Muy buenas a todos. Aquí esto con otra historia. Esta vez es una locura, pero espero que os guste de todas maneras. Ya aviso que las actualizaciones seguramente serán lentas y aleatorias porque la otra que estoy escribiendo tiene preferencia (a ver si la acabo ya), pero los capítulos son bastante largos. También quiero dejar constancia de que es la primera cosa de humor y/o parodia que escribo en mi vida.
¿Qué es esto? Bueno, un día me estaba secando el pelo cuando se me ocurrió mezclar el Ocarina junto con los personajes de Hetalia. Me pareció una idea genial y que podría sacar alguna risa (porque iba a ser una parodia sí o sí). Pero entonces un rayo de sabiduría divino me golpeó y se me ocurrió una idea todavía mejor: ¿Y qué pasa si pongo los personajes, no por el papel que mejor desempeñen o que más les pegue; sino al azar? Como comprenderéis, no pude resistir la tentación de poner todos los personajes del juego que se me ocurrieron en una lista para luego meter nombres de países en otra en una cajita y comenzar a asignar papeles. Y, sí, esta es mi disculpa por si veis que uno de vuestros personajes preferidos no tiene un papel destacable; es culpa del azar(si fuera mi voluntad, cambiaría bastantes, lo admito. Pero me río sólo de pensar en ciertas situaciones del juego con los personajes que tocaron). Pero así es mucho más divertido. Los únicos personajes que no están dispuestos de manera aleatoria son el vendedor (ya entenderéis a qué me refiero cuando vayáis leyendo los capítulos) y las diosas, de los cuales me acordé más tarde, cuando ya llevaba medio capítulo escrito y tenía la lista de personajes hecha.
Felicidades si os habéis tragado todo este rollo y aprovecho para decir que si a alguien se le ocurre un resumen mejor, soy toda oídos.
Disclaimer: Ni Hetalia ni The Legend of Zelda me pertenecen (lástima)
Espero que os guste. Disfrutad~
Capítulo 1: Y esto es lo que pasa cuando un hada te pide que visites a un árbol parlante
Era un día soleado y tranquilo en el que los pajarillos cantaban a la luz del sol arropados por entre las hojas de los árboles y sin temer a los estúpidos cuervos que tenían la manía de robarte el dinero. Como si ellos necesitasen las rupias para algo. Bueno, lo que importa es que, a pesar de ser un día apacible, el Gran Árbol Roma presentía que una sombra de oscuridad ponía en peligro el mundo, y decidió que había llegado el momento de hacer llamar a ese niño especial.
—Antonio—llamó el Gran Árbol Roma—. Antonio, ven.
Nadie respondió. Ni tampoco nada; porque personas en ese bosque, más bien pocas.
—¡Antonio!
Unas cuantas ramas más arriba se encontraba un hada azul durmiendo plácidamente (y muy profundamente, cabe destacar) su siesta después de comer. ¿Qué come un hada? Nadie lo sabe, pero a esta le gustaban los tomates. Se encontraba cómodamente tirada sobre una hoja, ignorándolo todo a su alrededor, sumida en un profundo sopor. Sin embargo, el último grito que dio el Árbol Roma la despertó y le hizo bajar de las ramas.
—¿Qué ocurre? —le preguntó el hada alegremente, a pesar que no había sido una de las mejores maneras de despertarse de su vida, cuando llegó al gran tronco.
El Gran Árbol Roma tomó un aire solemne.
—La oscuridad se acerca y debes ir a ver a ese niño del rulo especial para traerlo ante mi presencia. Date prisa, Antonio—le apremió, sonriente—, no me queda mucho tiempo.
El hada asintió y salió literalmente volando de allí para recorrerse medio pueblo kokiri, ser saludado por gente que no era nadie ni tendría ningún tipo de importancia durante esta historia, estrellarse contra una valla de madera que nadie sabía por qué estaba por allí tras haber visto algo sospechosamente parecido a un tomate y, finalmente, entrar en una casa vacía. El hada frenó, sorprendida. ¡Pero si esa era la casa del niño! ¡Tenía que estar dentro a esas horas de la mañana! Aunque en realidad era por la tarde y todo el mundo estaba ya fuera de su casa, pero él era el protagonista y, como tal, ciertos privilegios. Sin rendirse, Antonio buscó, buscó y rebuscó en todos los rincones de la pequeña habitación hasta darse por vencido y, agotado, sentarse en la cama.
—¿Dónde estará? —se preguntó en voz alta.
Entonces el hada notó que la cama sobre la que se encontraba se movía. Se fijó un poco mejor y se dio cuenta de que no estaba sentado sobre la cama exactamente, sino sobre el niño rubio de extraño rulo que tanto había buscado, y que lo miraba fijamente, algo extrañado.
—Eh... —murmuró éste, extrañado al ver al hada—, ¿hola?
—¡Hola! —le saludó el hada— Soy Antonio y el Gran Árbol Roma me ha pedido que te lleve ante él. ¿Cómo te llamas?
—Mathew—respondió él.
—Muy bien, Matt—revoloteó el hada—. ¿Vamos?
El niño rubio asintió. Primero porque no tenía nada mejor que hacer, para ser sinceros. Y, segundo, porque si no la historia no avanzaría. Ambos se bajaron de la caseta y se dirigieron sin perder tiempo a ver al árbol, pero alguien les impidió el paso. Era Raivis, el tembloroso líder de los kokiri.
—Hola, hadita—saludó a Antonio—, ¿te has perdido?
—¿Yo? ¡Qué va! Estoy acompañando a Matt a ver al Árbol Roma. ¿Nos dejas pasar?
Raivis pareció muy confundido.
—Pero... si aquí no hay nadie.
Mathew suspiró. Como había nacido sin hada, era invisible para todos los demás kokiris. No le extrañaría que pensasen que su casa estaba encantada. De hecho, tenía la sensación de que esa era la razón por la que nadie había ido a su casa todavía. EL hada se puso a dar vueltas alrededor de Mathew para señalarle a Raivis su presencia, pero el chico sólo vio a Antonio dar vueltas en círculo y pensó que el pobrecito se debía de haber dado un golpe en la cabeza y que ahora no sabía lo que hacía. Al ver que así no iban a ninguna parte, Mathew se dispuso a avanzar y rodear al kokiri que le cortaba el paso pero, extrañamente, Raivis se movió hasta colocarse justo delante de él y chocaron. Entonces el líder kokiri vio por primera vez a Mathew.
—¿Eh?-dijo, al ver aparecer a su congénere de la nada. ¿Sería nuevo? — Hola, soy Raivis, el líder de los kokiri.
—Hola—saludó Mathew—. Yo soy Mathew.
Ambos se quedaron en silencio sin saber qué decirse hasta que Antonio les recordó que tenían una audiencia urgente con el Árbol Roma.
—Vaya—dijo Raivis, como si Antonio no lo hubiese mencionado antes—, pues me temo que no puedo dejaros pasar— en ese momento su voz y su rostro se volvieron llorosos—. Una fuerza superior a mi voluntad me lo impide—Mathew y Antonio se miraron sin saber muy bien a qué se refería exactamente con eso—. Sin embargo, creo que sí podríais pasar si llevaseis con vosotros un escudo y una espada.
—Vaya... ¿Y dónde podemos encontrarlo? —le preguntó Antonio, sin perder el ánimo.
—El escudo podéis comprarlo en la tienda—Raivis les señaló un árbol cercano—. La espada la tendréis que buscar.
Ambos le agradecieron la información y se dirigieron a la tienda. Esta vendía a precios no muy bajos todas esas cosas que cualquiera se encontraría dando un simple paseo por ahí, excepto el ansiado escudo. El vendedor se trataba de un kokiri extraño, con cara de mala uva y un extraño peinado que hacía sospechar a muchos que en vez de ser hijo del Árbol Roma, lo era de un tulipán. Nadie tuvo nunca el valor de preguntarlo.
Mathew se acercó al vendedor llamado Vincent (aunque esa era una información que ignoraban casi todos los seres vivos) algo intimidado y le habló. Bueno, intentó hablarle:
—¿Cu-cu-cu-cu-cuánto cu-cu-cu...? —el normalmente invisible kokiri parecía más un reloj de cuco que una persona.
—¿Cuánto cuesta el escudo? —preguntó el hada, alegremente.
Vincent frunció el ceño al oír la voz chillona del hada, pero respondió:
—Cuarenta rupias. Ni una menos.
Eso fue todo lo que Mathew (cuya bolsa de rupias llevaba más tiempo criando telarañas del que era capaz de recordar) para agarrar a Antonio por las alas y huir de ese vendedor y la tienda lo más rápido posible. Vincent, por otro lado, suspiró. Por fin podría seguir leyendo los poemas Amor de un gorón en la Montaña de la Muerte.
Una vez recuperado el aliento en la otra punta del poblado, tanto el kokiri como el hada decidieron que sería mejor comenzar con la búsqueda de la espada y dejar el escudo para luego. Sin saber muy bien por qué, se dirigieron a una zona elevada en la que había una pared con un pequeño hueco y se colaron por él. Llegaron a una zona formada por un pasillo y altas paredes de roca. Caminaron por ese lugar inexplorado por nada ni nadie hasta encontrar un tocón con un cofre encima. Lo miraron fijamente.
—Esto... ¿qué hace un cofre aquí?
Pero Mathew no podía responder porque no lo sabía. Se limitó a abrirlo y contemplar su contenido: una espada que habían forjado los kokiri no se sabía cuándo ni cámo. Porque anda que unos niños se pongan a forjar un arma... Que, por cierto, ¿de dónde se supone que sacaron el metal? En cualquier caso, la espada se dedicó a flotar sobre las manos del joven Mathew para luego ubicarse automáticamente a su espalda. Aún extrañados por lo que acababa de ocurrir, oyeron una especie de «click» y contemplaron como una roca gigante empezaba a perseguirles. Sin perder un solo instante, echaron a correr y se colaron por la pequeña salida justo a tiempo de evitar ser arrollados por la roca gigante.
De nuevo en el poblado, se detuvieron sobre unas hierbas para recuperar el aliento. La mano de Mathew se chocó con una pequeña piedra hexagonal de color verde. Una rupia. Pensando que seguramente habría más (no, nadie se había molestado en hacer eso antes), comenzó a buscar por el resto del pueblo, cortando cuantos hierbajos osaron ponerse en su camino. Entonces vislumbró una rupia azul al final de ese puente colgante que había en medio del pueblo y que no llegaba a ninguna parte, de manera que su existencia era un absurdo; pero que ahí estaba. Mathew subió y fue a recoger esa rupia que valía por cinco y que alguien había abandonado y nadie parecía querer recoger. Ni siquiera una chica que se encontraba a escasos tres metros.
Luego recordó la leyenda esa que decía que si saltabas las piedras del río, encontrarías la felicidad y decidió probar. Tras cumplir, aparecieron misteriosamente cinco rupias en su bolsa pero, aunque volvió a intentarlo, ninguna rupia más apareció mágicamente junto a sus recién conseguidos ahorros. Ya no quedaban más esquinas en las que buscar y se encontraba cansado, de manera que siguió el consejo de Antonio y volvió a casa para echarse una siesta. Cuando salió, todos los hierbajos se habían regenerado mágicamente y volvían a dar rupias al cortarlos, de manera que no tardó demasiado en conseguir la cantidad necesaria para el escudo.
Reuniendo todo su valor, volvió a la tienda y le señaló a Vincent con un dedo tembloroso el escudo de madera. El vendedor lo cogió y lo puso sobre el mostrador, pero extendió la mano antes de entregárselo, exigiendo el dinero a cambio. Mathew le entregó la bolsa con el dinero, temblando; y una vez que Vincent hubo contado hasta la última rupia tres veces, le permitió llevarse el escudo. Mathew deseó no tener que volver jamás.
Ya con el equipo reunido, fueron a ver a Raivis, quien esa vez les dejó pasar sin objetar nada y les deseó mucha suerte en su corto viaje hasta el Árbol Roma. Semejante periplo consistía en un estrecho y corto pasillo con tres plantas carnívoras de un extraño color morado que en lugar de atacar al inocente kokiri, , se limitaban a quedarse muy rectas, mordiendo el aire.
—¡Es una Baba Roma! —berreó Antonio de repente, cómo si hubiese sido alcanzado por un repentino rayo de sabiduría divina, y casi matando del susto a su acompañante de verde—Ataca cuando te embista y se pondrá erguido. ¡Si lo cortas, conseguirás un Palo Roma!
Y después se calló de repente, quedando los dos bastante confusos.
—¿Qué ha pasado?
EL kokiri si que no tenía ni idea, pero se dispuso a seguir el consejo que le había dado. No le hizo mucha falta defenderse porque las plantitas estaban muy entretenidas mordisqueando la nada. Una vez las cortó por la base, cayeron de cabeza al suelo y se convirtieron mágicamente en Palos Roma. Mathew los metió en su inventario invisible y continuó su camino hacia el Árbol Roma.
Al verlo, Mathew se quedó atónito. El Gran Árbol Roma tenía un tamaño impresionante con barba de un par de días y tres extraños rulos saliendo del tronco. El kokiri se preguntó cómo una planta podía tener pelo.
—Vaya, ya estás aquí—le saludó el árbol—. Bueno, Matt, seguro que últimamente te has visto acosado por pesadillas horribles en las que una sombra de oscuridad amenaza con dominar el mundo, ¿verdad?
—No—murmuró tímidamente el niño por contradecirle.
El Árbol Roma calló de repente, contrariado.
—Vaya, jojojo—rio nerviosamente. ¿Se habría confundido de guión? —. En cualquier caso, lo que importa es que son ciertos y que me han echado una maldición (o, más bien, un bicho gigante) que me está matando. Necesito que me ayudes. Entra—y, tras esas palabras, abrió la ¿boca? y mostró una entrada hacia su interior.
—¡Oh, no! ¡Pobre Árbol Roma! —exclamó el hada, preocupada— ¡Tenemos que salvarlo!
Mathew no pudo evitar mirar al árbol antes de entrar. Alguien tan jovial y risueño no tenía pinta de estar muriéndose. Pero su única prioridad consistía en entrar, de manera que suspiró y obedeció.
Una vez dentro se encontró con una sala circular con tres pisos y un agujero en el centro tapado por una telaraña grande y resistente cuyo creador Mathew deseó no conocer nunca. Como no había mucho que hacer mor allí, subió al segundo piso por unas enredaderas y entró por una puerta (no sin que antes Antonio le obligase a parar y le informase de que para entrar tenía que pulsar el botón A). La susodicha puerta de hierro que se encontraba en las entrañas de un árbol se abrió y Mathew pudo llegar a una sala en la que en la que había una piedra flotando en el vacío y un cofre al otro lado de la piedra. Mathew saltó sobre ésta sólo para descubrir que caía cuando algo la tocaba y darse un mamporro contra el suelo. Se frotó el golpe y subió hacia el cofre por unas enredaderas. Éste tenía un tirachinas. Guiado por otro consejo del hada nacido de la inspiración divina, fuerzas superiores o eso más comúnmente conocido como «programación»; Mathew lanzó una piedra usando el tirachinas contra una escalera que había en el techo pegada a una telaraña. Se despegó mágicamente. Sí, mágicamente, porque ya me diréis cómo puede un golpe con una piedra soltar una escalera enterrada en telarañas pegajosas y lo suficientemente resistentes como para resistir el salto de un chaval de diez años desde cinco metros de altura (la telaraña del centro de la sala y esa las han hecho el mismo bicho seguro).
Bueno, lo importante es que nuestro protagonista consiguió salir de esa sala en la que ya se veía convertido en musgo y llegar a la sala central de nuevo. Tras matar algunas arañas con el tirachinas y que, por alguna extraña razón, se carbonizaban al tocar el suelo y Mathew subió al último piso y entró en la única sala que había. Pulsando un botón de metal (¿un botón de metal?) activó unas plataformas y una cuenta atrás. Tras malgastar el tiempo saltando y consiguiendo una brújula que no quería para nada, utilizó un palo para encender la otra antorcha que había junto a la entrada y, mágicamente también, las verjas de hierro que bloqueaban el paso desaparecieron.
Ya fuera de la sala, miraron la altura a la que se encontraban del suelo y el kokiri sintió un escalofrío.
—Imagínate que te tiras y caes en la telaraña—comentó Antonio—. Podrías romperla y bajaríamos. Tal vez la maldición esté allí.
Teniendo en cuenta que no había más camino que bajo ese agujero tapado por telaraña, Mathew estaba más que seguro de que tenían que seguir atravesando la pegajosa seda; pero no tenía ninguna intención de cometer un acto tan suicida. Sin embargo, por detrás apareció una amable araña gigante, también conocida como skultula, que tuvo la bondad de empujarle y hacerle caer en el punto indicado por el hada. La telaraña se rompió, pero casi toda ella se enganchó en el kokiri, que cayó maniatado al agua que había más abajo sin poder moverse apenas. Antonio tuvo que usar todas sus fuerzas para arrastrarle del agua e impedir que se ahogase. Después, aprovechando una antorcha que había cerca, le quitó un palo, lo prendió y lo dejó caer sobre él para quemarle la telaraña. Mathew tuvo que arrojarse al agua de nuevo para no carbonizarse él también y, superado por todas las circunstancias, se echó a llorar. Lloró con tanta fuerza que una pared se desprendió, librándole de tener que hacer media mazmorra para conseguir llegar a la zona opuesta. Cuando consiguió calmarse, cogió otro de sus palos y le prendió también, quemando una telaraña que también le impedía el paso hacia una zona inferior. Una vez se aseguró de que ya no había más seda que pudiera atarle, y que al final de la caída había agua, se tiró.
Ya abajo, nadó hacia tierra firma para encontrarse con tres carteles en los que ponía: «Estamos de merienda. Volveremos más tarde». El niño los ignoró y entró por la puerta. Se encontraba en una sala de piedra (a ver, ¿no habíamos entrado en un árbol?) aparentemente vacía. Sólo aparentemente, porque en cuanto Mathew miró hacia el techo un insecto gigante con un ojo gigante le saludó amablemente y le lanzó cuatro huevos de los que nacieron cuatro pequeñas crías para que jugasen con él y se lo comiesen. El de verde echó a correr mientras el hada y los mini-gohmas lo perseguían, aunque con fines diferentes; y la madre les observaba, pensando en lo afortunados que eran sus hijos por poder comerse a un niño con tantos nutrientes como él. Y pensar que ella, durante su infancia, sólo había podido alimentarse de ramitas y, de vez en cuando, algún que otro wolfo.
—¡Matt! —le gritó Antonio, cansado ya de volar— ¡Tienes que acabar con ellos!
El rubio, que ya empezaba a cansarse de tanto correr y que casi sentía los mordiscos de esas cosas, se giró de repente y comenzó a mover su espada de manera frenética para defenderse mientras mantenía los ojos cerrados, con tan buena suerte que acabó con todos. Pero no tuvo mucho tiempo para alegrarse porque la madre, enfurecida, se dirigía hacia él. ¡Encima que tenía el detalle de dejar que los mini-gohmas se lo comiesen vivo en lugar de acabar con él ella misma, se los cargaba! ¡Desagradecido!
Mathew intentó huir de nuevo, pero estaba tan cansado que le fallaron las piernas y se cayó al suelo. Contempló, aterrorizado, como ese insecto gigante (¿o era un arácnido? Su nombre era, supuestamente, «Parásito Arácnido Gohma») se acercaba a él. Entonces Antonio volvió a ser golpeado por un rayo de inspiración divina:
—¡Usa el tirachinas!
El kokiri obedeció a la desesperada. La piedra le dio en el ojo al bicharraco, dejándolo inconsciente. Pediría explicaciones sobre esto (porque, como mucho, cierras el ojo y lloras o sangras, no te quedas inconsciente), pero sólo estamos en el primer capítulo y me empiezo a cansar. Lo importante fue que Mathew pinchó el ojo del bicharraco ese con la espada y éste se desintegró en un fuego azul. Y no, nada tiene sentido.
Entonces apareció una extraña y radioactiva luz azul en medio de la sala que, en cuanto la tocaron el kokiri y el hada, se vieron teletransportados al exterior. Entonces Mathew se juró no entrar jamás a un lugar semejante.
Je, pobre ignorante.
Personajes por orden de aparición:
Gran Árbol Deku: Imperio Romano
Navi: España
Link: Canadá
Mido: Letonia
Vendedor kokiri: Holanda
Espero que os haya gustado este montón de locuras. En el próximo capítulo habrá más xDDDD
