SUEÑO ETERNO
Por M. Mayor

Somos del mismo material del que se tejen los sueños,
nuestra pequeña vida está rodeada de sueño.
William Shakespeare.

1
La marca tenebrosa

El viento parecía predecirlo todo. Era una noche sin estrellas, el silencio reinaba en el callejón oscuro, escondido entre paredes densas. Dos siluetas se abrían paso en la penumbra y el golpeteo hueco de sus pasos levantaba el fango.

De noche, todos los gatos son pardos. La idea rondaba por sus cabezas mientras caminaban sobre el adoquín.

–Es por aquí –dijo uno de ellos, con la voz pasiva de un hombre aún muy joven.

Su acompañante respondió. Siguió caminando, como si flotara. Su silueta encabezaba la marcha. El muchacho le seguía, como un perro faldero. Caminaron a través del callejón, entre charcos de lodo y tuberías rotas. Algunos barriles de alcohol estaban tirados a mitad de la calle.

–Hemos llegado –dijo el muchacho, deteniéndose–. Tenemos que atravesar el muro.

–No será difícil –respondió finalmente su acompañante, con una voz sutil, una voz de mujer, suave y a la vez profunda.

La mujer sacó la mano de la túnica, apuntó contra la pared que tenían enfrente, con una delgada varita de roble y musitó unas palabras. El muchacho aguardó un momento. El muro vibró precipitadamente. Algunos bloques cayeron, abrieron un gran hoyo perfecto para que una persona pudiese pasar. Lo hizo primero la chica y detrás de ella el muchacho.

–Fue muy sencillo –sonrió él.

Una vez que atravesaron el muro, se encontraron en la acera de una calle poco iluminada. Había mesas y sillas alrededor.

–Vamos –dijo entusiasmado el chico.

Ella no se movió. Observó todo alrededor: respiró un aire muy familiar, se cubrió aún más la cabeza con la capucha de la túnica. Su corazón le jugaba una trampa, haciéndole traer a su memoria algunas cosas, pero su mente se detuvo violentamente, diciéndole que debía evitarlo.

–El callejón Diagon –dijo ella, casi en un murmuro.

–Estamos ya cerca –siguió el chico.

–Tráelo aquí –dijo la chica–, será un buen espectáculo.


La mano de Dumbledore escribía, con caligrafía perfecta, sobre un pergamino. Sus ojos resplandecientes, debajo de unos lentes en forma de media luna, se concentraban en la redacción. La barba plateada caía suavemente sobre la superficie de cedro del escritorio. Sus palabras eran claras, y el rasgueo de la pluma era interrumpido sólo por el sonido agudo del tintero.

El chirrido de la puerta lo sacó de sus pensamientos.

–¿Albus?

–Sí, Minerva, adelante.

–Aquí está el informe del ministerio y las órdenes de captura.

–¿Qué te ha parecido?

–¿No quisieras verlo tú mismo?

–Me gustaría saber qué piensas.

–Albus, tienes que verlo –dijo con la voz áspera.


En medio del callejón Diagon, estaba un hombre, amordazado y atado de pies a cabeza, lacerado por todo el cuerpo. Con la mirada desorbitada, casi no lograba respirar.

–Así tendrá que quedarse un rato más –dijo el chico, se había deshecho de la túnica. Era alto, muy joven, de pelo rubio cenizo y apuesto–. ¿Mucho dolor? Después desaparecerá. Y sus recuerdos también.

El chico apuntó a la cabeza del hombre tendido en el suelo, musitó una frase y el hombre quedó desmayado.

–Listo. Ya no sabrá nada –giró hacia donde estaba la chica, detrás de él, cruzada de brazos mirando el cielo.

–¿Cuánto tiempo tenemos? –preguntó ella, aún con la capucha puesta.

–Nos sobraron varios minutos.

–Bien, quiero dar una vuelta a esto.

–¿Qué? –preguntó él, nervioso–. No podemos.

–Claro que podemos –sonrió ella abiertamente, se desabrochó la túnica y se la quitó, llevaba un conjunto negro que ceñía su esbelta figura.

Era una mujer alta, delgada, con el rostro blanco y labios rosados; ojos profundos y verdes, bien sabido que eran unos verde aceituna, que parecían adivinarlo todo. El pelo rizado y castaño le caía hasta la mitad de la espalda.

Caminó tranquilamente por la calle oscura. Pasó al lado del cuerpo del hombre amordazado, sin prestarle atención. Se dirigió a un poste, donde estaba un cartel expuesto. El chico se aproximó a ella, muy nervioso.

–Tenemos que irnos ya –le dijo, suplicante.

–Espera –replicó ella, con la mirada fija al poste–. Eres tú.

El chico miró el cartel, donde aparecía su joven rostro, sonriente, encima de una escoba de quidditch.

–"Bartemius Crouch Jr. Ex jugador de quidditch profesional. 18 años de edad. Mortífago activo y altamente peligroso. 5, 000 galeones por su captura" –leyó ella, detenidamente–. Vamos, no te preocupes, 5, 000 galeones no están nada mal. Tal vez en un par de días pidan más.

–Vámonos ya –dijo el chico perturbado.

–Todavía no –dijo ella, señalando un poste continuo–. No has visto éste.

–Ya no hay tiempo –rogó él.

–No, no, no quiero irme sin verlo –dijo ella, divertida–. Escucha, tengo un precio muy alto.

–Hagamos el trabajo y vámonos.

El chico lanzó un hechizo rápidamente al hombre inconsciente, éste se sacudió en el suelo, como un pez fuera del agua. El hechizo no había sido lo suficientemente potente. La chica se acercó y lanzó una poderosa luz roja al hombre.

–No lo hiciste bien –dijo ella–. Por eso sólo piden 5,000 galeones.

–Con eso es suficiente –dijo el chico, con el ánimo mosqueado.

–Tienes mucho que aprender, Crouch –sonrió ella maliciosamente y le mostró uno de esos carteles que había despegado, lo puso en el pecho del hombre herido y leyó–: "Mortífaga activa. 20 años de edad. Experta en Artes Oscuras y prohibidas. 10, 500 galeones por la captura inmediata de Dian Roosevelt".

El chico guardó la varita, nervioso. Ella, miró al cielo y apuntó con la suya.

–¡MORSMORDRE!

Y el espectro verde de una calavera gigante apareció en el cielo, con una serpiente saliendo de la boca, dando vueltas sobre el cráneo. Era la marca de los mortífagos, la marca tenebrosa.