El «don de especie»

Aquella noche, Judy soñó con sus hermanos mellizos.

No los veía desde la Navidad del año anterior, y no los llamaba desde que había entrado en la Academia, hacía ya tres años, pero aun así, en su sueño seguían como siempre.

No habían sido una camada excepcionalmente numerosa. No eran desde luego como la legendaria Décimo Cuarta Camada, que ellos solos ocupaban toda una Zona de la madriguera, ni como el pobre Albert, único miembro de la decepcionante Tercera Camada, que había venido al mundo tembloroso y empapado entre los cadáveres de las demás crías. Cuando tu madre se quedaba embarazada cinco o seis veces al año, por desgracia, estas cosas pasaban a menudo, pero aun así Judy evitaba trabajar en la parte de la granja que quedaba más cerca del cementerio de los Hopps.

Judy sonrió en sueños, olvidando esa inquietante imagen. Allí estaban Gerda y Adelaide, que se casaron nada más terminar el instituto y ya tenían tres docenas de hijos cada una; Furris, que trabajaba de ingeniero de regadíos en las colonias agrícolas de Arroyociervo; Alexei, que se había convertido en un pacífico farmacéutico; y luego ella, Judy. Cinco cojincitos suaves e inquietos que se revolvían nerviosamente en la destartalada cuna, que antes de ellos ya había acogido a veinticinco camadas de la familia Hopps.

En el sueño, los cinco estaban en su habitación de siempre al final del pasillo del cuarto piso de la madriguera. A través de las paredes se oía al resto de sus hermanos armar alboroto en el baño que compartían con las otras tres camadas de la Zona 8. Gerda y Adelaide estaban frente al espejo aplicándose una nueva mascarilla para el pelaje de las orejas. Alexei estaba arrodillado en el suelo, jugando con su nuevo equipo de química, y Furris y ella estaban haciendo una guerra de almohadas desde la cama superior de las dos literas. Entonces, el cojín de Furris se desvió al tocador, donde quedó pegado en la oreja derecha de Adelaide, embadurnada de apestosa crema azul. Furris se disculpó mientras bajaba por la escalerilla de la litera, pero ella empezó a llorar, lo llamó «imbécil», y al instante todos empezaron a discutir, saliendo en defensa de uno u otro hermano agraviado. Judy se puso su gorra de policía y trató de poner orden, pero Alexis la llamó «flipada» y los cinco se enzarzaron en una pelea que terminó en mocos y una lacrimógena reconciliación colectiva.

Judy se revolvió en la cama. A partir de allí a su mente no le costó nada evocar la madriguera donde se había criado: soñó con las paredes rosas decoradas con motivos de orejas alargadas, con los campos de zanahorias que se extendían hasta la cerca del señor Brandell, y con aquel caos constante de lavadoras zumbando sin descanso, gritos, tintineo de platos, y esa agobiante sensación de que terminaría ahogada entre líos de ropa, restos de comida y hermanos, hermanos por todas partes.

Cuando, con mucha cautela, se le llamaba la atención a la señora Hopps sobre ese último aspecto (en el colegio, en el médico, en el registro censal del ayuntamiento), ella solía replicar:

-El Señor nos ordenó que poblásemos su vergel -decía, una opinión muy extendida entre las otras madres conejo-. Yo sólo cumplo mi deber como una buena zoostiana.

Luego abandonaba la sala majestuosamente, con las orejas muy tiesas.

Judy soltó una risita mientras se daba la vuelta en la cama. Su madre tenía doscientos setenta y cinco hijos e hijas de entre los treinta años y los seis meses, pero aun así era una coneja tranquila y afable, y parecía tener tiempo para todo: no sólo alimentaba a los ciento sesenta hijos que todavía vivían en la madriguera familiar, sino que también ayudaba en la granja, asistía a las reuniones de padres de todos los cursos, lavaba y cosía la ropa, pagaba sus impuestos y aun así (aun así) Judy siempre la recordaba leyendo un libro en el porche (normalmente vidas de santos o recetarios), paseando por los alrededores de la granja o contemplando el cielo estrellado con su padre.

Siempre, siempre tenían tiempo para ella. Cuando Judy los necesitaba simplemente iba a la cocina (equipada con un congelador industrial de doscientos metros cuadrados y una trituradora de residuos que consumía la mitad de la electricidad de la madriguera), y allí estaban ellos, sentados tranquilamente con una taza de zumo de zanahoria frío entre las manos. «¿Qué ocurre, Judy-Dudy?», le preguntaba siempre su padre.

Ella no cabía en sí de la incredulidad, porque a veces juraba que sus padres podían estar en varios lugares al mismo tiempo.

-Es el don de especie, Judy -le decía siempre su madre tras revolverle las orejas-. Los elefantes pueden memorizar los cánticos de la Zooíada a la perfección. Los lobos saben al instante la posición exacta de la luna en el firmamento. Y nosotros, los conejos, podemos manejar una familia de trescientos miembros sin enloquecer en el intento.

Judy adoraba a sus padres. Pero, a pesar de lo querida que se sentía por ellos, a veces le habría gustado que hubiesen contenido un poco su instinto reproductivo. Ella, por ejemplo, tenía muy claro que no iba a ponerse a parir crías como quien dispara bombas de un cañón, una tras otra.

Primero estaban las Navidades. Los señores Hopps habían perdido el contacto con la mayor parte de sus respectivos hermanos, pero aun así se reunían cada año con sus compañeros de camada. Su madre provenía de una camada de trece miembros, y su padre, de una de siete. Cada uno de sus tíos y tías tenían más o menos la misma cantidad de hijos que los padres de Judy, de modo que eso ascendía aproximadamente a cinco mil cuatrocientos primos. «Demencial» sería una palabra muy suave para definir el caos que se generaba durante esas reuniones familiares. La última vez, sin ir más lejos, los Hopps casi habían desplomado el edificio de recepciones que habían alquilado, pues superaron con creces el aforo máximo permitido. El suceso había salido en los periódicos y todo.

Luego estaba el caso de los propios hermanos. Judy nunca había estado segura de saber el nombre de todos, así que ni mucho menos podía acordarse de qué le gustaba a cada uno, de qué trabajaba o cuáles eran sus sueños o sus aspiraciones. Judy, en cambio, era conocida en toda la madriguera, naturalmente. Hubo un episodio especialmente gracioso al respecto cuando Judy se cruzó por el pasillo del séptimo piso con un hermano al que no había visto en su vida. Pero él se detuvo en medio del pasillo, con la nariz temblando.

-¿Tú eres... tú eres la que quiere ser policía? -había preguntado, aterrado.

Ella había asentido (tenía quince años por aquel entonces, y ya no le dolía que su familia no la apoyase en ese tema) y su hermano, al que tampoco volvió a ver nunca más, dio la vuelta y se internó en la madriguera.

Y luego estaban esas siniestras historias que a Judy le contaban en el colegio: crías que morían de hambre en sus madrigueras porque sus padres no se acordaban de su existencia, madres desquiciadas que se suicidaban del estrés, o parejas que tenían que anular su matrimonio al descubrir en el registro censal que eran hermanos o primos. Ninguno de aquellos rumores se había confirmado nunca, pero aun así Judy no pensaba arriesgarse. Además, la idea de enamorarse de un hermano suyo tenía algo de perturbador. Casi tanto como enamorarse de un animal de otra especie.

Judy se estremeció en sueños, y su colcha se deslizó hacia el borde de la cama y terminó cayéndose al suelo con un ruido sordo. El Gobierno había decretado hacía un par de años que las parejas de conejos no podían superar el medio centenar de crías. Si así lo hacían, se verían obligados a tomar las pastillas contraceptivas («¡Sacrilegio!», había exclamado indignada su madre cuando salió la noticia en televisión) que habían desarrollado los científicos de Zootopia.

Zootopia. Ella estaba en Zootopia. Se había graduado hacía dos días, y ahora iba a cumplir el sueño de su vida.

Judy se despertó sobresaltada.