Capítulo I: Cuenta Regresiva


Año 2838, siglo XXIX

Empezó en el siglo XXI la gran crisis, o eso es lo que suelen contar los ancianos y los historiadores, que a su vez lo escucharon de otros ancianos e historiadores y así sucesivamente hasta remontarse hasta dicho siglo. Empresas gigantescas cerraron, otras más surgieron y el capitalismo tomó el dominio de todos, para horror del mundo entero. Año tras año, la economía mundial se había ido en picada… múltiples desastres naturales causaron pérdidas millonarias y los recursos naturales se agotaban a un ritmo desolador.

Después de siglos de lucha constante por la supervivencia, la humanidad logró estabilizarse… aunque no demasiado. Sentían como si fuesen náufragos a la deriva, aferrados a un trozo de madera pero con la incertidumbre de cuándo serían rescatados.

En todas partes del globo terráqueo se veían los avances tecnológicos que se habían dado a conocer a lo largo de tantos años… y cualquier persona nacida en el siglo XX o XXI se habría quedado intrigada, pues incluso había vestigios de tecnología que se habrían considerado 'arcaicas', tales como las máquinas de vapor.

La calle se veía activa, llena de vida. Agentes de la ley se deslizaban por aquí y por allá, aéreamente mientras a lo lejos se veía vapor lanzándose a la atmósfera y vehículos variados, terrestres y aéreos pasaban sin cesar por la calle: solares, de vapor, eléctricos… Un excelente día para hacer negocios, sin duda.

Las grandes puertas de roble se abrieron, dejando a la vista el interior de un espléndido palacio (no había otra palabra para describirlo) que emitía reflejos cegadores. Oro, plata, platino… nombra un metal y seguro lo encontrarás. Un enorme dirigible pasó volando, cubriéndolo todo con su gigantesca sombra y también al visitante que estaba por entrar. Sin inmutarse siquiera por el paso del increíble dirigible, se adentró en la presuntuosa construcción.

El interior del palacio lucía como una extraña combinación de épocas: a primera vista parecía una réplica del palacio de Versalles a finales del siglo XVIII, pero al observarlo también se notaba el paso de la época victoriana. Estancias infinitas se extendían a lo largo de un pasillo; unas minimalistas, otras impresionistas y otras de concepto abstracto. Era como si el ser humano hubiese querido "reciclar" épocas y tendencias del pasado; como si se le hubiesen agotado las ideas ya, o como si quisiera incluso economizar imaginación.

Dos largas filas de sirvientes se extendían a los lados de la puerta, inclinados levemente para recibir al distinguido visitante.

Una mujer de aspecto grotesco, delgada y pálida llegó corriendo con agitación, ajustándose un ridículo sombrero color rosa chillón que llevaba a juego con un conjunto del mismo color.

–¡Vaya, vaya, pero si ya está aquí! –Respondió la mujer respirando con dificultad y dándole una sonrisa a modo de disculpa. –Discúlpeme, le ruego, por la tardanza. Verá usted, es que lo esperaba dentro de media hora y…

–No, no se preocupe. –La tranquilizó el hombre sonriendo, dejando ver una dentadura perfecta y mostrando unos casi imperceptibles hoyuelos en sus mejillas, que estaban parcialmente ocultos por una barba de candado que lo hacía lucir muy atractivo. –Fue mi culpa por llegar antes sin avisar.

–Oh, es usted tan amable, pero no se culpe usted, fue mi falta de profesionalismo. –Insistió ella.

–Tonterías, estaba dispuesto a esperar incluso, pero es usted una anfitriona excelente. –Repuso él inclinándose para darle un beso en el dorso de la mano, un gesto que había sido considerado "anticuado" pero estaba ganando popularidad una vez más en los recientes años.

El gesto provocó una risita tonta y el sonrojo de la mujer ante lo inesperado de la acción. Además era imposible no sentirse como una muchacha en presencia de un hombre tan distinguido y agraciado como él.

–Bueno, bueno. –Dijo con su empalagosa voz. –Lo importante es que se encuentra usted aquí, ¡lo esperábamos con muchas ansias! Mi nombre es Abigail Swan. Sígame, por favor.

Era una mentira, por supuesto. Nadie esperaba con ansias ese tipo de visitas, salvo ella, claro, pues si el trato era exitoso ella recibiría una cuantiosa comisión por su trabajo de intermediaria.

Caminaron a lo largo de un pasillo que parecía infinito, puertas se extendían a cada lado, algunas de madera sólida y otras de cristal. La mujer hablaba sin parar acerca de algo que su acompañante no entendía muy bien, y que a decir verdad poco le interesaba. En cambio, Abigail parecía emocionadísima y no era para menos: no todos los días se recibía al secretario de salud de los Estados Unidos de América para tratar asuntos de esa índole; era como estar en presencia de una celebridad.

–Oh, ya verá que le encantará Brittany, señor. –Dijo Abigail con emoción, gesticulando exageradamente. –Déjeme decirle un secreto: -Se inclinó hacia él con gesto de complicidad y él hizo lo mismo, sonriendo con diversión. –Una muchacha así ni siquiera necesita de mis servicios, ¡podría conseguir un excelente trato ella misma!

–Ha tenido mucha suerte usted entonces. –Opinó su acompañante.

–¡Y que lo diga! Moría de la emoción cuando me dieron su archivo y las condiciones… pero verá, los Pierce son gente muy seria y formal así que por supuesto querían que una profesional velara por el futuro de su hija. –Declaró altaneramente Abigail.

–Me imagino. –Asintió el secretario sonriendo una vez más, esta vez dejando traslucir malicia. –Se ve usted fatigada, descanse, por favor.

–No, señor, ¡no podría! –Dijo ella pero estaba resoplando.

–No se inmute, después de todo fui yo el que pidió caminar, ¿recuerda? También puedo pedirle que se tome unos segundos para reponerse. –Ofreció amablemente. El médico amaba las caminatas y era una manera de mantenerse activo en una era donde había bandas transportadoras que te llevaban del punto A al punto B incluso en tu propia casa, si esta era lo suficientemente grande.

–Se lo agradezco mucho, es usted tan caballeroso. –Contestó Abigail y él volvió a mostrar esos dientes perfectos y los encantadores hoyuelos. –Bueno, déjeme contarle un poco más. Brittany es una muchacha tan alegre, tan inocente…

El hombre no prestó mucha atención. Todo lo que quería saber de Brittany Pierce era ya de su conocimiento, aquello que le interesaba de la muchacha.

La joven era hija de un eminente empresario holandés que se había clasificado como uno de los hombres más ricos en Europa y que buscaba relacionarse intercontinentalmente. Todos los ojos de los economistas en el mundo estaban puestos en esa niña, la insignificante hija de catorce años que serviría de tributo para impulsar el éxito de su padre y ¿por qué no? El de una nación y hasta un continente.

Por su parte, el secretario había recibido la indirecta de que podría llegar a ser el candidato perfecto para forjar la alianza entre el gobierno de Estados Unidos y el multimillonario europeo. Cifras millonarias se le habían transferido para aumentar el atractivo que pudiese tener para posicionarse entre los favoritos del señor Pierce, todo esto salido, por supuesto del presupuesto del país. Manifestantes había por todos lados, pero era la mayoría de la población la que ni siquiera se inmutaba, pues era arriesgar para ganar y lo sabían todos… el asunto del matrimonio arreglado de Brittany Pierce era un secreto a voces en ambos países e incluso era el destinatario de plegarias, rogando que todo resultara en un bien común para la población.

Los matrimonios arreglados habían sido una tradición desde hacía un par de siglos a nivel mundial. Eran concertados para lograr estabilidad económica entre familias, pues a veces podías despertar sin saber si el valor de la moneda había decrecido, o sí tenías el banco lleno de papelitos verdes inservibles. Propiedades, dinero, acciones… cualquier riqueza era buena para arreglar un matrimonio, el cual podía ser anulado por eso que nunca pasa de moda, ese invento maravilloso llamado divorcio.

En conclusión, lo único que al hombre le importaba era el valor monetario que supondría la niña para él mismo, su familia y su país.

-¡Uff! Gracias por permitirme ese respiro. –Dijo Abigail después de haber descansado y soltarle una larga perorata acerca de las virtudes de la heredera holandesa. –Ahora, sigamos… ¡Brittany debe estar ahí mismo! Va a adorarla, ¡y por supuesto su hijo caerá rendido ante ella!

–Oh, no. –Dijo él con una risita. Las mujeres que formaban parte de la servidumbre suspiraban en silencio al verlo, tan guapo y elegante. Él les respondía con una mirada amable y cautivadora. –Es mi hija a quien pretendo casar con ella; mi hijo no tiene edad para contraer nupcias con la joven Pierce.

–¡Pero qué barbaridad, soy una tonta! –Exclamó Abigail llevándose una mano a la boca. –Suplico que me disculpe ante tan garrafal error.

–No se agobie, por favor… los Pierce son muy escuetos, seguro solo le mencionaron que la muchachita pasará a ser mi nuera pero ni mencionaron ese detalle.

Los matrimonios arreglados, sin embargo, habían tenido cierta evolución y experimentado diversos cambios, siendo los más notorios la posibilidad de divorcio, por supuesto y el hecho de que las relaciones homosexuales ya no se veían con malos ojos por la sociedad… siempre que hubiesen beneficios de por medio, claro. Un hombre podía ser "voluntariamente forzado" a casarse tanto con una mujer como con otro hombre y lo mismo para las mujeres. Al fin y al cabo lo único que necesitabas era dos personas a las cuales pudieras "sacrificar" para un porvenir mayor. Incluso la iglesia había cedido y ahora permitía casamientos religiosos entre personas del mismo sexo… todo como resultado de presiones políticas y por supuesto, con el fin de recibir generosas "donaciones" por parte de las parejas.

Llegaron al fin a una sala circular, muy amplia y sobriamente decorada, que contrastaba bastante con el recibidor. El doctor miró hacia un lado y otro esperando ver a una mujercita esperándolo, pero no vio a nadie. Poco a poco la sonrisa de Abigail se fue esfumando y se marchó por completo cuando llegó una mucama con expresión nerviosa en el rostro.

–¿En dónde está la señorita Pierce? –Preguntó Abigail a la joven, que tragó saliva.

–No la encontramos, señorita Swan. –Contestó mirando al suelo. –Ya la hemos buscado por toda la casa.

–¿Qué quieres decir con que "no está"? –Inquirió la casamentera y la amable mujer que el doctor había conocido se fue, dejando en su lugar a una mujer irascible. –Por supuesto que está en algún lugar, ¿y ustedes, inútiles, no son capaces de encontrar a una mocosa de catorce años?

Se volteó hacia donde estaba el doctor sentado y recuperó el tono dulce:

–Brittany ha tenido un contratiempo, señor, pero no tardará mucho en venir. –Él solo hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

Un muchacho se asomó tímidamente por la puerta y susurró:

–¡La encontramos!


Una risa melodiosa se escuchaba desde las ramas de los árboles, donde una rubia alta saltaba de un lugar a otro.

–¡Señorita Pierce, por favor baje, puede hacerse daño!

–¡No soy "señorita Pierce", soy Brittany! –Gritó la niña desde lo alto. -¡Y no voy a bajar, abajo es muy aburrido!

A Brittany le parecía divertidísimo ver a casi toda la servidumbre reunida bajo el árbol donde actualmente se encontraba. Solo para recrearse un poco, saltó dos ramas más adelante y lanzó una carcajada al ver cómo todos corrían como hormiguitas para darle alcance.

Uno de los hombres se arremangó la camisa y comenzó a subir trabajosamente por el tronco del árbol en el que estaba. Brittany lo observó sentada y justo cuando estaba por llegar a donde estaba, rio y subió a una rama altísima. El hombre trató de alcanzarla, pero resbaló por el tronco y cayó sentado en la misma rama, abriendo los ojos con horror al mirar hacia abajo.

–¡Auxilio! –Gritó aterrado y aferrándose a la rama.

Todos lanzaron un suspiro fastidiado.

–Pero qué imbécil. –Dijo alguien.

Fantástico: ahora tenían que bajar a una niña y a un hombretón del mismo árbol.

–¡Seño… Brittany! Hay espagueti con albóndigas en la cocina, ¿por qué no baja a comer? –trató de convencerla una cocinera.

La propuesta sonaba demasiado tentadora y Brittany se mordisqueó el dedo, preguntándose qué hacer. La verdad es que tanto saltar de un árbol a otro le había dado mucha hambre y sed, además amaba el espagueti y era un doble incentivo. Se sonrió; había tomado su decisión.

–¡Súbeme la comida, porque no bajaré! –Gritó y se balanceó en la rama, escuchando varios gritos ahogados. Volvió a subir, divertida y entonces vio que quien había tratado de subir por ella seguía en la rama. Dejó su risa de inmediato y lo miró con curiosidad. -¡Oye…! ¡Sí, tú, el del árbol!

El alto hombre volteó a verla sin dejar su expresión de miedo.

–¿Por qué sigues aquí? –Preguntó en un grito.

-¡No quiero bajar, está muy alto! –Gritó él.

–¡Pero qué tonto! –Exclamó ella riendo. –¿Para qué te subes a un árbol si no sabes cómo bajar?

–No quería que se lastimara, señorita… debía subir por usted. –Respondió con la voz temblorosa.

Se sintió avergonzada, incluso más porque había reído al verlo ahí, abrazando la rama como si su vida dependiese de ello.

–¿Cómo te llamas? –Preguntó desde arriba.

–Finn… Finn Hudson.

–¡Te diré cómo bajar, Finn! Haz exactamente lo que te diga y estarás abajo enseguida.

Fue gritándole las instrucciones a Finn desde la rama en la que estaba y aunque al principio vaciló, el joven terminó obedeciéndola al pie de la letra. En unos minutos estuvo de nuevo en tierra firme, bajo la mirada maravillada de todos a su alrededor, quienes estaban sorprendidos de lo hábil que era la joven Pierce escalando árboles.

–Por favor, Brittany. –Gritó una muchacha con la voz ahogada. –Baja ya.

La holandesita vio que todos la observaban con preocupación. Ya había sido suficiente diversión por ese día, era hora de bajar. Con destreza bajó y llegó al suelo con un salto perfecto.

Un suspiro colectivo de alivio se escuchó y Finn se deshizo en agradecimientos para ella. Antes de que pudieran atraparla, salió corriendo por el pasto, de nuevo riéndose, pero no había avanzado ni diez metros cuando se tropezó con alguien.

–Oh-oh. –Dijo al ver quién era.


Abigail tiró con fuerza de ella y la llevó hacia la entrada, jalándole la oreja.

–¡Ay, ay, ay! –Se quejaba la rubita.

–¡Muchacha del demonio! –Le gritó. -¡Debería decírselo a tu padre! ¡Te metería diez palmetazos si no…!

Pero Abigail la soltó repentinamente y Brittany se frotó la oreja enrojecida, con lágrimas en los ojos.

–Se-secretario… pensé que estaría usted en…

–Escuché una conmoción y, llámeme entrometido, pero decidí venir a ver a qué se debía… Vaya, vaya, sí que eres una escaladora, ¿eh? –Volteó a ver a Brittany.

La expresión del hombre era entre divertida y curiosa. Brittany se escondió detrás de Abigail pero esta la tomó bruscamente del brazo y la puso enfrente de él.

–Oh por Dios, señor, qué vergüenza más grande, presentársela en estas fachas y… –Abigail estaba al borde del llanto.

–Es perfecta. –Declaró el médico con admiración, ahora que estaba frente a él y pudo mirarla con detenimiento. –Si así se ve estando cubierta de tierra, no me imagino lo bella que debe verse con un bonito vestido.

Abigail parpadeó varias veces, sin poder creérselo.

–Ah… eh… ¡por supuesto! –Se apresuró a decir. –Con esto usted puede ver que su futura nuera es hermosísima en cualquier condición… ¡solo imagínese que nietos tan hermosos le dará!

La niña se estremeció al escuchar esto.

–Ya lo veo, ya lo veo. –Concedió el doctor.

Brittany era rubia, muy alta y de figura esbelta. Tenía unos ojos azules preciosos, que hacían juego con todo su porte en general. Había observado la gracia con la que se movía, como si los árboles fuesen una extensión de ella.

–Es una niña tan alegre, llena de energía… sé que no está en edad para pensar en eso pero, ¡su hija no tendrá descanso! Si sabe a lo que me refiero. –Se tapó la boca y rio por lo atrevido de su comentario.

Ahora fue el turno del secretario para reír.

–¡No lo creo! –Exclamó pensando en su hija, que a sus trece años ya estaba iniciada en los placeres sáficos y apuntaba para ser de "carrera larga", aunque ella afirmara lo contrario.

–Ya habrá leído todo lo referente a ella, supongo. –Aventuró Abigail.

El doctor hizo una mueca. No le había interesado en lo más mínimo leer nada que no fuera su expediente médico, hasta el momento en que la vio. Cada vez se convencía más de que ese matrimonio estaba destinado a concretarse.

–La verdad es que no he tenido tiempo… –Se disculpó él.

–No tiene importancia… –Desenrolló una cinta métrica y el doctor soltó una carcajada.

–¿Una cinta métrica? Y yo me creía anticuado.

–Amo estas cosas… son obsoletas pero ¡divertidas! –Respondió ella con una sonrisa y la puso alrededor del busto de Brittany.

–¡Oye! –Protestó tratando de zafarse.

–¡Quédate quieta, niña! –Masculló la mujer.

A regañadientes se dejó tomar las medidas.

–Interesante. –Comentó el doctor. Aunque fuese un matrimonio por conveniencia, tampoco es que hubiese querido casar a su hija con un adefesio.

Para finalizar, Abigail la presentó como si estuviese en un concurso de televisión.

–Brittany Susan Pierce: de ascendencia cien por ciento holandesa, tiene catorce años con tres meses y nueve días; habla neerlandés como lengua madre, pero como ve también es fluida en inglés. –La rodeó y se complació al ver que tenía la atención del doctor –Practica danza desde los tres años, lo lleva en la sangre… mide un metro con setentaiún centímetros y 109 micras. Tiene el cuerpo duro como una roca, le juro que es producto de ejercicio.

Le apretó los muslos a Brittany, que se rio alocadamente pues era de cosquillas fáciles. No pudo evitar recordar las ocasiones que había hecho compañía a una de las cocineras mientras hacía compras; le daba un pellizco a la carne para comprobar que fuese tierna y jugosa. Era así como se sentía en ese momento: como un pedazo de carne en venta.

–Vamos, hágalo usted. Además tiene la piel muy suave.

El doctor aceptó la oferta y apretó los muslos de Brittany, haciéndola reír de nuevo.

–¡Pare, pare! –Gritó ella.

–Es muy alta para su edad. –Observó él.

–Y sigue creciendo. –Declaró con orgullo Abigail. –Se estima que crecerá por lo menos hasta medir un metro con setentaitrés centímetros y 518 micras.

–A mi hija no le hará nada de gracia. –Murmuró alzando las cejas.

–Le aseguro que eso cambiará en cuanto la vea. –Afirmó ella.

–¿Voy a casarme con una chica? –Preguntó una tímida voz.

Voltearon a ver a Brittany, como si recordaran que estaba presente. Abigail palideció; a pesar de que había muchos matrimonios homosexuales forzados, no significaba que los cónyuges lo aceptaran precisamente. Nunca faltaba el o la heterosexual que había sido casado por la fuerza con alguien de su mismo sexo, o bien, el homosexual al que le arreglaran un matrimonio heterosexual.

–¿Te molesta? –Preguntó el doctor, que apenas si tenía que bajar la mirada para hablarle.

La señorita Swan tragó saliva, temerosa de la respuesta de Brittany, quien era muy sincera, y aunque poco importaba la orientación sexual de la muchacha, el doctor podía llegar a sentirse ofendido.

Brittany se quedó pensativa un momento.

–Las chicas huelen mejor que los chicos así que ¡me parece bien! –Respondió ella. Abigail respiró aliviada y el doctor le sonrió. La chica parecía bastante simpática y no protestó por tener un compromiso arreglado, al menos en voz alta… seguro que sería una excelente esposa para su hija y nuera para él.

–Me parece que la señorita Pierce ya ha dado la última palabra… bueno, si me disculpan debo retirarme. Debo hablar con el señor Pierce y fijar detalles, usted sabe.

–Le acompaño, señor. –Dijo Abigail.

Cuando ya se iban, Brittany volvió a hablar.

–¡Espere!

–¡Niña! ¿Cómo te atreves a hablarle así al secretario? Sé que no eres de este país, pero viajas frecuentemente así que grábatelo: es el secretario de salud, Carlos Santiago López.

–Déjela, no pasa nada. –La disculpó el doctor López. –¿Qué pasa, señorita Pierce?

–No soy "señorita Pierce", soy Brittany. –Dijo como un rato antes le había dicho a quienes intentaban bajarla del árbol.

–¡Etiqueta, Brittany, etiqueta! –La regañó Abigail.

–¿Etiqueta qué? –Frunció el ceño. –Ni que fuera mermelada. –Volteó a ver al doctor. –Si me caso con su hija…

Curvó el dedo índice indicándole que se acercara.

–¿Sí?

-¿No tendré que volver a ver a Abigail? Es que me asusta mucho.

–¡ESCUCHÉ ESO, SEÑORITA PIERCE!

El doctor estalló en risa… sí, definitivamente sería interesante tener a Brittany Susan Pierce como parte de su familia, no solo como una "inversión".

Solo deseó, con amargura, que ojalá su hija fuese también así.


Gritos, o más bien berridos se escuchaban desde el momento que atravesó las puertas de su hogar. Todos corrían frenéticamente de un lado a otro, gritándose órdenes y al verlo llegar se le aproximaron varios empleados.

–Señor secretario…

–Qué bueno que volvió…

–Su hija está totalmente descontrolada…

Suspiró y se frotó la cara con las manos, exasperado.

–Se enteró, ¿verdad?

Todos bajaron la vista.

–Creemos que sí, señor.

–Demonios… -Susurró. Se dirigió con desgano a un elevador por levitación y dio la orden correspondiente para llegar al piso de Santana.

Si en el piso de abajo había podido escuchar los gritos de Santana, ahora los escuchaba amplificados diez veces.

–Insonorización, cuadrante 7, H5. –Los gritos dejaron de escucharse, pero escuchó algo romperse en una zona que no había sido insonorizada. Uno de los empleados se acercaba a trompicones al elevador, sangrando profusamente por la cabeza. –Ve a mi despacho y toma un frasco con la etiqueta AH-372-1M. Colócate el medicamento en la hemorragia y házselo saber a todos los heridos, en un rato iré a ver cómo están.

El hombre asintió y se introdujo en el elevador.

–Anular insonorización. –Indicó y volvió a escuchar los gritos de Santana. Más gente pasó corriendo junto a él y un jarrón pasó zumbando cerca de su oído.

Siguió caminando hasta que la divisó.

Cabello negro y revuelto que le caía sobre la cara, de prominentes pómulos, piel morena igual que la suya y en ese momento no se apreciaba, pues estaba iracunda, pero al sonreír se le formaban unos hoyuelos idénticos a los de él.

Su viva imagen desde el ángulo que fuera: Santana López, su primogénita.

–¡MIERDAAAAA! –El doctor se preguntó cómo era físicamente posible que su hija pudiese proferir tal grito; sí que debía tener buenos pulmones. –¡Carajo, CARAJOOOO!

Ya no quedaba nadie en la habitación, solo él con las manos en los bolsillos y ella, arrojando cosas al azar, destruyendo todo.

–¡LOS ODIO, LOS ODIO A TODOS! ¡VÁYANSE TODOS AL INFIERNO!

Pareció cansarse, dejó de aventar cosas y jadeó sonoramente.

–¿Terminaste? –Preguntó el doctor López. Santana alzó la mirada y su rostro se contrajo por la ira.

–¿Quién es? ¿QUIÉN ES? ¿Con qué clase de prostituta harás que me case?

–¿Quién te lo dijo? Tendré que despedirlo. –Respondió tranquilamente mientras recorría el piso haciendo el recuento de los daños. Fragmentos de vidrio y plástico crujían bajo sus pies.

–Me lo dijo Armando. –Respondió ella.

–Tu hermano debería aprender a dejar de escabullirse para meterse donde no debe. –Dijo el doctor con una sonrisita. –Para tener seis años ya es un excelente espía. Y tú deberías dejar de hacerle caso.

–Pero es verdad. –Dijo ella con rabia. – ¡Me estás vendiendo!

–No seas melodramática, Santana. –Contestó él. –Además, toda tu vida has sabido que este día llegaría… ya crece, por favor.

–¿Quién es? ¡VOY A MATARLA! –Gritó dejando momentáneamente sordo a su padre. –¡VOY A MATAR A ESA MALDITA PUTA HOLANDESA!

El doctor le cruzó la cara de una bofetada que resonó. Santana se calló al instante y apretó los puños, conteniéndose. Ni siquiera se frotó la cara aunque le escocía terriblemente.

–No deberías hablar así de tu futura esposa. –Le dijo con mucha calma su padre. –No asumas que es una prostituta solo porque es de Ámsterdam.

–Es una ramera. –Dijo Santana muy despacio, desafiándolo.

–Es una señorita encantadora y muy guapa, he de decir. Te aseguro que te gustará.

–No me gustan las mujeres. –Repuso ella.

–No me vengas con tonterías, Santana… sé lo que Quinn Fabray y tú hacen desde los doce años cada que "juegan" juntas, –le dijo haciendo comillas en el aire –y también sé que no vas a verme al trabajo, sino que lo haces para ver a April, Terri y Holly. Dime, ¿acaso crees que soy idiota?

Santana estaba roja de vergüenza. Ni siquiera tuvo valor para contradecirlo, pues todo lo que dijo era verdad, absolutamente todo: desde el hecho que llevaba más de un año teniendo sexo con Quinn hasta las fantasías que tenía con las secretarias Del Monico, Rhodes y la doctora Holiday.

–La odio. –Dijo en voz baja.

–Ni siquiera la conoces, Santana. –La tomó de las manos en gesto paternal y su mirada se suavizó. –Piensa en los beneficios que traerá esto, hija mía: importación, exportación, fuentes de empleo…

–¿Por qué debería importarme? ¡Es mi vida! ¡Me importa un bledo si los demás no tienen empleo!

–Hija, te he dado todo en la vida. –Le dijo besándole la frente. –Es hora de que des algo a cambio. A veces tenemos que sacrificar cosas que amamos para un bien común, es lo justo.

Incapaz de quedarse más tiempo ahí, corrió hacia el elevador. Antes de llegar, le preguntó a su padre, sin voltear.

–¿Por qué estás tan seguro de que me gustará?

–Porque es rubia y totalmente opuesta a ti. –Respondió él.


Mordisqueaba el cuerpo de Quinn, como si quisiera desgarrarlo… y tal vez sí quería hacerlo, pues su cabello rubio le hacía recordar su compromiso con la zorra neerlandesa que le había sido impuesto. Sin darse cuenta, empezó a tornarse demasiado brusca con Quinn, clavándole las uñas y metiéndole los dedos muy fuerte.

–Santana… ¡Santana, para ya! –La rubia la apartó de un empujón. –Pero ¿qué te pasa? ¿Estás mal de la cabeza? ¡Me hacías daño!

Santana no dijo nada, solo la miraba con el ceño fruncido. Que la detuviese antes de terminar solo había acrecentado su mal humor.

–Estoy comprometida. –Dijo al fin.

–¿Tan pronto? –Preguntó Quinn con sorpresa. –¡Ni siquiera has cumplido los catorce!

-Lo sé. –Respondió y se encogió de hombros. –Pero el caso es que estoy comprometida.

–¡Vaya! ¿Con quién? –Preguntó Quinn. A ella el tema de los compromisos le emocionaba mucho.

–Ni siquiera lo sé… solo sé que es con alguna putilla salida del culo de Ámsterdam. –Contestó Santana. –Pero da igual quién sea, si aunque no lo sepa me casaré con ella.

–Pues a mí sí me importaría. –Opinó su amiga. –Por ejemplo, mis padres aun están decidiendo con quién casarme… están entre dos judíos: un chico llamado Noah Puckerman, de dieciséis y una molesta enana llamada Rachel no sé qué, de nuestra edad.

–Berry. –Dijo Santana mirando al techo.

–¿Eh?

–La chica. Se llama Rachel Berry. –Repitió sin apartar la vista del techo y jugueteando con uno de sus rizos. –Sus padres se dedican a la industria energética.

–Pues ni idea. –Dijo Quinn frunciendo el ceño con desagrado. –Pero ojalá me comprometan con Noah Puckerman, ¡es guapísimo! Su padre es un músico muy rico.

–Ya me voy. –Anunció Santana abruptamente. No quería pasársela hablando de matrimonios arreglados. –Suerte con el tal Puckerman.

Pero deseó que le fuera mal y la casaran con Rachel Berry. Si ella tenía que casarse forzosamente, pues quería que todos los demás fueran infelices también.

Al llegar de nuevo a su casa, su padre estaba leyendo el periódico en un dispositivo móvil. Alzó la vista y le sonrió.

–¿Te divertiste jugando con Quinn? –Preguntó socarronamente.

La chica gruñó por toda respuesta. Temía que si abría la boca terminaría por arrancarle a mordiscos la tráquea a su padre.

–Quinn es una muchacha adorable. –Dijo su madre, sin voltear a verla.

–¿Saben? Creo que Rachel Berry sería una buena esposa para Quinn. –Dijo Santana y por primera vez en el día, sonrió, aunque de una manera escalofriante.

–¿Eso crees? –Su padre rio entre dientes. –Los Fabray llevan un par de meses debatiendo quién es mejor prospecto para ella… a lo mejor tu opinión sea un factor decisivo.

–Tenemos una pequeña casamentera en casa. –Comentó su madre, riendo también.

–Mientras no termine siendo como Abigail Swan… Dios, esa mujer da miedo.

–Pero es gracias a ella que Santanita ya tiene futuro asegurado. –Le recordó.

–Eso sí… es muy buena, lo reconozco. Solo espero no tener que volver a verla; la pobre chiquilla estaba asustada en su presencia.

Santana se preguntó si había estado asustada por la presencia de la casamentera o por el hecho de que la estaban vendiendo con la hija de un completo extraño… desechó la idea; de seguro era una de esas estúpidas a las que entrenaban desde niñas para ser devotas esposas de sus futuros cónyuges.

–Ah, Santana. –Dijo su padre recordando algo. –Toma. –Le dio una barra metálica desplegable. –Un recordatorio.

Santana lo tomó y subió a su piso. Cuando estuvo a solas desplegó la barra metálica a lo ancho: era un calendario holográfico. No entendía que quiso decir su padre con lo de "recordatorio", pues si necesitaba saber la fecha era fácil averiguarla. Deslizó la mano para desplazar los meses, aun sin entender. No había ninguna fecha marcada, ni eventos programados, absolutamente nada. Lo único que estaba encerrado en un círculo era la fecha de ese día: 19 de agosto de 2838. Siguió deslizando la mano, cada vez más desconcertada hasta que la pantalla cambió el letrero superior a 2839 y así hasta llegar a 2840. Estaba ya casi convencida de que su padre solo había querido molestarla, cuando llegó al mes de noviembre. Observó atentamente y lo vio: el día 18 de noviembre de 2840 estaba resaltado en un color distinto y su padre había escrito "¡El gran día!" en una esquinita.

Fue cuando comprendió todo: se casaría el 18 de noviembre de ese año, un día después de su cumpleaños número dieciséis.

Su padre sí que tenía un extraño sentido del humor… pero no le sorprendía, después de todo ella era su hija y una copia al carbón de él, por supuesto que entendía la gracia que su padre veía en aquello.

Sollozó en silencio. Lloró por unos minutos hasta que el dolor en su pecho se fue. Entonces respiró hondo, se bañó, se cepilló el cabello, los dientes, se puso su ropa para dormir y volvió a sentarse al borde de la cama. Era una López y no iba a llorar más.

Tomó de nuevo el calendario y activó la opción para modificarlo. Con una mano temblorosa tachó el día "19 de agosto de 2838" con una cruz.

Una cruz por su futuro calvario.

De acuerdo al calendario, faltaban 2 años, 2 meses, 29 días, 2 horas, 5 minutos y 48 segundos para el día de su boda.

47… 46… 45… 44… 43… 42… 41…