si él ama de verdad… Burt, querido Burt, el amor es el poder más grande del mundo. —El rey no podía contener sus lágrimas ante la ironía, pues amaba a esa mujer con todo su corazón y a pesar de ello no podía salvarla—. Ama a Kurt por sobre todas las cosas, guíalo y nunca le ocultes de dónde viene… Es el último vestigio de un dios….
Beorth tuvo que ver cómo la vida se iba poco a poco del cuerpo de Katherin. El dolor más desgarrador ancló en su corazón; había perdido a la compañera de su vida, a su alma gemela, y estaba destrozado. Ni esa guerra tan cruel con el reino vecino le importaba ya, no había nada en el mundo para él más que su pérdida.
Escuchar el llanto de su hijo le hizo abrir los ojos y levantarse del lecho de su mujer. Arrastró su cuerpo sin alma y observó al pequeño, tan desvalido, tan solo. Era extraño saber que en ese pequeño cuerpo se encontraba un poder y un linaje que venía de los dioses. Su carne estaba viviendo en ese cuerpecito, un pedazo del alma de su esposa y de él mismo estaba allí. No podía dejarlo solo, no podía faltar a su promesa y aun sin ella tenía que vivir para él, para Konrad.
El tiempo pasó inexorable por el reino de Beorth Hummel quien, a pesar de amar a su difunta esposa, tuvo que encontrar una nueva reina. Carlotta, una mujer paciente y muy decidida no le había exigido nada a Beorth y se había convertido en una verdadera madre para Kurt, a quien no trataba diferente de a sus propios hijas. Beorth en ocasiones pensaba que Katherin le había enviado a Carlotta para suavizar un poco su pérdida.
Lo único que necesitaba para que su felicidad fuera completa era terminar con la guerra que mantenía con el reino vecino. Cada día lo veía más difícil, pero no imposible. Jamás se daría por vencido y menos cuando tenía una alianza por gestarse con el matrimonio arreglado de su hijo con la duquesa Smythe.
—¡Vamos! ¡Vamos! Dame eso. —Señaló la sierra mientras desgarraba la camisa del hombre colocado en la cama. Cogió un cuchillo con la hoja especialmente afilada que utilizaba sólo para esas ocasiones. Lo había hecho antes y ya sabía la cantidad de sangre que se esparciría por el suelo, el horror de sus ayudantes y los gritos de su padre, pero no le importaba.
—Señor…
Le dieron la sierra y empezó con la ardua labor de cortar el hueso. Hasta la fecha sabía que la cabeza, o lo que él llamaba cráneo, estaba compuesto por varios huesos y no uno solo. Pero ahora tenía una duda, otra más.
Cuando el hueso cedió, mucho tiempo después, siguió cortando hasta que se encontró con una masa rara y llena de hendiduras. Intentó separarla pero notó que había algo más que la sujetaba, estaba por girar el cuerpo cuando la puerta de su…
—¡David! ¡Otra vez con tu carnicería! —David gruñó—. Hay heridos… Acabamos de llegar de un combate y mira lo que haces…
—Tú, ven. —Uno de los hombres tomó su lugar y David le dio esa masa para que la sostuviera. El hombre temblaba y estaba al borde del vómito—. No en mi… cerebro. Y no lo dejes caer porque si no el próximo cuerpo que esté ahí será el tuyo. —El chico palideció.
David salió con su padre, el rey Paulus, siempre tan elocuente con la guerra. David tenía que soportar esas conversaciones cuando había una batalla especialmente dura y esta última había sido cruel. Aunque el reino de los Hummel se había llevado la peor parte. David miró su sala llena de hombres mutilados, enfermos graves y otros que ya no eran más que un objeto para su estudio. En otro reino ya lo habrían quemado por hereje. Era lo único bueno de ser príncipe.
—Los hombres se mueren, David. —Dave recordaba la última noche y cómo tres hombres habían muerto por un calor insoportable que emanaba de su cuerpo. Dave sospechaba que ese calor era por algo… Algo que provocaba una reacción en el cuerpo, algo que era distinto a la rubiola o la varicela… Algo más parecido a la peste—. ¡David! ¿Me escuchas? Por Odín, hijo, siento que en ocasiones te pierdes en tu mente y no ves lo que yo veo. Estamos por ganar esta guerra. —David contrajo el rostro.
—Son cien años de guerra, padre. Hemos perdido tantos hombres, tantos buenos hombres… Ya he perdido la cuenta y el reino de Hummel aún no cae. ¿Por qué caería ahora?
—Porque los estamos mermando… Porque… —David negó.
—Te haces ilusiones, padre. Ni el rey Beorth ni tú quieren dejar de luchar, todo porque creen que se lo deben a sus antepasados…
—Hijo…
—Lo siento, padre, tengo que regresar a lo mío y más tarde debo ver si le amputo las piernas a Jan.
David se colocó de nuevo el mandil de cuero y los guantes de piel fina que él mismo se había fabricado. Paul no entendía la obsesión de su hijo por llevarse los cuerpos, por estudiarlos y por mirarlos por dentro. Eran cosas que Paul no se atrevía a analizar. A veces llegaba a pensar que David tampoco debía. Sin embargo, muy en su interior, sabía que había algo muy profundo en la mente de David, algo que estaba buscando un camino.
Paul regresó al castillo y se encerró en sus habitaciones por el resto de la tarde. Su mente oscilaba entre la actitud de su hijo y sus compromisos. Amaba profundamente a David, era su primogénito y el único heredero al trono. Sabía que la mente de su hijo estaba más allá de una guerra pero Paul era distinto, había jurado a su padre acabar con el reino de Hummel. Decían que había una maldición en su familia, una que hablaba de matrimonios sin amor y no más de un hijo por generación hasta que un Karofsky concibiera un hijo por amor. Ciertamente Paul no amó a la madre de Dave, pero sí amaba profundamente a su hijo y por él y su futuro quería ser el amo y señor de todo el norte.
Se había decidido a no casar a su hijo por compromiso y esperaba que David conociera a una noble de cuna y se casara. Aunque… así como era su hijo, su único romance era con ese esqueleto que marcaba cada vez que descubría una nueva ranura, una nueva línea. David decía que todo eso tenía una razón de ser y que estaban ahí para alguna función específica. Cosas que Paul, definitivamente, no entendía.
—Amo. —Klaus, su fiel sirviente, traía consigo la noticia que podía cambiarlo todo. Paul lo hizo pasar y Klaus le dio un pergamino que abrió de inmediato. Era una letra que no conocía, hasta le parecía increíble que esa bruja supiera escribir. David siempre le decía que acudir a esa mujer era un recurso mediocre de superchería. Sin embargo Paul estaba leyendo algo que le hacía tener una confianza renovada en esa vieja mujer.
El último descendiente vivo del dios de la fertilidad. Todos sabían lo que eso significaba. El primogénito de Hummel encerraba en él un poder más allá de cualquier otro. El poder dar vida. Todos decían que el gran Carlomagno provenía de una descendencia directa de Freyr y que por eso jamás se había dejado poseer por sus amantes. Otros decían que hubo uno, uno solo que logró penetrar la muralla del líder y que de él venía el linaje de la primera esposa de Hummel.
A Paul no le importaba, lo único verdaderamente relevante era que el príncipe Konrad tenía que caer en sus manos para que David hiciera lo propio. David… Su hijo que no mostraba ninguna pasión más que por aquellos enfermos y por los cuerpos inertes que mutilaba para su estudio. Su hijo jamás había manifestado deseo por doncella o caballero. Paul sabía que no era virgen, sabía que había tenido sus encuentros en el burdel del reino, pero no era más que la necesidad del instinto, como su hijo decía. Pero, ¿eran las mujeres sus favoritas? ¿Se inclinaba por los jovencitos que prestaban su cuerpo en ese inmundo lugar? Tenía que investigar. Y aún con todo eso, Paul tenía una idea para acabar con la guerra.
Kurt suspiró mientras veía a los comensales. Su pueblo sumido en una guerra de cien años y su padre creyendo que la mejor forma de ganar era uniéndole con la duquesa Smythe. Pero Kurt no le veía demasiados beneficios a ese matrimonio. Los Smythe no eran más ricos que ellos ni tenían un gran ejército pero su padre estaba tan desesperado que Kurt no tenía corazón para decirle que creía que su estrategia estaba equivocada.
Él había pasado noches en vela pensando, ideando en su cabeza una emboscada o una batalla capaz de bajar las defensas del reino de los Karofsky. Su mente le había llevado a pensar en el invierno, en el crudo invierno que había acabado con muchos de sus hombres. Los Karofsky habían aprovechado esa situación extrema para atacarles. Kurt había pensado tanto que había llegado a la conclusión de que necesitaban arqueros, evitar que los hombres del rey Paulus se acercaran a los suyos. Pero su padre… Su padre no quería escuchar sus ideas, para él era más valiosa la ayuda de los Smythe.
—Príncipe… —Kurt se giró para observar a la mujer con la que tenía que desposarse. Era bella, tenía unos bonitos ojos marrones, una piel blanca y fina, excelentes modales… y siempre era correcta y afable—. Parece un poco perturbado, príncipe Konrad.
—Un poco abrumado por la fiesta. No me gustan los tumultos.
Kurt volvió a desviar la mirada hacia los invitados. Se concentró en su padre y en Sebastian, el hermano de Darla. Envolvía a su padre con teorías e imágenes de las batallas de las que él podía cambiar el rumbo. Pero Kurt sabía que Smythe era un farsante, uno muy hábil que estaba más interesado en la fortuna de los Hummel y en meterse en sus pantalones que la propia Darla.
Era algo con lo que Kurt no se sentía cómodo. Había escuchado muchas historias sobre familias de otros reinos y era terrible darse cuenta cómo se manejaban las cosas fuera de la fortaleza de su padre. Kurt no se sentía particularmente atraído por Darla pero también era consciente de que los avances de Sebastian le molestaban en todos los sentidos. A veces se preguntaba qué era lo que estaba mal en él y por qué no se sentía del todo ¿bien?, ¿completo?Carlotta, su madrastra, llegó y le besó la mejilla. Esa mujer siempre sabía cuándo sus tribulaciones internas le estaban corroyendo el alma.
—Sabes que tus hermanas se vuelven locas con estos bailes —comentó sentándose a su lado.
—Es normal, madre. Hay muy pocas ocasiones como ésta. —Carol asintió mientras le cogía de la mano y le daba un afectuoso apretón, pues sabía que Kurt no estaba en ese lugar por voluntad propia.
—Hijo, tengo un capricho. ¿Puedes ir con algún sirviente y ordenar que me traigan algunas de esas fresas? —Kurt la miró con agradecimiento; Carol le estaba dando una excusa para marcharse y poder despejar un poco su mente. Kurt dio las gracias a su madrastra con una mirada.
Salió del salón caminando y ordenó que le llevaran las fresas a la reina veinte minutos después de que él se marchara de la cocina. Se fue a los establos, cogió su caballo y salió en dirección al bosque. Por la noche no era recomendable, y menos con un enemigo tan poderoso al acecho, pero lo necesitaba mucho porque sentía que en el castillo se estaba ahogando y su cuerpo notaba el calor de lo incorrecto que era cuando Darla tocaba delicadamente el dorso de la mano.
Cabalgó a toda velocidad sin rumbo y sin darse cuenta del tiempo que había pasado. Por fin su caballo se detuvo en un abrevadero. Kurt aún sentía la adrenalina de haber cabalgado y de sentirse más libre que dentro de su casa. Miró las estrellas mientras acariciaba a su caballo. Estaba tan absorto que no escuchó que alguien se acercaba. Cuando los movimientos de su caballo lo alertaron, desenvainó su espada y empezó a dar vueltas para intentar prevenir el ataque. Algo dentro de Kurt le decía que estaba en peligro. Por fin alcanzó a distinguir una silueta.
—Estuve un mes pensando en el momento correcto para hacer esto y vos, príncipe Konrad, me acaba de dar la oportunidad en la noche que menos pensé.
—No me voy a ir sin pelear…
—Lo sé, príncipe. Usted es demasiado aguerrido pero… no he venido solo. —Detrás de Kurt salieron unos hombres y lo rodearon—. Verá, príncipe, en todos los reinos hay un traidor…
Kurt estaba buscando una escapatoria y casi la tenía pero fue interceptado por un dardo que penetró directamente en su cuello.
Cuando Kurt recuperó la consciencia su cuerpo estaba siendo arrastrado por un largo pasillo que sabía que no estaba en su castillo. Aún no sentía del todo el cuerpo, la mente le daba vueltas y recordaba vagamente lo ocurrido. Levantó la cabeza como pudo y observó los portentosos muros y los guardias cubiertos de pies a cabeza. Cerró los ojos cuando se dio cuenta de que estaba en las manos menos recomendables. Todo dejó de moverse y de pronto estaba frente a un trono de plata elegante y opulento. Su cuerpo estaba luchando para recuperar el control pero aun con toda su voluntad no podía hacer nada. Escuchó unos fuertes pasos y luego lo vio, de frente, sin armadura, vestido como un rey… Paulus Karofsky. Así se veía tan distinto que parecía hasta inofensivo y afable, nada que ver con la imagen del hombre que enterraba una espada sobre el pecho de uno de sus soldados.
—Es él… No pensé que fuera posible tan pronto. —Parecía emocionado y expectante. Kurt tuvo la suficiente fuerza para hablar.
—Mi padre no detendrá la guerra por mí. —Articuló las palabras todo lo agresivo que pudo y, para satisfacción de su ego, lo hizo bien.
—Sé que por ti no parará la guerra… —Paul le cogió del rostro—. Pero la parará cuando se entere de que pronto seremos familia. —Kurt contrajo el gesto.
—No tiene una hija casadera… —Paul se rió.
—Sé qué sangre corre por tus venas. —Kurt se congeló—. No, no tengo una hija, pero tengo un hijo imponente, capaz de doblegarte, capaz de engendrar un heredero que acabe con esta guerra en favor de su familia. —Kurt iba a decir algo pero Paul lo mandó a amordazar—. ¿Cuántos días tiene David en las mazmorras?
Los ojos de Kurt se abrieron enormemente. A David Karofsky sólo lo había visto en el campo de batalla con una armadura negra, un casco que le cubría el rostro y siempre dando golpes certeros. A diferencia de su padre, el príncipe era un diestro asesino que no derramaba sangre de más y que sólo atacaba si era atacado. Sabía que era grande, más que su padre y más que muchos de los grandes hombres del ejercito de los Hummel. Era… atemorizante, junto con todo lo tétrico que podía ser no conocer su rostro y saber que era letal. Además de un loco que parecía pasarse días enteros en unas ¿mazmorras?
—Lleva cinco días casi sin dormir. —Los ojos de Paul parecieron brillar.
—Maravilloso, maravilloso. De un momento a otro dejará sus labores para descansar. Llévenlo a la cabaña de mi hijo y amárrenlo a la cama. Llévense a dos ancianas respetables para que lo desvistan. Y cuando mi hijo llegue quiero que los encierren a los dos en esa cabaña.
Kurt lo miraba horrorizado; de pronto se imaginaba a David como una bestia terrible. Un hombre… Le estaban diciendo que iba recibir las caricias de un hombre, que iba a… No, Kurt no podía pensar en eso. Ni siquiera pensaba en ello cuando, en ocasiones, sentía que los avances de Sebastian Smythe eran más aceptados por su cuerpo. Ni aunque sintiera que el fuego en su cuerpo era más agradable, más picante, más deseado y que eso jamás se lo había despertado ni una sola mirada ni un toque de Darla.
Dave se estiró cuando vio el sol aparecer. Con ese eran tres días enteros sin dormir y hasta él sabía que no podía seguir así. Miró hacía la cama de Jan. Ese francés había llegado al reino como un viajero más. A los catorce años salvó a Dave de morir en un inmundo pozo y a partir de ese momento Jan se volvió un amigo y un protector. Con una bellísima esposa, con dos hijas…, ¿mutilado? No, ésa no era vida para un hombre como Jan. Por esa razón Dave había estado días enteros intentando encontrar la forma de ayudarle con todo lo que tenía, con todo lo que daba su limitado conocimiento.
Sabía que no en esa época pero que en algún momento y en algún lugar alguien iba a descubrir eso que haría cambiar las expectativas de vida de las personas con ese tipo de heridas. Dave había echado mano de todas las hierbas que conocía, había retirado pedazos de músculo y pinzado lo que conocía como venas y arterias para evitar que se desangrara para luego quitar esas pinzas esperando que la propia naturaleza del cuerpo de Jan respondiera. Pensaba que había salvado una de sus piernas, o por lo menos la inflamación había bajado. Ya le había pasado antes, que había mejora en alguno de los hombres y luego una inexplicable fiebre les mataba. Fuera como fuera no podía seguir sin dormir.
Salió de las mazmorras y caminó sin ganas hacia el castillo. A pesar de no querer encontrarse con su padre, fue al primero que vio al entrar.
—¿Qué haces aquí? —Dave boqueó ante la pregunta de su padre.
—Vengo a darme un baño. También vivo aquí, ¿recuerdas? —Paul pareció desconcertado.
—Hice llevar toda tu ropa a la cabaña. Como siempre pasas el tiempo entre las mazmorras y la cabaña, ¿qué querías que hiciera? —Dave tenía una jaqueca espantosa.
—Bien. Me largaré a la maldita cabaña. Sólo quiero un maldito baño con agua helada y dormir un par de horas.
—Espera, hijo. —Dave miró a su padre impaciente—. Enviaré a alguien a que te prepare la tina de la cabaña mientras tú revisas una nueva estrategia de ataque que estoy diseñando.
Dave quería gruñir pero era su padre, era el rey, era el hombre que le dejaba experimentar y si iba a ordenar que le prepararan el baño seguro que era con esas sales raras que le habían enviado de no recordaba dónde. Así que escuchó sobre el plan, hizo dos o tres observaciones y luego el cansancio pudo más. Con o sin tina, se marchó.
Fue hacia la cabaña caminando sólo para despejarse y para que su cuerpo cayera aún más derrotado sobre la cama. Ni siquiera se percató de las mujeres mayores que salían de su cabaña entre risas y murmullos. Entró, cerró la puerta, se quitó la camisa y la arrojó al suelo, se sacó las botas, los pantalones… Giró el rostro para ver la tina llena de burbujas, sonrió y se deslizó dentro con los ojos cerrados.
—¡Aléjate de mí, asqueroso… —Dave abrió los ojos de golpe al escuchar el grito. Frente a él estaba…
—¿Quién coño eres tú…! ¿Príncipe Konrad?
Desnudo, sonrojado y mirándole fieramente estaba su enemigo, o algo así…
Aquí de nuevo con una historia que pretende ser diferentes a todas las anteriores. Personalmente estoy muy satisfecha con los diez capítulos que tiene y con su final y con todo lo que viene.
Si leen y les atrapa la historia les aseguro que van a disfrutar el hecho de que intente que en todos los capítulos pasarán algo para que se quedarán con las ganas.
Les pido un abrazote para mi beta, la guapa Winter.
Y les suplico que si pierden el tiempo leyendo, hagan un esfuerzo más y regalenme un comentario. Les aseguro que es sumamente importante saber que hay en sus cabezas al leerme. Me levantan el ego y me hacen tener ganas de escribir más y más.
Un abrazo.
Nos vemos el viernes con el siguiente capítulo
