CAPÍTULO 1

Miró hacia el cielo las escasas nubes con una media sonrisa pintada en el rostro. Amaba los días soleados, y afortunadamente, de esos había muchos. Siguió andando por la empinada calle, con las pocas fuerzas que ya le quedaban a sus piernas, aunque siempre se ufanaba de decir que aún era muy vital para su edad.

En el camino, la saludó el anciano vendedor de libros. No faltó la queja por las malas ventas.

—El internet lo arruinó todo –le dijo el anciano—. Los jóvenes de hoy en día ya no quieren leer en libros.

—Ya pronto volverán –lo animó ella con voz tranquila, y encaminándose a la puerta de entrada de su edificio. —Con una sonrisa, y sin agregar nada más Candice se alejó. Las cosas no mejorarían, y ella ya lo sabía; el mundo era cada vez más extraño e incomprensible. Los jóvenes cada vez más indistintos, y a la vez, tan diferentes entre sí. Las modas corrían de manera más rápida, los hallazgos, los descubrimientos, las tecnologías…

Ella tenía un teléfono celular que apenas servía para el propósito de hacer y recibir llamadas, y estaba obsoleta, pues habían salido los llamados SmartPhones que al parecer le solucionaban la vida al que lo poseyera, y no se diga del internet, la televisión, la música…

El mundo se movía a velocidades cada vez más vertiginosas y se hacía más y más incomprensible. Lo que no entendía era por qué, si todo aquello le facilitaba la vida al hombre, cada vez había más niños abandonados, más familias rotas, más mujeres solas… Bueno, en su época las había, y ella era una, si tenía que ser sincera.

—Hola, Canndice –saludó Pati al salir del viejo ascensor. Era una mujer de pasados cuarenta, de piel blanca y labios rojos, con ojos almendrados característicos de su raza y una sonrisa que ella sabía era sincera. Eran vecinas desde hacía mucho tiempo.

—Hola, Pati. ¿Mucho trabajo hoy?

—Ah, lo de siempre –contestó Pati, que trabajaba de maestra a domicilio, y con su sueldo ayudaba en los gastos de su casa.

—Siempre me pregunto de dónde sacas tanta energía –se admiró Pati, y la misma pregunta se hacían todos. ¿Cómo una anciana de su edad podía hacer tantas cosas en un solo día?; se levantaba a las cinco de la mañana, se preparaba su desayuno, y a eso de las seis salía rumbo al Hospital General de Chicago, donde hacía de voluntaria en el pabellón de los niños con cáncer. Allí les leía cuentos, les contaba historias, les ayudaba o convencía para que se tomaran sus medicinas, y en algunas ocasiones, se hacía pasar por la abuela que aquel niño ya no tenía. Hacia el mediodía, luego de un magro almuerzo ofrecido por el mismo hospital, se encaminaba a las clases donde enseñaba inglés a inmigrantes, teniendo muchas veces que hacer doble turno y quedarse también en la noche para, al final del día, volver a casa, alzar un poco sus cansados pies, escuchar a Edith Piaf en su pequeño y anticuado equipo de sonido y continuar con la lectura de la novela que en el momento estuviera llevando.

Y así se pasaban los días uno a uno. No podía decir qué era lo que normalmente hacía una mujer de su edad, pues no conocía muchas. Sus amigas eran mucho más jóvenes, mujeres de sesenta, o que apenas si rozaban los setenta, y la mayoría tenían sus familias numerosas a las que dedicarles su tiempo o, aquellas que tenían menos suerte, estaban recluidas en asilos y centros geriátricos. Por eso acercarse tanto a los ochenta la hacía sentir a veces solitaria, egoísta, como si le estuviera robando los años de vida a otra persona. Pero esa era y había sido su vida desde que él decidio a Susana... y ella no le dijiera lo que su corazón sentia.

Llegó al piso cuatro, y antes de entrar a su pequeño apartamento, escuchó el llanto de Nicolle, la bebé de apenas un año que vivía en la puerta de al frente. Se giró y tocó un par de veces en la puerta de su vecina. Nicolle ahora berreaba con toda su garganta.

—Ay, Dios, Candice. Gracias al cielo que eres tú –fue lo primero que dijo Tess, la madre de la pequña llorona, una mujer joven, pero con aspecto cansado, muy delgada, con la ropa un poco sucia y muy poco arreglada. Candice White no dijo nada, simplemente extendió los brazos en los que se precipitó la niña, se aferró a su cuello y, milagrosamente, se quedó callada. Ahora sólo hipaba y gimoteaba lastimeramente, así que sin mirar mucho a su madre,

Candice empezó a masajear su espalda y a cantarle:

En mi ventana veo brillar, las estrellas muy cerca de mí. Cierro los ojos, quiero soñar con un dulce porvenir. Quiero vivir y disfrutar, la alegría de la juventud, cada noche para mí, mil estrellas tienen luz...

Tess sonrió maravillada cuando vio que Nicolle se había quedado dormida casi inmediatamente, aunque no era ni por asomo la primera vez que aquello sucedía

Desde que naciera, había desarrollado el vicio de llorar y llorar hasta que venía Candice, la tomaba en sus brazos y le cantaba aquella canción que al parecer había compuesto ella misma. Se la había aprendido para cantársela a la niña en esas noches que simplemente le daba vergüenza importunar a la anciana, pero no daba resultado; Nicolle simplemente comprendía que ella no era Candice y no dejaba de llorar.

—Dios te bendiga, Candice… eres…

—Ni lo digas, me encanta dormirla.

—Sólo espero que crezca y deje sus malos hábitos –le dijo sonriendo y disculpándose al tiempo.

— ¿Para qué? –le reprochó Candice con ojos melancolicos—. ¿Para qué cuando sea una adolescente desees que vuelva a ser una bebé, cuando todo era más fácil?

—Seguro que yo no diré eso… no hay época fácil para una madre soltera. Candice la miró y suspiro. Era verdad. Tess podía llamarse a sí misma madre soltera, dado que el padre de sus hijos se había largado mucho antes del nacimiento de Nicolle, y la había dejado con dos niños y un embarazo avanzado para que se las arreglara como pudiera. En muchas ocasiones Candice le había dado de su pensión para que lograra llegar a fin de mes, sobre todo cuando uno de los niños enfermaba y había que hospitalizarlo y comprar los medicamentos que necesitaba. Tess la compensaba siendo su amiga, cuidándola cuando se enfermaba ella.

Caminó por la estrecha sala, idéntica a la suya, con la niña sobre su pecho, que ya se iba quedando dormida. De repente, sintió un leve dolor en el brazo, pero se lo achacó al peso de la pequeña.

— ¿Y cómo fue tu día? –Le preguntó Tess internándose en la cocina. Candice se sentó en uno de los desgastados sofás. Kyle y Rori, dos niños entre los cinco y tres años, se le sentaron a cada lado muy tranquilamente y le hablaban de su día, indiferentes a si ella les contestaba o no.

—Un poco difícil –le contestó Candice esforzándose para que su amiga no notará el dolor en su voz—. Hoy… —miró a los niños, como pensándose si decir o no lo que había sucedido en el hospital, así que recurrió al lenguaje clave que habían desarrollado al ver que era inevitable hablar de ciertas cosas delante de ellos—. Bueno, despedimos a uno.

Tess salió de la cocina y la miró con rostro pesaroso.

—Qué pena –cuando notó que Nicolle ya estaba dormida, se apresuró a terminar lo que había empezado en la cocina, pues quería brindarle algo de cenar, y si no le ponía el plato en la mano antes de quitarle a la niña, se escabulliría, como solía hacer. Siempre le preocupaba la alimentación de la anciana, que vivía sola desde que la conoció. Candice sonrió sabiendo lo que pensaba Tess, y se recostó en el sofá masajeando aún la espalda de la niña. Ah… cuánto le hubiese gustado a ella haber tenido hijos. Había vivido la maternidad a través de muchas otras mujeres a lo largo de su vida, pero nunca había sido suficiente. Si hubiese tenido hijos, tal vez ahora tendría nietos, y hasta bisnietos; tenía la edad para ello. Si se hubiera quedado con él...

Dejó salir el aire intentando sacudir sus pensamientos, que eran el camino perfecto para la depresión, y no quería caer en ella. Por eso mantenía la mente ocupada, por eso no dejaba espacio a la vagancia.

Tess hizo lo que siempre hacía, le puso un plato en una mano, y le quitó a Nicolle de los brazos. La niña apenas protestó un poco y volvió a quedar dormida. Candice empezó a comer, y a ayudar a los niños con su cena mientras ellos hablaban sin parar, luego, conversó un rato con Tess acerca de mil cosas. A pesar de ser tan distantes en la edad, se podía decir que eran amigas; Tess la trataba no como a una madre, o a una abuela, sino como a una igual. Reían, contaban historias, se preocupaban la una por la otra, y lo esencial: se hacían compañía. Tess no desaprovechaba la oportunidad de hablar con otra adulta cuando tenía oportunidad, y Candice realmente había desarrollado cariño por ella. Eran amigas.

—Ya me voy a acostar –le dijo, despidiéndose.

—Descansa, Candice. Hoy te veo más agotada que de costumbre.

—La verdad, sí me siento un poco cansada --admitió ella, masajeándose el brazo, que le volvía a doler.

—Sería raro si no, con todo lo que haces a diario –sonrió Tess. Se inclinó a ella y le besó las canas—. Duerme, pequeña.

—Nunca te quitaré el vicio de llamarme pequeña, ¿verdad?

—Para mí lo eres.

—Sí, sí. No te dejaré una gran herencia cuando me muera, lo sabes.

—No lo hago por eso, mujer tonta. Y tú no te vas a morir aún—. Candice sonrió saliendo de la pequeña sala hacia el pasillo común. En un par de pasos, ya estaba frente a su puerta.

—Aunque, siendo serias –sonrió Candice—, ya que no tengo herederos, te lego a ti todos mis bienes…

—Candice, cállate ya o me enojaré.

—Mi música y mis libros –insistió—, que es todo lo que tengo…

—Estás horrible hoy –murmuró Tess y desapareció tras su puerta.

Candice volvió a sonreír meneando su cabeza. Esa era su reacción siempre que le hablaba de la muerte. Pero para una mujer de setenta y nueve años, hablar de la muerte no era tan metafórico. La muerte no estaba lejana. La muerte estaba aquí. Miró en derredor su pequeña sala, llena de estantes con libros de todo tipo, desde los clásicos universales hasta las novelas de bolsillo más baratas. Siempre le habían dicho que no tenía paladar para la literatura, pues leía de todo, y no se limitaba sólo a la llamada "buena literatura"; en su estantería había libros hasta de Corín Tellado. Tuvo la tentación de hacer sonar Non, Je Ne Regrette Rien de Edith Piaf, pero ya no era hora de escuchar música, a pesar de que apenas eran las nueve de la noche. No quería estorbar a los vecinos, así que se encaminó a la estrecha habitación donde se hallaba su pequeña cama, y se sentó en ella.

Pronto llegaria Mayo, exactamente en un mes cumpliría los ochenta años, y sabía que en el edificio sus vecinos se unirían para celebrárselos. Se reunirían en la casa de alguno y comprarían una tarta de chocolate entre todos, y seguramente tardara poco más de una hora mientras todos bebían alguna copa de vino barato y su porción de tarta de chocolate para luego ir a sus casas como siempre; pero lo habrían hecho con cariño, sabiendo que eran la única familia de la anciana. Ella tendría que sonreírles, y fingir que había sido una vida larga y productiva, llena de aventuras y amores. Había sido larga, pero nada más.

Quería escuchar "Non, Je Ne Regrette Rien " Aunque aquello era falso; la canción decía: "No, no me arrepiento de nada", pero ella se arrepentía de muchas cosas. Se arrepentía de haber amado tanto a un solo hombre que quedó incapacitada para amar a ninguno más, y en este preciso instante, se arrepentía de haber sido tan cobarde como para dejarlo ir, sin luchar hasta la muerte por él. Se levantó y caminó hacia una cómoda de madera, de donde sacó una pequeña caja sombrerera que contenía sus recuerdos. Vio fotografías, recortes de periódicos, y cartas, muchas cartas. Entre las fotografías, buscó una que ya sus dedos tenían memorizada: la de Terrunce GrandChester. Lo había conocido cuando dejaba de ser una niña y se enamoró de él inmediatamente. Habían sido los mejores amigos, jugaron juntos, hicieron juntos travesuras, y se habían dado el uno al otro su primer beso. Cuando adulto, él era realmente guapo; alto, de cabellos castaños, cejas pobladas, y piel blanca. Le quedaba bien todo lo que se pusiera, fuera una vieja camiseta hasta un traje de marca. Habían sido más que los mejores amigos, y ella creyó que él también se había enamorado, hasta que llegó Susana con su rubia cabellera tan lacia y perfecta como finos hilos y esbelta belleza. Ahora recordó cuando, la noche antes de su boda, él fue a verla. estaba indeciso acerca de la boda al día siguiente.

Candice White cerró sus ojos, y una lágrima rodó por sus arrugadas mejillas. Si pudiera devolver el tiempo, le habría tomado la mano y metido en su cama. Habrían huido a alguna parte, no importa cuál. Pero no, ella le dio la espalda. No lo miro a los ojos para que él no viera a través de ellos y le había pedido que no la dejara sola. Y él había hecho lo que era correcto: que se casara, que no la dejara plantada. Así, entonces, había perdido Terrence. Ella se había alejado de todo aquello y habia quedado sola para siempre. Intentó enamorarse de nuevo, claro que sí, pero ninguno logró llegar al fondo, donde aún tenía metido el beso que se había dado con él, las tardes tranquilas hablando del futuro a su lado. A los veinte había pensado que aún tenía tiempo para sanar su corazón. A los treinta, se convenció de que aún no era demasiado tarde. A los cuarenta, miró atrás y se dio cuenta de que se había quedado solterona, y a los cincuenta, simplemente se olvidó de sí misma, de su feminidad, y perdió la batalla contra la soledad. Lo más curioso e irrisorio de todo, lo que le avergonzaba admitir aun delante de cualquier sacerdote, es que era virgen. La mirarían con extrema compasión, y odiaba eso. Ser una solterona ya era bastante triste ante la sociedad como para además encimarle que ningún hombre había tocado su cuerpo, que la vez que vio uno desnudo, fue en el hospital, y el hombre estaba en los huesos y fuera de sus cabales.

El dolor en su brazo pareció cobrar vida propia, y se trasladó a su pecho. ¿Qué era aquello? Se puso la mano sobre su corazón, intentando hallar sus propios latidos. ¿Moriría aquí? ¿Al fin? Aquello le hizo reír. "Non, Je Ne Regrette Rien " Pero no, se arrepentía de todo. El dolor se agudizó, y cayó sobre su cama. No tenía forma de llamar a Tess; no quería morir sola. Encontrarían su cuerpo frío y tieso al día siguiente, el edificio se conmocionaría, llegarían las autoridades a hacer preguntas, y todos sabrían que la solitaria Candice White había muerto al fin, sola en su apartamento, porque ni gatos tenía, y sabrían que había fracasado en la vida.

—Por favor –murmuró, aunque no supo a quién. ¿Y para qué? ¿Qué era un día más, un día menos en su patética vida? ¿Para hacer lo mismo de siempre, subsistir? La vida es como el agua de un río, pensó, que corre presurosa hacia el mar, y jamás volverá a su cauce…

¿Qué sabes tú? –Dijo una voz—. Existe la lluvia. ¿Sabes lo que es la lluvia? El agua del mar, ¿que sabes si tienes la posibilidad de volver a la colina, allá donde creciste?…

Los ojos de Candice White se cerraron, y un cálido aliento se escapó de entre sus labios.

—Candy, por favor, ¡¡no!! –gritó Georgina desde la puerta de la enorme mansión, corriendo a pesar de sus tacones detrás de su hija, quien se internó en el deportivo haciendo oídos sordos a los llamados de su madre—. ¡Por favor, escúchame!

— ¡No quiero! –gritó Candy. Soltó los frenos casi al tiempo que pisaba el acelerador, y en el enorme jardín sólo se escuchó el chirrido de las llantas y la risa de Albert, el disque novio de Candy.

Georgina se detuvo en medio de la calzada del car lobby frente a su mansión y se llevó una mano a sus labios, intentando contener el llanto desesperado que pugnaba por salir. ¿Qué iba a hacer con esa muchacha? Acababan de encontrarle droga entre sus cosas. El servicio estaba entrenado y tenía orden de denunciar cualquier comportamiento de este tipo en su hija, pero eso a ella no le importaba; siempre, de algún modo, lograba meter de contrabando las porquerías que consumía. Esta noche no volvería a casa, estaba segura, y aquello empeoraba las cosas.

Habían organizado una cena con Terry GrandChester, y ella no iba a estar.

—Ay, Dios, ¿qué voy a hacer? –y lo peor era que William, su esposo, le echaría toda la culpa a ella, como solía hacer.

Si la relación entre Candy y Terry no se consolidaba con el noviasgo y luego el matrimonio; si por cosas de la vida Terry decidía que Candy no era la esposa adecuada para él; si no cambiaba pronto, si no enderezaba su camino y decidía por una vez en la vida hacer lo que sus padres le pedían, ella estaría en serios problemas. Una lágrima recorrió el pálido rostro de Georgina, e inmediatamente buscó un pañuelo para secarla. Su esposo no debía ver lo atribulada que estaba, ni Terry, cuando llegara. Tendría que hacer ella sola de anfitriona, y excusar con mil mentiras la ausencia de su hija.

— ¿Y ahora qué quería? –preguntó Albert, mirando fijamente el cabello de Candy, de un rubio encendido, y largo hasta la cintura.

—La muy maldita acabó con mis reservas. No sé cómo hizo, pero lo encontró. Mi casa no es un lugar seguro, nunca lo ha sido.

— ¿Y ahora?

—Ahora… —rezongó Candy—. Ahora busca a tu contacto y pide una nueva dosis. La necesito. —Sexy, no es tan fácil.

— Ah, ¿no? Años haciéndolo ¿y ahora me vas a decir que no es una cosa fácil de hacer? –gritó ella con sus ojos verdes más pálidos que de costumbre por la cólera. Albert hizo girar sus ojos en sus cuencas. Candy no era muy popular por su paciencia, tenía la mala costumbre de exasperarse con facilidad, y a la menor provocación gritar.

— ¡Está bien! ¡Pero ten cuidado! Has doblado la dosis, y…

— ¡Maldita, sea! ¡No eres mi padre! ¡Ni la hermana de la caridad! A buena hora vienes a hablarme de tener cuidado cuando fuiste tú mismo quien me dio la primera dosis…

— ¡Ya! Está bien, ¡te la conseguiré! Candy aceleró el deportivo internándose en la autopista. Aquella fue una noche como las que le gustaban. Licor, drogas, sexo, y otra vez licor, y otra vez drogas.

--Waaaahh!! ¡¡¡Qué escena más putamente sexy!!! Candy bailando casi desnuda, extremadamente hermosa, con su piel blanca, el cabello rubio encendido, los ojos verdes, sus facciones perfectas y delicadas, y unos senos totalmente apetecibles.

—Hoy tuvo su ración de..., a que sí –rio Justin, y los tres hombres le hicieron coro. Candy no escuchaba nada, no entendía, no quería saber. Se sentía sublime, adorada, llena. Luego de la sinica sesión, a la que pasados unos minutos se unió Craig, volvió a tomar su deportivo, a deambular por la ciudad. Iba ebria de poder, dueña del mundo, y de los tres hombres que iban con ella en el coche. ¿Y si probaba a conducir de pie?

— ¡Hey!, ¿qué haces? –gritó Albert.

—Estoy… tan…

— ¿Feliz? —Ayudó Justin.

Candy lanzó un grito jubiloso y pisó el acelerador. En casa, seguramente estaba su madre inventándose mil excusas ante el estúpido de Terry, y luego de la cena, su padre discutiría con ella por ser una pésima madre, por no haber cumplido con su labor, la única que tenía: cuidar a su hija. Se echó a reír al imaginar el rostro compungido de Georgina, y la pose tiesa de un palo de su padre. Pero cuando pensó en Terry casi se desternilla de la risa. ¿De verdad creía ese cabezota, arrogante riquillo que podía casarse con alguien como ella, domarla, montarla y aguantar la cabalgata? Realmente, daba risa. Lo había visto un par de veces, la vez que le anunciaron que el era con quien ella se casaría, y una vez en una fiesta a la que se vio obligada a ir. Era guapisimo, no lo podía negar, pero de hombres guapos estaba ella constantemente rodeada; él la miraba de arriba abajo con desprecio, odiando el convenio entre sus padres tanto como ella. Iba siempre de punta en blanco, bien vestido… era el nieto de un noble asquerosamente rico que dominaba el mundo financiero. Su padre estaba en un apuro burocrático, así que la mejor solución había sido unir la fortuna GrandChester con la Andry a través de un matrimonio. Iba a ser el infierno. Se iba a casar, claro que sí. Si no, le cortarían todos sus ingresos, las tarjetas, y demás entradas. Pero ah, cómo se divertiría haciéndole la vida imposible a ese guapisimo arrogante.

El deportivo iba a más de ciento veinte, violando las normas de tránsito, y el cabello parecía querer quedarse atrás. Los ojos le lagrimeaban, los dientes se le secaban por estar sonriendo… no vio el coche que más adelante intentaba adelantar, y el impacto se produjo.

El eco de las voces que retumbaban en el ambiente, resonaron hasta colarse en el apacible sueño de Candice White, que a pesar de estar eternamente dormida sentia una sensación de confusión...

El ruido insistente cesó de golpe, dejando solo un silencio denso que invadió de nuevo el ambiente. Candice White se sentía inquieta, algo pasaba, ¿En donde estaba? Voces y el sonido amortiguado de pisadas firmes y apresuradas se fue acrecentando. De pronto era paz y una profunda tranquilidad... se hallaba en ningún lugar. Ese era el nombre que le había dado a ese espacio donde todo era niebla, y, sin embargo, tenía los pies firmes sobre suelo. No se veía sus manos, ni sus pies, pero sabía que allí estaban. No tenía un cuerpo, por lo tanto, las mil dolencias habían desaparecido. Una cosa buena, entre tanta confusión.

De pronto, el eterno silencio fue interrumpido por una voz un tanto femenina.

¿Qué es lo que más deseas en el mundo, Candice White?

Aquella era una pregunta injusta, porque deseaba demasiadas cosas.

¿Por dónde empezar? Tic, tac. Tic, tac –apuró la voz. Empezó a desesperarse cuando se dio cuenta de que no podía organizar sus prioridades. ¿Qué primero? ¿Volver a su juventud? O esa noche fria que prometio ser feliz ¿O antes? ¿O después, y casarse con el doctor Martin, el hombre que le propuso matrimonio cuando tenía ya cuarenta, y así no quedarse sola? ¿Qué deseaba realmente? ¿No quieres nada? Qué aburrido. Tanto trabajo para nada…

¡Espera! –gritó.

Entonces, ¿sí quieres algo?

Si Candice White en ese momento hubiese tenido ojos, de ellos habrían salido lágrimas.

—Volver a empezar –susurró.

¿Qué?

—Desearía volver a empezar.

— ¡Todo esto es tu culpa! –vociferaba William a su mujer, en el pasillo de un hospital, paseándose de un lado a otro, impaciente. Habían traído a su hija inmediatamente después del accidente. Sus signos vitales iban en picada cuando al fin lograron internarla en urgencias, y ahora esperaban noticias.

Terry miró su Rolex sin saber siquiera qué desear. Habían estado compartiendo una sombría cena, debido a la ausencia de la anfitriona que se suponía él debía ver, y pasada una hora recibieron una llamada donde se les comunicaba que la que supuestamente es su novia había chocado en su auto por exceso de velocidad, por ir ebria y drogada junto con otros tres tipos. Era un poco embarazoso ver a William gritarle a su mujer que era ella quien tenía la responsabilidad de los actos de una mujer de ya veintitrés años, cuando estaba claro que tampoco él había sido el mejor padre del mundo. Respiró profundo y paseó sus azules ojos por la sala de espera. No había nadie más. Irse ahora sería muy descortés, pero era lo que quería. Fue entonces que al fin salió un médico con su uniforme verde y el tapabocas aún en el rostro dando el parte médico.

Ella estaba a salvo, fuera de peligro. La habían perdido por unos minutos durante la operación, pero gracias a la rápida acción de los médicos, habían conseguido traerla de vuelta. Ahora estaría bajo observación. Georgina sollozó de alivio, sola, pues William no le dio su hombro para apoyarse. Un poco mal por eso, le ofreció el suyo.

— ¿Podemos verla? –preguntó Georgina. El médico habría querido decirle que no, pero aquellos no eran unos cualesquiera, así que les prometió que en unos minutos podrían entrar en la habitación que le habían asignado. Ella estaba a salvo, lo que no se podía decir de uno de sus acompañantes, que había muerto en la colisión, ni del otro, que al parecer había sufrido una fractura en su columna vertebral. Ella, la causante de todo aquel embrollo, estaba a salvo.

Terry se preciaba de ser un hombre independiente, se había ido a Inglaterra de pequeño y había vuelto hacía sólo unos meses cuando su padre le pidió la única cosa que él no estaba muy dispuesto a hacer: casarse con una niña rica. Había aceptado; su padre estaba un poco enfermo, aunque nadie lo sabía, y encima, había soltado un discurso acerca de que quería verlo establecido y con un hogar… Tendría que hablar con su padre y decirle que, al fin y al cabo, no podía casarse con una mujer de carácter tan disoluto, una que iba y se metía en problemas poniendo en riesgo no sólo su vida, sino la de todo aquel que estuviera a su alrededor. Aquello era simple supervivencia.

Candice White abrió sus ojos. ¡Tenía ojos! Y la luz le hería las retinas. Intentó mover una mano (que también tenía, eso ya no era discutible), pero no pudo. Estaba atada a alguna cosa y no le dejaba movilidad. Entró en pánico.

—No, no hagas eso. Todo está bien. Todo va a estar bien. Trató de enfocar su vista, pero lo que vio sólo la desconcertó más: una mujer rubia, de unos cuarenta años, le pasaba el dorso de sus dedos por sus mejillas, acariciándolas. En sus pálidos ojos claros había lágrimas. No la conocía de nada, ¿por qué estaba allí? Esperaba ver a Tess, no a esa mujer. Y de todas las cosas, ¿por qué había despertado? Diablos, ¿iba a vivir de veras hasta los ochenta?

Cerró sus ojos y una voz tronó en su cabeza: Hazlo bien esta vez.

Abrió los ojos de nuevo. Esa voz le traía recuerdos de un extraño sueño que había tenido, pero trataba de capturar imágenes, los restos de un diálogo, y no, no podía, todo se esfumaba, como espuma entre sus dedos, como el aire que escapa de un globo, ¿por qué…?

—Tranquilízate, hija, por favor –rogó la voz de una mujer.

— ¿Hija? –Susurró.

—Soy tu madre… Oh, Dios, ¿no me recuerdas?

–Candice White abrió los ojos como platos, y al fin pudo levantar una mano… una mano, de piel tersa y uñas perfectas… una mano joven.

Terry marcó el número de su padre con ademán furioso. Al otro lado le contestó Richard, que en el momento se hallaba en Australia por alguna reunión de negocios.

—Qué agradable oír tu voz, hijo, pero dime a qué debo el placer –murmuró Richard con voz sonriente. Se hallaba en un almuerzo de trabajo, y tardaría unos cuantos días más en Sydney; Terry lo sabía, así que le extrañaba su llamada.

—Papá, necesito que reconsideres tu intención de casarme –le contestó él con voz pausada, a pesar de la urgencia que sentía, al tiempo que se movía por su sala con movimientos felinos.

—Terry…

—No, hablo en serio. Esa mujer es una lunática. Hoy mismo tuvo un accidente tan grave por ir a exceso de velocidad.

—Vaya, ¿se encuentra bien?

—El último parte médico dice que está fuera de peligro, pero…

—Terry, sabes que, si no fuera realmente importante para nosotros, jamás te habría hecho semejante imposición.

—Reconsidéralo. Hazlo por mí. Nunca he hecho nada que vaya en contra de los intereses de la empresa, pero esta vez no es un socio el que te lo pide, ¡es tu hijo! Esa mujer es una amenaza, tendrías que escuchar lo que se dice de ella…

—No me digas que estás prestando oídos a las habladurías de la gente.

—No son simples habladurías. De cualquier manera, su reputación no es la mejor, y no quiero eso para mí, y no creo que tú quieras eso para tu único hijo –Richard respiró profundo y guardó silencio por espacio de medio minuto. Al otro lado de la línea, Terry esperaba el veredicto.

—Está bien, pero a cambio te pido otra cosa.

—Dilo.

—Seis meses. Quédate seis meses a su lado.

—Pero…

—Verifica por ti mismo que lo que dicen las habladurías es cierto. Si es de tan mala reputación como dicen, no te será difícil hallar una prueba que al fin me convenza, ¿no?

—No, supongo que no –rezongó Terry.

—Ya sé que me estoy metiendo demasiado en tu vida, hijo, pero todo tendrá su recompensa –Terry guardó un rencoroso silencio, y luego de otro minuto más, colgó. Casi estrella el teléfono contra la pared, pero se contuvo y lo soltó con suavidad sobre el mueble. No era alguien iracundo, pero todo lo que tuviera que ver con la rubia pelirroja lo exasperaba tanto que le iba a dar una úlcera. La maldita mujer le estaba causando demasiados problemas, y aún no era su esposa. ¿Por qué, en primer lugar, había permitido que su padre dictara sus acciones en el campo personal? Ah, recordó, porque casarse con Candy no era un asunto personal, sino más bien laboral. Así lo veía su padre, y así se suponía que debía verlo él. Tenía sólo veintiséis años, y aún no era del todo independiente. Para poder llevarle la contraria en cualquier cosa, debía estar en una mejor posición en el mundo de las finanzas, y no era así. Por otro lado, Richard había sido un buen padre, tenía que admitirlo, y cuando le explicó por qué era necesario unirse en matrimonio, lo había hecho prometiendo retirarse al fin de los negocios, e irse a vivir junto a su esposa en una bonita casa de campo a pasar los últimos años que le quedaran de vida, y él deseaba aquello casi tanto como uno niño desea la navidad. Pero le estaba pidiendo demasiado en nombre del amor filial. En aquel tiempo no conocía bien a Candy Andry, ni había oído acerca de sus locas salidas, o sus amigos de dudosas costumbres. Vio una fotografía suya y simplemente le pareció hermosa. Ya desde adolescente había sabido que no podría elegir esposa por su cuenta; Candy Andry era muy guapa. Pero una conversación había bastado para comprender que no era ni de cerca la mujer que él había pensado. Era malhablada, malhumorada, intolerante y sumamente irrespetuosa con sus padres. Y era esa la mujer con la que pretendía casarlo su padre. Afortunadamente, había conseguido que cediera un poco. Aquel plazo alcanzaría de sobra para demostrarle a Richard que había muchas otras mujeres más idóneas para optar por el puesto de esposa del heredero. Actualmente no había ninguna mujer que le gustara, o le llamara la atención, fuera de las ocasionales amigas con las que salía y tenía sexo. No era un romántico, no estaba esperando el amor. No esperaba casarse enamorado. Había aprendido, con los matrimonios tanto de su abuelo, como de su padre, que la unión matrimonial eran una transacción más; un contrato a largo plazo que reportaba buenas ganancias, buenos contactos… Pero Candy Andry era más bien un castigo inmerecido. Seis meses, se dijo, y ni un día más.

— ¿Qué es toda esa cosa de amnesia y yo-no-sé-qué-más? –vociferó William al médico que le explicaba lo que había arrojado los últimos estudios hechos a su hija.

—Es muy raro que ocurra, pero en el caso de Candy parece ser un asunto bastante serio.

— ¡No es ninguna amnesia! –Volvió a gritar William—. Es sólo otra de sus tretas para evadir la responsabilidad de sus actos. ¿Sabe cuánto me costó acallar todo este asunto? Afortunadamente, los pelagatos con los que iba en el coche eran unos "don nadie" que no reclamarán. Pero de no ser así, ¡la muy estúpida habría tenido que ir a la mismísima cárcel!

—Lo entendemos, pero el equipo médico ha determinado que la amnesia que sufre la paciente no es fingida. Lo único que podemos recomendar es que la lleven a casa y le dejen descansar. Quizá con el tiempo empiece a recordar cosas, y vuelva a ser la misma de antes. Georgina le lanzó una mirada a su esposo, que éste ignoró olímpicamente. No necesitaba mirarla para saber lo que estaba pensando: ninguno de los dos quería en realidad que su hija volviese a ser la misma, y aquello era duro de admitir, aun a sí mismos.

Candice White tenía los ojos cerrados. Había aprovechado la oscuridad de su habitación para explorar su cuerpo, y no había lugar a dudas; ese no era el suyo. Recordaba perfectamente la forma y la sensación del cuerpo con el que había pasado los últimos ochenta año. Ahora tenía senos redonditos cuyos pezones apuntaban justo al frente, no hacia abajo; piernas largas, abdomen plano y cintura estrecha. Parecía una modelo de revista. Y el cabello, ¡por Dios! Había visto su color antes de que apagaran las luces, y lo tenía de un rubio encendido, abundante y largo, muy largo. No se había mirado a un espejo aún, pero intuía que no era fea. Quizá tenía ojos redondos y grandes, o Tal vez tenía pestañas pálidas, o más bien oscuras y rizadas. Intuían que sus labios eran carnosos y firmes, pero no lo sabía a ciencia cierta, y su nariz, decididamente, era respingona. Tenía el cuello esbelto. Su piel era tan suave como pétalos de rosas, e igualmente tersa. ¿Quién era la pobre jovencita cuyo cuerpo ella estaba usurpando? Y era real; si las teorías que decían que el dolor te despertaba de los sueños eran ciertas, ella no estaba soñando, pues habían venido innumerables enfermeras a pinchar su cuerpo con agujas y no había despertado de lo que debía ser un sueño muy extraño. ¿Cuánto tiempo estaría allí de ocupante? No es que tuviera muchas ansias por volver a su cuerpo anciano, enfermo, que había perdido estatura con el paso de los años, sus senos habían pasado a ser un par de bolsas colgando de su pecho, pero no podía dejar de pensar en que aquello era realmente antinatural. ¿Quién le había hecho esto? La imagen de una espesa niebla se vino a su mente, pero de igual manera desapareció. ¿De veras era aquello una segunda oportunidad que le estaba dando la vida? "Hazlo bien esta vez", había dicho una voz. ¿Hacer bien qué?

Está bien, su vida había sido cuando poco, patética. Una vida estéril, sin amor, sin familia, nada. ¿Le estaba dando alguna deidad la oportunidad de comenzar de nuevo?

Sintió una punzada en su cabeza. Si bien no tenía los dolores de una anciana, los de ahora no eran pocos. Al parecer, venía de un grave accidente, de donde casi se mata. La rubia que había declarado ser su madre así se lo había dicho, y al parecer, era ella misma quien conducía cuando se produjo la colisión. Tal vez había perdido el control del coche. Tal vez habían fallado los frenos. Ella no sabía conducir,

Miró hacia la ventana, y vio que el sol ya se asomaba. No había podido quedarse dormida en toda la noche, ni aun con los sedantes ni los analgésicos para el dolor que le habían aplicado las enfermeras. Estaba un poco asustada. Se sentía cometiendo un delito realmente grave. ¿Pero qué podía hacer? No había sido ella quien decidiera despertar allí. Ella, de hecho, lo que había deseado era morir para dejar de tener que soportarse a sí misma.

—Vaya, parece que has madrugado –dijo la enfermera que entró con una nueva ronda de inyecciones y pastillas—. Te darán el alta mañana, no tendrás que estar aquí mucho tiempo.

—Estoy familiarizada con los hospitales –murmuró.

La enfermera la miró un poco confundida. No era propio de una joven sana como ella estarlo, pero no dijo nada. La mañana se fue pasando, y a eso de las diez, volvió la mujer rubia a visitarla. Su madre. Después de no haber conocido a su madre ahoro tenia una.

— ¿De verdad no me reconoces? –le preguntó, y ella meneó la cabeza. Ella era realmente hermosa, con sus ojos claros y un cutis envidiable. Las líneas de expresión eran realmente pocas, y su tono rubio no dejaba a la vista las canas—. Mi nombre es Georgina, soy tu madre; y tú eres mi única hija. Los médicos dicen que la amnesia puede ser temporal, así que tal vez pronto recuerdes… todo. Candy.

El nombre de la chica era Candy. ¿Y ella? ¿Quién era ella ahora? ¿Candice White? ¿Candy? Miró de nuevo a su madre, analizándola. Ahora que estaba despierta, ella no le acariciaba las mejillas con el dorso de sus dedos, ni le alisaba el cabello con manos delicadas. ¿Qué pasaba allí?

—Tú… estabas conmigo cuando desperté.

—Ah… sí… estabas un poco asustada. No es para menos, luego de lo sucedido.

— ¿Qué sucedió?

—Bueno, chocaste contra otro coche.

— ¿Perdí los frenos? ¿Qué pasó? –Georgina apretó los labios, rehusándose a contestar, y afortunadamente para ella, en el momento entró un hombre de edad media.

—He hablado con tus médicos, saldrás mañana mismo de aquí –dijo con voz autoritaria—. Ya contraté a un par de enfermeras para que cuiden de ti y te obliguen, si es necesario, a tomarte tus medicinas… —miró severo a Candy y continuó—: quiero que sepas que no estoy para nada contento con tu última locura. ¡Casi te matas!

—William –intentó tranquilizarlo Georgina.

—No, mujer, ella tiene que ponerse a sí misma los límites, y si no lo hace ella, ¡con mucho gusto lo haré yo! Desde ahora, todas tus salidas están restringidas. Si no voy yo, o tu madre, o cualquiera que yo diga, no saldrás de la mansión. Reduciré un cincuenta por ciento tus ingresos, y definitivamente no saldrás de noche a fiestas ni a ningún otro lugar. Desde hoy estarás custodiada por uno de mis hombres que será tu sombra ¡hasta en el baño! Casi me cuestas la asociación con los Grand…

—William, ¡por favor! –exclamó Georgina con voz aguda. Miró a Candy esperando la consabida cólera por todos y cada uno de los dictámenes, pero ella miraba a su padre con expresión tranquila.

— ¿Eres rico? –le preguntó, y eso dejó totalmente fuera de base, que miró a Georgina interrogante. Ésta no pudo evitar la risa, que parecía más bien un ataque de histeria. William se acercó a la cama y miró de pies a cabeza a su hija, su pecho estaba un poco agitado, y en su rostro tenía una expresión de confusión.

—A mí no lograrás engañarme.

—Tú pareces difícil de engañar. Si esa astucia la aplicas en tus negocios, seguro que te va bien. William volvió a mirar a su mujer, parecía un poco sorprendido por las palabras empleadas por su hija, y porque, de hecho, aquello era un cumplido.

—Realmente te diste un buen golpe en la cabeza.

—Ah, bueno. Si el accidente fue tan grave, parece que es un milagro que esté viva –ella frunció el ceño como si cayera en cuenta de algo—. ¿Estuve muerta? –William encontró aquella conversación demasiado extraña.

—Los médicos aseguran que sí.

—Claro, eso lo explica todo.

— ¿Qué, viste algún túnel? –preguntó Georgina— ¿O un camino de rosas?

—Voto por el túnel –murmuró William. —Nada. No recuerdo nada –contestó ella. Cuando era una anciana, había pasado de tener un día normal a sufrir luego un paro cardíaco, y ahora estaba aquí, pero eso no se lo podía contar a los que ahora aseguraban ser sus padres. Ahora se llamaba Simplemente Candy. Tendría que practicar para responder cuando la llamaran por ese nombre, y comenzar a conocer la vida de la antigua ocupante del que ahora era su cuerpo. No sabía cuánto duraría aquella anomalía, pero mientras durara, debía cuidar de aquel cuerpo, de aquella vida, y de aquellas personas que ahora la rodeaban. Candy debía ser algo así como una princesa de cuentos de hadas.

Un batallón de sirvientes la ayudaron a salir de la ambulancia que habían contratado expresamente para que la llevara a casa, y luego, otro batallón la había ayudado a llegar hasta su habitación, que era un espacio enorme donde cabría diez veces su viejo apartamento. Además, todo era del más exquisito gusto. Las paredes estaban forradas de fino papel tapiz, paneles de madera, y los muebles hacían juego con todo. Había pequeños y grandes jarrones con flores naturales, hermosas y frescas; y pinturas que de lejos se veían hechas por artistas reconocidos. Su habitación en particular era bastante diferente a todo lo que ella había visto en su vida. Una parte de las paredes estaba pintada de negro, y la otra de violeta, y, sin embargo, no le daba un aspecto lúgubre, todo lo contrario, y eso se debía a los pequeños decorados blancos, a la cama, en parte blanca, en parte negra, a los espejos que reflejaban la luz que entraba por el enorme ventanal.

—Tú misma elegiste el decorado, hace tres años –le dijo Georgina como adivinando sus pensamientos mientras empujaba la silla de ruedas en la que había entrado a aquella enorme mansión. Había protestado un poco, siempre había odiado esas sillas, pero contra William no era fácil luchar, y había tenido que hacer caso.

—Pues parece que tengo un gusto raro.

— ¿No te gusta? Podemos cambiarlo, si te apetece.

—No, mejor lo dejo así… ¿siempre haces todo lo que yo quiera? –Georgina la miró un poco boquiabierta al principio, luego cerró sus labios balbuceando alguna respuesta—. Perdona, no quise incomodarte con mi comentario—. Pero aquello fue peor, y Georgina volvió a quedar con la boca abierta. No era común ver a su hija pedir perdón por nada.

—Estás… estás actuando bastante rara, ¿sabes? –Candy se quedó callada, y antes de decir nada más y empeorarlo, miró en derredor. No podía cambiar el decorado de aquella habitación. Cuando volviera la verdadera dueña seguro que se molestaría. Ella misma se molestaría si veía que habían cambiado sus cosas de lugar sin ella autorizarlo… Su habitación… sus discos, sus libros… Tess… Tendría que ir y verla, no podía llegar y decirle: soy Candice White. pero al menos necesitaba saber que estaba bien. Tess no tenía a nadie más en el mundo.

—Katie estará a cargo de tu cuidado todo el día –anunció Georgina, señalando a una joven de cabello corto y negro vestida de enfermera. La joven simplemente hizo un asentimiento con su cabeza—. Y John, de tu seguridad –continuó Georgina—. Ya lo dijo tu padre. No saldrás si no es con alguien autorizado por él.

—Soy algo así como una prisionera.

—No te quejes. Tú misma te lo has buscado.

—Qué curioso. Estoy pagando el castigo de algo que no… recuerdo.

—Pero que, sin embargo, hiciste—. Candy levantó la mirada hacia su madre.

— ¿Iré a la cárcel?

— ¡Claro que no!

—Pero iba conduciendo ebria, ¿no? Eso tiene cárcel.

—Tu padre convenció a la policía, no te preocupes por esas cosas. Le deben muchos favores… sólo debes cuidarte; si vuelve a suceder, esta vez no te salvarás—. Candy dejó escapar el aire.

— ¿Cuántos eran mis ingresos antes?

—Cerca de… sesenta mil dólares mensuales –a Candy le dio un ataque de tos.

— ¿Y tendré que vivir con la mitad? –preguntó con ironía cuando ya se repuso.

—Es un castigo que impuso tu padre, yo realmente…

—Insólito.

— ¿Harás un berrinche?

—Muchas familias viven con eso mismo… al año. ¿Lo sabías? –Georgina frunció el ceño mirándola de nuevo extrañada.

— ¿Cómo sabes eso? –Candy sólo sonrió, y Georgina no reconoció aquella sonrisa. No era, de ningún modo, la sonrisa de su hija, ni aquél era el brillo de sus ojos.

—Parece que soy una niña rica, malcriada y consentida. ¿Cómo has permitido eso?

— ¿Mi propia hija reclamándome por su mala crianza? ¿Qué más tengo que ver?

–Candy apretó los labios.

—Lo siento. No pretendía ofenderte.

—No, sólo estás volviendo a ser la misma Candy, en desacuerdo conmigo todo el tiempo. Parecía tu deber en la vida llevarme la contraria.

— ¿Tan mal nos llevábamos?

—Te supliqué que no te fueras de casa esa noche. Teníamos una cena, y te pedí que te quedaras, pero no, te fuiste con tus amigos, y ¡mira todo lo que provocaste!

—No… no recuerdo nada de eso.

— ¡Pero lo hiciste! Y el no recordarlo no te excusa –Candy bajó la cabeza. No estaba acostumbrada a que le reprocharan cosas que había hecho; por lo general, era ella quien se reprochaba a sí misma. Sin embargo, reconocía la autoridad de una madre, y tendría que recordarse a sí misma que ella, a los ojos de todo el mundo, ya no era una venerable anciana, sino una joven loca que había puesto en riesgo su propia vida. Respiró profundo y miró a Georgina fijamente. Parecía ser una mujer de carácter débil, cuya hija era más fuerte que ella. Debía estar todo el tiempo muy agobiada. Tenía un marido exigente, una hija rebelde, una imagen que llevar… su aspecto pulcro no la engañaba, por dentro debía sentirse muy cansada, muy anciana. Ella sabía lo que se sentía, así que movió su silla de ruedas hasta ponerse justo frente a ella, tendió una mano, y cuando Georgina no se la rechazó, le sonrió. Aquella mujer tenía un corazón noble, después de todo, y hambriento del amor y la aceptación tanto de su hija como de su marido.

—No lo recuerdo, pero… perdóname. Perdóname porque seguro que te he hecho llorar mucho –y justo en ese momento, Georgina se puso a llorar. Se inclinó sobre ella y la abrazó fuertemente.

—Eres mi hija, mi niña, mi bebé. Lo más hermoso que tengo. Te amo demasiado, y siempre he lamentado no poder influir sobre ti para que hagas las cosas como se supone que debes.

—Lo siento…

—Pero ha sido mi culpa, desde niña siempre busqué complacerte en todo y…

—Candy no te lo puso fácil –cuando Georgina la miró extrañada, se corrigió—. Yo… yo no te lo he puesto fácil. He sido una hija bastante difícil, por lo que veo.

—Vaya, no puedo creer que te esté escuchando admitirlo. Esto es todo un acontecimiento.

—Tú y yo habríamos sido unas excelentes amigas –murmuró Candy sonriente, y Georgina la miró un poco impactada.

—Bueno… —susurró—. ¿Quién dice que aún no podemos serlo? –Candy amplió su sonrisa, y esta vez Georgina sí la reconoció, era la sonrisa traviesa de siempre.

—Sí, ¿quién dice que no?

Rato después, Georgina salió de la habitación dejándola sola, y Candu aprovechó el momento de soledad y se levantó de su silla de ruedas para encaminarse al cuarto de baño. Éste era enorme, y todo dentro era enorme también. Había una enorme bañera, una cascada que luego comprendió era la ducha, y un espejo doble que cubría toda la extensión de una pared. Al verse reflejada se quedó como de piedra. Había intuido que era hermosa, pero aquello era poco. Era alta, y el mundo se veía diferente desde allá arriba, y el cabello rubio encendido le llegaba a la cintura en suaves ondas. Sus ojos eran los mismos preciosos, atrapaban perfectamente la luz de las luciernagas haciéndolos ver más radiantes y luminosos, y labios más rosados. No tenía todas sus pecas, y eso la decepcionó un poco ¿Ser tan llamativa era simplemente… raro. Desabrochó la bata que llevaba puesta, y al verse sólo en bragas frente al espejo soltó una exclamación. ¿Esos senos eran reales? ¿Había una forma de saberlo? Rebosaban un poco sus manos, y eran redondos y respingones. Qué hermosa era la juventud. Los palpó y no sintió bolsas extrañas dentro, así que concluyó que eran naturales. Era raro para ella pensar así. ¿Se le estaba subiendo la vanidad a la cabeza? Ella se apresiaba de ser una mujer correcta y respetuosa de las cosas ajenas, así que volvió a anudarse la bata.

Caminó lentamente por la habitación y algo que notó fue la ausencia de libros. No había ninguno. Bueno, aquella era una casa enorme, seguramente estaban en otra habitación. No concebía que alguien pasara olímpicamente de lo que consideraba la única extensión de la mente y la imaginación. Se sentó en un mueble analizando sus opciones. No podía salir por orden de su nuevo padre, y no quería meterse en problemas, pero quería ir y comprobar que Tess estaba bien. También debía esperar a sentirse mejor de sus golpes y rozaduras causados por el accidente, pero en cuanto tuviera la oportunidad, iría a verla; no se estaría tranquila hasta comprobar por sí misma que estaba bien. Llegó la tarde, y la enfermera que le habían asignado la ayudó a bañarse y a vestirse. Se tomó sus pastillas, almorzó en su habitación, y poco después, Georgina entró con un juego de tarjetas en la mano.

—Son tus nuevas tarjetas bancarias, las anteriores las perdiste en el accidente. Tu padre hizo la gestión para que te asignaran estas… Ya… ya arregló también lo del cambio en tu mesada. Lo siento, no pude convencerlo de lo contrario.

— ¡Tendré que sobrevivir con treinta mil dólares al mes! –exclamó en un tono claramente sarcástico.

—Si te quejas así delante de tu padre, él estará feliz de rebajártela aún más.

—Entonces mejor me quedo callada—. Georgina le sonrió. Realmente su hija estaba cambiada, y esta le gustaba más, mucho más. Nunca antes había logrado concluir una conversación con ella en buenos términos, y ahora hasta bromeaban—. ¿Por qué no hay ningún libro en mi habitación? –preguntó ella de repente.

—Ah… porque… no te gusta leer.

— ¿Qué?

—No te gusta… pasaste la carrera a duras penas. — ¿En serio? ¿Qué estudié?

—Negocios…

— ¿Y sin leer? Oh... mis novelas

—Pero puedes salir y comprar una biblioteca entera, si quieres. Tu padre tiene libros, pero no de ese tipo.

—Y tú… ¿no tienes uno que me puedas prestar por ahora? –Georgina se sonrojó—. ¿Estás ocultando algo?

—A tu padre no le gustan ese tipo de lecturas.

—Me vale un pimiento. Quiero leer un libro y lo leeré. Y si tú puedes prestarme uno, más te vale que lo sueltes—. Georgina volvió a reír.

—Estás irreconocible. Está bien, tengo un par que te pueden gustar, pero te recomiendo que salgas y compres los tuyos.

— ¿Salir? ¿Acaso no soy una prisionera?

—Puedes salir si lo haces acompañada por alguien de la casa.

— ¿De verdad?

—Así dijo tu padre.

—Qué bueno, porque me gustaría… hacer unas diligencias—. Georgina frunció el ceño.

— ¿Diligencias? Creí que lo habías olvidado todo. —Sí, pero… quiero salir un momento.

—Candy, que no sea para comprar droga o algo peor—. Cuando su hija la miró pasmada, Georgina quiso morderse la lengua.

— ¿Soy una adicta?

—Bueno…

— ¡Dímelo!

—Tú nunca lo has admitido. Siempre lo has negado, así que…

—Debería tener los síntomas de la abstinencia, ¿no? ¡Pero estoy bien!

—Sí, eso es raro…

—Te prometo que no saldré a buscar… drogas. ¡Dios! ¡Ni siquiera sé dónde tendría que ir!

—Está bien, te creeré… pero no traiciones mi confianza, ¿de acuerdo? –Candy asintió sintiéndose un poco cabreada con la verdadera Candy. Esa niña lo tenía todo, una madre maravillosa, dinero, poder… y ¿estaba echando a perder su vida con drogas? Realmente no se merece esta vida, pensó, pero al instante se sintió mezquina, ladrona. No, de todos modos, esta no era su vida. Tarde o temprano tendría que volver. Pero antes, tenía mucho que hacer. Cuando la otra Candy volviera, todo se pondría patas arriba otra vez, así que no podía dejar pasar más el tiempo.

Tuvo que esperar unos días para recuperarse del todo, aunque no estuvo aburrida; primero exploró toda la mansión, sus diferentes salas de juego y descanso, las habitaciones de sus padres, del servicio, de los huéspedes, y luego se entretuvo con los libros que Georgina le prestó. Cuando agotó estos, le entregó a John una lista de títulos para que fuera a alguna librería y se los trajera. Ahora tenía muchos libros y ninguna estantería donde ubicarlos, pero entonces Georgina se ocupó e hizo traer una que fuera acorde con el decorado de su habitación. Primer cambio en la habitación. Al menos, pensó, no era una cosa inamovible y permanente.

El día que decidió ir y visitar a Tess, rebuscó en el armario por algo decente que ponerse, pero he aquí otro problema. Toda la ropa de su nuevo cuerpo era casi inservible, destapada hasta el descaro. Lo que seguramente pretendía ser sexy, a ella le resultaba ya de mal gusto. Hizo una montaña en el suelo con la ropa que iba descartando hasta que encontró un par de jeans que no tenían ni rotos ni bordados llamativos, y una blusa de seda blanca sin mangas y un agujero en la espalda, pero que al menos cubría bien sus senos. Aun así, se sentía bastante descubierta, así que buscó una chaqueta que le combinara y la plegó sobre su brazo. Los accesorios no fueron problema; Candy tenía miles, de todo material y colores. Se los quedó mirando un poco perdida, el problema estaba en que no sabía cómo y dónde usarlos.

— ¿Ya estás lista? – Preguntó Georgina entrando en la habitación—. Le dije a John que estuviese preparado, que en cualquier momento salías—. Se asomó al cuarto de baño, donde estaba el enorme guardarropa, y la encontró descalza admirando todo lo que la rodeaba: bolsos, zapatos, marroquinería de todo tipo y color, collares, pendientes, pulseras…

— ¿No sabes qué ponerte?

—Creo que necesito ayuda… —Georgina sonrió y empezó, con mano experta, a elegirle los accesorios que irían mejor con el tipo de ropa que había seleccionado. Cuando hubo terminado con ella, tenía el aspecto más chic y de buen gusto que ella jamás hubiese conseguido.

—Tengo mucho que aprender –murmuró.

—Todo es cuestión de práctica.

—Dios, eres la mejor madre del mundo—. Ante esas palabras, Georgina se quedó callada, y apretando sus labios, miró a otro lado. Tomó aire y volvió a hablar.

— ¿Ya estás lista? John te está esperando—. Candy sonrió sabiendo que sus palabras la habían perturbado un poco. Llenó su bolso con los papeles de su identificación, las tarjetas, el nuevo teléfono móvil, y salió. Subió al auto que la esperaba a la entrada y le echó un último vistazo a la mansión. De algún modo, se estaba acostumbrando a esa vida, y no podía. Esa vida no era su vida. Ella seguía siendo una anciana.

— ¿Está segura de que es aquí a donde quiere venir? –preguntó John al llegar al antiguo edificio donde antes había vivido. ¿Que si estaba segura? Había vivido allí la última década, claro que estaba segura. Pero no dijo nada, y sólo bajó pidiéndole que la esperara allí—. De ninguna manera –dijo John—. Subiré con usted. Cualquier cosa podría pasar en esos pasillos. Ella no insistió, y encabezó la marcha hacia el apartamento de Tess. Iban siendo las cinco de la tarde, la hora en la que volvía de su trabajo con los niños desde la guardería, la hora en que era más probable encontrarla en casa. Cuando llegó al piso cuatro, el inconfundible llanto de Nicolle la hizo sonreír. Caminó con paso decidido hasta la puerta y llamó con el nudillo de sus dedos. A los pocos segundos abrió una Tess ojerosa, despeinada y con aspecto realmente cansado… y Nicolle, al verla, se precipitó sobre sus brazos como solía hacer.

— ¡Nicolle!, ¡espera! –pero no hubo remedio, Nicolle estaba aferrada a su cuello y lloraba y moqueaba sobre su blusa de seda. Tess intentó arrancársela, pero la niña se enroscó alrededor de ella usando piernas y brazos—. Dios, qué vergüenza con usted —se disculpó Tess—, ella nunca se porta así, lo siento tanto…

—No te preocupes, déjala—. Nicolle soltó un llanto lastimero. Aunque ya no era el de hace un momento, en donde parecía que se iba a desgarrar la garganta, este llanto partía el corazón—. Ya, ya, no llores… —Pero la niña no dejaba de llorar. Ella tenía la fórmula para que dejara de hacerlo, pero no se atrevía a usarla delante de Tess. Aquello suscitaría demasiadas preguntas.

—Siga, siga —la invitó Tess. Candy se giró para mirar a John, que parecía bastante extrañado por la situación que se desarrollaba en el umbral, así que no dijo nada y se hizo a un lado de la puerta, tal vez para vigilar desde allí. Candy entró, y los olores familiares de la casa de Tess la inundaron; el desorden de juguetes en el suelo, la luz que entraba por la ventana… tan conocido todo, tan parecido al hogar que ella jamás tuvo, que le hicieron humedecer los ojos. Los cerró suavemente, y sin premeditarlo, sin detenerse a pensar, empezó:

En mi ventana veo brillar, las estrellas muy cerca de mí. Cierro los ojos, quiero soñar con un dulce porvenir. Quiero vivir y disfrutar, la alegría de la juventud, cada noche para mí, mil estrellas tienen luz...

Tess la miró con ojos grandes como platos. No lo podía creer. No, no era posible… la única en el mundo que lograba aquel efecto sobre Nicolle con esa canción era..., y ellaya no estaba. Lo había pasado horrible las últimas noches porque Nicolle no se dormía si no era por ella, y de paso, tampoco Tess había podido dormir. Y ¿ahora venía esta despampanante joven a calmar a su hija y a cantarle esa canción?

— ¿Quién eres? –le preguntó. La joven no le contestó, sólo cantó de nuevo, utilizando los mismos giros, las mismas ondulaciones en la voz—. ¡¿Quién eres?! –insistió. Los niños se habían quedado mirando a la invitada un poco asustados y sorprendidos. Cuando la a mujer de ropa carísima, de cabellos deslumbrantes y de ojos brillantes y humedecidos la miró, Tess lo supo. No había otra persona en el universo con esa mirada.

— ¿Candice?

—Tess, yo…

— ¿Candice? –Ella simplemente meneó la cabeza.

—Ahora soy Candy. Tess, sin detenerse a pensar en lo ilógico, loco, antinatural y extraño que aquello podía ser, se precipitó a ella y la abrazó, dejando a Nicolle atrapada entre las dos. Fue un abrazo largo, cálido y apretado, en el que las dos mujeres sollozaron emocionadas, y el universo guardó silencio observando a las dos amigas reencontrarse. Tess se separó primero y la miró estudiándola. Ahora era tan alta como ella, sin una sola arruga sobre su rostro, con un maquillaje suave que realzaba las exquisitas formas de su cara y ropa de diseñador, pero debajo de aquel fino estuche de importación estaba su amiga, su querida y vieja amiga.

— ¿Cómo es esto posible?

—Tú estás más loca que el que me hizo esto por aceptarlo tan fácil.

— ¡Es que algo aquí dentro me lo dice! –contestó Tess con la mano empuñada sobre su pecho—. ¿Qué te hicieron? ¿Quién te lo hizo?

—No lo sé. Ni siquiera sé si es algo permanente. Sólo sé que estoy aquí… y ¡ni siquiera sé qué hacer!

—Pero Candice…

—Ahora soy solo Candy, Tess.

— ¿Quién es esa ? –ella suspiró.

—Apenas lo estoy descubriendo. Pero algo te diré, no se parece en nada a mí.

—Ven, siéntate –le ofreció Tess llevándola a sus viejos muebles. Candy seguía con Nicolle en sus brazos, y los niños habían decidido que aquello no era para nada fascinante, y se fueron a su habitación a ver la televisión, pero ya Tess no le prestó mucha atención a nada de eso—. Cuéntame, ¿qué te pasó? ¡Dios, he llorado tanto por tu ausencia!

—Lo último que recuerdo es… un fuerte dolor en el pecho, y que me iba a no sé qué lugar… luego abro los ojos, y estoy en un hospital, con una mujer que asegura ser mi madre, y las consecuencias de un accidente automovilístico. —Sufriste un paro cardíaco –le contó Tess—. Dios, ¡eres tan hermosa!

—Sólo por fuera. Lo que he oído de Candy… me para los pelos—. Tess negó con la cabeza, aun mirándola anonadada.

—Te escuché cantarle a Nicolle y algo se disparó dentro de mí, algo me lo gritaba… Dios, Candice, Candy, como sea… ¡Estoy tan feliz! –y volvió a abrazarla, sentadas en el sofá, con Nicolle en medio otra vez.

—Estaba muy preocupada por ti –le susurró Candy—. ¿Has estado bien? –Tess no contestó—. Siento mucho no haber venido antes, pero el accidente, y no podía salir de casa. Tess se separó de ella y la miró con los ojos llenos de lágrimas, pero con otro semblante.

— ¿Accidente? ¿Estás bien?

—Mi cuerpo sí… mi mente… siento que voy a enloquecer… Esto es de locos, Tess. Yo creí que había muerto.

— ¡No! ¿Por qué ibas a querer morirte?

—Porque ya es mi hora, ¿no?

— ¿Y eso a quién le importa? ¡El cielo, los ángeles, quien quiera que sea, te están dando una segunda oportunidad! ¡Y más tiempo con nosotros!

— ¿De veras crees que permaneceré… en este cuerpo?

— ¿Y por qué no?

— ¡No es mi vida!

— ¡Entonces aprovecha el tiempo que tienes ahora!

— ¡Eso… sería una locura! Tengo hasta miedo de usar las cosas de ella por temor a que cuando vuelva se moleste, y francamente, por lo que me han dicho…

—Vas a tener que meterte una cosa en la cabeza: tú ahora eres ella, quienquiera que ella sea. ¡Esta ahora es tu vida!

—Y si en algún momento ella vuelve…

—Si ella llegara a volver, lo cual me parecería en extremo cruel, ¡tú entonces habrás tenido un momento para vivir! ¡Para disfrutar! –Tess miró a su amiga morderse los labios, como hacía cuando estaba nerviosa, o algo no la convencía del todo, así que le tomó ambas manos, con cuidado de no hacer caer a Nicolle y la miró a los ojos— Tal vez lo que necesitas es… alocarte, olvidarte por un momento de las reglas y convenciones… ¡vivir, Candy! Una vez me dijiste que se te fue la vida y no la viviste, ¡bueno, ahora puedes! Candy dejó salir una risita nerviosa y Tess se puso en pie y comenzó a deambular por su pequeña sala, como si lo que fuera a decir a continuación necesitara tiempo para ser digerido, y quizá un trago de licor, pero no tenía.

—Tú lo que necesitas –dijo al fin— es vivir el amor. Cometer alguna locura de amor.

—Tess, yo jamás…

—Exacto. Jamás lo hiciste, y cuando tuviste la oportunidad en tu vida, lo dejaste pasar, porque no estaba bien, porque no era lo que se esperaba de ti. Ahora la vida te ha dado una nueva oportunidad, así que más te vale cometer esa locura… Es… como una deuda que tienes con la vida. ¿No te parece?

—Una locura de amor.

—Y vivirla sin pensar en las consecuencias.

— ¿Y si me arrepiento después?

—Que se arrepienta la otra Candy. ¿No te parece? –Candy se echó a reír, y aquella risa fue tan de la ansiana Candy y de joven Candy al tiempo que Tess comprendió que ya empezaba a borrarse la línea que las dividía a las dos.

—Y ahora, sesión de chismes –propuso Tess corriendo a sentarse a su lado en el viejo sofá—. ¿Quién eres ahora? ¿Y por qué estás vestida así?

—Una niña rica y malcriada –contestó Candy, y le siguió hablando de lo poco que sabía de su antiguo yo antes de tomar posesión de su cuerpo. Tess parecía asombrada y escandalizada a veces. Se reía diciendo que la habían mandado a habitar precisamente ese cuerpo para que cuando hiciera su locura nadie se extrañara. Candy reía negando con la cabeza, pero igualmente la escuchaba. Volvía a estar con su amiga, y esta vez, eran jóvenes las dos, ahora incluso menor que ella. Eran casi iguales.

Terry posó la copa de vino sobre la pequeña mesa de café cuando vio a Willian acercarse. Estaban en el club del que ambos eran miembros y habían acordado una cita para hablar. William se temía que era para cancelar el compromiso entre él y su hija, así que iba entre aprensivo y dispuesto a tomar la ofensiva; aunque contra los GrandChester y su poder era poco lo que cualquiera podría hacer.

—Parece que algo te tiene preocupado, Terry –saludó William.

—Muchas cosas me tienen preocupado –contesto—. Entre ellas, tu hija.

—Ah, no te apures, ya está perfectamente. Hoy incluso volvió a salir de casa. Acompañada, claro. He dejado orden de no dejarla salir sola…

—No es a eso a lo que me refiero, y lo sabes perfectamente. He hablado con mi padre, y hemos decidido cambiar drásticamente los términos de nuestra negociación—. William empezó a sudar. Muchas cosas dependían del matrimonio entre su hija y este sujeto. Los GrandChester eran antiguos miembros de la noblesa Inglesa y demoledoramente ricos, y su poder les había abierto puertas a lo largo y ancho del mundo. La transacción era sencilla y milenaria: ellos le daban más poder, y a cambio recibían el dinero y los contactos de los nobles.

—¿De qué… tipo de cambios hablas?

—No quiero casarme con una mujer como tu hija.

—Terry…

—He investigado las causas del accidente, y no fue por simple exceso de velocidad. Tu hija traía un cóctel de muerte en la sangre, y puedes tener todo el prestigio del mundo, pero si no fuiste capaz de educarla bien, no sé si serás, en el futuro, capaz de ser un buen socio también.

—Me parece injusto que midas…

—A mí lo que me parece injusto es que en esta transacción el que salga perdiendo sea yo. Tú ganarás todo el dinero del mundo… y yo una esposa malcriada.

William lo miró furioso, pero tenía que reconocer que tenía razón. Miró a su ahora contendiente fijamente. El cielo había bendecido a los

GrandChester no sólo con dinero, sino también con gallardía. Los ademanes de la noblesa de Richard se habían pulido en Terry, pero definitivamente este último lo sobrepasaba en apostura. Era tan alto que la mayoría de hombres tenían que alzar la cabeza para hablarle. Era consciente de que alrededor siempre las mujeres, fueran estas casadas o no, jóvenes, o ya no tanto, se giraran a él prestándole toda su atención, y delante de los otros hijos de ricos, parecía más bien un ave de presa en medio de pollitos pintados de colores, a pesar de su juventud.

— ¿Y entonces… cuáles son tus nuevos términos?

—Desafortunadamente no puedo deshacer por mi cuenta este contrato

–William empezó a sentirse aliviado. Era verdad, él no podía. El contrato se había hecho con Richard, no con él—. Así que papá me ha rogado que le dé a tu hija una oportunidad. Seis meses, me pidió. Si en esos seis meses yo logro reunir las pruebas suficientes que lo convenzan de que Candy no es la madre adecuada para sus futuros nietos, el contrato se disolverá digas lo que digas. Hasta entonces, me veré obligado a actuar como un novio, y espero, también tu hija.

—Me parece… razonable.

— ¿Entonces estás de acuerdo?

—De acuerdo. Seis meses. Luego del accidente… ella ha cambiado. No hace las pataletas de siempre e incluso se tomó la disminución de su mesada con bastante aplomo…

—Perdona, pero nada de lo que dices me intriga demasiado.

—Lo entiendo –William se puso en pie y le tendió una mano—. Seis meses. Nos veremos aquí de nuevo dentro de ese tiempo. Espero no te sea un suplicio, ni ocurra algo que haga romper el contrato antes.

—La verdad, yo no sé qué esperar –contestó Terry recibiendo su mano y poniéndose en pie también—. Dejaré simplemente correr el tiempo, no tengo ninguna expectativa.

—Me imagino. ¿Vendrás a cenar este sábado?

—Sólo si me garantizas que esta vez tu hija se presentará.

—Se presentará, me encargaré de eso.

—Estaré allí una hora antes, me gustaría conversar con ella de esto. No le anticipes nada.

—Pero…

—No quiero que la amenaza la escuche de ti, sino de mí. Es hora de que comprenda quién soy yo—. William asintió dando una cabezada.

—Está bien. Si se va a casar contigo, tiene que ver con qué tipo de hombre va a lidiar el resto de su vida.

—Eso lo veremos.

Tess recostó su cabeza al espaldar del sofá. Habían acostado a Nicolle, se habían quitado los zapatos, le habían llevado un aperitivo y una silla a John, para que no se cansara por estar de pie.

—Creo que ya es hora de irme –dijo Candy, mirando desganada su fino reloj.

—Es verdad, ya no vives frente a mi puerta—. Candy se quedó en silencio mirando el techo, pensando. Tess la observó; no se cansaba de mirarla. ¡Ahora era tan bonita! Sentía que tenía en su sala a una estrella hollywoodense.

—Quisiera entrar, y tomar algunas cosas… pero no tengo llave.

— ¿Te olvidas de que hace tiempo me diste una copia? Por si algo sucedía.

— ¿Lo hiciste cuando…?

—Sí, fui yo quien te halló en tu cama. Se te había quedado tu abrigo favorito en el sofá y fui a devolvértelo antes de que te quedaras dormida. Apenas llegué a tiempo.

— ¿A tiempo de qué? ¿De podrirme o algo así?

— ¿No te lo he dicho aún?

— ¿Qué cosa? –Tess la miró con rostro preocupado—. ¿Tess? ¿Qué no me has dicho?

—Candy… El cuerpo de Candice está vivo.

— ¿Qué?

— En estado de coma, en un hospital.

—Tess, ¿por qué no me dijiste eso desde principio?el

—Bueno, estaba tan impresionada que…

— ¡Oh, Dios, lo sabía! Algún día he de volver.

—Eso no cambia nada.

—Sí, ¡lo cambia todo!

—Aun así, tú no pediste nada de esto. ¡No es tu responsabilidad!

–Candy volvió a quedarse en silencio un momento, luego suspiró.

—Tendré que ir a visitarme a mí misma.

—Yo que tú no lo haría, y si por cosas de la vida…

— ¿Vuelvo a mi cuerpo? ¿Y Candy al suyo? Es lo correcto, ¿no?

—Definitivamente lo que tú necesitas es conocer a un hombre que te despeluque.

—Tess, ya no estoy para esas…

— ¿Qué? ¿Por qué insistes en decir ese tipo de cosas? Ya no eres qué, ¿joven? ¿Bonita? ¿No eres nada de eso?

—Este cuerpo lo es, pero en el fondo sigo siendo… simplemente yo.

—Eso lo dices ahora, pero la sangre es la sangre, la piel es la piel. Estoy segura de que en ese nuevo estuche que traes, alguien te moverá el piso. Sobre todo en esa alta sociedad en la que ahora te mueves.

—Lo dudo muchísimo.

—Te acordarás de mí cuando te pase. ¿Entramos a tu apartamento?

Candy entró a la estrecha sala y miró en derredor su antiguo hogar. Era tan pequeño y lleno de cosas que inspiraba un poco de claustrofobia; luego de haberse pasado casi una semana en la mansión de los Andry, con tanto espacio, tanta luz, tanto aire, aquello era simplemente… deprimente.

— ¿Te quieres llevar tus libros? ¿O… algo?

—Los libros no. Tengo nuevos, casi que todos los que quiera en el mundo. Además, ¿sabes? Existe una tecnología que te permite leer sin tener que comprar el libro en papel. Es más ecológico, dicen, pero no me acostumbro.

—Sí, he oído de eso. ¿Y tus discos? –Candy caminó hasta su colección de discos de Edith Piaff, tomó uno y observó la portada. "Non, Je Ne Regrette Rien" ¿Ahora que tenía esta nueva vida, podría decir al fin esto sin tener que mentir? ¿Cómo sería vivir la vida sin arrepentirse de nada?

—Esos sí deberías llevártelos. Son difíciles de encontrar.

—Sí…

—Vengo de vez en cuando a hacer la limpieza, no he tocado tus cosas, pero me fue inevitable encontrarme… esto

–Tess le señaló la pequeña caja sombrerera donde tenía sus antiguos recuerdos de Terrunce, las cartas, las fotografías. Candy la recibió sin mirar a Tess, temiendo echarse a llorar de nuevo, o peor, sufrir de nuevo un paro cardíaco.

—Las estaba mirando cuando… pasó.

—Me lo imaginé—. Tess no necesitó preguntar quién era aquél hombre, había escuchado ya la historia de cómo su amiga dejó pasar el amor de su vida, y cómo luego fue incapaz de volverse a enamorar.

—Candice…

— Candy–le corrigió ella.

—No, ahora eres tan Candice White… Debes olvidarlo, ¿sabes? De cualquier modo, si siguiera vivo, ahora sería un ancianito de más de ochenta años, ¿de qué te serviría?

–Candy se echó a reír.

—De nada.

—Pues ya ves. Es hora de dejar atrás el pasado—. Pero aun así, Candy no soltó la caja con los recuerdos. Respiró profundo y la miró sonriente.

—Te prometo que empezaré una nueva vida. —Eso es una buena noticia.

—Y te ayudaré.

— ¿Qué?

—Ahora me sobra el dinero, ¿sabes? Puedo ayudarte.

—Pero… ¡es tu dinero!

—Técnicamente, es el dinero de Candy. A los Andry les sobra, y según tengo entendido, los riquillos hacen todo el tiempo obras de caridad.

—No quiero la caridad.

—No, lo que vas a tener es la ayuda de una amiga que siempre soñó con tener la posibilidad de dejarte algo a ti y a tus hijos.

— Nunca debiste pensar así.

—Yo no tuve mis hijos, ni mis nietos, pero te tuve a ti, Tess. Fuiste mi amiga desde que llegaste aquí embarazada de Kyle y del brazo de August. Estuviste conmigo cuando me enfermé, incluso llegaste a cocinar para mí, ¡me cuidaste! Ahora, déjame ayudarte, déjame, como Candy Andry, hacer algo digno en mi vida… y de paso, ofrecerle un mejor futuro a tus tres hijos. Te lo debo, y no me sentiré tranquila si no hago algo por ti.

—Sigo pensando en que… —Si no lo aceptas, Tess, conseguiré la manera de inscribirte a uno de esos programas de televisión donde muestran a madres abandonadas.

— ¡Ni se te ocurra!

—Entonces acepta… ¡aprovéchate de mí, ahora que soy rica!

–A Tess le dio la risa tonta. Echó atrás su cabello castaño oscuro y la miró meneando su cabeza.

—No te conocía esa faceta malvada.

—Quizá siempre la tuve, y la olvidé.

—Bien. Pero no quiero nada ostentoso ni llamativo. No quiero… sobresalir de ningún modo.

—No te preocupes, me encargaré que todo sea muy discreto.

—Y quiero… auto sostenerme… no depender de nadie…

—Ya veré. Por ahora, lo primero son los niños.

—Sí, por ellos lo hago—. Sorpresivamente, Candy la abrazó.

—No sé si alguna vez te lo dije, pero te quiero mucho.

—También yo a ti. Al cabo de unos minutos se despidieron, y Candy volvió a internarse en el coche conducido por John, rumbo a su mansión, llevando consigo la caja sombrerera y los discos. La agobiaba un poco irse a dormir a una lujosa cama dejando a Tess en aquél ruinoso apartamento, pero se tranquilizó diciéndose que no sería por mucho tiempo. Tenía mucho que hacer.

Llegó a casa y lo que hizo William al verla fue precipitarse a ella y olisquearla como un sabueso.

— ¿Qué…? –empezó a decir ella, pero él la interrumpió.

—Qué extraño, no hueles a licor… ni a hierbas.

—No acostumbro beber, ni fumar.

—Será ahora. Antes parecías una chimenea—. Candy se llevó una mano al pecho, como lamentándose por sus pulmones.

—El sábado vendrá Terry a cenar con nosotros. Te recomiendo que no te escapes a ningún sitio.

— ¿Quién es Terry? –William se giró a mirarla como cayendo en cuenta de la amnesia de su hija.

—Es verdad, según tú, perdiste la memoria. Terry es tu recien prometido

— ¿Tengo prometido?

—Sí, uno muy rico y que necesito tener de mi lado.

— ¿Lo amo? –William se echó a reír.

—Definitivamente, no. Pero lo amarás porque te lo ordeno, y es lo que te conviene.

—Si es mi prometido, ¿por qué no fue a verme al hospital?

—Porque casualmente, te estrellaste ebria, bajo los efectos de la droga, y con tres hombres en tu coche. Está sumamente ofendido por ti. ¿Te parece razón suficiente?

–Candy se mordió los labios y apretó sus dedos unos con otros.

—Lo siento.

—Pff, como si eso fuera a arreglar todo tu desastre. Vete a dormir. Quiero que vayas de compras y traigas ropa decente, que todo lo que tienes parece hecho a medida para provocarme una úlcera.

—Entiendo.

—Irás con Georgina, no me fío de ti.

— ¿No tengo amigas que me acompañen?

— ¿Amigas? No conoces ese término—. Y con esas palabras se alejó, subiendo por las escaleras curvadas que llevaban a la segunda planta, donde tenía su habitación.

Había estado esperándola en la sala contigua al vestíbulo hasta que llegara. Candy miró la espalda de su padre hasta que desapareció. No tenía amigas, su prometido la odiaba, seguramente ella odiaba a su prometido, su padre desconfiaba de ella y además, había estado a punto de matarse en un accidente… ¿Qué tipo de vida llevaba Candy Andry ? ¿Y quién era ese Terry? Un dolor un tanto agudo se instaló en su pecho, pero aquello no se parecía al paro cardíaco que la catapultó a aquella locura, era más bien como un dolor en el alma. Había tenido de esos antes. Conocería a su prometido el sábado. Dios quisiera que por lo menos pudiera llevarse bien con él. Estaba a punto de volverse loca.

Aquello era, realmente, hacer compras. Como iba con Georgina, no tenía límites en cuanto a los gastos, y Candy sintió que entre las dos vaciaron las tiendas de aquél centro comercial. Debido a que la mayoría de almacenes tenían el servicio de entrega a domicilio, no tenían que andar con bolsas para arriba y para abajo. Georgina realmente tenía buen gusto y la asesoraba muy bien cada vez que señalaba algo que le llamaba la atención.

Llegó la noche del sábado Candy se estrenó uno de sus tantos trajes nuevos; un vestido de falda volada y sin mangas color verde botella bastante oscuro que contrastaba perfectamente con sus ojos, piel pálida y color de cabello. Éste lo llevaba más o menos recogido en un moño alto.

Estaba un poco nerviosa. Su prometido iba a llegar y ella no sabía cómo actuar frente a él. Lo que todos le habían dicho era que se odiaban el uno al otro, pero y si… ¿y si él quería darle un beso? ¡O peor! Si decidía que, ya que eran pareja, él tenía todo el derecho de llevársela a la cama. ¡No sabría qué hacer! No sabía si Candy había tenido relaciones antes, aunque era muy probable, la juventud de hoy en día no era para nada como la de su época. ¿Qué hacer? Georgina entró en la sala donde se hallaba dando vueltas y le sonrió sentándose en un mueble.

— ¿Estás nerviosa?

—No conozco a… mi prometido. No sé cómo he de reaccionar.

—Sé tú misma. Igual, en el pasado apenas se vieron un par de veces.

— ¿De verdad? ¿Ni siquiera somos amigos?

—No. He de decirte que no le caíste muy bien… pero bueno, tú tampoco fuiste muy amable…—agregó Georgina, recordando que en esa ocasión Candy no sólo lo insultó, sino también a su madre, a su padre, a su abuela y abuelo—. Pero no sé, tengo el presentimiento que la tú de ahora le va a gustar.

—No me digas. Estoy hecha un manojo de nervios. En el momento se escuchó el ruido de un auto aparcar al frente de la casa, y Georgina se puso en pie para salir de la sala.

—No… no te vayas –le pidió—. No quisiera verme a solas con él.

—Lo siento, pero él pidió hablar contigo antes de la cena.

— ¿Qué? ¿Para qué?

—Eso lo sabrás tú en un momento—. Se escucharon las voces de William y el recién llegado en el vestíbulo, y que se iban acercando. Georgina se los encontró en la puerta, y los dos hombres entraron.

Terry conocía a Candy. La había visto antes, claro, y sabía que era guapa, por eso no esperó que la belleza rubia deslumbrante que la esperaba al fondo de la sala con actitud nerviosa lo afectara como lo hizo. Fue como un golpe directo a la entrepierna. ¿Por qué? Era esa la misma niña rica malcriada que él había conocido antes, ¿no? En ese entonces no le inspiró ninguna emoción, ni siquiera un mal pensamiento, a pesar de lo hermosa que era. Pero esta mujer de aquí, de pie, apretándose una mano con la otra, en ese vestido que apenas le llegaba a las rodillas, y que sin embargo era bastante recatado, era preciosa, simplemente exquisita. Ella alzó la mirada y…

— ¡Terrunce! –exclamó, antes de caer desmayada al suelo.

Alrededor todo fue conmoción. Georgina lanzó un grito asustado, Terry corrió a ella y la alzó en sus brazos para acomodarla suavemente en el sofá más próximo. William ya estaba planeando llamar un médico o una ambulancia hasta que Terry le dijo que era un simple desmayo, que no era para tanto. ¿Por qué lo había llamado Terrunce? Se preguntó.

Empezó a darle leves golpecitos en sus mejillas que estaban más pálidas de lo normal.

— ¿Candy? –la llamó—. Candy, ¡despierta!

Candy escuchó la voz, mientras estaba allá abajo, como en lo profundo de un pozo.

El destino era malo. El destino era cruel. Le había hecho ver una alucinación. Era su Terrunce, ¡era su Terrunce! El mismo cabello, los mismos ojos azules y expresivos, la misma apostura, era él. ¿Por qué le hacían esto? ¡No podría con la tortura!

—Terrunce… —volvió a balbucear.

—No soy Terrunce. Soy Terry.

—No… —susurró ella, abriendo de nuevo sus ojos para encontrarse con el rostro del hombre que la había perseguido en sueños por más de sesenta años. Los ojos se le inundaron de lágrimas, y le fue inevitable elevar ambas manos y tocarlo, por si no era real. Tenía que tocarlo, tenía que sentirlo, y su tacto no la engañó. Eran las mismas mejillas enjutas y ásperas de Terrunce, sus mismas cejas, la misma nariz recta, los ojos azules tan expresivos. Y los labios, ¡los labios de Terrunce! Elevó también su rostro a él y lo besó. En el pasado, había besado una vez a Terrunce, pero ninguno de sus besos se pareció a este de ahora. Él retiró la cabeza y la miró entre sorprendido y expectante, como esperando que ella de un momento a otro le saltara encima desnuda. William carraspeó rompiendo la magia del momento y Candy cayó en cuenta de dos cosas: que se había besado con un hombre delante de sus padres, y que este no podía, de ninguna manera, ser Terrunce. Su Terrunce, si seguía vivo, debía tener ochenta y tres años cumplidos.

Continuará...