La habitación estaba completamente silenciosa. Lo único que se escuchó después de que el médico cerrara despacio la puerta fue la lenta respiración del hombre.
Inhala. Exhala. Inhala. Exhala.
Su pecho se inflaba y desinflaba con lentitud y, quizá, con algo de dolor. No era dolor por no poder respirar bien. Le dolía que, quizá dentro de unos minutos, no volvería a respirar jamás.
Afuera estaba su familia: esposa, primos, hijos, sobrinos, nietos y todo aquél que le quería. Le daba vergüenza que lo vieran tan mal que pidió que nadie más estuviera ahí. Nadie más que las fotos que rodeaban su habitación.
En los marcos de las fotos que colgaban de las paredes había un sonriente caza bichos, con su sombrero de paja, su red hecha por él mismo, su camisita blanca sin mangas, el short deslavado, las cómodas sandalias, y una sonrisa de oreja a oreja.
En una mano, apretado con fuerza como si fuera su propia vida, la vieja y ajada red. En la otra, el roto sombrero de paja. Se los llevó al pecho, con los ojos cerrados.
Vino a él su primer pokémon capturado con esa red. Un caterpie. Pero a pesar de parecer débil y tan del montón, éste caterpie era especial porque era suyo. Ningún otro pokémon lo podría reemplazar.
En una sonrisa que se marcó en su arrugado rostro, vino uno a uno todos esos pokémon que capturó alguna vez como juego y en serio. Weedle, Ledyba, Wurmple, Cascoon, Spinarak, Venonat, Nincada, Surskit, Paras, Burmy, Kricketot…
Las alas multicolores, las esbeltas formas, lo rápido que evolucionaban, lo fuertes que eran a su lado. Eran cosas que, incluso en ese momento, le maravillaban. De pequeño nunca le había puesto tanta atención a esas cosas, pero, así como sus pokémon evolucionaron, él también lo hizo.
Dejó de lado las redes después de unos tantos veranos y, como todo ser humano, creció. Estudió, consiguió un empleo, se enamoró, tuvo una familia. Prosperó como nunca lo hubiera imaginado. De tener una casita de madera cerca del bosque donde conoció a tantos amigos pokémon, pasó a tener una casa enorme en una zona residencial.
A pesar de los trajes formales, de las reuniones, de las oficinas en rascacielos y demás, en su corazón seguía siendo un caza bichos.
Jamás liberó a sus amigos. El tiempo se encargaría de alejarlos de él.
Uno a uno, todos le dolieron. Y más su Butterfree.
Sintió un extraño temblor recorrerle el cuerpo, al mismo tiempo que las lágrimas caían por sus mejillas. Amaba a su familia, pero a pesar de sonar como alguien deleznable, amó más a sus pokémon bicho. Abrazó el sombrero de paja y la red con todas sus fuerzas, pero su agarre era más y más débil.
Y los vio.
Como un espejismo, una ilusión, estaba de pie en la vasta luz. A su alrededor estaban Beedrill, Kricketune, Ledian, Ariados, Beautifly, Dustox, Venomoth, Ninjask, Shedinja, Mothim, Masquerain, Parasect. Y, frente a él, su Butterfree.
Alargó su tembloroso brazo para alcanzarlo, y se sorprendió al verse a sí mismo como el caza bichos que alguna vez fue. A su alrededor había flores y césped tierno en un campo sin fin, con el cielo azul y las nubes blancas sobre él. Con la luz del sol brillando como en aquellos veranos. Rió y correteó. Se recostó sobre el césped, con sus alados amigos sobrevolando el lugar mientras los otros dormían a su alrededor.
La puerta volvió a abrirse lentamente, y el doctor volvió a entrar. Al ver la sonrisa en el rostro del anciano, supo que ya estaba en un maravilloso sueño del cual jamás despertaría.
