Capítulo 1.
Aunque había pasado un año, Terrunce seguía percibiendo una tensión en sus hombros cada vez que alguien nombraba el apellido White.
Poco tiempo atrás, él había estado cortejando a la hija de la familia, Eve, bailando el vals con ella en cada velada, acudiendo a tomar el té un par de tardes a la casa de la familia y, en resumen, intentando comportarse como el perfecto caballero que en teoría debía ser. Actuando, le recriminó una vocecita en su cabeza.
Sí, puede que en realidad Terrunce no fuese tan idílico como se esforzaba por aparentar en público, pero el hecho de que fingiese no anulaba todo lo demás: el esmero que había puesto para conquistar a Eve White, un apellido poderoso que habría sido la unión perfecta con el suyo.
Terry, que era calculador por naturaleza, había dado por hecho que se casaría con esa joven y tendría unos hijos maravillosos que defenderían el título con honor. Pero se equivocó. Finalmente, nada de eso ocurrió.
Contra todo pronóstico, la maldita muchacha había anulado su compromiso para casarse con un tipo de Londres de mala reputación que regentaba uno de los clubs más famosos de la ciudad. ¿Cómo había hecho tal locura? Por eso, tanto tiempo después, él aún estaba intentando asimilar la noticia y controlar la rabia que sentía cada vez que pensaba en ello. Porque, para empezar, él era el duque de Wellington, El hombre más importante, ese que todas las chicas intentaban conquistar porque era el mejor partido conocido de la temporada. Y ella lo había rechazado.
Eve White, había pisoteado su orgullo como si creyese que anular un compromiso con alguien como él era de lo más normal, ¿en qué estaba pensando esa inconsciente cabeza hueca?
Terry no lo sabía. Pero lo que sí sabía era que pagaría por ello. Vaya si lo haría. No había decidido cuándo ni cómo, pero la idea daba vueltas en su cabeza desde hacía semanas, torturándolo. Como ese mismo día, mientras cogía aire antes de cruzar las puertas del umbral de la mansión en la que aquella noche se celebraba el cumpleaños del señor White. Después de lo ocurrido, Terry no había esperado recibir una invitación, pero al parecer la familia quería limar asperezas de cara a lo que pudiesen decir los chismorreos y, aunque al principio él pensó que ni en broma aceptaría asistir, terminó por entender que era una oportunidad maravillosa para mostrar su arrogancia delante de toda la sociedad. Por eso entró con la cabeza alta, atrayendo todas las miradas. Algunas jovencitas se sonrojaron y apartaron la vista al verlo pasar por decisión hacia el centro del salón. Terry reprimió una sonrisa que parecía tirar de sus seductores labios y se mostró tranquilo, como si acudir al hogar de esa familia que se había convertido en su enemiga de la noche a la mañana no le supusiese ningún problema. Aunque, por supuesto, no era así. Pero él sabía que no había mayor táctica de ataque que colarse entre las filas del adversario. De modo que fingió que no tenía ningún problema. No había nada que se le diese mejor que eso, fingir. Terry tenía la sensación de que llevaba haciéndolo toda la vida. De pequeño, había Tenido que ser el hijo perfecto. De mayor, un caballero de brillante armadura. Al finalizar el día, ni siquiera él sabía muy bien quién era.
―¡Terry! ―exclamó Dan llamándolo con una sonrisa. Él asintió con la cabeza y se dirigió hacia su mejor amigo. Conocía a Dan desde que era un niño y coincidieron en el internado. Dan era un vizconde de mirada afable y carácter tranquilo. A diferencia de Terru, resultaba trasparente a los ojos de todo el mundo y no fingía ser alguien que no era, sino todo lo contrario; estaba orgulloso de mostrarse como tal. A veces, Terry envidiaba que fuese feliz con tan poco, que no tuviese tanto orgullo como él o que lograse contener sus emociones sin esfuerzo.
Él, por lo contrario, era un volcán en erupción. Esa noche, de hecho, se sentía justo así. Alerta, como un tigre al acecho.
―Dijiste que no vendrías.
―He cambiado de opinión ―admitió Terry un poco incómodo―. Sencillamente, me apetecía despejarme un rato. No me mires así. Me han invitado.
―Ya lo sé. Pero también sé que estás tramando algo.
―En absoluto ―mintió―. Todo está olvidado.
―Ve con ese cuento a alguien que no te conozca. Su amigo sonrió y él no pudo evitar hacerlo también, porque, en efecto, Dan lo conocía demasiado bien. Era la única persona en la que Terry confiaba al cien por cien, porque desde que había heredado el título tenía la sensación de que casi todo el mundo se acercaba a él por interés; las mujeres intentaban conquistarlo, los hombres querían ser sus amigos. Y él, en cambio, lo único que deseaba era venganza. Ni siquiera tenía la cabeza para pensar en nada más.
―No haré nada que no se merezcan. Además, sabes que soy un caballero ―comentó con una sonrisilla irónica―. Jamás montaría un escándalo, menos en un cumpleaños.
―Un escándalo puede que no, cierto. Pero se te da bien mantener oculto aquello que no quieres que se sepa. No me hagas enumerar todos los secretos que te guardo.
Terry se acercó hasta la mesa de las bebidas y cogió una. Iba a necesitarlo para conseguir sobrevivir a esa noche, porque por nada del mundo pensaba ser de los primeros en marcharse, al revés. Quería demostrarle a los White y al resto de los presentes, que le importaba un bledo que Eve hubiese terminado casándose con un Tipejo.
Quería que todo el mundo supiese que él estaba muy por encima de todo aquello. No sabía por qué ese sentimiento era tan importante para él, quizás porque le habían inculcado desde pequeño y a base de fuerza que el orgullo y el honor estaba por encima de todo.
De modo que se pasó el resto de la noche hablando con Dan y su esposa Marlyn, una mujer encantadora, y bailando con numerosas jovencitas que reclamaban su atención porque, a fin de cuentas, él seguía siendo el soltero más codiciado. Su ánimo solo flaqueó cuando vio aparecer en el salón a Eve White acompañada por su marido, James Thomson. Ella seguía estando tan bella como la recordaba, a pesar de que, por las noticias que habían llegado a sus oídos, había dado a luz apenas dos meses atrás. La joven tenía un cutis perfecto, el cabello rubio y los ojos azules, rasgos que compartía con Terry y que le hicieron pensar a él que, junto a ella, tendría unos herederos perfectos.
Apartó la mirada de la chica, airado, y la centró en su compañera de baile que, a decir verdad, se movía con gracilidad y al compás de sus movimientos sin el más mínimo error.
Pero estaba empezando a agobiarse.
No por la situación, sino porque fingir durante varias horas que la velada era de lo más agradable y que estaba allí porque había decidido perdonar sus diferencias con los White, cada vez le resultaba más complicado. El rencor se apoderaba de él conforme los minutos pasaban y supo que tenía que salir de allí. Así que cogió otra bebida, aunque probablemente había consumido ya más de la cuenta, y sin despedirse de nadie salió por la puerta trasera que conducía hacia el jardín de los White.
Por suerte, era una noche cálida de verano y la luz de la luna iluminaba sus pasos. Pero, al parecer, no iluminaba lo suficiente como para que un bulto menudo no terminase chocando con él. Si ese día no hubiese probado ni una gota de alcohol, quizás Terry podría haber evitado caer al suelo cuando sus piernas se enredaron entre las de la joven que profirió un gritito agudo y estridente de lo más desagradable.
―¡Maldición! ―gruñó Terry malhumorado. Puede que debiese haberse comportado como un caballero y disculparse, pero seguía enfadado después de ver en el baile cómo James y Eve se miraban enamorados, algo que él ya sabía que jamás haría, porque desde luego el amor no era un sentimiento demasiado extendido entre la alta sociedad tan acostumbrada a los matrimonios concertados. La cuestión era que, entre aquello, que había bebido y que odiaba a los White, por una vez no le apetecía fingir que era un príncipe de brillante armadura.
―Perdona, lo siento, es que… ¿dónde se ha metido…? Aquel cuerpo pequeño se revolvió contra el suyo y, por un momento, Terry se preguntó qué clase de dama se había tropezado con él, porque parecía luchar contra las telas de su vestido como una loca mientras, al mismo tiempo, intentaba alejarse de él.
―Espera. La falda se ha enredado… ―dijo Terry.
―Oh, no, ¡date prisa! La rana… se escapa…
―¡¿La rana?! ―Terry parpadeó confundido. Pero ella no le aclaró sus dudas; al revés, las incrementó cuando consiguió al fin liberarse después de rodar hacia un lado sin ninguna delicadeza y ponerse en pie.
Terry frunció el ceño, alucinado, e intentó levantarse.
―¡No, no te muevas! ¡Podrías aplastarla! ―¿Aplastarla? ―Por un momento, Terry se preguntó si no habría bebido más de lo que pensaba o se habría dado un golpe en la cabeza al caer al suelo.
―¡A la rana! ―explicó la chica como si fuese obvio.
Él cerró los ojos, inspiró hondo, y luego los abrió. ―¿Todo esto es por una maldita rana? ―preguntó.
―Sí. La he encontrado… ―dijo mientras se movía casi de puntillas como si temiese hacerle daño sin querer―.
Y morirá si no la llevo al estanque. Está al otro lado del jardín. A veces se pierden, ya sabes, son ranas, no son tan listas como un perro o…
―No me puedo creer que esté manteniendo esta conversación. Terry ignoró sus quejas y se puso en pie, alzándose en toda su altura, que no era poca teniendo en cuenta que casi rozaba el uno noventa y solía destacar entre la multitud por su cuerpo atlético y sus hombros anchos y firmes.
Solo entonces, cuando la luz de la luna llena y redonda iluminó su cabello rubio rizado y desordenado tras la caída, ella se dio cuenta de que estaba delante del mismísimo duque de Wellington. Y sintió que se le secaba la boca.
―¿Cómo te llamas? Una joven como tú no debería andar sola y mucho menos de noche y por este sitio desierto…
―Miró a su alrededor―.
¿Es que eres una inconsciente?
―No, no exactamente. Quiero decir… es mi casa. ―¿Tu casa? ―Arrugó la frente, sin comprenderla. ―Me llamo Candy White ―dijo en voz baja. Terry se quedó sin aliento durante unos segundos que le parecieron larguísimos. Una sucesión de ideas a cada cual más disparatada pasó a toda velocidad por su cabeza. Venganza. Honor. Orgullo. Los sentimientos se mezclaron rápido, tanto que en cierto momento él tomó una decisión en firme, así, sin pararse a pensarlo más.
Si, por el contrario, hubiese consultado aquello con su mejor amigo, probablemente éste le hubiese dicho que estaba cometiendo un tremendo error y que diese marcha atrás, pero, como allí no había nadie que pudiese frenarle los pies, ante él tan solo vio la oportunidad que había estado esperando todo aquel tiempo.
Una joven tan fácil de comprometer que apenas tendría que hacer nada más allá de continuar estando un rato más allí con ella. No pudo evitar sonreír.
Y justo en ese momento se escuchó un pequeño croar a sus pies. Como ella estaba petrificada en el sitio, culpándose por haberse mostrado de nuevo tan poco femenina y elegante como de costumbre,
finalmente fue él quien se agachó con un suspiro y cogió a la rana entre sus grandes manos masculinas, cobijándola para que no escapase de nuevo.
―La tengo. Era lo que querías, ¿no es cierto?
―Sí ―dijo con un hilo de voz, nerviosa―. Gracias.
―¿Dónde está ese estanque del que hablabas?
―En el jardín, cerca del invernadero ―contestó.
―Te acompañaré ―se ofreció Terry sin dudar. Candy lo siguió sin dejar de contemplarlo gracias al reflejo de la luna. Mientras observaba su espalda y sus pasos firmes y largos, tragó saliva. Era, sin duda, el hombre más atractivo que había visto en toda su vida.
Ningún otro podía hacerle sombra. Pocas personas sabían que, desde la primera vez que se encontró con él en el salón de su casa, se enamoró perdidamente de él. Y no había logrado olvidarlo. Candy se sentía tonta cada vez que lo recordaba, pero era la verdad.
Había ocurrido un año atrás cuando Terrunce GrandChester acordó que visitaría a su familia para tomar el té. Por supuesto, todos estaban al tanto de que parecía querer cortejar a Eve, su Hermana mayor, y era una buena noticia que tanto su madre como su padre comentaban a todas horas.
Terry era un partido excelente, el hombre por el que suspiraban todas las jovencitas que formaban parte de la temporada de aquel año. Y no era para menos, pensó Candy en cuanto lo vio. Tenía el pelo castaño, los ojos azules e intensos y una sonrisa capaz de robar el aliento. Era de esas personas capaces de llenar una estancia solo con su presencia.
Candy lo comprobó cuando aquella tarde la dejaron estar en la salita de té durante la reunión, a pesar de que ella todavía no había sido presentada en sociedad. Por supuesto, él no reparó en su presencia, claro. La saludó con amabilidad, pero después su mirada brillante se centró en su hermosa hermana, y ella no podía culparlo por algo así, porque era cierto que Eve era preciosa y deslumbraba sin esfuerzo. Ella, en cambio, tan solo llamaba la atención por lo patosa que era o porque siempre terminaba montando un escándalo; como aquel día, mismo, cuando tropezó con el pie de una silla y estuvo a punto de darse de bruces contra el suelo del salón.
Si no hubiese sido porque Terry la sostuvo rápidamente. Candy notó sus manos firmes en su cintura, algo que en cualquier otra situación hubiese estado fuera de lugar, y sintió que se le sonrojaban las mejillas.
Él la soltó en seguida y, tras guiñarle un ojo, centró su atención en lo que su madre decía sobre el té.
Ya no volvió a mirarla a ella y solo a ella. Pero a Candy eso no le impidió enamorarse de él. Cada vez que visitaba el hogar de los White para ver a su hermana o pasar un rato en el despacho con su padre (suponía que hablando de planes futuros porque ambos daban por hecho que sus apellidos se unirían), Candy se peinaba y se ponía su mejor vestido, incluso a pesar de que apenas se cruzase con él un minuto a lo largo de la tarde.
No le importaba. Ese lapso pequeño de tiempo era suficiente para que ella almacenase un montón de datos innecesarios en su cabeza, como, por ejemplo, que los extremos de sus ojos se arrugaban cuando sonreía, que se mordía la uña del dedo índice derecho al ponerse nervioso o que tenía tendencia a apartarse los mechones de cabello castaño que caían por su frente, aunque se notaba que intentaba reprimirlo, porque quizás el gesto no era considerado elegante entre la alta sociedad de la época. Candy anotaba todos esos detalles en su diario. Y sufría en silencio, llorando por las noches. No era idiota. Sabía que Terrunce GrandChester terminaría casado con su hermana en apenas unos meses y, pese a todo, quería que Eve fuese feliz, porque ella la adoraba.
Pero no podía evitar sentir un agujero en el estómago cada vez que los imaginaba juntos. Su única esperanza era que, por aquel entonces, sabía que al año siguiente al fin sería presentada en sociedad y, para hacer el dolor más llevadero, quizás ella podría intentar encontrar a un buen hombre con el que compartir su vida y formar un a familia. Sabía que ninguno la haría sentir como lo hacía Terry cuando la miraba, pero le bastaba con recibir una pequeña parte de eso que nunca tendría, porque estaba destinado a ser de su hermana. Y, de repente, un día Eve se enamoró de otro hombre. Fue inesperado para todos. Empezando por ella que, cuando supo aquello, le confesó a su hermana mayor que ella sentía algo en secreto por Terrence GrandChester. Todo encajó. La cuestión fue que, tras aquel culebrón que terminó con Eve casándose con James y dando lugar a la hermosa hija que acababan de tener, Terry desapareció de sus vidas mostrándose indignado ante la cancelación del compromiso y prometiendo que pagarían por ello. Sin embargo, durante aquellos meses, no volvieron a saber nada de él. Algo que, pese a ser positivo dadas las circunstancias, Candy
había echado profundamente de menos.
Por suerte, tras comenzar la temporada, había acudido a una fiesta en la que él también estaba, pero ni reparó en su presencia, ni pareció reconocerla, ni mucho menos la invitó a salir a bailar. Conforme las horas pasaban mientras ella lo observaba coquetear con la mitad de las chicas guapas, Candy se convenció al fin de que el hecho de que hubiese estado a punto de casarse con su hermana no tenía nada que ver con su indiferencia. La cruda realidad era que Terry jamás se fijaría en ella. Él era deslumbrante. Ella una simple chica del montón. Cuando antes lo aceptase, mejor para su corazón.
Continuará...Hola, ya volví con este fic, sera corto, pero espero que nos entretengamos un rato. Saludos... Feliz inicio de Semana. JillValentine.
