Descargo: todos los personajes aquí retratados pertenecen a los hermanos Olivares y a J.R.R. Tolkien.

Aviso: esta ficción participa en el segundo reto del foro Aquelarre.

Advertencias: este relato es un churro que no alcanza la calidad que generalmente me impongo, pero el tiempo es el que es.

Ah, por supuesto, contiene spoilers que destripan parte de la trama de El Ministerio del Tiempo.

Sinopsis: para todo aquel que no haya tenido la fortuna aún de descubrir esta delicia de serie, que cuenta de momento con una sola temporada, es menester que le adentre brevemente en el mundo que narra, aunque la idea primordial no sea precisamente novedosa: viajar al pasado. Pero viajar de modo institucionalizado.

Durante el reinado de Isabel la Católica, un alquimista judío desarrolló un sistema de puertas que abrían vórtices o portales siempre a hechos pasados, y dicho secreto ha permanecido a buen recaudo bajo la tutela de los sucesivos jefes de Estado, que han delegado sabiamente (o no) su gestión en un valido o subsecretario, que a la sazón es Salvador Martí, ayudado por su leal secretaria Angustias, viuda de un militar de la Guerra de Cuba.

En el año 2015 el Ministerio crea una nueva patrulla encabezada por una de las primeras universitarias españolas, Amelia Folch, que en 1880 estudia Literatura y Filología en la universidad barcelonesa, reclutada por Irene Larra. En el sevillano Alonso de Entrerríos recae el brazo armado de la cuadrilla, antiguo soldado de los tercios de Flandes, que condenado a muerte en 1569, fue salvado por uno de los jefes importantes del ministerio, Ernesto Jiménez. Y por último, Julián Martínez, un enfermero madrileño del SAMUR que en el presente, se deja la vida en su trabajo desde que su amada mujer se la dejase en el asfalto años atrás.

Juntos han conseguido mantener el pasado como estaba, para bien o para mal, de la intrusión de otras personas que querían modificarlo; salvando a personajes tan carismáticos de la historia española como el Empecinado, Lope de Vega o Isabel II, y desbaratando los planes de Heinrich Himmler o de fray Tomás de Torquemada, entre otros.

No obstante, este trabajo es de alto riesgo, sobre todo psicológico. Y es que ¿qué te impide viajar al pasado para intentar salvar a tu esposa de una muerte segura? ¿O averiguar cuál es la fecha de tu entierro? La línea ética llegó a desdibujarse para nuestros tres protagonistas, y sólo el apoyo mutuo entre ellos ha logrado mantenerlos cuerdos…

Hasta ahora.


Capítulo I. Tiempos extraños

Había ajetreo esa mañana en el ministerio, pero diferente del habitual. La gente iba y venía con cierto nerviosismo latente, sin exteriorizarlo.

Algo excepcional había pasado. Excepcional y extraño de por sí, en un sitio donde viajar al pasado era lo normal.

A las seis menos cuarto de la mañana un trabajador de guardia dio la voz de alarma.

A las seis menos trece minutos, Ernesto ya estaba informando a Salvador Martí tras disculparse por telefonearlo a horas un tanto intempestivas.

Había aparecido una nueva puerta. Allí, en el ministerio.

—Pero eso es imposible —arguyó el Sr. Martí—, están todas numeradas, registradas y perfectamente controladas.

—Lo sé, Salvador, pero hay una nueva. —Un silencio se sucedió al otro lado del aparato—. Por supuesto hasta que no nos personemos usted y yo, no van a abrirla para ver adónde conduce.

Para mí también era demasiado temprano cuando me localizaron. No me gustaba dejar a mi pequeño durmiendo al cuidado de mis padres, pero nuestro comando fue inmediatamente requerido en el despacho de Salvador Martí, de modo que diligente, para variar, me presenté antes que Alonso y Julián.

—Pero ¿cómo que ha aparecido una puerta nueva? —prorrumpimos los tres casi al unísono, lo que provocó que callásemos para permitir hablar al de al lado, pero como nadie se pronunciaba, acabé planteando la otra pregunta que nos rondaba a todos la mente.

—Y ¿a qué tiempo lleva?

—No lo sabemos, de ahí que los hayamos convocado —sentenció con obviedad el subsecretario—. Su cometido es puramente expeditivo, de avanzadilla si lo prefieren. Consiste en averiguar la época, año y lugar que hay al otro lado y volver para transmitir dicha información. Luego la cotejaremos con la del resto de puertas de periodos coetáneos —explicó Martí.

—Huelga puntualizar que no están autorizados a inmiscuirse en lo que esté aconteciendo al otro lado —especificó Ernesto, el segundo al mando—. Deberán pasar desapercibidos, recabar los datos y regresar, a ser posible sin incidencias.

—Eso es fácil decirlo, pero sabemos que casi siempre acaba complicándose —apuntó Julián con una sonrisa esquinada mientras se cruzaba de brazos.

Y no le faltaba razón. Después de año y medio como colegas (sin contar el paréntesis que supuso la partida de Julián y la entrada de Pacino), prácticamente pensábamos los tres con patrones parecidos. Lo cierto es que habíamos llegado a ser un equipo muy competente, gracias a que cada uno esgrimíamos unos puntos fuertes que a su vez suplían las carencias de los otros dos, y viceversa.

Alonso era sin lugar a dudas el mejor preparado para la estrategia y el combate cuerpo a cuerpo, pero su exceso de impetuosidad ya metidos en misión, se contrarrestaba con mi prudencia, memoria y amplitud de miras. El poder sopesar varias opciones y escoger la mejor (o la menos lesiva) supuso que me designasen como líder de grupo, pero no habría servido de mucho sin la parte táctica que con destreza asumía Julián.

Para qué mentir, éramos más que compañeros de trabajo, éramos amigos. Los tres, y eso en ocasiones resultaba de gran ayuda.

Como cuando descubrí mi estado después de meses de mi noche con Pacino, tras confesarle mi duelo diario por mí misma, sabedora de la fecha de mi muerte.
En la primera noche, pero no me arrepentiré nunca. A veces, cuando mi hijo busca mi mirada mientras gatea, distingo los de Pacino, aunque él afirme que en todo lo demás se parezca más a mí.

Pero claro, no podía presentárselo a mis padres después de haber hecho lo propio con Julián. Por unos días, dudé de que fuera a apoyarme, pero la amistad siempre ha sido un poderoso valor para él, y accedió a encubrirme frente a mi familia.

Incluso Alonso aprobó el enredo por el aprecio que nos tenía a los tres, pues no en vano, haber sido compañero de piso de Pacino, forjó entre ambos un vínculo inquebrantable.

Ay, nuestro Alonso. Gracias a su espíritu curioso, que aprendió a montar en moto cuando para él casi toda la tecnología del siglo XXI constituía un invento del diablo, yo también me animé a investigar aquella centuria tan novedosa para mí. Leí cuanto cayó en mis manos, vi tantas películas como Pacino y Julián me recomendaron, visité museos con la sensación de ir de incógnito ¡y hasta hice turismo! Un choque cultural que se fue diluyendo según me acostumbraba a las comodidades y a la facilidad del acceso a la cultura.

Pero más tarde me di cuenta de que no había leído todo cuanto hube podido.

Estábamos intranquilos. Una puerta de la que se desconocía absolutamente todo, hasta cómo había surgido. El Libro de las puertas no contemplaba esa posibilidad, por más que Angustias lo releyó y revisó junto con Ernesto. Así que nos lanzábamos literalmente a la aventura, con el único contacto con el Ministerio que nos facilitaba el móvil que Irene consignó a Julián el día de nuestro primer trabajo.

Como no sabíamos el año al que nos iba a transportar, estimamos conveniente pecar de precavidos y ataviarnos con ropajes bajomedievales, que a fin de cuentas, la excusa de una fiesta de disfraces, aunque muy manida, suele funcionar.

Alonso, fiel infantería, fungió de vanguardia y no sin un ligero temblor en su mano, se atrevió a entreabrir la puerta.

Se oía toda una algarabía tras ella, semejaba una fiesta.

Y en el momento en que Alonso la abrió de par en par, un singular hombrecillo se quedó petrificado ante la visión de los tres extraños que éramos dentro de un armario.

—Esto… ¿sois también de la compañía y me estáis gastando una broma? Porque si es así, he tenido bastantes por esta noche. —Simuló amenazarnos aquel peculiar anfitrión, alzando el índice admonitorio.

—Puede que nos hallemos en la corte de mi señor, el rey Felipe, el segundo de su nombre —me susurró Alonso al oído—. Tengo entendido que cuentan con enanos para su divertimento.

—No tiene rasgos de acondroplasia —negó Julián—. Será simplemente bajito.

—¿Qué? ¿Co… cómo? —Pareció ofenderse el aludido—. Yo no soy ningún acondro… Lo que sea. Soy un hobbit.

—Sí, claro, y yo soy Gandalf —se rio Julián como con chanza, que yo no entendía, pero enseguida se le heló la sonrisa en la cara.

—¡Gandalf soy yo! —bramó un anciano con un sayo gris al fondo del pasillo—, y vosotros tres, ya podéis ir diciéndome quiénes sois y qué hacéis ahí dentro, o juro por Irmo que como seáis espías, os va a faltar armario para esconderos.


N. del A.: fumada XD

Por supuesto, se sobreentiende que en la Tierra Media hablan en perfecto castellano XD