Una noche gris, sin luna ni estrellas, se cernía sobre el reino de Lisieux. El invierno había llegado con fuerza y demasiado pronto. En la capital, la nieve cubría los tejados de las cabañas y castillos, bloqueaba las carreteras y plazas. Todo aquel con suficiente sentido común permanecía bajo techo, todo lo resguardado que pudiera. En un país algo más cálido que sus vecinos, el temporal era visto con malos ojos.
Los soldados de la ciudad y la guardia real, obligados a permanecer a la intemperie, se apelotonaban en los puestos de guardia arrebujados bajo sus capas. Nadie en su sano juicio saldría a cometer un delito en mitad de un temporal.
En el congelado jardín, un viejo roble con las ramas llenas de carámbanos se erigía orgulloso en su desnudez. Casi tan antiguo como los muros que lo rodeaban, era mudo testigo de tiempos y reyes pasados. Fue el único presente cuando, de repente, unas llamas verdinegras derritieron la nieve. El fuego creció hasta hacerse casi tan alto como el viejo árbol, pero pasó inadvertido para los ateridos moradores de la fortaleza. Durante un instante, la noche pareció tornarse más negra, si cabe.
Las llamas dieron paso a una silueta humana cuyas facciones fueron definiéndose poco a poco. La figura era alta, excesivamente delgada y demacrada. Se cubría con un vestido de corte; una elegante prenda de seda, de diferentes tonos verdes y negros, y ribeteada de piel. Enmarcaba su rostro una melena larga y lacia, negra como la noche. La piel verde hubiera resplandecido a la luz de la luna; y su rostro alargado hubiese sido hermoso de no ser por la mueca de hondo desprecio de su boca. Sus ojos eran dos pozos resplandecientes; castaños, pero unas vetas amarillas al modo de venas le conferían un aspecto aterrador y antinatural. Debía rondar quizá la veintena, quizá fuera incluso menor. Sin embargo parecía un ente; etéreo, irreal, sin edad.
Sus ropas raídas susurraban con el viento. La nieve se partía a su lento paso. Se dirigió a una poterna, medio escondida por la nieve, y entró directamente en las entrañas de la fortaleza. Ante ella se abría un largo corredor que, llegado a la mitad, se bifurcaba en dos direcciones. La muchacha se detuvo entonces, oteando ambos sentidos. Los caminos estaban iluminados por hileras de antorchas y velas, aunque nadie parecía tomarse la molestia de pasear por ellos. Estuvo quieta varios minutos. Dudaba.
Al final, optó por torcer a la derecha. El pasillo era largo y ancho, pero a diferencia del otro estaba desprovisto de decoración. Las antorchas estaban untadas de un sebo que producía un olor nauseabundo, y estaban distanciadas todo lo posible unas de otras. Así, el corredor ofrecía varios tramos de oscuridad total. La joven avanzaba por ellos como una tétrica sombra a la luz y como la oscuridad misma en las tinieblas. Caminaba silenciosa como un gato.
Una puerta doble daba por finalizado el corredor. La joven la abrió y se encontró con la cálida luz de los fogones de la cocina. Los hornos siempre prendían, porque al fin y al cabo la actividad de la habitación era continua. Dos pequeños pinches de cocina se encargaban de mantener el fuego encendido a todas horas e incluso tenían montones de paja a modo de camastros. La joven sabía que, por la noche, y hasta que empezase el turno de los panaderos, los chicos echaban los leños más gordos dentro de los hornos y luego dormían a pierna suelta. Tenía razón. Cuando entró, los dos muchachos roncaban agazapados en sus jergones. Haciendo caso omiso de ellos, se dirigió a las enormes mesas, donde siempre había comida; sobras de la cena anterior, pequeños trozos que no llegaban a cocinarse y algo sisado de la despensa, cuya llave pendía del cuello del senescal. Allí, atractivo como un pecado, yacía una cuña de queso partido en cuartos. Nada más verlo, la joven apretó el paso y se lanzó contra él, devorándolo sin ni siquiera volver a partirlo en trozos más pequeños. Cuando no pudo más, agarró una gruesa rebanada de pan manchada de grasa. La desesperación afloraba en sus ojos, y también la humillación. ¿Cuánto hacía que no comía? Durante un momento, su mente había quedado en blanco. Por supuesto que lo recordaba.
Con gesto altivo, dejó la comida mordida de nuevo sobre la mesa y se giró para vigilar a los pinches. Ninguno paraba de roncar. La joven se giró de nuevo buscando la salida. Volvió por donde había venido, con el estómago rugiéndole de nuevo, aunque esta vez era por ardor. Nunca jamás había pasado hambre hasta entonces. Recordaba una vez, cuando alguien le preguntó cómo se sentirían los campesinos al agotarse sus reservas de comida en mitad del invierno. Aquella vez, había frivolizado la respuesta.
Cuando llegó a la bifurcación tomó el camino contrario, que discurría por los corredores destinados a la nobleza. Avanzó pegada a la pared, evitando la luz, porque sabía que la guardia real podría estar al acecho. Subió las escaleras y se introdujo en el ala del castillo exclusiva a la familia real. Buscó su habitación, o la que había sido su habitación hasta hace poco tiempo.
Aunque se dijera que las noticias volaban, no habían sido suficientemente rápidas esta vez. Sus cosas seguían exactamente donde las había dejado. Había libros por todas partes: ordenados en estanterías, amontonados en el suelo y sobre el inmenso escritorio. La joven cerró y echó el pestillo, inquieta. Se dirigió a un armarito donde solía guardar los componentes de alquimia, sacó una barrita de tiza y dibujó un círculo en el suelo. Acto seguido empezó a sacar los libros de los estantes y a apilarlos dentro de él. Cuando terminó, las torres de libros eran casi tan altas como ella y ocupaban casi la totalidad del círculo. Luego arrastró un enorme baúl y se las apañó para meterlo junto a los libros. Dejó los componentes de alquimia en su sitio. Allá donde iba tenía su propio almacén, mucho más grande y completo. Una vez lo tuvo todo, se situó frente a la pila y murmuró unas palabras en un lenguaje desconocido. La pila de trastos empezó a disolverse, al igual que el círculo de tiza. Satisfecha, volvió a murmurar, y ella misma desapareció.
Cuando su visión se aclaró, se vio en mitad de un paraje desolador. Estaba en un castillo prácticamente en ruinas, levantado sobre piedra negra en lo alto de una montaña pelada y llena de precipicios. Acababa de materializarse en lo más alto de una de las pocas torres que seguían en pie. La alcoba era bastante grande, aunque vacía. Una cama apoyada contra una pared, muchas estanterías y un escritorio robado de un monasterio. La joven empezó a colocar los libros y el arcón. Mientras lo hacía, un cuervo aleteó sobre el balcón y se posó en uno de los postes del camastro. La joven guardó dos libros de golpe a la par que miraba al cuervo, que graznaba.
-Fiel Amigo, sé bueno y tráeme al cerdo.
Su voz, ácida en Lisieux, sonó sorprendentemente tierna y dulce. El cuervo volvió a graznar, como asintiendo, y echó a volar. La joven siguió apretujando los libros, hasta que se le acabó el sitio de los estantes, y entonces los amontonó en los rincones. Luego echó un vistazo al baúl; estaba repleto de ropa de todo tipo, pero desafortunadamente para ella se había llevado casi toda su ropa de invierno a Glenhaven. Nunca podría recuperarlo. Así que necesitaría robar o fabricarse ropa de invierno.
"…Pero antes…"
Una criatura subió renqueando la escalera acompañada del cuervo. Era bastante más bajo que la joven, y rechoncho como un lechal. Su rostro porcino estaba surcado por el miedo.
-¿Ama?
La joven, que estaba arrodillada ante el arcón abierto, lo cerró violentamente.
-¿Pork? –siseó sin detenerse a mirar a su subordinado- ¿Dónde está la comida?
El duende bajó la cabeza mientras se frotaba las manos. Las oxidadas piezas de su armadura vibraban con sus temblores.
-En la…en la…la…-le costaba encontrar la palabra, bien porque tuviera la lengua trabada, bien porque, al igual que sus compañeros, la había olvidado-…La…la…en la despensa, Ama.
-¿En la despensa? –Repitió con falsa dulzura- ¿Estás diciendo que la bazofia que tú y tus compadres guardáis en la despensa se llama "comida"?
Susurró unas palabras, y el duende retrocedió al ver las llamas que empezaban a formarse en la palma de su mano. La joven extendió el brazo y la bola de fuego salió disparada en dirección al animal. El cuervo voló a toda prisa y el duende se encogió de miedo mientras chillaba como un gorrino. La bola de fuego pasó rozándole el casco y terminó estrellándose contra la pared.
-Ya os estáis yendo tú y tus compañeros a buscar comida de verdad.
-Sí…comida de verdad…-balbuceó el duende- Para… ¿Para cuánto tiempo, Ama?
-¿Para el resto de mi vida te vale, imbécil?
El duende asintió con la cabeza y salió corriendo escaleras abajo. La muchacha apretó los labios. Era consciente que, de haber querido, podría haber invocado su propia comida, pero no le gustaba hacerlo. Era un hechizo que consumía demasiada energía para tan poca cosa. Y, por supuesto, no volvería a humillarse buscando las sobras en la cocina de unos padres que acababan de repudiarla.
El cuervo se posó en su hombro y ella le acarició las plumas.
-¿Vienes del castillo, Diablo?
El cuervo graznó y meneó la cabeza, como si asintiera. La joven esbozó una sonrisa y fue a sentarse en el camastro. El cuervo se posó junto a ella, distraído mientras que su ama invocaba una especie de pantalla de humo verde. Conforme ella murmuraba, la neblina empezó a formar una imagen. Primero fue una secuencia de borrones indefinidos, pero, cuando ella finalizó el hechizo, era una escena clara. Cuando la joven miró, se encontró en una pequeña capilla, que ella distinguió como la capilla privada de los reyes de Glenhaven. Estaba llena a rebosar de nobles apretujados en los bancos y contra las paredes, junto a los guardias reales. Un arzobispo vestido con toda la pompa y el boato que requería la situación pronunciaba un discurso en latín. Frente a él, una pareja con las manos entrelazadas. Más atrás, la joven distinguió a sus padres sentados en la primera fila.
-Anda que han tardado –masculló, a punto de deshacer la escena. Sin embargo, no pudo terminar, no pudo alzar el brazo para deshacer el hechizo.
El joven no paraba de sonreír estúpidamente a su prometida. Ella también sonreía, pero de forma casi forzada. La joven bruja, al escrutar su rostro, no pudo evitar fruncir el ceño. Cuando el arzobispo los declaró casados y ambos intercambiaron un beso apasionado, la joven deshizo el hechizo con un gesto violento. Como un reflejo de sus sentimientos, el cielo plomizo empezó a descargar una fuerte lluvia.
Para tratar de despejar la mente, encendió varias velas, sacó papel, tinta y plumas, y empezó a escribir. Tras varias horas, solo le quedaba una hoja. Sin saber exactamente por qué, garabateó un nombre en el pergamino.
Maleficent.
Volvió a escribirlo otra vez, junto a su verdadero nombre, el que había llevado toda su vida.
Maleficent, Neriah.
Estuvo bastante rato observando ambas palabras mientras mordisqueaba la punta de la pluma. Finalmente, a la par que recordaba el origen del nombre de Maleficent, acabó por emborronar su nombre de pila. Acto seguido buscó la última página escrita y leyó a toda prisa la última parte. Todavía quedaba algo de espacio al final.
"Neriah (Neri), ha muerto", escribió, "Es hora de que Maleficent se alce".
¡Buenas, gente! Espero que este primer capítulo os haya gustado, o que al menos haya estado entretenido. Si he tardado en escribir una nueva historia, lo lamento. Este nuevo fic es una petición (y lo siento también, porque ya no me acuerdo quién me la pidió). Quería que mostrara qué ocurre durante el lapso de tiempo entre que Malefica "nace", por así decirlo, hasta que tiene lugar la maldición. Procuraré actualizarla lo más pronto que pueda y tardar lo menos posible. Ah, y como siempre los reviews son bienvenidos.
PD: Quizás os estéis preguntando qué me he fumado para escribir el título del fic. El título es un antiguo lema de las legiones romanas que significa, literalmente, "orgullo en la batalla". Creo que hace perfecta referencia al carácter de Mal, además de que se acopla en una época en la que ella está "en guerra" con todo el mundo.
