¡Saludos de inicio de semana a todos en esta página!
Creo que ya empezaron las vacaciones para muchos, y por que podrán notar, pareciera que también para mí, esto en cuestión historias-caballerescas... Siento mucho mi demora con Espejo humeante, ya que entre otras obligaciones y las ausencias intermitentes de la musa de la literatura, estas dos semanas no he podido adelantar tanto como quisiera mis historias.
Bueno, después de un rollo que ojalá no les haya aburrido, dejo a su consideración la primera entrega de una historia nueva (espero poder continuar con ambas, ja, ja, ja, nunca había hecho esto antes, por lo regular termino una y sigo con otra, pero esta me rondó mucho en la cabeza).
Copyright a Masami Kurumada por sus personajes y sus historias, las cuales nos presta un tiempito para hacer trabajar a las musas.
Muchas gracias por visitar este rincón, ya pueden pasar a leer...
1.- Los recuerdos
June casi acaba de despedirse de mí y ya la extraño. Todavía la veo: el sol resbala por su máscara, el brazo en alto, su cabellera rubia ondulando al viento. Así se quedó, diciéndome adiós, aun cuando mi barco se hizo pequeño en el horizonte.
También voy a extrañar a mi maestro, sus duros entrenamientos bajo el calor de tres soles, en medio del frío que vuelve las cosas de cristal. Su amabilidad. Maestro Albiore, le prometo enorgullecerlo, no defraudar sus enseñanzas. Quisiera que me escuchara. Él no fue al puerto a despedirme. Ni Reda, ni Spika. Lo siento tanto; no quería lastimarlos y al final debí ceder. Para obtener la armadura de Andrómeda, para no acabar muerto, debí quebrantar mis convicciones, alzar puños y cosmos en contra de ustedes. Maestro…
Pero voy a reunirme con mi hermano. Al fin. Después de seis años podré verlo de nuevo. Sí, no puedo evitar sonreír. Ikki…
¿Qué pensarán los otros cuando me vean regresar con esta caja? Una armadura, lo que me distingue como caballero, quién lo iba a creer. Todavía me acuerdo de las burlas de Jabu, de Ikki interponiéndose entre mi rostro y algún golpe, alguna ofensa.
No. No debo pensar en eso más. Éramos unos niños entonces; en muchas ocasiones crueles, pero sin culpa. No les guardo rencor. Cuando vea a Jabu lo abrazaré, le preguntaré por su entrenamiento, por sus amigos allá, en esa tierra de dunas, me gustará escuchar la historia de cuando viajó en camello la primera vez, de cuando se cayó, le preguntaré cuál es el sabor de la arena, seguido de un "es broma, me alegra mucho que estés vivo, que hayas regresado con una caja enorme igual a la mía, Jabu, con una armadura".
Me asomo por las ventilas del camarote. Nada excepto agua, una extensión verdiazul que parece no conocer ni de oídas las tormentas, los maremotos. El capitán dice que tardaremos unas dos o tres semanas en llegar a Japón. No sé si me acostumbre al vaivén del barco, a los mareos de la mañana al anochecer.
De nuevo recostado sobre las mantas, los brazos detrás de la nuca, dejo de pensar en la ruta que abrimos en el oleaje. Es mejor así; si no quiero pasar los días inclinado en el baño, es preferible olvidarme del mar y recordar a mi hermano, a June, a mis compañeros de entrenamiento.
¿Cómo se verá Ikki? Seguro es muy alto, y fuerte. Espero que cuando llegue esté esperándome en el puerto. Y que me reconozca, aunque no creo haber cambiado mucho desde nuestra despedida. Nada más desembarcar, luego de abrazarlo, le preguntaré por estos seis años. Ojalá pueda hacerlo sin llorar, sin que se me parta la voz, o mi hermano verá al débil niño de siempre, al que era necesario defender a todas horas, al que debía consolar no importando si el cielo era claro o negro. Ya no soy aquel pequeño, yo lo sé. Y me gustaría demostrárselo.
¿Sé que ya no soy el mismo? Sí; no es alarde, tuve la oportunidad de comprobarlo delante de mi maestro. Dos veces; primero sumergido en las aguas, cerca del acantilado, cuando logré romper las cadenas y abrí el mar en dos paredes, luego a solas con él, antes de despedirme de June. Pero esa segunda demostración pudo haber terminado en tragedia, fue un acto de vanidad, algo innecesario. Ahora sé que no fue correcto lo que hice.
Maestro… No, debo confiar en que él se encuentra bien. Es un caballero de plata, después de todo; uno de bronce no tiene el poder suficiente para matarlo, para herirlo. Y si además ese caballero recién consiguió su armadura, el de plata lleva sin duda las de ganar.
Volteo a ver la enorme caja. Las voces de los otros pasajeros no me distraen del grabado en relieve, de esos bordes un poco redondeados. Quisiera jalar la cadena, sentir otra vez cómo me rodea el metal, cómo esa energía iridiscente dispone las piezas en torno a mí y las ciñe a mi cuerpo.
Me incorporo sobre la cama. Junto con la mirada alargo un brazo. Casi puedo rozarla. Mi armadura. No; sólo puedo abrirla cuando de verdad sea necesario; la curiosidad de su reciente dueño no es una razón de peso. Tengo que dejarla donde está.
Afuera, las voces se convierten en gritos, en pasos apresurados que inundan el corredor, ¿qué pasa? Abro un poco la puerta, lo suficiente para asomar un ojo, para ver el rostro asustado, blanquísimo, de una mujer que estira los brazos antes de tropezar, de caer, porque nada hay que la sostenga; el barandal está al otro lado, aquí sólo hay muros limpísimos, puertas cerradas y ventanillas.
Espero, aguanto la respiración. Se hace el silencio. Uno repentino, con la apariencia de un cristal con apenas grosor, de porcelana idéntica al papel traslúcido, casi invisible. ¿Qué pasó? No me atrevo a preguntar, no sé si me guste oír la respuesta.
Al fondo del corredor aparece un hombre anciano. Camina con dificultad, como si fuera a romperse en su intento de correr. Salgo para ofrecerle mi mano a la mujer, que me mira con las pupilas blancas de miedo. ¿Está bien?, pregunto para arrepentirme al instante; ¿y si tiene el tobillo luxado o la semilla de una enfermedad en el corazón por el susto?
La mujer se apoya en mi hombro, toma mi mano, se levanta. El anciano, cerca, dice que nos escondamos en el camarote, que tratemos de guardar silencio absoluto. Piratas, creo escuchar entre su barba encanecida.
Piratas. En vez de cederle el paso a la mujer, de tranquilizarla con una sonrisa, con un "venga, por favor, todo estará bien", vuelvo a pensar en la Fundación, en sus murallas altísimas, con alambradas hechas de voltios y vigilancia las veinticuatro horas.
Aun así los días nos dejaban jugar. Cuando Tatsumi o los otros empleados, hombres de eterno traje negro, estaban lejos, ocupados en algún asunto del señor Kido, nos permitíamos imaginarnos a kilómetros de esos jardines, del gimnasio. De los odiosos entrenamientos. Alguna vez la habitación desplegó sus velas hechas con sábanas. Y zarpó, con Ikki, Shiryu, Hyoga y Seiya, conmigo. Y tocó la otra orilla de la Gran Catarata, donde el mundo termina. Íbamos por un tesoro y los tentáculos del último calamar gigante nos hicieron perder rumbo. A Hyoga se le cayó la única brújula, el timón se rompió, Seiya intentó disparar los cañones… No sirvió de nada; ahora teníamos que buscar la ruta de vuelta guiándonos por la constelación del Cisne. No, la del Dragón, la del Pegaso, aun escucho, como premoniciones o adivinanzas acertadas de las armaduras que seis años más tarde pondrían la felicidad del mundo, su tranquilidad, sobre nuestros hombros. Responsabilidad enorme, ahora lo pienso; en ese entonces se veía como un futuro todavía ignorado, hecho para extraterrestres. Caballeros. Piratas durante ese mediodía y parte de la tarde, hasta que el mayordomo volvió cargado de bolsas y notó el pasillo desordenado, el jarrón enorme hecho pedazos sobre el mármol. Nos gritó. Parásitos, dijo, malditos mocosos del demonio, inútiles. Mi hermano sonrió burlón, la sonrisa de las travesuras con la que lo recuerdo. Luego Tatsumi arrastró a Hyoga hasta una habitación de techo bajo en el patio de atrás, un cuartucho independiente de la gran casa, despojado de su lujo. Los demás lo seguimos. Yo supliqué. Lo va a castigar porque es el que tenía más cerca, pensé; pudo haber sido cualquiera de nosotros. Ikki llenó de puñetazos la puerta, igual que lo hacía delante del roble de nuestros entrenamientos, pero nadie le contestó. Tatsumi insultaba al rubio, al extranjero. No valía lo que el señor gastaba en alimentarlo, se preocupaba por nosotros, había tendido un techo amplio sobre nuestras cabezas, nos cuidaba y alimentaba, y así le pagábamos: destruyendo su propiedad, una obra de arte carísima, llena de siglos, del trabajo de un artesano antiguo, perdiendo el tiempo de aquella manera tan criminal. Lo azotó, lo sé. Aunque nunca escuché un solo lamento de Hyoga. Lo sé porque los cuerpos de todos guardan, por fuerza, algún recuerdo de la regla, de la vara, de la fusta. Incluyendo el mío. Nos castigaba porque derramábamos la leche y porque era de día, porque los jilgueros cantaban más allá de la ventana, porque era sábado y osábamos respirar a las siete de la mañana, por evitar el entrenamiento las madrugadas de domingo. Gracias a lo del barco pirata nos golpeó por turnos, esa misma tarde. Debíamos esperar afuera o sería peor. Yo fui el último, después de Ikki, por quien rogué aferrando el traje del mayordomo, de rodillas, ante la mirada también furiosa de mi hermano mayor, que me ordenó "no vuelvas a hacerlo" mientras caminaba delante de Tatsumi, sin permitir que lo tocara siquiera. Después de un siglo sin gritos la puerta escupió a mi hermano, el cuerpo erguido, los pasos vacilantes, la mandíbula tiesa, los ojos impregnados de lágrimas contenidas. El mayordomo salió detrás de él y de inmediato me arrastró hacia adentro. Aventó la puerta. Giró la llave dentro de la cerradura. Y aunque apreté los dientes, como seguro lo hizo Ikki, para no mortificar a nadie, mis gritos escaparon como aves de una jaula abierta. Lloré, mi playera, en calidad de hilacho, en un rincón. A veces todavía me oigo; las súplicas, los sollozos de esa tarde y de otras, fueron la música de fondo muchos días en la isla de Andrómeda: por favor, señor, perdónenos, no lo volvemos a hacer, se lo prometo, podríamos arreglar el jarrón. Y los puños de Ikki más allá de la habitación cerrada y oscura, sus reclamos –"lo prometiste, maldito, prometiste que no castigarías a Shun"–. Por la noche mi hermano pasó un pañuelo húmedo sobre mi espalda, en los hombros. Preguntó con qué me pegaron y yo preferí callar, al borde del llanto otra vez, pensando en cuántos golpes e insultos de más soportó para arrancarle a Tatsumi la promesa de no lastimarme. Ikki volvió a preguntar, esta vez mirándome a los ojos. Con la mano… cerrada, mentí, bajé la vista. No lo creyó, pero tampoco insistió, siguió curándome. Ahora casi me da risa mi nula habilidad para mentir, ¿cómo la palma, un puño, son capaces de dejar sobre la piel la marca de una fusta de equitación? Sólo siendo un fenómeno de uñas largas y puntiagudas.
Sacudo la cabeza. ¿Por qué cada recuerdo de mi niñez debe, por fuerza, estar ligado a un golpe, a un insulto, a una lágrima?
Así que piratas, susurro. En el pasillo hay una calma repentina. Tal vez fue un error, o no le entendí al anciano.
De pronto un grito al interior del camarote vecino. ¿Qué debo hacer? La armadura. Puedo vestirla cuando es necesario. Cuando existe alguna amenaza, ¿será correcto abrir la caja ahora? ¿Y si un asalto no… es suficiente? ¿Qué me aconsejaría mi maestro?
N-no… Creo que no debería. Si esos hombres sólo buscan víveres o llegar al muelle gratis porque tienen los bolsillos vacíos, no tengo derecho de atacarlos portando una armadura. Y además ellos no tienen la fuerza de mi maestro. Yo podría m…
No debo. No debí. Maestro, lo siento. Espero que de verdad se encuentre bien. Pude lastimarlo. Y sólo por un estúpido alarde. Por presumir. Porque eso fue lo que hice, presumí frente a él, lo ataqué, como si se tratara de un enemigo, para mostrarle mi verdadero poder. Luego su armadura se hizo añicos. Él se quedó en pie, callado. Mirándome. Ojalá no haya sido un espejismo del mediodía, ojalá los trozos en el suelo hayan pertenecido a su armadura y no a su cuerpo, ojalá mi maestro en pie haya sido él y no su espectro mirando a su asesino a fin de reclamarle por la falta.
Represento un peligro para los demás. Mi puño, mi cosmos. La armadura reconoció como su dueño a alguien indigno de ella, a una persona que la engañó levantado murallas de agua y venciendo a un amigo a punta de cadenas y golpes. No, no debí optar por ella. No debí probar el sacrificio. El mar debió cubrirme, llenar mis pulmones, tejer una tumba, borrar mi recuerdo. Habría sido mejor para todos, para mi maestro. Yo… No debe repetirse. Nunca debe repetirse. No debo atacar de ese modo una segunda vez.
No debe repetirse. No debe repetirse.
No debe repetirse.
No debe repetir…
No debe…
No debo…
Nunca…
No…
...Continúa...
P.D. ¿Narrar desde la mirada de Shun? Será todo un reto esto...
