"¿Cuál es mi razón para estar vivo? ¿Cuál es mi razón para no estar muerto?"

El fin

La roca.

Fue donde los vientos y la lluvia reinaban, donde la niebla devoraba todo lo que se encontrara en su camino. Fue en ese lugar al que algunos llamaban el fin del mundo; perdido en su soledad, en su frío, en su desolación eterna. Allí, allí donde se decía que la vida no cabía.

Las nubes negras habían borrado cualquier rastro de un sol que, en ocasiones, se atrevía a asomar la vista al mundo que se extendía abajo. Las montañas se mostraban como enormes emperadores de un valle hostil y los árboles, supervivientes de aires tan crueles como miles de navajas, alzaban sus brazos al cielo, presentando sus hojas como ofrenda, buscando el amparo de alguien que respondiera por su suplicio.

Es que en este lugar tan inhóspito prácticamente no se podía vivir. El lodo absorbía lo que lo tocara, la lluvia torrencial no daba tregua, el frío congelaba los huesos. Las razones de su nombre no sólo hacían referencia a su lugar geográfico, sino que, estando allí, de inmediato se pensaba en que, en el horizonte, no había más esperanza. El hielo no daría calor en el corazón de nadie. Era el fin del mundo, el fin de la Tierra como planeta y también, el fin de una vida, de un espíritu quebrantado.

"Cuando llegué a este lugar, pensé de inmediato que había encontrado el único sitio en donde podía caber. Creí eso simplemente por el hecho de que aquí, imaginé, no había ni un alma desventurada que tuviera que soportar el peso de la mía."

El terreno estaba húmedo y musgoso, los helechos crecían como gigantes, cubriendo el cielo en caso de necesitar un último aliento. Los troncos de los árboles, curvados lastimeramente a pesar de apuntar sus ramas hacia arriba, se veían secos y viejos. El viento parecía ser un lamento eterno de almas perdidas.

A pesar de ser de día, todo se veía oscuro y tenebroso. Entre el follaje, las gotas caían a pequeños ríos que se deslizaban como serpientes para desaparecer en los rincones que sólo ellos conocían.

"Al abandonar las ciudades y el mundo civilizado y llegar a este lugar, sentí una conexión única con estos parajes. Conociéndolo, entendí que su desolación, su soledad, la inexistencia de vida sólo emulaban como una burla mis propios sentimientos."

Caminó lentamente en un sendero imaginario. Era como si las ramas, helechos, musgos y lianas se hubiesen sorprendido tanto con la visita, que automáticamente se alejaron del demente que se atrevió a pisar esas tierras.

"No tardé en darme cuenta de que, debido a mi eterno viaje, llegué a uno de los confines del mundo. Aterricé en el lugar en donde el globo terráqueo casi termina, antes, obviamente, de encontrar el hielo de los polos."

Sus huellas pronto se llenaban del agua que no cesaba su caer.

Miró al hacia arriba y cerró los ojos, luego se quitó su "paraguas" y dejó que toda la lluvia se deslizara por su piel hasta terminar en el suelo. Es que algo en el lugar le inspiraba cierto respeto. Existía una fuerza mayor, un sentimiento que lo hizo sentir pequeño, como un humilde granjero frente al más grande de los reyes.

Tal vez era el poder de la vida y la muerte mezclados en un sólo lugar, tal vez era el hecho de no sentirse digno de permanecer en presencia de la energía pura de la naturaleza. Tal vez… tal vez fueron muchas cosas.

Hace sólo día y medio que había arribado. Recorría pastizales lejanos, en donde las últimas casas quedaron en el olvido. El océano entonces se le presentó como una fiera indómita, abrazando con sus olas cualquier cosa que se atreviera a acercársele. Allí, en esa fría playa, fue cuando el viento de algún lejano paisaje lo invitó a seguirlo.

En donde se encontraba, el final de un continente lleno de contrastes, un país conocido por su diversidad y sus parajes tan desiguales, desde ahí, observó la irregular línea del horizonte que, tercamente, le decía que había algo más allá, algo que tal vez pudiera interesarle.

Sus brisas se lo decían, porque ya hacia suficiente frío como para dar media vuelta y regresar con sensatez al norte, en donde, al menos, los pájaros cantaban y el sol entibiaba la piel. Y sin embargo, ahí se quedó, mirando el mar y escuchando el viento. Era una tentación, un deseo nacido de la desesperanza. El anhelo del fin.

Caminó errante por la costa, sin saber qué hacer y sin tener una razón para no hacerlo.

Hasta que, al fin, y sin tener más que perder que la propia vida, se aventuró a la huracanada voz y se atrevió a llegar a tierras más allá del raciocinio de aquellos que todavía tenían algo que perder.

Y allí estaba ahora, en una isla enorme perdida en la tormenta eterna, tormenta que, pensaba él, sólo era un intento físico de imitar su propia frustración interna.

La lluvia seguía cayendo sobre su rostro, se deslizaba por su cuello, su pecho, sus brazos, sus piernas y su cola.

Se sentía nada, se sentía la miseria encarnada. No pudo caber en un mundo para el que no fue hecho. No pudo entrar en un contexto sólo por no creer que era digno de tan beneficio. Era un exiliado eterno, nacido para ser algo y jamás alguien, nacido para escuchar y obedecer, pero sin tener la posibilidad de ser oído ni pedir ayuda.

Nacido para ser nadie.

La vida se lo decía todos los días y a cada momento y él se repetía el mensaje a pesar de que no iba a olvidarlo.

"Sólo estoy aquí por la ambición de alguien. Mi vida sólo representa el miedo y la vergüenza de lo que siento. No debo estar aquí, no tengo razón ni propósito para alzar la vista al cielo y pedir…pedir misericordia."

Respiró profundo, congelándose por dentro y por fuera. El viento lo rodeaba, acariciando su cuerpo con violencia, como si lo hiciera con miles de pequeños cuchillos que no cortaban su piel.

"Una lástima."

Hace ya demasiado tiempo que se sentía así. Tan solo, tan perdido, tan abandonado de todo a pesar de que su alma, todos los días pedía eso que no podía recibir por el hecho de ser quien era.

Despertar al atardecer y caminar en la noche. Robar y huir para alimentarse, vivir en el manto de la oscuridad, ocultando su rostro de cualquier curioso, siendo la encarnación de la vergüenza pura.

Fue en ese entonces cuando se dio cuenta de que su vida, sin su verdadero propósito impuesto hace años, no tenía sentido. Había nacido por una razón y la rechazó y, ahora, se percataba de que no tenía más opciones.

En ocasiones se arrepentía de su rebeldía y de haber dicho "No". En ocasiones quería regresar y comenzar otra vez, humillado y miserable, para ser el "algo" para lo que nació.

Pero no podía, no quería y, lentamente, una extraña sensación, una tentación, comenzó a hacer cosquillas en su cuerpo con cada vez más frecuencia. Era una idea radical, un anhelo de paz, la última esperanza para callar un corazón demasiado torturado por una mente quebrantada.

Caminó entre el verdor de un mundo cruel, cuando, frente a él, se presentó un claro. Avanzó para conocer ese lugar en donde, mágicamente, la lluvia pareció calmarse y el brillo de algún lugar caía a la tierra.

Efectivamente era un claro, no crecían plantas en su suelo y la luz que hacía presencia se veía tan irreal, que hasta sintió cierta picazón en su cuerpo al permanecer ahí, mas, considerando su estado mental y emocional ¿Por qué habría de temer? Su corazón y su espíritu débil y marchito no iban a oponer resistencia a algún peligro, ya que, de recibir algún ataque, simplemente sentiría que su deseo inconsciente fue escuchado.

No lo había querido admitir nunca, no quiso pronunciarlo, no deseó pensar en la palabra, pero sabía que la única manera de acabar con el sufrimiento que arrastraba durante tanto tiempo, la única posibilidad que parecía ser efectiva era, y no lo verbalizó, el abandonar este mundo. Era la muerte la idea que lo molestaba a diario, era el no despertar jamás, era el perderse en la nada que representaba no volver a abrir los ojos y ver el cielo.

Era el no poder sentir.

Miró a su alrededor, imaginando que profanaba algún sitio sagrado.

El lugar se veía tranquilo, hasta la lluvia y el viento parecían respetarlo, cesando sus actividades cuando se le acercaban. La niebla se mantenía en una circunferencia, alejada del centro, como si temiera a alguna fuerza sobrenatural.

¿Qué era ese lugar? ¿Qué había allí?

Continuó observando los árboles que mantenían la distancia del centro, las ramas temerosas, la luz anormal.

Entonces, volteándose, fue cuando la vio. Vio, frente a él un risco, una pared de piedra, desde cuya cima, una gran roca puntiaguda emergía como si fuera la proa de un gran barco. Abajo, el musgo comenzaba su ascenso, mas se detenía conforme se acercaba a la corona del muro.

Sin estar seguro del porqué, de inmediato se sintió atraído por la formación geológica. Había algo que, además de la extraña luz, iluminaba el lugar hasta hacerlo irresistible.

"Lo miré y, por increíble que parezca, "algo" estaba mirándome también. Nuestra atracción entonces me molestó, sentía que necesitaba concretar algo en el lugar. Estaba invitándome, lo sé, me tentaba y yo quería caer con él."

Caminó con pasos torpes hacia la pared, mirando hacia arriba, hacia la roca puntiaguda que se tornaba algo más que eso, cuando, sin previo aviso, casi tropieza. Vio hacia abajo y encontró varias lianas tendidas en el suelo que se enredaron en sus pies y casi lo hacen terminar de bruces en el piso.

Fue muy extraño, porque estaba seguro de que no estaban antes allí. La tierra se encontraba vacía cuando llegó al claro. No había ramas, ni rocas, ni, por supuesto, lianas.

Se agachó un poco, las tomó y luego vio hacia arriba y, al hacerlo…

"Fue entonces cuando entendí el mensaje, cuando me di cuenta de porqué la vida de este lugar parecía rehuirlo. Era la muerte, ella estaba aquí…esperándome. Me invitaba a unírsele, a callar mi lamento para siempre, a permitirme por fin la paz."

La muerte. Por fin asumía que estaba, él también, esperándola. Claro, la roca sobresaliente, las lianas que ahora sostenía, su desamparo espiritual, su deseo jamás satisfecho de encontrar a alguien más.

Suspiró y su corazón se oprimió, tanto, que un nudo de inmediato le apretó la garganta. Porque habían sido demasiados años y lo sabía, demasiada envidia. El deseo no cumplido de pertenecer y ser "alguien" luego de ser "algo". La vida de la que no podía gozar. ¿Por qué, se preguntaba, por qué debía de tener uso de razón? ¿Por qué sentía que podía querer pero jamás ser querido? ¿Por qué la vida se burlaba de él así? ¿Cuántas veces fue testigo del amor de otros seres? ¿Cuántas veces él también quiso pertenecer a ese círculo?

"¿Por qué…?" Dijo a nadie. "¿Por qué tiene que ser así? ¿Por qué me dieron un corazón? ¿Por qué…Dios…por qué?"

Y abandonó el suelo, con las lianas en la mano. Las amarró con fuerza a la roca, perdido en un trance que sólo podía deberse a la desesperanza absoluta de encontrar una razón para estar vivo.

No existía, lo sabía, no había un propósito, por pequeño que fuese. Algo, lo que fuera, un hecho que le permitiera al menos sonreír. Pero no lograba dar con él.

Las lianas entonces quedaron atadas a la roca, formando, en el extremo que colgaba, la figura que sólo representaba la cobardía de la que era capaz un alma destruida.

Miró el nudo, miró la roca y el lugar. Sus manos temblaron al mantenerse quieto frente a la pared que, tal vez, se convertiría en su última morada.

Temblaba, mas no por el implacable frío. No, lo hacía porque el dolor de su alma era demasiado grande para su cuerpo. Ya no podía soportarlo más. Era un monstruo, un fenómeno, una cosa anormal, un paria nacido para ser sólo eso. Pensaba en su pasado, en las cosas que vivió, en las miradas inquisidoras, en los susurros que se preguntaban sobre la criatura que tenían al frente. ¿Es que acaso el hecho de no conocer algo les daba el derecho de juzgarlo de esa manera?

Y sin embargo se acostumbró a eso, a pesar de no quererlo. Sabía que lo mirarían así, sabía que lo repelerían, que le darían la espalda o lo atacarían con sus armas físicas y no físicas. Porque las palabras y las miradas también podían herir. Tal vez más que la más poderosa de las dagas clavadas en el corazón.

El mundo lo relegó a pesar de que no quería, a pesar de que, en ocasiones, ansiaba poder contar con alguien, sentarse a su lado y hablarle, saludarlo y comentar sobre el clima. Lo que fuese.

Pero eso no ocurría, estaba solo, perdido, convirtiéndose en la encarnación del miedo. Todos lo rechazaban y él se transformaba de una criatura que creyó ser superior, a un pobre diablo que huía de la sociedad y se ocultaba en lo profundo de su cueva para no ver sus ojos.

Ya no lo soportaba más, quería terminar con eso para siempre.

A nadie iba a importarle, nadie iba a extrañarlo. El mundo, su mundo, estaría mejor sin su presencia.

Miró hacia arriba, al cielo desde donde parecía venir la luz que iluminaba el claro y otra vez pregunto por qué.

"¿Es que no tengo derecho a pedir un poco de compasión? ¿Por qué no puedo recibir misericordia? ¿Por qué debo hacer esto?"

La lluvia seguía cayendo, más la respuesta a esas interrogantes no venía con ella.

"Por favor... por favor"

Y soltó la liana para caer de rodillas al suelo. Sus manos se aferraron al lodo y su cabeza casi toca el suelo también.

Su alma pesaba demasiado y, lo peor de todo, es que sí, tenía una, no era un envase vacío. Tenía corazón, tenía espíritu y, sin embargo, eso no parecía importar.

Ahora estaba en el suelo, con la cabeza gacha sin atreverse a ver al cielo, sin querer seguir respirando. Había pedido compasión innumerables veces y jamás la recibió. Nunca pudo encontrar paz, no supo lo que era el amor, no conoció la alegría de estar vivo.

Durante años alzo la vista al cielo, sabiendo que no era digno de hacerlo y rogó por misericordia. Pasaba días y noches susurrando por piedad, miraba con dolor a los demás y se veía al espejo, tan único y tan solo, tan desplazado, tan monstruo. No tenía derecho a pedir nada, no era digno. Su cuerpo y su alma eran la corrupción encarnadas, era el hijo de los que quisieron ser Dios, a pesar de que no podían, de que no debían, de que el derecho a dar vida sólo correspondía a un ser más allá de su comprensión. Y fue él también quien siguió ese ejemplo.

Sabía que como producto de ese pecado, no tenía derecho al amor puro, a la compasión y a la felicidad.

Y sin embargo, día a día, lo pedía a gritos.

Con la cabeza casi en el lodo, tal vez por única vez en su vida, no lo soportó más y lloró.

Y el viento pareció cesar su marcha y la lluvia se calmó sólo para que el fin del mundo pudiese escuchar el llanto, el lamento de la criatura que venía, precisamente a eso, a buscar el fin

…..