El extraño llegó al pueblo poco antes del mediodía y no tardó en mezclarse con el resto del gentío que abarrotaba el mercado. Vestía ropas gastadas por el camino y cubiertas de polvo, pero desde la distancia se podía notar que no eran las prendas de un mendigo. El extraño era un viajero, uno de tantos, y así habría sido si Sujin no se hubiera fijado en él.

El primer grupo de niños atravesó el mercado como una exhalación, cinco o seis muchachos que corrían con el corazón en un puño y miraban atrás continuamente.

-Si vamos a la casa del panadero no nos encontrarán. –Dijo uno de ellos, deteniéndose tras un puesto de frutas y asomándose con cautela al camino principal. Varios adultos los miraban con reprobación, pero no les hicieron caso. El que parecía ser el líder de la banda sacudió la cabeza.

-Allí ya nos escondimos ayer. Hay que buscar algo más original. ¿Vamos al lago? En los árboles quizás no nos busquen, y está al lado del pueblo.

Hubo un murmullo entre los niños y finalmente uno tomó la palabra.

-Ye Sik, te seguimos.

Y la banda partió a la aventura, en busca de un refugio que les permitiera esconderse de sus perseguidores. Cada día cambiaban los grupos, y a Ye Sik le gustaba más perseguir que esconderse, pero no pensaba defraudar a sus pequeños secuaces. Enfrentarse a Sujin era un todo un reto y pensaba dar lo mejor de sí.

El resto de niños esperó en la cueva a que un muchacho pecoso acabara de contar hasta cien, quejándose de que siempre le tocaba a él. Sujin, sentada sobre la piedra, lo hizo callar con un gesto.

-Los demás no saben y a mí me aburre contar. –Le dijo, empuñando su espada de juguete con toda la dignidad que podía reunir una niña de ocho años con el pelo azul y los ojos vendados. Le había costado muchas tardes ganarse el respeto de su pequeña banda y las trenzas no ayudaban, pero se negaba a cortarse el pelo y ya había demostrado que podía medirse con cualquiera que se le acercara. ¡Nadie le iba a decir cómo tenía que peinarse!

Cuando el niño pecoso acabó de contar, Sujin se puso en pie y miró a sus "soldados".

-¡Hoy es nuestro día! –Empezó, intentando que su voz sonara dura y valiente. -¡Hoy vamos a derrotar a las tropas del General Ye Sik y hacernos con el territorio que nos pertenece por derecho! ¡Hoy cenaremos como valientes! –Gritó, alzando la espada sobre su cabeza y oyendo a sus muchachos corear sus palabras. Ni Ye Sik era un general ni el pueblo era de su grupo, pero a los chicos les gustaban esos discursos y a ella le gustaba darlos. Cada día cambiaba sus palabras.

Y si la tromba guiada por Ye Sik había causado revuelo en el pueblo, Sujin se ocupó de que los viesen llegar claramente. Atravesaron el pueblo como una tormenta, corriendo tras una niña con dos trenzas azules y ojos dorados que se movía con todo el aplomo que le permitía su tamaño. Corrían gritando, coreando el nombre de su capitana y revolviendo todos los posibles escondrijos para encontrar a sus rivales. Sujin daba órdenes a diestra y siniestra, orgullosa de su posición de poder, y en un día normal no se habría detenido ante nada.

Pero esa mañana, cuando vio al extranjero, supo de algún modo que tenía que pararse. Él también lo sabía, porque se arrodilló y esbozó una sonrisa de oreja a oreja antes de acariciarle la cabeza. Los muchachos se quedaron anonadados, especialmente cuando Sujin se dejó. La expresión de ultraje que se reflejó en su rostro habría hecho retroceder a muchos hombres, pero el extranjero se limitó a seguir sonriendo y a tenderle la mano. Ella, de morros, lo miró fijamente.

-¿Quién eres? –Le preguntó, señalando su melena rubia y clavando en él unos ojos dorados que distaban aún de ser peligrosos. El viajero soltó una risa amable.

-Zeno es solo un sacerdote viajero. ¿Estás siguiendo a otros niños?

Sujin asintió. –Pero no me digas donde están, que no tiene gracia.

El extranjero no perdió su sonrisa bonachona. –Pues Zeno te desea buena suerte.

Y con eso, siguió su camino. No era habitual que los dragones fuesen mujeres, pero algo le decía que Seiryuu no había perdido su fuego.