Prólogo:

Grande es la dicha, grande la esperanza

El bosque estaba en silencio.

Bueno, no podía estar de otra forma, pero —por alguna extraña razón— le molestaba.

Necesitaba un poco de ruido que delatara presencia humana, o al menos algo de sonidos típicos de bosque, pero seguramente la mayoría de los animales estaban dormidos, escondidos en sus madrigueras, o de corrido no estaban.

Ni siquiera un búho. Ni siquiera un maldito búho que hiciera ruido.

Pensó en cantar, pero desechó la idea. No estaba exactamente en el mejor lugar para cantar algo. El malestar en su estómago tampoco se lo permitía.

Tomó su mochila y roció lo último que le quedaba de gasolina sobre unos escombros a medio metro de sus pies. Sacó el encendedor de su bolsillo junto con un cigarrillo, y lo encendió, tratando de ignorar un poco el fuerte olor a combustible que lo rodeaba.

Solo fumó la mitad; las náuseas fueron más fuertes esta vez. Entonces arrojó el cigarrillo lejos, lo más lejos que pudo, y este, al hacer contacto con el suelo, originó una enorme llamarada que en cosa de pocos segundos, inició un brutal incendio.

Se expandió muy rápido, las llamas devoraron todo lo que estaba acumulado en la gigantesca pila de escombros donde ardía, estaba rodeada de tierra árida o rocas para evitar que se propagara al resto del bosque, pero no por eso dejaba de ser impresionante y atemorizante a la vez.

Nezumi miró las llamas con ansiedad, queriendo vomitar allí mismo, pero —extrañas las circunstancias con que actúa la vida— empezó a reírse.

—Oh demonios.

Dio media vuelta mientras su risa moría de inmediato, y se alejó de allí lo más rápido que pudo, apestando a humo y combustible, a tabaco y tierra; a angustia y miedo.

En momentos como ese, vaya que se alegraba de estar solo.