Título: La última víctima de Ishval.
Autor (a): .L
Fandom: Fullmetal Alchemist
Pairing: Riza Hawkeye/Roy Mustang
Tabla: 100themes
Prompt: #004 Grave/Tumba
Disclaimer: Ningún personaje de FMA me pertenece.
Advertencias: Al menos que no hayas leído el arco de la guerra de Ishval este fanfiction no tiene (casi) ningún spoiler; salvo uno levísimo al final, y sólo si puedes leerlo entre líneas :)
Summary: Existe una tumba en Ishval que pertenece a un niño que nació y murió con la guerra. Este es el relato de sus últimos momentos, y de las promesas silenciosas que nacieron frente a su sepulcro.
Notas: Soñé con escribir este fanfic desde que leí el capítulo "El héroe de Ishval". Si bien, es cierto que todo el Tomo 15 es su totalidad es un arco que nos muestra el lado horrible de la guerra de una manera magistral, fue casi al final de este capítulo el que de plano me dejó con un sabor amargo en la boca; y aun así, se convirtió en una de mis escenas favoritas. Durante mucho tiempo me pregunté qué significado tenía para Riza sepultar a aquel niño. Hiromu Arakawa siempre cuida la acción de sus personajes, aunque el motivo de esas acciones sea simple; quise explorar un poco de eso en este fic, pero también decidí tomar como personaje central a ese niño desconocido y darle algo más de identidad.
Tenía pensado que fuera un one-shot aunque al terminar de escribir me di cuenta que llevaba ya más de 22 páginas, así que decidí cortarlo en pequeños capítulos para que la lectura se hiciera menos pesada :)
La mujer que murió con el desierto.
—No viene, abuela... y ya es tarde.
A Adiel se le dibujaba una expresión impaciente en el rostro mientras sus ojos cansados miraban, sin pestañear, por una mirilla de luz diminuta que se colaba rebelde entre las tablas de madera, clavadas en el hueco de una pared que en tiempos de paz había sido ventana. La voz le sonó tan áspera que tuvo que carraspear un poco para comprobar que había sido la suya.
—Ya vendrá, pequeño, no te preocupes —la sonrisa de la anciana le infundió un frágil alivio al niño que, subido a una vieja caja de madera, no desprendía su mirada del huequillo que le ofrecía un paisaje desolado y lleno de escombros que meses atrás aun se erguía como la calle principal del distrito de Daliha—. Seguramente se demoró recogiendo leña. Necesitamos fuego para la comida. Ya verás que en un momento llega. Anda, baja de allí y trae un trapo humeado, que a tu abuelo le ha subido la fiebre.
Los delirios febriles del abuelo de Adiel habían comenzado siete días atrás, poco después de que una tormenta de arena dejara en penumbras durante horas el vasto desierto del Este. Antes de enfermar, el anciano había insistido en que el mismísimo Ishvala había mandado aquella nube monstruosa para permitirles escapar de los soldados que aun merodeaban por la zona. Y ahora, tendido sobre una manta en la tierra arenosa de la casa que les servía de refugio, de vez en cuando recuperaba la conciencia y susurraba cosas incoherentes antes de que un ataque de tos lo devolviera a un sueño que cada vez se extendía más y más. Adiel jamás había visto a su abuelo en un estado tan deplorable, y a juzgar por el semblante decaído de su abuela podía apostar a que ella tampoco.
El niño brincó de la caja de madera y ésta cayó de lado, impulsada por la fuerza del salto; el pequeño ni se inmutó con el ruido que la caja hizo al golpear unos jarrones con aguas apiñados en una esquina, y se dirigió al otro extremo de la vivienda donde una tinaja con agua fría y turbia contenía un pañuelo bastante gastado. Lo exprimió hasta que los nudillos de sus dedos se pusieron blancos y lo extendió de un sólo golpe provocando que diminutas gotas le cayeran en la cara a Amani, su hermana de cuatro años, quien se encontraba jugando cerca de la puerta trasera.
—¡No hagas eso! —la niña pretendió sonar molesta pero soltó una leve carcajada cuando su hermano repitió el procedimiento cerca de su mejilla derecha y se echó a correr antes de que ella le lanzara una pequeña bola de tierra lodosa.
La anciana, sentada a un lado de su marido enfermo, sólo se limitaba a sonreír melancólicamente frente a la escena. Si sus nietos no estuvieran con ella quizá la amargura que le embargaba la repentina enfermedad de su esposo habría terminado por llevarla a la tumba. Las arrugas de su rostro, un tanto demacrado, le conferían un destello de sabiduría y experiencia que sin duda se había afianzado en los últimos años debido a la guerra. Ahora, sentada en aquel piso terroso junto al hombre con el que había compartido más de la mitad de su vida, se veía diminuta, frágil, cansada, como si estuviera esperando una primavera que nunca llegó. Adiel atinaba a creer que su abuela soñaba despierta. De vez en cuando sus ojos se perdían en un punto muerto del aire y él la observaba tratando en vano de descifrar el acertijo de su mirada. Algunas veces, sutiles lágrimas le recorrían las mejillas y el niño imaginaba que la anciana recordaba al Ishval de su infancia, muy diferente al que ahora se vislumbraba por el hilillo de cruda realidad que entraba por los escasos agujeros de la ventana sellada.
—Aquí está el paño, abuela —le extendió el trapo mojado a la mujer quien rápidamente los puso en la frente del hombre enfermo—. ¿El abuelo se pondrá bien?
—Claro que sí, pequeño. Ya verás que en dos días estará como nuevo.
Intercambiaron una fugaz mirada. Una falsa sonrisa se dibujó en los labios de ambos. Una mentira piadosa para mantener viva la esperanza que agonizaba junto al anciano.
Adiel se dirigió de nuevo a la ventana donde jugaba a ser centinela todas las mañanas desde hacía ya una semana. La prolongada ausencia materna había hecho de aquella mañana la más larga de todas. El niño tomó la caja de madera que había golpeado los jarrones un minuto atrás y la ubicó frente a la ventana, se encaramó de nueva cuenta sobre ella para permitir que sus ojos quedaran justo en el hueco que le confería la posibilidad de vigilar la calle desierta, por la que unas horas atrás había visto marchar a su madre en busca de alimento y madera. Lo que vio, lo paralizó por completo. A partir de ese momento todo sucedió demasiado rápido...
Vio a su madre caminando rápidamente hacía su refugio, tratando de cubrirse entre los escombros de las casas que estaban en los laterales de la calle principal. Su cara de pánico, su andar rápido y preocupado junto con ese constante mirar atrás —como si fuera perseguida por alguien— fue lo que para Adiel no encajaba con la escena. Observó a su madre caer de rodillas y girar hacia atrás, encarando al hombre que la perseguía.
—Abuela... —fue un susurro apenas perceptible a tal grado que su abuela sólo le dirigió una leve mirada. Una frase incompleta que el niño no atinó a terminar porque el terror lo silenció antes. ¿No se supone que la guerra ya había terminado? Entonces ¿por qué a varios metros de donde estaba su madre venía un hombre de uniforme azul y gabardina color arena caminando en medio de la calle? ¿Por qué parecía que la seguía? ¿Por qué su madre parecía huir?
Adiel no lo podía creer. Un asesino. Un amestriano. Un militar a punto de ejecutar la misión encomendada. Levantó su mano enfundada en un guante blanco y un leve roce de sus dedos terminó por desatar, por última vez, el infierno en la tierra santa y muerta de Ishval.
