"HOTEL TRANSILVANIA" ES UNA PELÍCULA DE SONY PICTURES ANIMATION

"EL HOMBRE INVISIBLE"ES UNA NOVELA DE H. G. WELLS


Iping, 1887

Cuando vi el fulgor de las antorchas por la ventana supe que todo había salido muy, muy mal. La cabeza me daba vueltas...Estaba confuso, asustado...y bastante cabreado. Aún así, reuní las pocas fuerzas que tenía para hacer a toda prisa las maletas. Inútil, porque, con los nervios, se me caía todo al suelo.

La mesonera seguía gritando como una histérica abajo, explicando todo lo que acababa de ver a gritos y llorando a lágrima viva, y yo deseaba matarla para que dejara de torturarme de esa manera. No sólo me había descubierto, sino que se lo había contado a todo el mundo y ahora iban a acabar conmigo.

Tras un montón de pisadas en la escalera que retumbaron como una estampida vinieron unos feroces golpes a la puerta. Antes de que pudiera moverme, ya la habían derribado con instrumentos de labranza y sus propias manos. Si no entró a la habitación todo hombre que había en el pueblo, no entró ninguno.

- ¡Ahí está!

- ¡El monstruo!

- ¡Es invisible! ¡Decía la verdad!

- ¡A por él!

Retrocedí un poco. Me temblaban las piernas al ver esas horcas y las enormes guadañas que llevaban. Pero, de alguna manera, conseguí alzar la voz.

- Por favor...Están cometiendo un terrible error...Yo no le he hecho daño a nadie...Tampoco he robado nada...Yo sólo...

- ¡No le escuchéis!

- ¡Matadle!

- ¡Matad a ese monstruo!

¿Monstruo? ¿Así era como me veían?

El avance científico más asombroso de nuestro siglo...¿Y recibía eso a cambio?

Quise tratar de calmarlos de nuevo, pero no encontraba réplica a esas palabras.

Retrocedí tanto que me golpeé la espalda contra la ventana. Los aldeanos se acercaron a mí lentamente, como el que arrincona a un animal salvaje. En cierto modo, me sentía como uno.

Miré las caras de la gente, pero ellos no podían ver que estaba asustado; sólo había un traje flotando en el aire como por arte de magia frente a ellos. No tendrían la menor compasión de mí. Entonces, creí ver una cara familiar entre la muchedumbre. ¿Podía ser...?

¡Sí, era él! ¡Kemp! ¡El doctor Kemp! ¡Mi viejo compañero de la universidad!

- ¡Kemp!-le llamé.

Kemp seguía mirándome con expresión de desagrado.

- ¡Kemp! ¡Soy yo, Griffin! ¡Tu amigo! ¡Kemp! ¡Díselo, Kemp! ¡Diles que yo no he hecho nada! ¡Por favor, Kemp! ¡Kemp!

Al oír esto, Kemp reaccionó, pero no como yo esperaba. Se abalanzó sobre mí con un atizador.

Ya no había diálogo posible. Tenía que huir de allí si no quería morir de una forma horrible. Y como la única salida que me quedaba estaba detrás de mí, no tuve más remedio que hacerlo...Con la maleta aún en la mano, abrí corriendo la ventana y me tiré por ella.

Aún hoy no sé cómo no me maté. Caí sobre unos barriles, reventándolos con mi espalda. Me hice un daño que no se me olvidaría en mucho tiempo, pero la urgencia de la situación me dio fuerzas para levantarme, recoger la maleta caída y correr calle abajo. Bueno, correr...Tambalearme, más bien.

Pero seguía oyendo gritos, la gente seguía viendo mi ropa moviéndose sin un cuerpo dentro de ella. Si quería sobrevivir, tenía que deshacerme de ella. Y así lo hice. En el primer callejón por el que pasé, me quité la ropa y la tiré en una esquina. Así, nada más que el sonido de mis pisadas y mis jadeos delataban mi presencia. Pero aún tenía encima la maleta y de ella si que no quería deshacerme. Oía acercarse a la turba y se me hacía muy difícil pensar estando desnudo en pleno otoño y con aquel estado de nervios.

Mi salvación pasó por delante de mí, como si fuera una señal divina. Era el carro del chatarrero, que acababa de terminar su búsqueda diaria por las calles del pueblo. Estaba cantando casi a gritos, con la mirada fija en el frente. Era mi última oportunidad de salir de allí. Aprovechando que era incapaz de ver lo que ocurría en el carro, arrojé la maleta allí y después me subí yo. Justo a tiempo de que llegara la masa furiosa. Pero no podían verme sentado en el carro ni se fijaron en la maleta que estaba a mi lado. Recorrieron la calle de cabo a rabo, abriendo puertas, mirando en todos los rincones, atravesando con sus horcas la paja que había en los establos, hasta que se convencieron de que no estaba allí y se marcharon. Para entonces, yo ya había atravesado la manzana en el carro.

Me acurruqué entre una silla coja y un reloj de pared para conservar un poco el calor. Tenía frío, mucho frío. Y seguía temblando de miedo.

Ya no había lugar para mí en el mundo. Si aquellos campesinos habían reaccionado de aquella manera al verme, ¿qué no me harían los demás? Si me descubría alguien más, tal vez consiguiera matarme. O me utilizaría como atracción de feria. Me diseccionaría.

Una cosa estaba clara: tenía que huir de allí cuanto antes. Escapar. Lejos, muy lejos.

...Pero, siendo realistas, ¿quién aceptaría sin más a un hombre invisible como yo?

De nuevo, la solución apareció frente a mis ojos. El carro pasó junto al muelle.

Contemplé el mar con los ojos muy abiertos. Al inspirar una buena bocanada de aire, supe que tal vez aquella podría ser mi salvación. Nunca he sido un hombre de mar. Sólo estudiarlo me mareaba. Pero mejor vomitar que no ser linchado. De modo que cogí la maleta, me bajé del carro de un salto y recorrí el muelle en busca de un nuevo refugio.

Era tarde y todos los marineros se dirigían a los bares a comer, beber, dormir y retozar con las prostitutas. Llevaba media hora caminando y no encontraba nada. Cuando estaba a punto de convencerme de que tendría que dormir al raso, vi que un único barco estaba a punto de partir. Los marineros estaban soltando las cuerdas y cargando los últimos barriles a bordo. No pude evitar soltar un suspiro aliviado.

Esperé hasta que el camino se despejara, y cuando el único marinero que quedaba fuera estaba ocupado revisándolo todo, pasé detrás suya y me colé en el interior.

Allí dentro no iba a tener muchas comodidades. Olía a una mezcla nauseabunda entre cebolla y vómito y hombres sudorosos se paseaban de acá para allá, pero si podía aguantar sin ser visto, seguiría vivo por algún tiempo. No es que fuera un palacio, pero tenía justo lo que necesitaba.

Deambulé por el barco durante un rato, con cuidado de no tropezarme con nadie ni de hacer ningún ruido. Los crujidos de mis pisadas se camuflaban entre los constantes chirridos que hacía el propio barco, por suerte. Y tenía cuidado de arrojar la maleta en cualquier rincón cada vez que pasaba alguien. Finalmente, llegué a la bodega, donde decidí instalarme. Allí tendría comida y bebida de sobra, me podría calentar con unas velas viejas que almacenaban allí y nadie me molestaría.

No tardé ni un minuto desde que me instalé en ir a la despensa y sacar una manzana. Me senté a observar cómo los trozos que devoraba pasaban por mi esófago y se deshacían en mi estómago. No tenía nada mejor que hacer y, la verdad, era un espectáculo macabro pero interesante. Después, comprobé mi maleta. Los frascos estaban intactos, a pesar de las sacudidas que había recibido y a las que se sumaban las del barco luchando contra la marea.

Suspiré. Ya no podía hacer nada salvo esperar a que llegáramos a tierra firme. No sabía adónde íbamos, en realidad. ¿A la India? ¿A Dinamarca? ¿América? ¿África? Ni idea. Lo cierto es que no me importaba. Sólo quería huir de mi tierra, donde estaba claro que no iba a sobrevivir ni una semana. Así que me tumbé, me tapé con las velas de forma que no se notaba demasiado el bulto de mi cuerpo y cerré los ojos. Estaba agotado.

Cuando cerré los ojos, sólo me dio tiempo de pensar una cosa antes de dormir: "ahí va el premio de química".


Adoro a Griffin, el hombre invisible, y creo que su historia, ya contada en la novela de Wells, sería curiosa.

La he adaptado un poco de modo que podamos tenerlo en el hotel. Ya veréis más adelante los cambios. Por lo demás, el lugar, la fecha y la situación están adaptados del libro.