Disclaimer: de los personajes tomados de los libros de Harry Potter, los derechos de autoría corresponderán a su creadora, J. K. Rowling; de las situaciones, al autor del presente relato, que no obtiene ningún lucro con la publicación del mismo.

Gracias a mi beta, La duende del bosque, por ser una enciclopedia andante sobre el Universo Potter; gracias también a quienes leáis este fic y, especialmente, a quienes os animéis a dejar algún review (que será debidamente contestado).

ROMPEMALDICIONES

Estaba tan acostumbrado a viajar utilizando Polvos Flu que empezó a sacudirse el hollín de las mangas de su camisa antes de abandonar la primera chimenea. Aunque, después de siete escalas, la carbonilla había acabado por pintarlo de arriba abajo, como si estuviese recién salido de una película antigua, de esas en blanco y negro, con personajes que no hablan y una pianola llenando el ambiente. Desde luego, los Polvos Flu eran más rápidos que la escoba y menos limpios que la Aparición. Pero, y esto es lo importante, más baratos que cualquier otro medio de teletransporte, lo que los convertía en el sistema favorito de la familia Weasley para largas distancias, ya que los trasladores quedaban fuera de su poder adquisitivo (y de su alcance mágico).

William se fijó primero en el alfombrado, eligiendo bien dónde pisar con los zapatos y, así, manchar lo menos posible con la ceniza incrustada en sus suelas. No quería causar una mala impresión desde el mismo día de su llegada al Ministerio Egipcio de Magia. Suficiente insensatez era presentarse allí con la camisa desgarbada y sin vestir la túnica reglamentaria. Confiaba en que su carácter extrovertido, su irresistible sonrisa y su intachable expediente académico eclipsasen al cien por cien algunas de sus extravagancias más llamativas, como es el caso de su estilo informal a la hora de vestir o su empeño por dejarse melena, pese al disgusto que esta decisión generaba en su madre. Curiosamente, para muchas personas eran estas mismas extravagancias las que, llevadas con perfecta naturalidad, ayudaban a definir el encanto personal de Bill, hasta el punto de que todo el mundo, tanto sus compañeros de Hogwarts como los duendes de Gringotts, sentían gran aprecio y admiración por este joven. Esto último, algo verdaderamente notable, considerando la rivalidad entre las cuatro casas de Hogwarts o la constatada animadversión de los duendes hacia los magos. Era, en definitiva, un muchacho que tenía el don de caer bien a la gente. Y que, además, era muy consciente de ello.

Al levantar la vista del suelo, Bill se quedó petrificado ante la inesperada visión del lugar donde se encontraba. De hecho, por un momento lo inundaron las dudas sobre si habría pronunciado de forma inexacta el nombre del destino, acabando, por este odioso error, a muchas leguas de distancia del Ministerio Egipcio de Magia. El corazón empezó a latirle con más rapidez de lo habitual, ya que uno no se pierde todos los días en un país extraño. Por suerte, una sonora y grave voz lo sacó de dudas.

-¿El Señor Weasley? ¿William Weasley?

-El supervisor Mahalouf, supongo.

El supervisor Mahalouf era un hombre menudo, delgado, de lentes pequeños, pelo engominado, completamente cano, que peinaba la raya a la izquierda y presumía de un tupido bigote. Camisa impecable. Pajarita de lunares, con tirantes a juego. Se trataba, como bien indica su cargo, del hombre que supervisaría los trabajos de Bill en Egipto.

-En efecto. Le estábamos esperando, Señor Weasley. Y con algo de preocupación. En estos últimos días, los deshollinadores estuvieron tratando de solventar un fallo en el sistema de comunicación entre chimeneas –después de echar un vistazo general al recién llegado, fijándose especialmente en su pátina de suciedad y en su aspecto desaliñado, el supervisor reanudó su discurso de bienvenida-. Y, viéndole a usted, es casi seguro que aún da problemas.

Tras esta aclaración, el señor Mahalouf, mediante un cordial gesto de su brazo, invitó al joven a seguirlo por los pasillos de la institución. Se había dado cuenta ya de la decepción en los ojos de su invitado, al contemplar el minimalista lugar donde había acabado.

-Supongo que se esperaba otra cosa del Ministerio Egipcio de Magia.

-¡Oh, no, Señor! Estoy completamente seguro de que me sentiré muy cómodo trabajando aquí, con ustedes. Sin duda, es un lugar muy acogedor… A su manera.

-Es lo que dicen sus palabras. Sin embargo, su mirada de incredulidad me muestra lo contrario –Bill sintió que había empezado con mal pie, al escuchar la seca contestación del supervisor-. En absoluto. Me parece que ha empezado con el pie correcto.

Y, para colmo, le estaba leyendo el pensamiento.

-Señor Weasley, espero que no le parezcan demasiado directas mis palabras –el supervisor Mahalouf se detuvo en seco-. Aquí siempre están llegando jóvenes promesas de la magia y a todos se les queda la misma cara de queso enmohecido. He vivido esta situación tantas veces con anterioridad que prefiero hacerle pasar el mal trago lo más rápido posible, adelantándome a sus reacciones. En Gringotts Bank les dicen a todos esos mozalbetes que se van a Egipto a romper maleficios y esperan, de forma inconsciente, que van a ser recibidos por alguien con toga blanca, collares de oro y lapislázuli, brazaletes con forma de serpiente, o que tenga el pelo rasurado, una docena de amuletos o más y una diadema coronada en la frente por la cabeza de una cobra… Sin embargo, llegan aquí y se encuentran con un lugar bastante normal. Con sus estanterías, sus mesas, sus vuelaplumas, sus portafolios, sus pergaminos, sus archivadores… -a medida que iba hablando, Mahalouf señalaba con la mano en una y otra dirección, apuntando donde se encontraban los objetos que iba refiriendo- Como si siguiesen en casa, como si nunca hubiesen dejado atrás Gringotts… ¿Estoy en lo cierto?

-Creo que lo ha descrito usted demasiado bien como para que yo le lleve la contraria.

-Espero, en todo caso, que, superado el trauma de encontrarnos en un sitio tan anodino como éste, podamos proseguir con las presentaciones.

Y, girándose, recomenzó la marcha. Bill deseó que, al menos en ese justo momento, el supervisor no estuviera leyendo sus pensamientos o, de lo contrario, se habría dado cuenta de lo antipático que le estaba empezando a parecer el hombre bigotudo que tenía delante de sus ojos. Pero, entonces, a medida que se adentraban por aquellos pasillos, otra cosa empezó a provocarle más desasosiego al joven Weasley que la evidente falta de sensibilidad de su guía: todas las personas con las que se iba cruzando por el camino se le quedaban mirando fijamente. Y lo peor de todo es que no parecía simplemente la extrañeza de encontrarse con un rostro nuevo, desconocido, con un nuevo aprendiz. No. En sus ojos era capaz de percibir una sensación muy diferente a la curiosidad. Algo así como un leve estremecimiento. Era… miedo.

-Detrás de esta puerta se encuentra el Gran Distribuidor. Descubrirá que este edificio está construido en horizontal. A diferencia de la sede de Gringotts, en Londres, aquí solamente hay una planta. Como verá, el Gran Distribuidor es un amplio patio central, con forma circular, en el cual desembocan largos pasillos provenientes de todas las direcciones, divididos según departamentos.

-Como un sol, rodeado por sus rayos.

-En efecto. No en vano, lo conocemos como el patio de Ra, el dios egipcio del sol, la encarnación inmaterial de la luz… Si quiere un consejo: no se separe de mí, ya que, a estas horas del día, suele ser un espacio muy concurrido. No apto para agorafóbicos. Y no me apetecería que se perdiera ya en su primer día.

A medida que la puerta se fue abriendo, una gran claridad verdeazulada, cada vez más intensa, fue invadiéndolo todo a su alrededor. Provenía, al parecer, del techo. Según sus ojos se fueron adaptando, la visión lo hizo rememorar la bóveda del Gran Comedor de Hogwarts, con su encantamiento para reproducir los distintos fenómenos que ocurren a cielo descubierto.

-Es impresionante. No tengo palabras para…

-Es, simplemente, el brillo de los rayos de sol vistos a través del mar Mediterráneo.

-¿El mar Mediterráneo? –Bill no salía de su asombro-.

-¿Pero qué les enseñan a los magos británicos? Se me prometió que recibiríamos a uno de los mejores alumnos de la última promoción del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería y me envían a un novato. Mucha magia, poca geografía y supongo que ninguna geomagia. ¿Y dónde se ha metido toda la gente? Esto está más muerto que el funeral de mi tía Morayma…

-Si es realmente el Mediterráneo, ¿significa eso que estamos en… Alejandría? ¿Pero en la Alejandría, Alejandría? Estudié que un terremoto la había borrado de la faz de la tierra, provocando su hundimiento a las orillas del Mediterráneo.

-Y eso es lo que queremos que los muggles sigan creyendo –dijo Mahalouf, mientras clavaba los ojos en la gran forja de hierro fundido, cuyas espirales sostenían la impresionante cúpula de cristal transparente bajo la cual caminaban en este momento-. Cierto es que ahora hay otra Alejandría, allá en la costa, con su puerto, su faro, sus edificios, sus avenidas, sus automóviles…

Bill advirtió cierto sentimiento de nostalgia en la manera en la que el supervisor describía la "otra Alejandría".

-¿Echa usted de menos esa otra Alejandría, señor Mahalouf?

-¿Si añoro esa farsa de ciudad y a los impostores de sus habitantes? –repuso el supervisor, con firmeza-. Antes preferiría romper mi varita o proferir sobre mí mismo una maldición imperdonable.

-Pero, parecía que usted…

-Aquí lo que todos añoramos es que la auténtica Alejandría ocupe en el mapa el lugar que se merece. Y ahora haga el favor de abandonar su psicología de colegial conmigo y esfuércese por demostrar su valía como mago –y levantando rápidamente su varita hacia Bill, gritó:- ¡Expelliarmus!

La varita de Weasley saltó de su bolsillo, despedida, yendo a parar a las manos del supervisor quien, acto seguido, huyó corriendo hacia la puerta, cerrándola tras de sí y dejando a Weasley del otro lado, aporreándola. Echó la mano al pomo pero, como ya sospechaba, estaba bloqueado. Sin su varita no podría conjurar el alohomora. Andaba muy falto de práctica en lo que a magia no verbal se trataba. Sabía, eso sí, que aquello debía de formar parte de una especie de examen de acceso, para valorar sus méritos, y que, en realidad, había dos eventualidades a las que podría tener que enfrentarse durante la prueba. La primera, resolver la manera de salir de allí por su cuenta. La segunda, medirse con algún peligro en el interior de la misma. Lo que no tuvo tiempo de imaginar en el escaso margen entre que la puerta se cerró y que el examen comenzó fue que también existía la opción de que el peligro se ocultase en el exterior.

Bill se hizo cargo, sin demora, de que unas sombras finas y ondulantes se iban extendiendo por todo el enlosado, como una araña translúcida, moviendo sus ocho finas extremidades. Luego, el ser fantasmagórico fue creciendo, como transformándose en ocho grandes serpientes, cada vez más gruesas, cada vez más similares a auténticos basiliscos. Pero, al fijarse más en aquellas formas, caprichosas, cambiantes, más nítidas y oscuras, o borrosas y desvaídas, según el momento, comprendió que tan solamente observaba la proyección de algo reptando por encima de la cúpula de cristal, flotando en la inmensidad del mar Mediterráneo: los tentáculos de un calamar gigante.

La criatura siguió con su danza macabra, grotesca, mientras su sombra bailaba por el suelo del Gran Distribuidor, hasta situarse en el punto central de la bóveda, que a Weasley se le antojó ahora más frágil de lo que desearía. El calamar se concentró en un único punto y empezó a hacer fuerza contra la estructura. Delante de semejante antagonista, el aprendiz de rompemaldiciones salió despavorido, en busca de alguna puerta abierta, entre las muchas que jalonaban aquel patio. Pero todas las que fue encontrando estaban, invariablemente, cerradas.

El sonido de la primera gota pasó inadvertido a los oídos de Bill, debido al eco de sus zapatos, estrellándose una y otra vez contra el pavimento, durante su carrera a la desesperada. Le siguió una segunda gota. Y una tercera. Cada vez más juntas y seguidas. Cada vez más potentes y atronadoras. Hasta que la cúpula, agujereada en su punto neurálgico, comenzó a chorrear como un grifo abierto. Horrorizado con lo que estaba escuchando, Bill levantó la vista. Para su sorpresa, el calamar gigante, después de comprobar que una minúscula grieta abierta bajo sus tentáculos estaba filtrando el agua del Mediterráneo al interior del edificio, entendió que había llegado la hora de alejarse. Bill observó cómo la criatura levitaba, dejándose llevar por la corriente. Y, aunque durante unas décimas de segundo se sintió ligeramente más aliviado, luego comprendió el peligro que se le avecinaba. Los propios tentáculos del animal estaban protegiendo la grieta, ejerciendo como un tapón, pero en cuanto el calamar gigante se alejase, abandonando su posición, la presión del agua quebraría el cristal con la misma facilidad con la que el cuchillo corta la mantequilla.

La cristalina claridad del sol refractado a través del mar Mediterráneo se desvaneció de súpeto. Todo el techo reventó en millones de pequeñas partículas, no mayores que un grano de arena, que llovieron sobre el Gran Distribuidor como una cortante y cegadora granizada de diamantes. Bill se protegió como pudo, ocultando la cabeza bajo la chaqueta, justo antes de sentir el impacto húmedo y desgarrador de una cascada de agua que, al rotar en círculo alrededor de todo aquel patio, generó un violento torbellino en el corazón del mismo. Braceó sin saber muy bien hacia dónde hacerlo, llevado por el instinto de la supervivencia. Aquel remolino lo estaba apretando cada vez con más fuerza y, aunque abría la boca tratando de conseguir algo de aire fresco, cada vez le resultaba más tortuoso llenar los pulmones. Por mucho que agitaba las piernas, buscando la superficie, aquella cosa lo arrastraba más y más hacia el fondo. Es más: de haber seguido luchando contra aquella fiera imbatible, habría sucumbido por el cansancio. Por suerte, acabó por darse cuenta de que, en realidad, no era el torbellino lo que lo tenía sujeto por la cintura, sino el calamar gigante que, tras esperar a que la presión del agua derrumbase la cúpula sobre sí misma, se había adentrado en su interior para engullir directamente a la víctima.

Bill dejó de luchar. Trató de serenarse y, tras conseguirlo, buscó entre las sombras verdosas del agua revuelta los ojos profundos de aquella bestia marina. Vinieron a su mente las palabras de Hagrid defendiendo a sus peligrosas y gigantescas mascotas, como la Acromántula o el Hipógrifo, asegurando que, en realidad, no hay animales lo suficientemente temibles como para no ser doblegados por la fuerza del cariño. Seres que no hacen más que defenderse de un ataque o que tratan, simplemente, de alimentarse. Que, aunque parezcan monstruos, no son tan malos como se piensa. A diferencia de los humanos.

Pero claro, Hagrid no estaba ahora en medio del mar Mediterráneo, a punto de convertirse en la merienda de un calamar gigante. Lo más cerca que se habría encontrado Hagrid de un ejemplar de esta especie sería en el Lago Negro, junto a Hogwarts… Negro… Como la tinta del calamar, que estos cefalópodos utilizan para confundir a sus depredadores o a sus presas y que, tal y como había aprendido en clase de pociones, está dotada de ciertas propiedades mágicas. Quizás aquella criatura no estuviese allí por casualidad. Quizás fuese, precisamente, su vía de escape.

Demasiado débil, a punto de desmayarse por la falta de oxígeno en sus órganos vitales, hizo un último esfuerzo por acariciar aquellos bruscos tentáculos que lo estaban estrujando. Lentamente, con suavidad, fue pasando sus manos sobre aquella piel viscosa y resbaladiza. Cerró los ojos y dibujó en sus pensamientos la silueta de su mascota favorita: un hermoso ejemplar de Jack Russell Terrier. Todos en la casa de los Weasley adoraban a aquel perrito hasta que, cuando su hermano Ron era tan solamente un bebé, el cachorro fue mordido por una serpiente a la que el can se había enfrentado, tratando de evitar que el reptil atacase al recién nacido. Su dulce recuerdo le hizo más fácil acariciar al calamar gigante, hasta que, ya sin posibilidades de huir, sintió que la vida se le escurría de las manos. Su visión fundió a negro, aturdido por un agudo zumbido. Y luego, la nada.

Despertó sobre una barca, zigzagueando sobre el oleaje. Completamente empapado. Totalmente exhausto. Con un profundo dolor de cabeza. Como buenamente pudo, escupió algo de agua, sin terminar de entender lo que había sucedido…

-El calamar lo ha rescatado.

Bill observaba cómo el supervisor Mahalouf movía los labios, pero estaba tan conmocionado que era incapaz de entender sus palabras. O de articular palabras propias.

-Es normal que se sienta aturdido, por la falta de oxígeno en sangre. Le decía que el calamar lo ha rescatado. Respire hondo… y luego suelte el aire con mucha lentitud…

-¿El calamar?

-Sí, señor Weasley. En cuanto usted dejó de luchar contra sí mismo, el animal consiguió elevarlo hasta la superficie. Es lo que trataba de hacer desde que lo vio atrapado en el Gran Distribuidor, corriendo como un loco, de un lado para otro, nervioso, buscando urgentemente una salida… La criatura solamente quería ayudar.

-Lo sé, señor Mahalouf. Lo sé. Tardé algo en comprenderlo. Sin la varita me sentía indefenso, a merced de aquel monstruo. Pero luego me fijé en el color del agua: aunque estaba agitada, no había tinta en ella. El calamar no me estaba considerando ni un depredador, ni una presa. Estaba tratando de… Solamente quería…

-Ayudarle, señor Weasley, ayudarle. Pese a su apariencia feroz –el supervisor hizo una larga pausa-. Una de las cosas que más nos cuesta, en ocasiones, es ver más allá de las apariencias. Y ésa es una lección importante que debemos aprender todos, porque como magos, como rompemaldiciones, tendremos que enfrentarnos a numerosos engaños. Y, muchas veces, será difícil distinguir entre lo que es verdad de lo que es mentira, lo que es bueno de lo que es malo, igual que cuesta saber cuál es la Alejandría auténtica y cuál la ficticia. Usted mismo, por ejemplo: se sintió desencantado con la parte más común y anodina del Ministerio Egipcio de Magia, pero luego quedó subyugado por una de sus salas más peligrosas. El pánico se adueñó de usted al ver trabajar al calamar gigante pero, aunque le desagradaba mi actitud, no vio venir el encantamiento que hice para desarmarlo.

Bill bajó la cabeza. La prueba había comenzado en el mismo instante en que había llegado a la chimenea del Ministerio Egipcio de Magia y había caído, una tras otra, en todas las artimañas que el supervisor Mahalouf había dispuesto. Quizás no era el mago que todos creían haber visto en él, que él creía haber visto en sí mismo. Quizás su lugar no estuviese lejos de Inglaterra, deshaciendo las maldiciones de las pirámides... Luego se le pudo escuchar, farfullando a media voz:

-Lamento no haber estado a la altura.

-¿Está usted bromeando, señor Weasley? Es el primer aprendiz al que no tengo que liberar yo mismo del fondo marino. Mi más sincera enhorabuena… Después de todo, puede que los duendes de Gringotts no nos hayan mandado a un novato.