Hacía siglos que quería escribir un fanfic sobre Enredados, y finalmente la procrastinación me ha llevado a ello (yay!).
Las partes en las que se divide el fic están sacadas de canciones de Russian Red :3 Esta es la parte 1 de 3.
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Bound to crawl
Whoever said we cannot fly, the strangest dream will change your live.
My body tells me I'm bound to crawl. […]
I'll never come back to the place that saw my most
Bitter, bitter, bitter days.
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Cuando Eugene abre los ojos, la habitación está sumida en la oscuridad y parece una celda.
El corazón le martillea en el pecho y retumba en el silencio. Son latidos pesados y rápidos, que resuenan como los pasos militares de los guardias de palacio, que vienen para llevarse a la horca a algún pobre diablo. Eugene cree que ha estado soñando que, en lo alto de una torre lejana, hay una muchacha llorando.
Poco a poco, la realidad va calando como si se posara sobre él. El colchón de plumas es mullido y caliente bajo su cuerpo, y la habitación huele a ropa limpia y a libros. Las pesadas cortinas cubren las ventanas, pero en cualquier momento podría levantarse y descorrerlas. Podría salir a la balconada a mirar los jardines y respirar el olor a madreselva y jazmín. Oír los grillos, ver las luciérnagas titilando como estrellas entre las flores.
Cuando quiere darse cuenta, eso es justo lo que ha hecho. Está asomado al balcón, apretando con las manos la barandilla de piedra, y el jardín parece un bosque. No puede sacudirse de encima la sensación de que hay algo palpitando en el castillo, en los jardines, en el aire. Algo salvaje y roto. Rapunzel. Eugene no puede sacudirse de encima la sensación de que la piedra fría bajo sus dedos no sirve de nada.
Oye a lo lejos un quejido, y no está seguro de si se lo está imaginando. Es un ruido que haría un animalillo del bosque, pero viene del dormitorio que está sobre el suyo. Es un ruido pequeño, y Eugene tiene los hombros tensos, como listo para saltar. Le da un par de tirones a la enredadera que trepa por la fachada del palacio antes de impulsarse hacia arriba. Intenta no pensar demasiado en lo que puede suceder si la planta no aguanta su peso. Cuántas costillas rotas, la cara del rey. La cara de la reina. Intenta no pensar en muchas cosas mientras sus pies buscan los mejores puntos de apoyo entre la hiedra.
La puerta que da al balcón se abre con un crujido suave.
Rapunzel está acurrucada en la cama, en mitad de las sábanas revueltas. Aprieta las manos contra la frente y tiene las rodillas pegadas al pecho, los dedos de los pies encogidos. Tiembla. Pascal es un puñito verde contra su cuello.
Él se sienta sobre el colchón y rodea a la princesa con los brazos. Su cuerpo está lánguido y quieto, y Eugene sabe que es algo que les ocurre a los animales cuando están aterrorizados. Es como si Rapunzel estuviera intentando desaparecer y se hubiera convertido en una muñeca de trapo.
—Hey —murmura él. Le revuelve el pelo. Los ojos de Pascal relucen inmensos en la oscuridad—. ¿Has tenido una pesadilla?
Rapunzel no dice nada, pero se encoge contra él.
Eugene le da un beso en la coronilla. Está intentando no pensar en lo mucho que se parece a sostener un gorrión entre las manos sentir tantos huesos frágiles.
—Eugene —susurra ella al final—. He soñado con la torre. No podía dejar de soñar con la torre.
No tiene que decir nada más. Él no habla de Madre Gothel ni de la noche de su muerte, pero su nombre pesa en la habitación, vuelve el silencio como de agua. Eugene envuelve a la princesa con más fuerza, pero luego se acuerda de la hiedra por la que ha trepado para llegar a la habitación de Rapunzel, de cómo los tallos han aguantado su peso porque abrazaban desesperadamente la roca del castillo. Eugene sabe que algunos tipos de enredadera asfixian los árboles sobre los que crecen. Piensa en Madre Gothel, pero no habla de ella. Acaba relajando los brazos y suspira.
—No tienes que volver —dice él—. No tienes por qué volver nunca a la torre.
Ella se queda quieta, tensa. No dice nada. Llora sin palabras, sin un solo ruido, y Eugene sabe que Rapunzel está llorando porque le tiemblan los hombros y oprime con tanta fuerza los puños contra la frente. Porque no la siente respirar, pero sí nota su boca entreabierta, apretada contra su pecho a través de la camisa desabrochada.
—Eugene —susurra de nuevo ella. Suena casi como una niña—. En mi sueño, alguien me obligaba a salir.
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Maximus les trae de vuelta a la ciudad antes del atardecer.
Durante el camino, Rapunzel no deja de parlotear sobre los rufianes de El patito frito. Lleva una bufanda tejida por Bruiser alrededor de los hombros, a pesar de que es pleno verano, y una cesta llena de pastas horneadas por Attila. Eugene sonríe sin querer y no puede dejar de hacerlo.
Cuando llegan al palacio, la reina abraza a su hija con todas sus fuerzas. Tiene los ojos húmedos. Rapunzel le sonríe, y corre a abrazar también a su padre.
La reina apoya una mano en el hombro de Eugene.
—Gracias —dice. A él le gustaría explicarle muchas cosas, pero para comprender la relación de Rapunzel con los rufianes es necesario estar allí.
La reina también acaricia el hocico de Maximus.
Pascal, sentado en el hombro derecho de Rapunzel, frunce el ceño.
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—El problema de sucesión sólo está aparentemente resuelto.
El ministro que está hablando mantiene los dedos entrelazados delante de él. Tiene un bigote enorme y gris con las puntas rizadas hacia arriba, y Eugene lleva toda la reunión de Estado pensando que sería lo bastante hábil como para cortarle los extremos de un tijeretazo sin que se diera cuenta.
—No tenemos ninguna evidencia real y concluyente de que la princesa sea efectivamente la princesa perdida —continúa el ministro. Mientras habla extiende una mano hacia Rapunzel, que da un respingo en su silla. En la sala se escucha un par de cuchicheos escandalizados y el rey frunce el ceño—. Con esto no pretendo negar lo evidente, pero las únicas pruebas con las que contamos son cuentos de hadas y la palabra de un puñado de criminales. Si pretendemos que los reinos vecinos consideren seriamente resuelto el problema de la sucesión y empiecen a vernos como una nación fuerte, necesitamos…
—¡Pero…!
Todos en la sala se giran a mirar a Rapunzel, que se ha levantado de la silla y parece haber olvidado lo que iba a decir al interrumpir al ministro.
—Eehh… —A la princesa se le escapa una sonrisa tensa y baja la vista, los ojos muy abiertos—. Lo… Lo siento.
El rey vuelve a fruncir el ceño. Cruza una mirada con la reina.
—Por favor, Rapunzel —dice. Solo mira a su hija—. Te escuchamos. Te escucho.
—Bueno, creo… Lo que quiero decir es que me parezco mucho a la reina —afirma ella, poniendo voz firme—. Es decir, a mi madre. ¿… Verdad? Quiero decir que, bueno, todo el mundo lo dice y… y yo creo que es verdad, y eso me parece una prueba, porque…
Sin darse cuenta va bajando la voz, y las palabras se le escapan, atropelladas, hasta que se confunden unas con otras y nadie puede entender lo que está diciendo.
El ministro carraspea antes de interrumpirla.
—Disculpad, majestad, pero creo que hablo por todos cuando digo que no comprendo una sola palabra de lo que estáis diciendo. Quizás deberíais dejar de murmurar.
Rapunzel lo mira con ojos desorbitados. Parpadea un par de veces. Hace un par de intentos por hablar de nuevo, pero todo el mundo la está observando en completo silencio y ella acaba murmurando otra vez. Los ministros discuten entre ellos. Rapunzel se deja caer en la silla y fija la vista en su regazo.
Eugene está seguro de que la reina le dejaría unas tijeras de muy buen grado, porque lleva diez minutos intentando matar al ministro con la mirada, prácticamente sin parpadear. Rapunzel está sentada sólo a un par de sillas de Eugene, pero él no deja de pensar en la torre y en lo inalcanzable que parecía vista desde el suelo.
—El parecido de mi hija con su madre es innegable —afirma el rey. Tiene voz de trueno—. Y lo que es más, toda la ciudad la vio durante los festejos. Todos recuerdan su larga melena dorada.
—Con todo mi respeto, majestad —replica el ministro—. Nos dirán que el pueblo vio lo que quiso ver. Esa… historia de la torre en el bosque y el pelo mágico…
En esta ocasión es la reina la que se levanta. No de manera brusca y espontánea, como Rapunzel, sino pausadamente. El ministro automáticamente deja de hablar.
—La historia sobre la torre en el bosque es fácilmente comprobable —contesta ella suavemente—. Según tengo entendido, la melena de veintiún metros de mi hija sigue allí. Podemos medirla, si eso os deja más tranquilo, ministro.
Hay un par de risas discretas en la sala. Eugene sonríe sin ningún disimulo al ver ruborizarse al ministro.
—No obstante, no deja de admirarme vuestra incredulidad ante las propiedades curativas del pelo de la princesa —continúa la reina, y su voz se endurece considerablemente—. Teniendo en cuenta que lo que salvó mi vida hace dieciocho años fue un milagro, admito que no me considero lo bastante osada como para dudar de la magia. Habría pensado que a cualquier súbdito de este reino le ocurriría lo mismo.
—Bueno, tampoco es que yo dude… —balbucea el ministro. Se aparta un poco el cuello de la camisa y traga saliva.
—En especial a un súbdito que lleva tantos años formando parte de la Corte y el Consejo —remata la reina.
La sala continúa en silencio cuando ella vuelve a sentarse. El rey le envuelve la mano con la suya antes de pasar al siguiente punto del orden del día.
Eugene se balancea sobre las patas de la silla y se echa hacia atrás todo lo que puede para mirar a la princesa. Rapunzel sigue mirándose las manos sobre el regazo durante toda la reunión. Sus manos están vueltas hacia arriba, encogidas.
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El dormitorio de la princesa está pintado de arriba abajo con todas las cosas que Rapunzel ama en el mundo. Curiosamente no se parece a su torre. El sol de Corona está pintado por todas partes (sus rayos desplegados como los pétalos de una flor dorada), no sólo su forma insinuada entre los dibujos. Hay una muchacha de pelo corto metiendo los pies en el río mientras habla con un camaleón. El agua está llena de peces que sonríen. Hay gente bailando bajo guirnaldas de flores al atardecer, jóvenes saltando las hogueras del solsticio de verano. Hay bosques llenos de animales, hadas de la noche que parecen estrellas, campos de árboles frutales, un caballo blanco tendido a la sombra, muchachas recogiendo manzanas en el regazo de la falda. Una de ellas se parece a Rapunzel y lleva cerezas en las orejas.
Acaba de amanecer cuando Eugene sale de su dormitorio. Desde las escaleras ve a Rapunzel escabullirse de su cuarto y andar de puntillas por el pasillo. La princesa dobla un recodo y entra en una de las habitaciones del otro lado del corredor, cuyas ventanas dan al mar. Permanece allí durante horas.
Esa noche Eugene se desliza sin ser visto hasta la habitación. Enciende una vela y mira a su alrededor.
Es una estancia circular, sin muebles. En el techo hay diagramas de estrellas y planetas, y en una de las paredes, un sinfín de farolillos anaranjados, cálidos. Y ellos dos en una barca como suspendidos en mitad del firmamento, navegando en el agua oscura y mirándose a los ojos.
También hay dibujos de una mujer alta y curvilínea sentada en una butaca roja junto al fuego. A veces aparece peinando a Rapunzel, que parece muy pequeña a su lado. A veces, acariciándole la cara. La mujer de los dibujos tiene el pelo negro y mira a esa niña tan rubia como si la quisiera.
Eugene a veces pasa junto a la habitación y se inclina a mirar por el ojo de la cerradura.
Rapunzel se sienta en el suelo durante horas y sencillamente está ahí, quieta, con las rodillas abrazadas contra el pecho mientras mira las paredes.
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Eugene no quiere llamar Rubita a Rapunzel.
Siente que, si no lo hace, la ausencia de esa palabra pesará demasiado entre ellos. Pero cuando por costumbre la llama así, Rapunzel se encoge durante un segundo justo antes de sonreír abiertamente. Luego, cuando cree que él no la está mirando, se pasa una mano por el pelo.
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Rapunzel le besa a veces como si quisiera meterse dentro de su piel, y a Eugene eso le asusta más que nada en el mundo.
Una noche, él sueña todo eso. Quizás le asusta porque es demasiado, quizás porque sabe que no podría impedírselo. Ella no deja de besarle y él quiere decirle que su piel no es lo bastante grande para los dos. Pero Rapunzel no le escucha, y se vuelve pequeña y se aferra a él hasta que va calando como agua en su cuerpo, hasta desaparecer.
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Rapunzel se asoma por detrás del hombro de Eugene en la biblioteca, y él cierra el libro de golpe.
Apenas ha amanecido. Él se restriega los ojos y finge un bostezo.
—Eugene —musita Rapunzel. Le mira con unos ojos enormes, sombreados de pestañas oscuras—. ¿Cómo llamas tú a la reina? Quiero decir. A mi madre. ¿Cómo la llamas?
Él frunce el ceño.
—¿Por qué me estás preguntando esto a las siete de la mañana?
Ella sigue mirándolo. No parpadea, y hay algo frágil al fondo de sus pupilas. Eugene se acuerda de las canicas de cristal con las que jugaba en el orfanato, y piensa que es algo que podría romperse. Suspira, y cruza los brazos sobre el libro.
—Su majestad, supongo. Reina. A veces —acaba respondiendo. Se sonríe—. Alguna vez me ha pedido que use su nombre de pila, pero no termino de sentirme cómodo.
Rapunzel suspira y se deja caer en una silla junto a él. Entierra la cara entre los brazos. Eugene piensa en todas las ocasiones en que los peluqueros de palacio intentan darle un aspecto más formal a la princesa y pasan horas delante del espejo, y le lanzan oscuras miradas a él cuando entra en la habitación de Rapunzel. Piensa que esos mechones cortos, tiesos en todas direcciones, parecen los rayos de un sol, o las puntas de una corona.
—Hey —susurra él. Apoya una mano en el hombro de ella—. ¿Me vas a contar qué pasa?
Rapunzel levanta un poco la cabeza. Sólo se ven sus ojos sobre la línea del codo. Al final se incorpora y la mano de Eugene resbala hasta la mesa. Ella resopla mientras se echa el pelo hacia atrás con las manos, que se detienen en la nuca. Levanta la vista.
—Es que… Nunca me ha pedido que la llame madre. Dijo que usara el nombre que quisiera. Que podía llamarla como más me gustara. No sé si podría llamarla madre. ¿Sabes… lo que quiero decir? —intenta explicarle ella. Eugene asiente—. A veces creo que me gustaría… Bueno, no lo sé. Pero a veces… Creo que podría llamarla mamá. Es decir. Si me atreviera.
Él se ríe cálidamente, y suena un poco como un suspiro. Durante un momento la ve como aquella noche bajo la luz de los farolillos, descubriendo el mundo después de haber pasado dieciocho años encerrada en una torre. Le levanta la barbilla.
—Pues ya me dirás —replica—. Si tú no te atreves a hacer algo, ¿quién lo hará?
Ella sonríe, pero no dice nada.
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Rapunzel escucha arrobada todas las historias de Eugene. Le gusta sentarse junto al fuego, la cara apoyada sobre los puños, y los codos, sobre los muslos. Le gusta sencillamente oírlas.
Eugene le cuenta todo tipo de anécdotas y aventuras. Mueve las manos, pone muecas, imita voces. A veces se detiene a tomar algunas notas y luego guarda los papeles en el escritorio.
Rapunzel siempre está descalza y, cuando la historia se pone interesante, encoge los dedos de los pies sobre la alfombra. Eugene le cepilla el pelo durante horas, como si tuviera una melena larga como una cascada en las montañas.
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El salón de baile resplandece. En el suelo, los baldosines forman en mosaico el sol de Corona. Las paredes son de un tono beige champán, salpicado de lámparas grandes, doradas como soles por todas partes.
Las parejas llenan la pista y se mueven al ritmo de la música, formando un círculo que se desdobla en nuevas figuras como si fuera una sola cosa y estuviera viva. Eugene tiene la sensación de estar viendo un enjambre de abejas, o una de esas flores que se despliegan por la noche. Mira las figuras que forman los bailarines y recuerda el orfanato, la sensación de calor cuando pasaba las tardes de verano escondido debajo de su cama mirando por un calidoscopio. Es un poco esa impresión.
Rapunzel está bailando con un desconocido (probablemente un embajador, aunque Eugene piensa que es joven). Ella lleva un vestido de color salmón de manga larga, con bordados de un tono verde dorado por todo el corpiño y las mangas. Baila como si se divirtiera, gira como una peonza. El supuesto embajador sonríe y es todo cortesía y pasos calculados, precisos. Eugene no se fía de él.
—Es el príncipe Johannes, de las Islas del Sur —le informa una voz seca.
Eugene pega un respingo. La señorita Schlenck, la profesora de protocolo de Rapunzel, se le ha acercado por detrás y mira la pista de baile con un mohín de desdén. Él no tiene muy claro qué está haciendo allí.
Ambos están en la galería de la primera planta, tras la barandilla de mármol. Apenas a unos pasos de las escaleras.
Abajo, en el salón, las parejas cambian y la orquesta toca otra canción.
—¿Y ese quién es? —pregunta al final Eugene.
El tipo que baila en ese momento con Rapunzel lleva un traje azul con charreteras doradas y parece todo lo que un príncipe debería ser. Su ropa no casa con el vestido de la princesa de Corona, pero de algún modo no importa. Eugene baja la vista y mira su propio traje de color verde apagado. El pañuelo dorado que lleva al cuello le aprieta. No tendría que haberle pedido ayuda a la reina para elegir un atuendo para el baile.
—Oh. Ese caballero —responde la señorita Schlenck—. Es el príncipe Sebastian. De las Islas del Sur.
—De las Isl… ¿Exactamente de cuántas Islas del Sur estamos hablando? —Eugene la mira con los ojos entrecerrados.
La señorita Schlenck le dirige una sonrisa áspera y tensa de labios finos.
—De cuatrocientas siete.
—No, en serio.
—En serio. Nunca bromeo sobre geografía.
Nunca bromeo. Punto, piensa Eugene. Devuelve una mirada desorbitada a la pista de baile.
—Teniendo en cuenta que en la fiesta no habrá más de trescientas personas, me veo obligado a preguntar: ¿qué ha sucedido con los otros cien príncipes de las Islas del Sur?
La señorita Schlenck pone los ojos en blanco.
—Si atendierais a las lecciones sobre protocolo, como se espera de vos, sabríais que una única familia real gobierna en las Islas del Sur, por lo que no deberías tener que preocuparos por cuatrocientos rivales.
—¿Son sólo dos, entonces? —suspira Eugene. Introduce el dedo índice tras el pañuelo y tira para darle holgura en torno al cuello.
—Trece.
La señorita Schlenck le sonríe afiladamente antes de alejarse.
Mientras Eugene otea el salón de baile en busca de once príncipes, se da cuenta de que la reina se ha acercado a la princesa, y las dos hablan entre ellas con los brazos entrelazados. Eugene se acuerda de la torre, de las pesadillas de Rapunzel en mitad de la noche. No puede dejar de acordarse de la torre. Rapunzel no ha vuelto allí desde aquel día en que Madre Gothel se convirtió en polvo contra la hierba.
Él apenas recuerda nada más allá de los murales coloristas y alegres de las paredes. En aquel momento se preguntó cómo iba a volver a sacar a aquella muchacha de su único refugio en el mundo, sobre todo cuando era evidente que lo amaba tanto, y que dieciocho años dan para mucho. Aún no sabía que Rapunzel era la princesa perdida.
Eugene mira a Rapunzel bailar toda la noche con desconocidos. La ve abrazar a su madre, mirar con ojos brillantes a su padre. Piensa una y otra vez que, desde que fue reconocida como princesa, no ha vuelto nunca a la torre.
Piensa que es posible que sólo quisiera ese refugio porque es lo único que conocía en aquel entonces.
Mira a Rapunzel reírse. Quiere creer que es muy tarde para volverse un caballero.
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¿Qué hace Eugene levantado antes del amanecer? ¿Y en la biblioteca? MISTERIO.
Me gustó muchísimo esta película. Los personajes son brutales, nada planos, y si bien me habría encantado que usaran el estilo oscuro y misterioso del concept art para los dibujos, no sé si habría terminado de pegar con el tono desenfadado y happy de la película.
El tema de la libertad está un poco visto en Disney (La sirenita, El jorobado de Notre Dame), pero está bien que lo relacionen con el miedo y el sentimiento de seguridad (y con el amor, en el caso de Gothel) :P
Por cierto. La portada es una imagen de Lisa Keene, del arte conceptual de la película, y me encanta. Aunque había tantos dibujos maravillosos del arte conceptual que podrían haber servido para ilustrar lo que quiero contar con esta historia... Me ha costado mucho decidirme.
Contadme. ¿Qué os parece la historia? :P
