Llevaba perdido en aquel maldito bosque cinco días, comiendo bayas como si de un conejo se tratase y limpiándose el culo con ortigas. Maldijo en voz bien alta al capullo de su padre, que estaría pasándoselo más que bien con sus fulanas de turno en vez de estar preocupándose por su hijo menor.
- Así le peguen cualquier enfermedad y se le caiga a pedazos al muy cabrón.
Soltó una carcajada ante tal pensamiento. Luego su mente fue hacia su vieja profesora. ¿Se habría dado cuenta de su ausencia en la cutre y mediocre escuela de King County? Lo más seguro es que sí pero, como ya era costumbre en lo referente a su familia, habrían pasado del tema como de comer mierda. Porque para aquella prejuiciosa y cínica ciudad, la familia Dixon no era más que Basura Blanca a la que sólo se podía ignorar. Y en lo referente a él, todos esperaban que acabara como su hermano mayor Merle, convertido en carne de reformatorio y en cuanto cumpliese la mayoría de edad, en carne de presidio.
A sus casi diez años había vivido de todo. Su padre, alcohólico y violento, se emperró en que sus hijos aprendieran a sobrevivir, por lo que pasaban mas tiempo en las montañas y bosques que en la escuela, aprendiendo a seguir rastros, a orientarse y a cazar. Y si a su modo de vida semi salvaje se sumaban los malos tratos y palizas, aun se sorprendía a veces de conservar algo de humanidad, cosa que Merle parecía haber perdido hace mucho.
- Deja de ponerte ñoño y presta atención a lo que te rodea, Dixon. O acabarás con tu escocido culo como comida para alguna alimaña.
Se detuvo para ubicarse. Estaba en una zona del bosque que no conocía. Incluso podría jurar que era el primer ser humano en pisar ese lugar en siglos. Los árboles eran gigantescos, de copas tupidas y troncos cubiertos de musgo y líquenes. El suelo estaba cubierto por helechos, arbustos y demás flora típica de los bosques vírgenes. De vez en cuando, en pequeños claros entre tanto árbol, encontraba lo que suponía eran viejos túmulos indios. Si Merle estuviese allí, no habría dudado un segundo en saquearlos. Las reliquias indias auténticas se vendían por una pasta en el mercado negro. Así era como los dos Dixon mayores pagaban todos sus vicios (que no eran pocos) y si él estaba de suerte, la comida y las facturas.
A él nunca se le pasó por la cabeza imitar a su padre y hermano. Había algo en aquellos lugares que lo ponía nervioso. No era miedo a los muertos que allí descansaban (muertos estaban y de allí no se iban a levantar). Era una sensación rara que hacía que los pelos de la nuca se le pusieran de punta y que sus instintos más primitivos pusieran la directa. Lo achacaba a la energía mística que los viejos chamanes habían impregnado en aquellos lugares. Y si el instinto le decía que no metiera su pálido y esmirriado culo en esos sitios, él obedecía. Y hasta el momento parecía funcionarle bastante bien.
Como desde el suelo no podía ver hacia dónde iba, decidió trepar a un árbol para encontrar el sol y ubicarse. Buscó el árbol apropiado y comenzó a trepar. Mientras subía iba maldiciendo a su viejo. Hacía una semana de la última paliza y aún tenía resentidas las costillas y demasiado tierna la herida que cruzaba su costado izquierdo. Aguantándose las ganas de llorar siguió subiendo hasta encontrarse sobre la línea de árboles. Observó la masa verde que se extendía a sus pies. El sol comenzaba a bajar. Una vez situado, comenzó el descenso, rogando a cualquier ser o deidad del lugar por no caerse y romperse la crisma en el proceso.
Una vez a salvo, tomó el camino que le devolvería a la civilización si tenía suerte. Calculaba unos tres días si iba a buen paso y no volvía a perderse. El gruñido de su estómago le recordó que llevaba demasiadas horas sin comer. Buscó alguna ardilla o pájaro para variar un poco su dieta, pero parecía que toda vida animal había desaparecido del lugar. No se hizo de cruces por ello. Seguiría con la mierda de las bayas. El sonido de agua corriendo le sacó de su embobamiento con la comida. Trotó hacia la fuente del sonido (no era plan de gastar energías a lo tonto) y se detuvo cuando llegó al agua. Se quedó pasmado. Aquello no era un riachuelo. Era el nacimiento del jodido río que pasaba cerca de King County.
- Pues sí que he andado. Esto está al quinto pino de casa.
Se metió en el agua hasta que ésta le llegó a las rodillas y bebió con ansia. Después de haber saciado su sed, hundió la cabeza en las heladas aguas. Aquello lo despejó lo suficiente como para seguir otro par de horas caminando.
Decidió seguir el curso del río. Aquella era la forma más rápida de llegar a la ciudad sin volver a perderse. Metió las manos en los bolsillos de sus destrozados pantalones y empezó a andar. El lugar estaba demasiado en silencio. Sólo se oía el agua correr y las piedras bajo sus botas. Aquello no era muy normal. Despacio sacó su cuchillo de caza. Le encantaba aquel arma. Era su primer y hasta el momento único regalo por parte de su padre. La hoja tenía doble filo (Uno afilado como una cuchilla de afeitar y el otro dentado) y veinte centímetros de largo.
Se paró en seco al girar en un recodo del río. Cientos de esqueletos alfombraban la rocosa playa. Caminó con sumo cuidado, intentando no tropezarse con algún hueso. Mirara a donde mirara, sólo veía restos. La mayoría eran de ciervo. Entrevió algún lobo y lo que parecía un puma.
Aceleró el paso, deseando dejar atrás aquel tétrico lugar. Y cayó de bruces al suelo tras tropezar con algo relativamente blando. El hedor a podrido invadió sus fosas nasales casi inmediatamente. Se levantó como impulsado por un resorte, para encontrarse de cara con lo que en otros tiempos había sido un oso jodidamente grande. Movido por una morbosa curiosidad que no sabía que poseía, estudió los restos. El pobre animal tenía la pata posterior derecha arrancada de cuajo. El costado estaba hundido, como si algo muy grande y pesado lo hubiese aplastado. Palpó la zona. Las costillas estaban prácticamente pulverizadas. Subió las manos hasta la cabeza y, cuando estaba por girarla un poco, ésta salió rodando. Se quedó mirándola como un estúpido durante unos minutos. Luego giró sobre su propio eje y observó el cuello del animal. El corte era demasiado limpio, casi quirúrgico. No había animal vivo que pudiese seccionar la cabeza de otro así. Y ya ni qué decir de hacer papilla a un oso gigante. Pero tampoco tenía pinta de haber sido hecho por la mano del hombre. Aquel lugar no había sido profanado por ningún humano hasta su llegada.
Un olor mucho peor que el del oso golpeó su nariz. Su instinto encendió todas las alarmas que poseía. No estaba solo. Algo lo acechaba. Y ese algo era peligroso. Demasiado como para pelear. Intentó moverse, pero el miedo lo había dejado clavado al suelo. Empezó a temblar y a sudar a medida que el pestazo se iba haciendo más intenso y su miedo alcanzó la cota de pánico. Sintió algo caliente correr por sus piernas. Haciendo un esfuerzo sobrehumano bajó la mirada. Se había meado. La última vez que le pasó aquello tenía seis años y el culpable fue un amigo de su padre al que le ponían más los niños que las mujeres.
Algo se movía a sus espaldas, lento, cruel. Decidió que no se quedaría ahí parado como un ciervo en medio de una carretera. Obligó a sus piernas a moverse y se lanzo a la corriente. Prefería morir ahogado o de hipotermia que devorado por aquello que vivía allí.
Ese día, un joven Daryl Dixon estuvo cerca de morir a manos de una pesadilla surgida del infierno mismo. Y no se imaginaba mientras era arrastrado corriente abajo que volvería a cruzarse con aquello años después.
