Prólogo.

Desde antaño la magnánima diosa Atenea ha brindado su divina protección a la humanidad, desde los albores de la lejana era del mito, cuando brindaba su valioso amparo, sus consejos y su excelsa sabiduría a los célebres héroes legendarios de la mitología, figuras tales como Heracles, Perseo, Ulises, Teseo, Belerofonte, Diomedes, Jasón o Aquiles, entre tantos otros, siempre cobijando a los humanos de los peligros que representaban los todo poderosos dioses. Con el devenir de la humanidad se opuso férreamente a las incontables invasiones que diversos dioses de la talla de Hades, Poseidón y Ares emprendieron, imbuidos por sus despiadados espíritus imperiales. Así fue que la diosa de la sabiduría reencarnaba cada vez que el mal acechaba el planeta Tierra, al igual que sus guerreros, los valerosos santos, los cuales estaban representados por sus constelaciones guardianas. Se trataba de un círculo que se repetía de forma constante en cada era; por tanto, cada más de doscientos años cruentas guerras santas se decantaban de forma predestinada y en cada una de ellas el resultado era el mismo: la victoria de Atenea y sus santos, nunca exentas de atroces sacrificios y de una copiosa cantidad de sangre vertida.

Naturalmente que, el siglo XX no era la excepción: atrás había quedado la revuelta del Santuario en cabeza de Saga de Géminis; la Guerra Santa contra Poseidón; la victoria milagrosa ante Hades en los propios Campos Elíseos; y por último la Guerra de la Próxima Dimensión, en donde Seiya había resucitado gracias al invaluable esfuerzo de sus hermanos: Shun de Andrómeda, Shiryu de Dragón, Hyoga de Cisne e Ikki de Fénix, quienes fueron guiados por Atenea hacia Nike: en dicha ocasión el milagro fue obrado por Odysseus de Ofiuco, el legendario decimotercer santo de oro, quien se había convertido en el estabilizador del pasado y el presente, todo a costa de enfurecer a los dioses al ver malograda la última voluntad de Hades: la muerte definitiva del alma de Pegaso, quien estaba predestinado a herirlo desde la era mitológica. Entonces los dioses olímpicos empezaron a temer el límite de los humanos, fue allí cuando un largo y acalorado debate comenzó en los Cielos. Por su parte, el misterioso y efímero despertar de Poseidón durante la batalla de los Campos Elíseos (ayudando a los santos en aquella ocasión al enviar las armaduras de oro) sembraba una gigantesca incógnita con respecto a su cautiverio. Además, el resultado de dicho combate en contra de Hades, había hecho tambalear el Mundo de los Muertos, lo cual trajo consigo una grave implicancia: el equilibrio cósmico entre el universo espiritual y el material se había roto, restaba ahora mensurar todas sus agoreras vicisitudes.

En el devenir de todas estas terribles odiseas muchos santos perdieron la vida, a contar: catorce santos de plata habían caído a manos de los sorprendentes santos de bronce de Pegaso, Andrómeda, Dragón, Cisne y Fénix; y posteriormente los doce santos de oro murieron en su afán de derribar el Muro de los Lamentos, por consiguiente el ejército de Atenea había mermado considerablemente su caudal bélico, sin embargo, en el transcurso de un año la diosa Atenea había levantado tenuemente el poderío del alicaído Santuario, cinco santos de oro habían sido nombrados: Ikki de Leo, Shun de Virgo, Shiryu de Libra, Seiya de Sagitario y Hyoga de Acuario; el rango de plata había perdido a catorce de sus veinticuatro constelaciones, no obstante el rango intermedio había resurgido desde las cenizas, y así era como Marín de Águila y Shaina de Ofiuco eran acompañadas por ocho santos de plata nombrados, algunos hace unos años, mientras que otros habían conseguido sus armaduras recientemente; y lo mismo sucedió en el rango de bronce, Jabu de Unicornio y los demás pronto fueron acompañados por una gran cantidad de santos de bronce, jóvenes guerreros oriundos de distintas partes del planeta, todo gracias a que muchas armaduras pudieron ser recuperadas por Mu de Aries antes de su muerte, ayudado en aquella afanosa tarea por su discípulo Kiki, quien recientemente se había convertido en el Santo de Buril.

Los sólidos cimientos del nuevo Santuario afloraban relucientes: el más joven de los santos de plata era un griego que se llamaba Pléyade, un auténtico prodigio que tenía apenas catorce años y que hacía tan solo un año que había ganado la Armadura de Plata de Orión; otra de las jóvenes promesas era un noruego de quince años de nombre Alkes, quién había sido reconocido por la Armadura de Crateris; y con una mayor experiencia que los mencionados despuntaba un italiano de diecisiete años, de nombre Gliese, considerado como el más prudente y cultivado de su rango, quien portaba la Armadura de Plata de Altar y era de la misma generación de Misty de Lagarto, no obstante se había mantenido estratégicamente al margen durante la revuelta del Santuario y de las guerras santas en contra de Poseidón y Hades, pues lo ameritaba tanto su gran cosmos como su capacidad para enhebrar perspicaces estrategias. Por consiguiente, en ellos, y muchas otras nuevas promesas, jóvenes santos de bronce y plata, residían las esperanzas de poder enfrentarse a lo incognoscible, a lo imposible: al omnipotente emperador celestial Zeus y al glorioso Monte Olimpo, acompañando al devoto Seiya, que lideraba a los santos portando la Armadura de Sagitario heredada por el mártir Aioros de Sagitario y sus escoltas más valiosos: Shun, reconocido en su viaje al pasado por el hombre más cercano a dios, Shaka de Virgo, como su legítimo sucesor; Shiryu, que vestía la Armadura de Libra, heredando así la voluntad del sapientísimo Dohko de Libra; y Hyoga quien portaba la Armadura de Acuario legada por su venerable maestro, Camus de Acuario. Se trataba de un notable y joven ejército, guiados por un nuevo e inédito Papa del Santuario, nombrado recientemente por la diosa y del cual nada se sabía. Las almas de los doce santos de oro caídos en el Muro de los Lamentos guiaban a sus sucesores desde el profundo brillo de las estrellas, después de consumar el sacrificio y la proeza de derribar el muro que separaba lo más rancio del Inframundo, del lugar más sublime del mismo: los inmaculados Campos Elíseos, lugar de descanso de los dioses y grandes héroes. Restaba determinar claro está, si aquel milagro sería el motivo de un indecible castigo más allá de la muerte…

La Tierra gozaba de lo que muchos consideraban una pasajera paz tras tantos conflictos entre Atenea y algunos de los dioses olímpicos, todo parecía una misteriosa y tácita tregua, que incubaba algo siniestro y estremecedor. En definitiva se avecinaba en el horizonte la que quizá sería la guerra santa más sangrienta de toda la historia, los dioses del Olimpo y sus ejércitos vislumbraban infinitos obstáculos para los valientes santos de la esperanza. Comandando el Cielo se erguía el omnipotente rey Zeus y los majestuosos ángeles; la reina Hera y los esplendorosos serafines; Deméter, diosa de la naturaleza y los eleusinos; Hestia, la diosa del fuego y sus vestales; Hefesto, el herrero de los dioses y sus cíclopes; Hermes, el mensajero de los dioses y sus heraldos, Dionisio, dios del vino, y sus súbditos, tanto en la fiesta como en la batalla: los sátiros; Afrodita, la diosa del amor y sus hermosos querubines; Artemisa, divinidad de la luna, defendida por sus satélites; y Apolo y sus sirvientes de élite: los sacerdotes solares, custodios de los oráculos.

La disyuntiva era clara: la victoria del Olimpo significaría la total destrucción de la humanidad tal cual la conocemos, de todo lo que la cultura humana simboliza; mientras que por su parte, una victoria de Atenea también representaría un antes y un después en la historia: la independencia definitiva de los humanos con respecto a los gloriosos dioses.

Parte primera: La batalla contra los príncipes del Olimpo.

Capítulo 1: La sentencia de los dioses.

Era el amanecer del trece de diciembre de mil novecientos noventa y uno, la señorita Saori se hallaba en el Templo de Atenea, el último de los recintos del Santuario, el cual se erigía de forma imponente con un estilo arquitectónico griego clásico, con majestuosas columnas dóricas; la diosa conversaba con el nuevo Papa, el cual vestía su tradicional túnica blanca y su característico y aterrador casco rojo, sus largos y hermosos cabellos rubios escapaban por debajo de su máscara, su identidad era un misterio incluso para los santos, se trataba sin dudas de un hombre enigmático. El sol estaba saliendo desde el oriente, asomando con sus luminosos rayos en la habitación, el semblante de Atenea mostraba tristeza y pesar, y así acongojada caminaba de forma elegante y cadenciosa de un lado hacia otro, cuando de repente se detuvo abruptamente y susurró dulcemente, cual presagio funesto:«El día ha llegado…» Y entonces el Papa siguió el hilo de la conversación, preguntando cordialmente: «¿Está segura que vendrán hoy?»; hallábase angustiada la diosa, pues tenía presente el mal que se avecinaba y entonces respondió con la voz trémula: «No tengo ninguna duda, ya están en camino, lo siento en mi pecho…, temo de la decisión de los dioses del Olimpo, pues mis últimas acciones han desencadenado el disgusto de tan glorioso e invencible ejército.» La veneración a su deidad era el signo característico del recóndito Papa, que decía con tesón: «¡Todos nosotros estamos contigo, sin importar que ocurra!»; conmovida por la declaración de fidelidad de su Papa, la noble Atenea respondió esbozando su rostro más cándido: «Lo sé y se los agradezco a todos, pero temo por sus vidas, no solo la de mis santos, sino por las de toda la humanidad…»

Y el Papa guardó silencio unos segundos, mientras cavilaba profundamente, y luego preguntó:«¿De verdad cree que la guerra santa es inevitable?», Atenea miró a su subordinado con gran seguridad y dijo con firmeza: «Tengo esperanza en la paz, pero temo de la soberbia de los dioses olímpicos, cuando alguien está dispuesto a pelear, sólo quedan dos caminos: someterse o defenderse, temo que nos pongan entre éstas opciones…», y manteniendo su erudita serenidad y su control de las emociones, el Papa expresó pacientemente: «De todas formas estamos listos para confrontarlos.»

Interrumpiendo aquel reflexivo momento, un hermoso brillo dorado semejante al sol apareció desde occidente, tanto Atenea como el Papa voltearon con semblante adusto y se alistaron para recibir al mensajero con gran valor y convicción. Un nuevo resplandor de gran intensidad se produjo en el interior del recinto y al esparcirse la luz, una silueta relució con majestuosidad, todo mientras una misteriosa voz proveniente de la luz dijo: «Atenea. Los dioses te esperan a su lado en la gran reunión del Olimpo, ha llegado la hora de unirte a los tuyos…»; entonces Atenea exclamó atónita: «¡Esa voz…Hermes!» El apodado Mensajero de los Dioses era un hombre de mediana estatura, de cuerpo atlético, tenía cabellos dorados y ojos miel, estaba erguido con un gran porte y se presentaba vistiendo túnicas griegas de antaño; caminaba con parsimonia y elegancia hacia Atenea e inmediatamente dirigió palabras aladas a la diosa: «Soy Hermes, es el mismo soberano del Cielo, el rey Zeus, quien te convoca a ti y a todos los dioses olímpicos para que acudan. Pero eso ya lo sabes Atenea, te lo hemos avisado en tus sueños…»; con dulzura pero también con temple Atenea contestó: «Y desde ese momento que los espero con esperanza, veamos si en la mesa donde se juega el destino del planeta, puede brillar la esperanza que alberga mi corazón». Y Hermes continuó con su protocolar discurso propio de un diplomático de alto rango: «Es tiempo ya. La espera ha terminado…hoy te encontrarás con tu familia en los Cielos, después de cientos de eras»; entonces Atenea volteó y mirando al Papa musitó: «Espera un momento, regresaré…»

Y entonces, el misterioso sacerdote que ocupaba tan alto cargo sin que nadie supiera sobre su recóndito origen, contestó haciendo una reverencia: «Por supuesto mi señora». Fue en ese momento cuando el gigantesco cosmos del divino Hermes emitió una poderosa luz que cubrió también a Atenea y ambos desaparecieron con el sagrado resplandor, sin dejar rastro alguno. Tras pensar en aquello unos segundos, el Papa abandonó la alcoba de la diosa e inmediatamente se dirigió a su propio templo, el cual se hallaba ubicado justo debajo del Templo de Atenea, en donde un asistente le aguardaba con impaciencia. El valioso colaborador del Papa vestía exactamente igual que su santidad, diferenciándose sólo por el color de sus cascos, mientras el Papa tenía el casco rojo, el asistente tenía su casco dorado, curiosamente éste último tenía cabellos largos y de un color parecido al Papa, dentro de la gama de los rubios. ¿Casualidad o causalidad?

Y el asistente hizo una reverencia a su superior y le preguntó con sumo respeto: «¿Qué fue ese resplandor?, ¿acaso Atenea…?»; ensimismado el Papa miró el lejano horizonte por una de las imponentes ventanas de su templo, se tomó unos segundos y dijo, mientras la brisa meneaba su larga cabellera: «Atenea ya no está en el Santuario, ahora será cuestión de creer que ella pueda convencer a los dioses olímpicos de algo inevitable…desde hace unos días Atenea ha dado la orden de emergencia máxima.» Siempre predispuesto a obedecer a raja tabla las órdenes, el asistente informó el cumplimiento de uno de los mandatos papales: «Su santidad, todos los santos que se encontraban desperdigados en el mundo están ahora en el Santuario.»

El Monte Olimpo es el sagrado mundo de los dioses, se trata de la montaña más alta de todo el Universo, una tierra con doce enormes, suntuosos y majestuosos palacios, residencias de los dioses más poderosos: los doce olímpicos, pero a su vez otros templos se levantan de forma imponente. Los dioses olímpicos habían sido convocados por el omnipotente Zeus y se encontraban reunidos en el sublime recinto denominado el Salón del Juicio Ecuménico, en donde se debatían los asuntos más importantes del Cosmos;el techo, el suelo y las paredes eran semitransparentes, lo cual dejaba ver las hermosas y celestiales nubes que se condensaban en las afueras del recinto. Zeus, Hera, Deméter, Hestia, Apolo, Artemisa, Afrodita y Hefesto se encontraban sentados en dorados asientos, alrededor de una gran mesa circular de color plateada, todos ellos sin vestir sus kamuis (armaduras sagradas), en clara señal de paz. Sin embargo, un clima de tensión reinaba.Era plena reunión divina, cuando Hermes y Atenea aparecieron en el recinto tras un destello cósmico y con solemnidad hicieron una pequeña reverencia al rey de dioses, Zeus, quien tenía un jovial y hermoso rostro, y unos largos cabellos blancos que caían por detrás de su espalda, observaba a los recién llegados con sus penetrantes ojos celestes, los cuales emanaban una autoridad absoluta, lo cual haría que cualquier humano o dios le tuviera un indescriptible temor, pero no sucedía lo mismo con su hija divina del mito, Atenea, quien esbozaba una mirada misteriosa, fue allí cuando Zeus se adelantó y manifestó con diplomacia:«Por fin mi hija regresa al Monte Olimpo, han pasado eones desde la última vez que estuviste aquí…», y una desdeñosa Atenea respondió lacónicamente: «Era hora de hacerlo.» Con gran hostilidad, la reina Hera interrumpió la incipiente conversación, diciendo con gravedad: «¿Sabes por qué te encuentras aquí?»La reina del Olimpo, diosa del matrimonio y de los vientos, poseía una gran belleza, su hermosa cabellera pelirroja estaba atada a una distinguida diadema de color dorada, sus ojos eran verdes cual frondosa pradera olímpica, tenía un carácter abrumador y su autoridad era vehemente, sin dudas se trataba de una mujer terrible y de gran severidad. Pero todo ello tampoco intimidaba de ninguna manera a la hija de Zeus, ya había luchado en épicas batalla sagrada contra Poseidón y Hades, no había lugar para el amedrentamiento o el miedo. Además su coraje se cimentaba en la nobleza de su tarea, su vida estaba dedicada a una misión altruista que no daba lugar al desasosiego o la destemplanza, por todo aquello Atenea respondió a cortapisas:

—Sí, para ser juzgada por el crimen de Hades.

Una honda tensión se desencadenó en el divino recinto, los dioses se miraban entre ellos con suma incomodidad. Interrumpiendo aquel silencio sepulcral, un hombre sumamente hermoso de apariencia andrógina irrumpió repentinamente en el salón, llevaba consigo una opulenta jarra de vino, el copero tenía largos y suaves cabellos castaño claro y unos hermosos ojos de color ocre; con circunspección el servidor de los dioses dejó la jarra en la mesa y se acercó hacia Atenea y con sumo respeto, veneración y solemnidad musitó con delicadeza: «Mi señora, ha pasado mucho tiempo…» Y algo misterioso emergió entre Atenea y aquel sujeto, una extraña sensación que se remontaba a otros tiempos lejanos.

—¿Tú eres…? —pregunta Atenea con curiosidad. La embargaba un sentimiento de nostalgia, como si se conociera con aquel hombre de otra vida.

—Veo que no me recuerda —responde el misterioso hombre y luego añadió—, mi señora, yo serví bajo su mando en la primera guerra santa, en tiempos inmemoriales…

—Ahora lo recuerdo —dijo Atenea mirando al copero fijamente y luego preguntó—, y… ¿qué es lo que haces aquí?

—Me he ganado la estima de Zeus, quién me concedió el privilegio de servirle a los sagrados dioses olímpicos…

—Ganimedes, no te he autorizado a participar en ésta conversación —adujo Zeus con autoridad.

—Perdón mi señor, Atenea, ha sido un placer —expresó Ganimedes haciendo una reverencia. El hermoso copero sirvió el vino en las diez suntuosas copas de la mesa con absoluto silencio y se retiró con serenidad. Como era de esperarse, las cuestiones divinas no atañen a los mortales. Aun con el beneplácito de los dioses, el desobedecer los protocolos divinos puede ser considerado una agravio a los inmortales. Por ello, el respeto de los humanos que habitan en el Olimpo suele mezclarse con el temor.

—¡No dilatemos más esto Atenea! —añadió Afrodita con una dulce voz, se trataba de una rubia de belleza sublime, su figura era la envidia de cualquier mujer, sea mortal o diosa, vestía un hermoso y sexy vestido color rosa, era considerada con diferencia la más bella de las inmortales—. Los humanos han puesto en peligro el Universo mismo, debes comprenderlo de una vez por todas.

—Así que eso piensas —expresa Atenea, mirando directo a los ojos celestes de Afrodita sin titubeos.

—El Inframundo es un caos desde el asesinato de Hades, el cual es en sí mismo un crimen imperdonable —terció Hefesto. Sin dudas el Herrero del Olimpo era el menos agraciado de los dioses olímpicos, lucía una pequeña joroba y una disimulable cojera, su rostro estaba cubierto por una densa barba, que tapaba su fealdad, tenía el cabello castaño corto y la barba rojiza. Era el creador de cuantas armas olímpicas se tratare y alquimista de las armaduras de dioses y guerreros sagrados, su piel estaba dañada por el arsénico, algo propio de su oficio. Tenía un fuerte sentido de la justicia, pero era pragmático; su perspicacia y sus habilidades especiales lo hacían gozar de un gran respeto entre sus pares, los doce dioses olímpicos.

Y la acalorada conversación proseguía, con un iracundo Zeus como interlocutor:

—Pero como si eso fuera poco, la alteración del orden cósmico no sólo se debió al crimen de Hades, sino que te has atrevido a viajar al pasado reviviendo a Pegaso, Atenea tú eres una diosa, ¿por qué actúas como si fueras una simple mortal?

—Es que ustedes nunca comprenderán el amor que tienen los humanos, es algo que incluso los majestuosos y todo poderosos dioses olímpicos no tienen —respondió Atenea desconcertando a los otros dioses, quienes lucían una mirada desorbitada.

—¡Hermana! Deja de decir cosas sin sentido, los humanos son figuras de barro, hechas a semejanzas de los dioses —terció Artemisa, quien ocultaba parte de su agraciado rostro con su cabello rubio platinado—, ¿por qué arriesgar tu vida por ellos…por qué?

—Todos ellos son dignos de recibir mi protección y mi amor, no podría abandonar a uno, amo el planeta Tierra y sus habitantes, pienso defenderlos aunque tenga que arriesgar mi vida —dijo Atenea con hidalguía.

—¡Los humanos han tenido su tiempo y han demostrado no ser dignos de la vida que se les otorgó, incluso su soberbia les ha hecho enfrentarse a los dioses! —recrimina Hera impetuosamente.

—El planeta Tierra se corrompe junto a los humanos, están condenando a su mundo, toda la contaminación que se cierne sobre el planeta es una total desgracia… —añadió Artemisa, tratando de hacer entrar en razón a su hermana—. Incluso han alterado el clima del planeta, toda su impura polución amenaza la paz del Universo…

—¿Para qué me han llamado entonces? —respondió Atenea y miró de hito en hito a cada uno de los sagrados dioses del Olimpo. No lo comprendía, ¿por qué la reprendían tanto?, no tenía sentido, ya había demostrado en el pasado que sería capaz de arriesgar su vida de diosa en su afán de proteger a la humanidad.

—¿Es que aún no lo sabes, Atenea? —pregunta Zeus, mientras levanta su soberana mirada sobre la visitante.

—Veo que cada uno tiene su propia idea… ¿estarían dispuestos a escuchar razones?, ¿o seguirán culpando a los humanos por haberse defendido?

—Atenea tiene razón, deberíamos escucharla —concedió Deméter con espíritu pacificador.

—Ya hemos debatido —dijo con soberbia el rey de los dioses. La autoridad que tenía Zeus sobre los demás era absoluta e incuestionable. Deméter, de rostro apacible y largos cabellos castaños asintió con la cabeza, ante las severas palabras del Supremo, se trataba sin dudas de la diosa más pacífica y sosegada entre los dioses olímpicos. Reinaba entre los quehaceres propios de la agricultura y custodiaba la armonía de la propia naturaleza.

—No tienes justificativo alguno Atenea, no estamos conciliando un juicio en este momento, estamos comunicándote una sentencia —explicó Apolo con cierta pesadumbre, quien era más bello de los dioses, de cabellos rojos, los cuales emulaban las llamas del sol, sus ojos celestes miraban glacialmente hacia la confundida Atenea.

—Nuestro padre ha decidido castigar a los humanos y tras un larguísimo debate, ninguno de nosotros se ha opuesto —añadió una apática Artemisa.

—¡Hija mía, eres una de las princesas del Olimpo y todos están dispuestos a perdonarte —exclama Zeus con benevolencia—, te ofrecemos un lugar entre nosotros, ayúdanos a forjar una nueva era, libre de la maldad del hombre…incluso seremos misericordiosos con tus santos, pese a sus pecados, ellos podrán ser parte del Monte Olimpo!

—Lo siento, pero no me arrepiento de nada, no somos menos pecadores que los humanos, por lo tanto no tienen derecho a juzgarlos por defenderse…

Y entonces el ánimo de Apolo se exasperaba ante lo que él consideraba una insensata posición de Atenea y manifestaba con vehemencia:

—No juzgamos su defensa, pero es imperdonable levantar la mano a un dios… ¡estás llegando demasiado lejos Atenea!

—Tranquilízate Apolo —susurra Zeus.

—Veo que no podremos entendernos, mi presencia en este lugar no tiene ningún sentido, espero reconsideren su sentencia —contesta Atenea a sus iguales mirándolos con seguridad.

—¿O de lo contrario qué, Atenea? —interviene Hera desafiante.

—De lo contrario haré todo lo que esté en mis manos para proteger a los humanos…

—¿Aunque eso signifique ponerte en nuestra contra? —inquiere Apolo.

—Aunque eso signifique ponerme en contra del Universo mismo —responde implacablemente la diosa de la sabiduría.

—¿Eso es una amenaza? —grita una furiosa Hera.

—No, simplemente estoy dispuesta cumplir con mi designio como protectora de la Tierra.

—Esa misión te lo encomendé yo —responde Zeus con cierta molestia.

—Pero ahora la responsabilidad es mía. Espero revean su sentencia, no tengo nada más que hacer aquí… —dijo Atenea con acritud. Y dando la espalda a sus semejantes, la diosa expandió su magnánimo cosmos y desapareció repentinamente, los demás dioses olímpicos quedaron sorprendidos de su valiente y férrea actitud.

—No hay duda de que es la diosa de la guerra —murmura Hestia—, no ha dudado ni un momento…

—Atenea ha desafiado al Olimpo —se lamenta Hefesto.

—¡Es una traidora y debe caer! —esboza Hera irritada.

—No nos precipitemos, esta noche será el ultimátum que decidirá el destino de Atenea y de los humanos —musitó Zeus acongojado—. Espero que revea su comportamiento…

«Es increíble, ha elegido arriesgar su vida en una batalla imposible, todo por los humanos, y luchando contra todo el Monte Olimpo», pensaba Hestia, mientras el viento meneaba sus largos cabellos castaños.