Disclaimer: Todos los personajes me pertenecen. El universo del Avatar y los nombres de él son propiedad de sus creadores.


Capítulo 1: Los cuatro juguetes

Aunque nadie lo dijera oficialmente, los habitantes de Ba Sing Se de la parte alta saben que las guarderías Montaña Rosada y Cielo serán los sitios donde se buscarán al próximo Avatar. Desde la muerte de la Avatar Nima, oriunda de la Tribu del Agua del Norte, sucedida hace ya 2 años, muchas familias con hijos nacidos por ese tiempo anhelaban que sus pequeños resultaran ser los próximos elegidos. El prestigio que supondría ser la familia del puente entre el mundo de los espíritus y el mundo de los vivos era un plato codiciado por muchos, y eso a pesar de que el niño mismo no podría saberlo si no hasta que tuviera la edad apropiada.

Precisamente para ampliar sus posibilidades, por tiempo limitado los administradores de Montaña Rosada y Cielo ofrecían cuidar de los niños sin cobrar. La ubicación de los edificios se daba precisamente en sitios intermedios entre la zona baja y la zona alta de la ciudad, eliminando las barreras sociales por primera y única vez.

Los Hua habían llegado sólo unos días antes de la inauguración, por lo que, como muchos otros, no tenían idea de lo que se esperaba de esa guardería. Era una pequeña familia de agricultores caídos en desgracia, forzados a abandonar su pueblo natal cuando fue demasiado evidente que la tierra ya no podía darles más que lo que les dio a sus antepasados. Ahora era un terreno desierto al que las nubes de lluvia parecían tener alergia permanente. Fue un viaje largo y agotador, pero finalmente llegaron a la ciudad, donde, se decía, todas las personas podían empezar de nuevo cuando todo lo demás no lo permitía. Con sus ahorros no pudieron conseguir más que una modesta casa a las afueras de la ciudad, pero como siempre fueron de recursos humildes ninguno se quejaba. Incluso contaban con un amplio jardín que esperaban les permitiera cultivar de nuevo. Por eso y la buena salud con que contaban, se sentían afortunados.

Esa tarde, mientras el señor Hua iba en busca de un nuevo empleo, su esposa encaminó hacia el mercado llevando al pequeño Mutu contra su cadera. El niño, de dos años, apoyaba la cabeza contra su hombro y miraba a los comerciantes anunciando la fina calidad de sus productos con una expresión casi demasiado seria para su edad. En realidad, su madre no recordaba una ocasión en que riera, pero prefería atribuirlo a un carácter tranquilo antes de creer que tenía un problema pues, en otros aspectos, era tan saludable y enérgico como cualquier niño. La señora Hua iba a comprar unos pescados de frescura aceptable cuando creyó ver de reojo un rostro familiar. Caminó hacia él y en efecto, así era.

La señora Fa era una mujer joven, como ella misma, que solía comprar las verduras de su hijo hasta hacía un año, cuando el negocio de su marido también fracasó y tuvo que buscar mejores posibilidades. De la mano llevaba a su hijo Derem, un niño nacido un año antes que el suyo, y a quien ya se le conocía sus habilidades para la tierra control. Los terremotos que creaba espontáneamente durante la noche solían mantener a todo el pueblo despierto. Apenas se vieron, sonrieron y luego de ponerse al día de forma amena, la señora Fa señaló al pequeño Mutu.

—¿También lo llevas a Montaña Rosada?

Como la señora Hua demostró no saber de qué hablaba, la señora Fa se lo explicó mientras caminaban. El rey de Ba Sing Se, sabiendo que el próximo Avatar nacería en su reino había abierto la guardería a todos los niños de todas las clases. Hasta que no se le descubriera el servicio sería gratuito. Duraba toda la tarde, por lo que la señora Fa tenía intención de dejar a Derem mientras ella iba a hacer de barrendera en una tienda de telas para ayudar con los gastos. Ni que decir que ella no tenía ninguna esperanza de que su pequeño fuera el próximo Avatar; era imposible, puesto que había nacido unos meses antes de que pereciera la Avatar Nima. Al final la señora Hua la acompañó. Tenía las mismas esperanzas que su amiga, pero la motivaba más que nada la idea de poder llevar algo de dinero extra a la casa. Además sabía que en ninguna otra ocasión podría permitirle a su hijo disfrutar de los mejores cuidados del reino.

A pesar de su gracioso nombre, la fachada del edificio sugería más un conjunto de oficina que un lugar adonde llevar a los niños. Solemne, serio, imponente con sus escaleras de piedra y amplios arcos de madera, parecía nada más que una extensión del palacio. Y sin embargo, era mucho más amplio que ancho y las paredes necesitaban un retoque para eliminar manchas de pasto. Adentro era imposible ver otra cosa que familias humildes. Luego del registro los niños eran llevados a una amplia habitación techada, llena de juguetes y juegos como hamacas colgantes, sube y bajas, calesitas, pero más que nada niños. El ruido y el movimiento continuo era tal que luego de una segunda mirada alguien se daba cuenta de la presencia de los hombres y mujeres pegados a las paredes con las manos a la espalda y mirada al frente. Vestían túnicas amarillas con toques verdosos alrededor del cuello y los bordes, igual que las mujeres que iban entre los niños, trayéndoles bocadillos o ayudándoles si se lastimaban, pero su postura sugería que estaban ahí para observar, nada más. Ni siquiera hacían caso cuando algún niño tiraba de sus ropas, esperando en silencio a que alguna de las mujeres los apartara para entretenerlos en otra cosa.

En un rincón, sobre un estante bajo, cuatro juguetes habían sido colocados. Aunque sus ojos no siempre se dirigieran en esa dirección, ese era el punto al que todos ellos se mantenían alerta, si bien alguno lo hacía con algo de escepticismo.

Esos eran, en efecto, réplicas exactas de los juguetes con que los Avatares jugaron de niños y con los que se esperaba se revelara la siguiente encarnación. Otra copia había sido enviada a la guardería Cielo con el mismo propósito. Los originales habían sido guardados en las oficinas (dos en cada una) nada más para conservarlas como antigüedades. Algunos pensaban que el Avatar se sentiría atraído por la forma familiar y con eso sería suficiente, pero la mayoría que no se dejaría engañar tan fácilmente. Otros, más incrédulos todavía, opinaban que todo ese proceso de selección era una estupidez. Como sea que fuera, no tenían buen resultado. Niños pasaban que tomaban uno de los juguetes y lo dejaba en cualquier sitio, ignorando los otros. Cuando eso sucedía, uno de los que se mantenían contra la pared avanzaba y volvía a colocarlo donde estaba. Esa era la única ocasión en que se movían. También lo habrían hecho si hubieran tenido que estabilizar la tierra ante un terremoto causado por alguno de los niños, pero de momento no era necesario.

A medida que pasaba el día, más aburrido se les hacía el trabajo. Por fin llegó la hora de la siesta. Desplegaron una mullida alfombra que cubrió todo el piso, a fin de que los niños descansaran cómodamente, y salieron. Los cuatro juguetes permanecían intactos en el rincón.

En cuanto oyó cerrarse la puerta, Mutu abrió sus ojos avellana. Miró a su alrededor y se levantó con esfuerzo, como siempre hacía desde que empezó a caminar por su cuenta. Eludió a los durmientes como pudo y se dirigió a la puerta del fondo, tratando de abrirla. No lo consiguió, por lo que en su rostro apareció un puchero de disgusto. No sabía por qué pero quería salir. Más que eso, la necesidad le reclamaba como un estómago vacío. La puerta era pesada y fría, de piedra, justamente para evitar que los niños fueran por ahí. Intentó abrirla apoyando todo su peso en el hombro, pero no dio ningún resultado.

—Lo abro —dijo una voz detrás de él.

Derem también se había despertado y lo miraba con curiosidad. El niño era más alto que él por una cabeza y hablaba ya con cierta corrección. En cambio, Mutu no sabía más que gesticular y hacer gestos. Golpeó la puerta con su pequeño puño y se corrió un poco a un lado. Derem alzó ambas manos al frente, como un ciego, y las movió igual que si empujara una pelota. La puerta se desplazó hacia adelante unos centímetros, lo suficiente para que los dos niños se colaran por ahí. A Derem lo guiaba el deseo infantil de averiguar qué interesaba al otro, mientras que Mutu no tenía idea de qué lo hacía. Caminaba por los pasillos con su andar torpe como si esa fuera su propia casa, pero obviamente no lo era.

Se detuvo frente a una sola de las muchas puertas que pasaban de largo. Esa era de madera y no le habían echado llave, de manera que sólo bastó que Derem moviera la manija (Mutu no alcanzaba) para abrirla. Mutu prácticamente corrió hacia el escritorio y desde ahí le señaló a Derem con impaciencia lo que había encima. Siempre curioso, Derem tuvo que subirse a una silla para alcanzarle la caja de madera por la que tanto esperaba. Dejándose caer en el suelo, Mutu abrió la caja y sacó un par de juguetes antiguos. Uno era un trencito bastante gastado. La madera tenía manchas de humedad y una de las ruedas había desaparecido. A ese Mutu se lo llevó a la boca. Derem sacó el otro, un muñeco de paja que apestaba a viejo y al cual abandonó pronto. Frunció el ceño y se cruzó los brazos, decepcionado. Ahí no había nada que le importara.

-

Al finalizar la tarde, la habitación donde estaban los niños se llenó de padres en busca de sus hijos. Más de uno empezó a lloriquear porque no quería irse. Derem alzó los brazos cuando vio a su madre y se dejó cargar. Mutu también levantó un brazo mientras el otro sostenía el tren. Su madre intentó quitárselo de las manos, pero el niño comenzó a hacer un berrinche. Uno de los hombres que se habían mantenido inmóviles observó la escena e identificó al juguete.

—Vamos, cielo, déjalo. No puedes llevártelo.

—¡Nah, nah!

Al tren se le había perdido una rueda. Miró hacia el estante en el rincón y no poca fue su sorpresa cuando cayó en cuenta que el tren gemelo seguía ahí, sus cuatro ruedas intactas. Observó nuevamente a la pareja, que ya empezaba a llamar la atención con la insistencia del niño. Al verlo la mujer se enderezó, sonriendo nerviosa.

—Lo lamento, señor. Es sólo que no quiere soltarlo.

El niño levantó las cejas hacia él. Parecía retarlo a que le quitara el tren. El hombre le miró de reojo. No tenía idea de dónde pudo sacarlo ni cómo, pero en verdad no le sorprendía. Él era de los que creía que unos replicas más nuevas no iban a ser suficiente. Debía contenerse para no sonreír.

—Necesito que me acompañe, señora.

—¿Es necesario? Mi esposo está esperando afuera.

—Sí, señora. Sería mejor que lo llamara. No se preocupe por el niño —"Después de todo el juguete es suyo" se dijo para sus adentros.

-

Los señores Hua ahora estaban en la oficina que su hijo entró furtivamente. La caja que contenía los juguetes, abierta, había sido puesta de nuevo en el escritorio, entre ellos y el director de la guardería. Después de media hora el director había dicho todo el discurso preparado desde la tarde anterior, pero no estaba consiguiendo el efecto esperado. Esperaba alegría, entusiasmo, incluso gratitud por haberles revelado la verdad. En cambio, parecía que acababa de informarles de una enfermedad incurable y mortal.

La primera reacción del señor Hua: negación.

—Es un error —declaró—. Obviamente alguno de sus empleados dejó el juguete por ahí y resultó que a mi hijo le gustó. Eso no prueba nada.

—Señor Hua, entiendo que esté sorprendido, pero debe entender que eso es imposible. Los juguetes estaban en este cofre, sobre mi escritorio, de camino al museo del Avatar en la Isla de la Roca Hirviente. Sólo un maestro tierra habría podido abrir la puerta que daba desde el salón de juegos hacia las oficinas.

—Mutu nunca ha hecho nada de eso —dijo la señora Hua.

Costó su tiempo y más paciencia de la que el director se creía dueño, pero poco a poco fue convenciéndoles de que no había otra alternativa que pensar que lo que les decía era la realidad. Su hijo, quien jamás manifestó antes tierra control, había usado ese poder ahora para hacerse con los juguetes y lo hizo porque el llamado fue demasiado fuerte. Lo hizo porque no pudo evitarlo. Lo hizo porque no tuvo otra opción al ser juguetes con los que ha jugado desde hace cientos de años. Y lo hizo porque su hijo no era nadie más ni nadie menos que el Avatar encarnado.

Sí, al fin lo entendieron. Pero seguía sin haber alegría. Parecían sencillamente resignados, taciturnos, incluso indiferentes. Lo cierto es que el hecho no podía cambiar gran cosa sus vidas, siendo que todavía deberían depender de la agricultura. Tal vez su hijo podría ayudarlos en el futuro con sus habilidades, pero eso sería todo. El director lo sabía, y aun así, no podía sentirse decepcionado.

—Hay una cosa más —dijo aclarándose la garganta.

—No me diga—replicó el señor Hua, suspirando.

—Sí, lo lamento, señor. Se trata acerca de qué pasará cuando su hijo crezca.

El hombre entrecerró los ojos. Una mirada nada amistosa por parte de su esposa.

—¿Qué pasará entonces? —dijo ella.

—Bueno, tradicionalmente el Avatar sabe que lo es al cumplir los 16 años. Entonces empezará su entrenamiento para dominar los cuatro elementos. Quería preguntarles si tienen intenciones de enviarlo al exterior para manejar la tierra control o lo mandarán a uno de los profesores de la ciudad.

El señor Hua miró a su esposa. El director al principio creyó que sería para pedirle su opinión, pero a medida que la mujer se expresaba se dio cuenta de que le estaba pidiendo un relevo. No agregaba su parecer; simplemente anunciaba el de ambos.

—Señor, no lo sabemos —dijo lentamente, apretando una de las manos del marido entre las suyas—. Todo esto es demasiado nuevo para nosotros y la idea jamás se nos pasó por la mente. Además, es demasiado pronto para pensar en lo que haremos entonces. ¿Sería posible seguir esta conversación en otro momento, cuando sea realmente necesario?

El director ahora observó al señor Hua con más atención y, para variar, notó lo indignado que estaba por su pregunta. Tal vez sí estaba presionando demasiado por un día. Eran gente de campo, después de todo. Ellos vivían pensando en el día a día, preocupándose en el presente y el futuro a corto plazo. No podía esperar que de un día para el otro cambiaran de forma de ser.

—De acuerdo. ¿Cuándo cree que sería apropiado?

—Cuando Mutu tenga que saberlo a los 16. Entonces se lo diremos.

A una mirada de la mujer, el director supo que era mejor hacerle caso.


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