—Disclaimer

Star Trek: The Original Series [1966-1969] no es de mi propiedad. Todos los derechos son de Paramount Pictures.

—Nota de autor

Desde finales del 2017 que voy escribiendo esta historia. Se me ocurrió tras leer algunos de los primeros fanfics sobre esta shipping, donde noté que una de las explicaciones más recurrentes a utilizar por los autores para justificar tanto las bajas interacciones a cuadro entre McCoy y Spock en el transcurso de la serie original como la canonicidad de la shipping, solía estar en la misma personalidad de ambos personajes: tanto el médico como el vulcano son muy reservados acerca de sus vidas, las cuales tratan de mantener lejos de ojo de la tripulación.

Siguiendo esta costumbre de imaginar y abordar la relación entre McCoy y Spock como un "detrás de bambalinas", fue que se me ocurrió explorar los orígenes de su relación como referencia la línea temporal de la serie original

Advierto que es muy necio esperar que esta historia tenga algún significado muy profundo o espiritual detrás. No es una historia de sexo —no es tan PWP—, sino una historia sobre el sexo, el amor y la psicología que hay entre dos tíos que un buen día deciden convertirse en fuck buddies.

Dicho esto, ¡que tengan bonita lectura!


DEL ROCE NACE EL CARIÑO


—1—

McCoy no tenía ni idea de lo que había en su mente cuando en la sala de recreos fue hacia Spock y le dijo, susurrante, con las manos sudorosas y sin dejar de ver insistentemente a los otros tripulantes departir a unas mesas y sillas de ellos:

—Sé que lo que le voy a proponer es… ah, ¿atípico?, pero —tomó aire— ¿por qué no nos acostamos usted y yo de vez en cuando? Usted no puede ir pretendiendo que no tiene necesidades de ese tipo, ya ve lo que ha pasado allí abajo frente a toda a esa gente, y yo... bueno, ¡que yo también tengo las mías! He estado soltero por mucho tiempo y...

—De acuerdo —lo interrumpió de tajo el Primer Oficial e hizo su arpa a un lado.

—¿Ha dicho que sí? —inquirió en seguida McCoy, extrañado. La fácil determinación era una de las cualidades del vulcaniano, pero para el contexto de la conversación, era natural que McCoy quisiera pensárselo dos veces antes de caer redondo y creerse la buena gana y apertura del otro hombre a todo eso.

—Afirmativo.

—Entonces —McCoy se rascó el cuello distraídamente (trataba de minimizar en lo posible su urgencia e interés), y se dejó caer en una de las sillas que había por delante del Primer Oficial—, ¿dónde le viene bien que lo hagamos? ¿En sus habitaciones o en las mías?

—En las mías —respondió Spock con todavía más naturalidad, aunque luego añadió—: no obstante, no tengo problema con que sea en sus habitaciones si es de su preferencia.


Sin embargo, eso que McCoy ignoraba, ese inesperado desconocimiento de los límites propios había sido lo que le había llevado directamente a, no sólo acercarse al Primer Oficial con semejantes ofertas, sino a las habitaciones del vulcano tres días más tarde para hablarlo todo con más detalle. Tanto más nervioso e inquieto de lo que había estado en la sala de recreos, McCoy caminaba en círculos y rogaba al cielo y al Gran Ave de la Galaxia para que Jim no se decidiera a pasar por allí en ese preciso instante. Porque, había que admitirlo, a él no es que le sobrasen las excusas para explicar su presencia en ese nivel de la nave o frente a esas puertas que entonces se abrieron.

—Doctor —dijo el vulcano con ese tono de voz seco y tan lleno de buen ánimo que a McCoy le recordaba a Lurch de los Locos Adams.

—¡Spock! —McCoy chitó y lo llevó dentro rápidamente con un empujón, las puertas se cerraron detrás de ellos. ¿Qué mierda creía que hacía el duende?—. Jim. ¡Jim! ¡Sus habitaciones están a un lado de las suyas! ¿Entiende? ¡Podría estar allí y escucharnos, maldita sea!

El vulcano arqueó una ceja ante los modos exagerados del terrestre.

—¿Es que hace usted mucho ruido?

McCoy se detuvo de golpe y lo soltó.

—Válgame, no —dijo, abochornado. Gemir durante el sexo, el buen sexo, vaya, era la cosa más ordinaria del mundo. No obstante, fuesen las circunstancias que fuesen las que lo traían esa tarde hasta allí, a McCoy no le caía en gracia alguna la perspectiva de que el vulcaniano fuera a creerse de buenas a primeras que él era una perra. A él ciertamente podían comerle muchísimo las ganas de follar, pero con eso y todo quería mantener un poco de su dignidad frente al vulcaniano. McCoy dio un par de pasos atrás—. Por supuesto que no. Lo normal, supongo.

Spock se tomó muy en serio sus palabras.

—No es sano que se prive, doctor. Si tiene la necesidad de gemir, es mejor que no se contenga —le recomendó—. Las paredes de la nave tienen el suficiente grosor para amortiguar sonidos. Los ingenieros y arquitectos terrestres que las diseñaron tuvieron a consideración muchos aspectos de la biología humana.

El terrestre fue a la cama y se sentó en el borde más próximo al vulcaniano. Sabía que los dichos de Spock podrían bien venir explicados por la contigüidad de sus habitaciones a las de Jim quien no era precisamente un santo ni se la vivía el día entero —y menos la noche, que en el espacio era eterna— amarrado, pero no quiso perder oportunidad de ser ácido con él y le advirtió con su acostumbrada socarronería:

—No vaya tan rápido, señor Spock. Primero ha de darme muy buenos motivos para hacerlo. En fin —McCoy se pasó la mano por el cuello, la boca estaba secándosele—, ¿tiene algo para beber? Hace calor aquí.

Spock fue al replicador y no tardó en volver de él con una taza en mano que luego le extendió para que la tomara.

—¿Ginseng? —preguntó McCoy luego de pegarle el primer sorbo, el contenido afortunadamente estaba frío—. ¿Usted suele beberlo?

Spock se sentó junto al médico en la cama.

—Leí que es un afrodisíaco para los terrestres. Me pareció lógico de invitarlo a, dadas las circunstancias.

Oh, vaya.

McCoy arqueó las cejas y entreabrió los labios, impresionado: las previsiones de Spock sí que le pillaban totalmente desprevenido, y tuvo que admitir para sus adentros que el vulcano estaba tomándose muy en serio sus deberes. Tanto como una misión de rutina y eso jamás era poco decir.

—Caray, gracias —le dijo—. Aunque no creo que hoy vayamos a hacer mucho. Primero tenemos que dejar unos cuantos puntos claros.

—Me parece adecuado.

McCoy gruñó, el vulcano andaba muy solícito.

—Supongo que tendrá algunas dudas acerca de cómo van muchas cosas. Yo también tengo las mías considerando nuestras diferencias como especies. Usted es evidentemente vulcaniano y yo un terrestre, y eso ya es algo —McCoy se detuvo y meneó la cabeza. «¡Malditos nervios!» pensó, ya estaba liándose—. ¡En fin! Lo que pretendo decir con todo esto es que al igual que usted con relación a los terrestres, hay muchos aspectos de los vulcanianos que particularmente me causan curiosidad. Aunque he de admitir que hay uno que luego de los recientes eventos en su planeta, pues… sobresale —McCoy devolvió la taza al plato en que el vulcano se la había entregado, y tomó una buena bocanada de aire—. Es... es evidente que, si usted tiene treinta y cinco años, al menos ha pasado otras tres veces por la experiencia del pon farr. Mi pregunta es: ¿cómo lo lleva? O sea, ¿cómo es? El pon farr, quiero decir.

—No lo sé —Spock respondió llanamente.

—¿Oh? —McCoy soltó ligeramente contrariado—, no estará usted cerrándose ahora, ¿verdad?

—No me he explicado correctamente, doctor —Spock descansó sus manos sobre las rodillas—. Lo que pretendía decir es que no lo recuerdo. Los vulcanos somos una especie orgullosa de nuestra lógica. Sin importar la edad o nuestro estatus civil, buscamos resistir los deseos de nuestra carne hasta que nos es imposible continuar haciéndolo. Cuando nuestra fisiología alcanza el plak tow, la mente vulcana se parte y sólo una cosa se vuelve importante de alcanzar —el vulcano evitó entonces la mirada azul del médico, clavando su atención en el suelo metálico y en sus botas—. No hay necesidad de que especifique qué es esa cosa.

—Ah. Y es así cada siete años, ¿no?

—Es un promedio, cada individuo es diferente.

McCoy dejó caer una vez más la vista al fondo de la taza.

—¿Alguna vez ha tenido sexo fuera del pon farr? Quiero decir, ¿es eso una práctica infrecuente entre los vulcanos? ¿Tiene —preguntó yendo más y más al tono y la curiosidad práctica de su profesión— algún efecto contraproducente conocido para los de su especie?

—No, y no. Lo dudo, aunque carezco de datos precisos para responder a ambas preguntas. Mi educación, como ya le he dicho, me llama a resistir hasta donde me sea posible y es lo que siempre he hecho —el Primer Oficial frunció el ceño—. En Vulcano no somos muy abiertos a discutir el tema ni siquiera entre nosotros. Mi padre jamás lo discutió conmigo.

«Así que estoy frente alguien con poca experiencia sexual» pensó McCoy sin darse la menor oportunidad para divagar en si la situación lo excitaba o lo decepcionaba.

Por el contrario, McCoy sí que tuvo el deseo de preguntarle a Spock cómo es que había desechado su habitual proceder acerca del sexo y por qué había decidido tomarle la palabra para experimentar algo que le era muy delicado justamente con él. Pero terminó por hallar más conveniente el callarse un poco la boca y guardarse su curiosidad para cuestiones prácticas y de menos conocimiento general: llevar todo al punto de la intelectualidad podía acabar aguando todo y él no tenía muchas ganas de pasarse otro año sin acción.

—Ustedes son una especie más sexual, sin embargo —apuntó Spock trayéndolo de vuelta a con él, a ese plano de la consciencia y la existencia, y poniéndolo en distancia con su taciturnidad.

—Oh, bueno, eso depende. En general, diría que sí por mera comparación. Jim es un caso excepcional, señor Spock. No le recomiendo que lo tome como una referencia del comportamiento sexual humano. La mayoría no tenemos ni su suerte todo el tiempo, ni su cinismo.

—No lo he hecho. Vivo rodeado de humanos en el Enterprise, en la Academia también he visto cosas.

—Ya.

—¿Con qué frecuencia mantienen relaciones sexuales los terrestres?

—El promedio está en cuatro veces por semana —respondió McCoy entendiendo perfectamente la inquietud del vulcano: podía ser que Spock tuviese toda la curiosidad del universo en el sexo y la buena voluntad de aprender más acerca de él en su compañía, pero quizás las demandas físicas de su biología como vulcano no estaban tan hechas a las suyas como terrestre y siendo el hombre precavido que era, muy seguramente quería evaluar en qué medida sus circunstancias podían cubrir sus necesidades—. Pero no pienso ponerme muy demandante con usted, de cualquier modo —añadió para tranquilizarlo, muy al tanto de que él en sus mejores tiempos en el internado y en el hospital había gozado de unas muy buenas rachas en las que no había pasado ni un día sin tener con quién agotar sus descansos—. Un par de veces por semana ya me tendrán bastante contento.

«¡Mierda! No debí decir eso» pensó McCoy entonces, «ahora va a pensarse que mi mal carácter viene de la falta de sexo».

—Debo solicitarle que haya exclusividad —Spock volvió a interrumpir sus pensamientos.

—¿Oh? —McCoy musitó tomado, una vez más, por la sorpresa.

No se le ocurría cómo podía pensar Spock que él iba a tener a alguien más por allí, si había ido a él y no a otro tripulante porque lo veía con los mismos problemas que él y creía que ambos podían echarse una mano con ellos. Sin embargo, concedió rápidamente. No es que le costara mucho hacerlo y no le vio ni el para qué oponerse. Era una cosa de nada.

—Claro, claro. Desde luego —dijo McCoy y se bebió el sorbo de té que le restaba.