Los personajes de Card Captor Sakura (entre otros), pertenecen a CLAMP
Sinopsis: Después del accidente, Sakura regresa a casa de sus padres para sanar sus heridas y restaurar su salud. Pero hay algo que deberá enmendar, también: la relación con su novio.
***
¿ME AYUDAS A ENCONTRARLO?
Capítulo 1
—Japón—
I'll describe the way I feel:
weeping wounds that never heal —Special K.
PLACEBO
LAS HERIDAS del rostro ya estaban sanando; y, sin embargo, pese a que hace tres meses los cortes eran considerablemente más numerosos, afilados y profundos, todavía me parecía que mi imagen no había mejorado.
—¡Cariño, hora del almuerzo! —llamó mamá.
Suspiré dándole una última miradita al trol en el espejo, y salí del cuarto de baño.
A raíz del accidente hasta el mínimo movimiento de un dedo me costaba un esfuerzo bárbaro; no obstante, luego de haber hablado con mis padres desde el hospital de Victoria a fin de anunciarles mi triste nueva, supe que ningún dolor de dedo iba a ser tan insoportable como el dolor que los embargaría al ver a su hija transformada en la novia de Frankenstein.
Ya a mi hermano le sobraban razones para llamarme 'monstruo'.
Caminé lentamente de mi cuarto hacia el comienzo de las escaleras. Allí me detuve.
—¡Mamá!
—¡Ya voy, cariño! Oh, se me olvidaba…
Mamá subió los escalones cual cabra pisara carbón caliente, y se posicionó tras de mí con maternal fidelidad.
—Cuidado —susurraba, sosteniéndome de un brazo—. Ya lo haces mejor.
Y era verdad, pues la primera semana post-acci no podía ni mover una pestaña. El diagnóstico del médico había sido desbordante: Un hombro dislocado, cicatrices profundas en el rostro y torso, contusiones en la coronilla, un brazo lesionado (el contrario al hombro dislocado), tres tendones desgarrados (el del pulgar, índice y del dedo corazón, mano izquierda), más cicatrices en ambas piernas y un tobillo torcido (el derecho).
—¡Dios mío! —respingó mamá. Y todavía seguía haciéndolo (por las mañanas, y cuando me aparecía sin avisar). Se llevaba una mano a la boca, abría desmesuradamente los ojos e hipaba: «¡Dios mío!».
«Buena chica», me premió —con palmaditas en la cabeza y todo— una vez me hube sentado en la silla del comedor que me correspondía. Nos sirvió los platos y se apoltronó.
—Veo que has progresado con la mejora, hija —señaló mi papá. Curiosamente sus oraciones siempre iniciaban con un «Veo» que inevitablemente me traía a la memoria un torrente de extrañas imágenes de madame Zimbardo, o como sea que usualmente se llamen esas mujeres adivinas. (Atribuyo tal extraño comportamiento en papá a su profesión de director de escuela y al hecho de que quiere mostrarse indiferente frente a mis cicatrices, pero, admitámoslo, no puede.)
—Ajá.
—Y también ha aumentado tu apetito —agregó.
—Eso sí que es una novedad —replicó mi hermano, a su lado—. Por instantes pensé que el accidente se había llevado consigo su voracidad; ya saben, así como se llevó los tres dientes… Pero me equivocaba: sigue con ella. ¡Es indestructible!
Me provocó propinarle un puntapié, pero sabía que a mí me dolería más que a él, literalmente.
—Touya, no seas así con tu hermana —le reprendió mamá. Luego me miró—. ¿Quieres más ensalada de papas, hija?
—No, gracias, así estoy bien.
—Pero no comiste mucho, cariño.
—Estoy bien, en serio… Quiero dormir un poco.
Ella vaciló.
—Oh, está bien entonces. Te acompaño.
—No, ma. Me instalaré en el sofá de la sala; tranquilos todos —advertí rápidamente apenas noté sus intenciones (la de los tres) de levantarse a ayudarme. Ningún ademán se me antojaba más pedante—. Gracias.
Me elevé como si mi cuerpo pesara poco más de una tonelada, me ayudé con los espaldares de las sillas y finalmente crucé el umbral sintiendo un punzante orgullo en el pecho (¡lo había logrado, y sola!), más un dolor en el pie, pero lo ignoré.
—¿Qué haremos con su plato? —Oí preguntar a papá.
—Refrigéralo y se lo recalientas para la cena.
—¡No seas tacaño, Touya, no sabrá igual! —le espetó mamá.
—La verdad, cielo, es que sabrá mejor —dijo el esposo.
—¡No voy a recalentarle la comida a mi hija!
—Entonces —intervino mi hermano—, me lo comeré yo. Eh, papá ¿me pasas la sal?
***
Mi prima, Tomoyo, vino a visitarme por la tarde.
—Oh, pobre Sakurita —decía, mientras le aplicaba a mi cara olorosas cremas humectantes con el amor de una mamá—. Aunque ya te ves mejor. —Sacó de su bolso dos barras de lápiz labial y me los colocó frente a los ojos, uno al lado del otro, sosteniéndolos en cada mano—. ¿Cuál prefieres: "Diversión Carmesí" o "Brillo de Ángel"?
—Creo que "Brillo de Ángel" —decidí—. ¿Son todos los nombres de los cosméticos así?
—¿Así cómo? —preguntó Tomoyo, aplicándome el pintalabios.
—Pues, así de ridículos.
Se rió.
—Ay, mi Saku; siempre tan elocuente… Han de serlo para llamar la atención. Las personas, especialmente las mujeres, nos dejamos manipular mucho por las apariencias, y eso incluye tanto la imagen como el nombre del producto. Las mercancías con nombres aburridos no producen ganancias. Además, hemos de asociarlas con cosas agradables (tampoco pueden llevar cualquier nombre). Es como un divertido juego de palabras, pero más concienzudo. Por ejemplo: El título "Brillo de Ángel" automáticamente te hace pensar en la inocencia y belleza de un serafín, ¿cierto? Si lo usas, inconscientemente creerás verte como uno… Es mucho más reconfortante que usar algo llamado, qué se yo, "Brillo Glicerina".
—Pero la glicerina es uno de los ingredientes —puntualicé.
—Sí, pero nadie ha de saberlo… Bien, frótate los labios. —Lo hice. Me dolió—. ¡Te ves divina!
Me observé frente al espejo que mantenía delante de mí.
Cicatrices, cicatrices y más cicatrices. Piel pálida y ojos como de muerto. Vendas rodeándome la frente y que además ya tocaba cambiarlas. Y un bonito color "Brillo de Ángel" (era un celeste claro, muy sutil) resaltaba un par de labios rotos y resecos.
Aquella imagen era horrible. Yo era horrible.
—¿Qué tienes? —me preguntó Tomoyo, al tiempo que me llevaba una mano a la cara para llorar—. ¿No te gustó?
—Es precioso, Tomoyo —balbuceé, bajo lágrimas—. Quien es fea soy yo.
—Ay, mi Saku. —Se sentó a mi lado—. Nena, no te oprimas por esto; es tan solo una etapa, pasará dentro de poco… Has estado mejorando considerablemente, cariño. Y yo voy a ayudarte con las lesiones: Te maquillaré, luego iremos para que te hagan un peinado precioso. Estás flaca, por lo que compraremos ropa nueva ¡y un par de vaqueros que acentúen tu plano culito!
Tan linda, Tomoyo. Creía que todo se solucionaba con maquillaje y una visita a la Guess.
Me sorbí la nariz.
—No, Tomoyo, no es eso. Me siento sola, y débil y… —Bajé la voz, acercándome a su oído—. Y quiero verlo.
Ella abrió como platos sus ojos.
—¿Te refieres a…?
—¡Sí! —la corté.
(Disculpa el comportamiento top secret, pero esto es algo que mi familia no ha de enterarse; y juro por mi nombre que las paredes de la casa tienen oídos muy agudos. En serio. Una vez, por ejemplo, le conté a Tomoyo —cuando teníamos 14— que el chico nuevo del intercambio —un inglés— había sido mi primer beso.)
Ocurrió en el pasillo que comunica a los salones, después de la hora del almuerzo. Yo caminaba, sin preocupaciones, mirando embobada mi cuaderno de Biología; lo había forrado con una imagen de Anthony (un personaje guapetón de la serie televisiva Candy Candy) encontrada en una revista para adolescentes. Improvisamente Chico Inglés caminaba a mi lado.
—Hi! —me saludó. Y yo me reí: nadie saludaba con un hi, o sinónimos. Y, además, ¡tenía un acento tan mono…!
—How are you? —le seguí la corriente, sólo para bufonear.
Él me sonrió.
—Noto que eres fan de Candy Candy. En Inglaterra pasan la serie, aunque traducida al inglés.
¿De veras? Qué gracioso sería eso. Imaginé por un instante a Anthony, un protagonista, declarándole amor a Candice, la protagonista, con palabras del tipo: I love you, my darling. Marry me forever. ¡Qué romántico!
Lord England siguió platicándome sobre la serie y sus capítulos (allá estaba dos temporadas más atrasada), para después saltar a cómo se había construido el Big Ben, bla, bla, bla, finalizando con la receta secreta para preparar un buen muffin (aquí pensé en mamá). No era que no me importaran sus peculiares tópicos de conversación. Al contrario, lo miraba como absorta mientras transcurrían los tres minutos más pedagógicos de mi vida. Pero de pronto él se detuvo, y yo también me detuve. (Viste que sí le estaba prestando atención, de lo contrario hubiera seguido de largo.)
—¿Qué? —pregunté.
—Tienes una pestaña…
Y sin pedir permiso —que igual se lo hubiera dado—, Inglaterra alargó una mano y posó un dedo bajo mi ojo izquierdo.
Bien, era la primera vez que un chico me tocaba… Un chico no-japonés. Aquella primicia me hizo sentir interraciales cosquillas en el estómago; acto seguido, mis párpados se cerraron maquinalmente y mi cuello se estiró.
En un lapso mucho más veloz del que él normalmente recurriría para exclamar What the fuck!, me hallé besando sus occidentales labios. La experiencia fue sorprendente, y, todavía más sorprendente fue el hecho de que él no exigiera explicación alguna al culminar. Hum, probablemente sea una cuestión de ingleses, me dije a mí misma. (Años después me enteraría que él había pensado casi igual: «Hum, probablemente sea una cuestión de japoneses».)
Bueno, el punto del caso es que aquello se lo confesé a Tomoyo ¡escondida bajo la cama de mi habitación y con la puerta cerrada con llave! Al día siguiente tanto mi familia como los del instituto sabían de mi beso con Inglaterra. ¿Cómo podemos explicar aquello? a) O Monarquía fue un bocón, o b) Las paredes de mi casa tienen orejas Dumbo.
(Hoy por hoy todavía pienso que la opción b es la más acertada.)
—¿Has hablado con él? —me preguntó Tomoyo. No se refería al inglés.
Negué con la cabeza.
—No desde el accidente —dije—. O sea, no desde hace tres meses… No sé dónde está, Tomoyo… y tampoco sé si quiere verme —sollocé.
—Oh, mi pobre Saku. —Palmeó mi espalda. Mal hecho—. ¡Ay, disculpa! Se me olvidaba lo del hombro.
—No hay problema.
—Bueno, Sak, deberías llamarlo. No pierdes nada con hacerlo.
—Lo sé, pero no es suficiente… —Callé, con el propósito de agregar vehementemente—: Quiero ir a Hong Kong.
Tomoyo me obsequió su fría mirada de alarma.
—Estás lesionada —me recordó secamente.
—Me curaré algún día.
—¡Entonces, estás loca! —Se predispuso a guardar todos los cosméticos dentro de su gran bolso Louis Vuitton.
La detuve tomándola de un brazo; también me dolió.
—Por favor, Tomoyo. Todo lo importante de mi vida está allá: mi trabajo, mis amigos, él.
—Sakura: Tu familia está aquí, quienes te quieren están aquí, ¡yo estoy aquí! No puedes irte. No podemos dejarte sola, allá, sin saber nada de ti… indefensa... —Su voz iba desvaneciéndose paulatinamente. Figuro tenía una imagen mía temblando de frío bajo un gélido chaparral cosmopolita; aquello la horrorizaba hasta los huesos.
—Entonces vente conmigo.
La imagen en su cabeza se quebró.
—¡Estás loca!
—No —refuté—. Te vienes conmigo, y me cuidas mientras estoy en busca de Syaoran.
—¡Calla, calla, calla! ¡No lo puedo creer! —Se levantó del sofá—. No puedo creer que me pidas nuevamente que abandone mi hogar, mi oficina, mi trabajo, ¡el país! —Empezaba a respirar convulsivamente—. Han de ser los malditos analgésicos —farfulló, ahogada. Hurgué frenéticamente en los saquillos de su bolso y, al encontrarlo, le lancé el inhalador para el asma—. Gracias —dijo.
Esperé a que se sosegara. No quería impartirle un daño permanente a sus pulmones.
—Por favor. —Tanteé la zona, notando que la atmósfera se había calmado—. Te necesito.
—Oh, no me mires con esa maldita cara de cachorro regañado. ¡Sabes que no la resisto!
—Por favor, ¿Tommy? ¿Tomoyo?
—Esa… maldita… cara… tuya… tan linda. —Pestañeé dos veces—. ¡Argh, está bien! —resopló—. Pero me la deberás.
—¡Gracias, prima, eres la mejor! —la adulé estirando un brazo (el que podía estirarse). Mas Tomoyo se acercó y roció la medicina de su inhalador en mi cara—. ¡Auch!
Las heridas empezaron a quemarme.
***
Sobre mi prima.
Tomoyo Daidouji nació en Japón, el 03 de septiembre, en un hospital con gran renombre de Tokio. A juzgar por su apariencia actual pensarías que fue una niña afortunada, popular y hermosa. Que probablemente no lloró al nacer, y que en vez de atestarle una cachetada la enfermera ayudante de parto lo que hizo fue acariciarla y Tomoyo sonreír.
Pero no.
Hija de Sonomi Daidouji y de un famoso-aunque-anónimo-empresario, dueño de una firma de cosméticos (Daidouji's Delights), Tomoyo era una niña fea y gorda. Su infancia y adolescencia no acapararon los mejores años de su vida, sino los peores.
Usaba lentes de culo de botella debido a que había nacido con estrabismo y desarrollado más adelante miopía. Era tímida al hablar y, cuando reía, clausuraba sus carcajadas con extraños carraspeos y varios "oinks, oinks" (en fin, la onomatopeya para representar el bramido de un cerdo). Además padecía de asma, condición que la obligaba a cargar con su inhalador de arriba abajo.
Como imaginarás, todos aquellos atributos la convertían en el blanco predilecto de los malosos.
—¡Bola de queso! —la llamaban. A lo cual Tomoyo respondía, conteniendo unas cuantas lágrimas y alzando sus rollizos puños:
—¡No soy una bola de queso!
—Es verdad, los quesos son amarillos. ¡Bola de tofu!
A partir de entonces el apodo Tofu Daidouji la perseguiría como un fantasma. Incluso ahora, me confiesa, se despierta por las noches, sudando y gimiendo: «No soy un tofu. No soy un tofu».
(Bonus literario #1: Tomoyo odia el tofu.)
No obstante, no hay mal que dure cien años. Así pues, a inicios de la universidad, Tofu Daidouji ya era historia. Tomoyo empezó a hacer la dieta Atkins: rebajó los kilos. Se inscribió en yoga: moldeó su cintura. Adquirió unas lentillas: luego se operó. Operó también las tetas, y aplicó enjuagues de nombres francés a su ahora-sedosa cabellera.
(Bonus literario #2: Tomoyo nunca fue pelinegra. Ese no es su verdadero color de cabello. La verdad es que Tomoyo era pelirroja, como su madre. Aunque con un tono tirando más a naranja, como zanahoria. ¡Era horroroso! Pero shh, únicamente ella y yo lo sabemos. Y bueno, los del instituto. Pero ella ahora se hace pasar por Tomoyo Daidouji, la prima de Tofu Daidouji, cuando se los encuentra por eventualidades de la vida.)
—¿Primas con el mismo nombre? ¡Qué casualidad! —le responden gozosos.
Y sin embargo, Tomoyo no se siente del todo feliz con su uau-fabulosa transformación. A menudo se queja de haber perdido la virginidad a los 21.
—¡Tan tarde! —solloza.
Siempre hemos sido mejores amigas. Nos las pasábamos regalándonos brazaletes y demás pamplinas cursis, y, me cuesta admitirlo, todavía los usamos. Ella tiene una sencillo listón color verde (el color de mis ojos) rodeándole la muñeca derecha —Tomoyo es zurda—. Y yo de color azul, el color de sus ojos (lo único que se conservó natural en Tomoyo), en mi izquierda. Como alhajas ella tiene una S (la letra con la cual se escribe mi nombre romanizado), y yo una T.
De haber sido lesbianas, ya nos habríamos empatado: No es prejuicio enamorarte de tus primos aquí en Japón.
Tomoyo actualmente se dedica al negocio de la familia. Aporta ideas para D'sD (suya fue la del slogan que recitaba que sus productos poseían la milagrosa capacidad de transformar a una gorda indeseada en una sensual vampiresa. «Experiencia propia», se jacta), sale de juerga cada noche y vive en un lujoso apartamento en Minato, Tokio. Sus padres, en cambio, viven en una mansión aquí en Tomoeda. «La casa más grande del pueblo», la llaman la población. (Sirve de atracción turística de la zona.) Fue obra de un arquitecto del siglo pasado, que perteneció a la madre de la madre de la madre del padre de Tomoyo, su tátara-algo-abuela.
Oh, y se me olvidaba: Mamá y Sonomi son primas, igualmente. Se llevan muy bien, de hecho. (Aunque la primera acostumbra a referirse a la segunda, despectivamente, como la «Ricachona de la Familia»; luego se traga las palabras, sobre todo cuando tía Sonomi le regala muestras de sus caros productos anti vejez. Allí la considera una «Santa de Mujer».)
Mi prima abandonó nuestra morada, no sin antes advertirme cuán loca yo estaba, trayendo a colación en un momento tan delicado e inoportuno como este mi deseo de ver a Syaoran. Pero le describí la capital de Hong Kong, Victoria, sus centros comerciales y modernos rascacielos, y me pareció percibir un brillo de curioso interés en sus ojos.
—Bueno, no me harían mal unas vacaciones —se despidió.
Al poco rato fui a ver televisión. No tenemos cable en el salón familiar, por lo que carecemos de un actualizado contacto con las series americanas en ese espacio de la vivienda. Me gustan mucho aquellas; sus actuaciones son más creíbles y menos ridículas que la de los japoneses, admito. Supongo que por ello todas sus películas de sumo y demás artes marciales son cómicas. O que por ello colocan al personaje asiático como a un nerd con el pito pequeño: Somos ridículos ante sus ojos.
Estaban pasando un capítulo de E.R. con George Clooney, y pese a que adoraba esa serie —y esas temporadas— al verlo sentí zozobra: Yo me parecía tanto a ese cuerpo en la morgue. Cambié de canal y me decidí a ver una producción nacional: Pretty Guardian Sailor Moon. ¡Joder, realmente somos ridículos!
Mamá nos llamó para cenar a eso de las siete. La ayudé a colocar los vasos (sólo los vasos. Un prodigioso avance, sinceramente) y recibí a cambio más reconfortante palmaditas en la coronilla. Esta vez comí con apetito: me acabé casi todos los pulpos bebés y serví dos raciones de ensalada de cangrejo. Charlamos un rato previo al postre —helado con pastel de chocolate—, y, después, otro rato más.
Como siempre, mamá me ayudó a subir a mi habitación. Contó las pastillas que debía tomarme (15), y se quedó a esperar a que me las tragara una por una, siempre mirándome con devoto amor. Agradecía bastante de sus cuidados.
—Buenas noches, cariño —se despidió, plantándome un beso en la mejilla.
—Buenas noches, mamá.
Permanecí mirando el techo de mi habitación a oscuras. Hace tiempo lo había adornado con estrellas de plástico «Ellas brillan en la Oscuridad», pero la pega había cedido. Con el pasar de los años muchas se fueron cayendo y al presente faltaban cinco para delinear a la Osa Mayor. Mamá me expresó un día que al darse cuenta de la escasez de estrellas se dedicó a la búsqueda de las extraviadas por Mar y por Tierra (ella es un poco exagerada), pero sin resultados fructuosos.
Suspiré. Espero que lo mismo no me pase con él.
Quise rodar de lado, pero el dolor en el hombro me recordó que aquello no sería una buena idea. ¿Cuánto tiempo dormiría boca arriba? Suspiré otra vez.
No me quedaba de otra que contar las estrellas para conciliar el sueño. Lo había hecho tantas veces que ya sabía cuántas eran: 25.
Pero empecé de nuevo.
—Una, dos, tres, cuatro… Buenas noches, Syaoran.
Bostecé, y me quedé dormida.
Continuará…
Próxima canción:
She works hard for the money, de Donna Summer.
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(Notas de Autor): Hello, mis chéries! Aquí les presento una nueva historia orgullosamente inspirada en los 4 primeros capítulos de la novela de Marian Keyes, ¿Hay alguien allí fuera?
¿Expectativas? No la quiero larga: más de 10 capítulos, menos de 15 (más que eso son "súper largas"). Y como mi nervio escritor tiende a decaer a partir de tres capítulos, no quiero extender el número y disminuir la redacción... Pero quizá sí sea larga, lo que significa me tomará tiempo. Además traeré a muchos personajes de otras series de CLAMP (L). Y de aclaratoria: Sakura será la narradora. ¡Amén!
Así que ya saben, si les gustó y provoca: ¡dejen reviews! Cariños, Margot.
