Los personajes de Candy Candy no me perteneces son creación de Kyoko Mizuki y Yumico Iragaschi.

la historia no me pertenece le pertenece al autor Reid Michelle.

Nota: Hola chicas mientras este de viaje le traere esta adaptación, como no ve no puedo tener acceso a mis borradores porque toda esta en mi pc pero mientras termine esta feliz epoca del año la recompensare con este libro que lei y me gusto.


Argumento

Candy y Terry tenían tres hijos y formaban un sólido matrimonio, o al menos eso era lo que Candy pensaba, Pero su feliz existencia se hizo añicos cuando supo que Terry tenía una aventura, Entonces se dio cuenta de que, a lo largo de los años, sus vidas se habían separado cada vez más, Quería salvar su matrimonio, pero tal vez fuera ya demasiado tarde, Si Terry había llevado su infidelidad hasta sus últimas consecuencias, ¿podría perdonarlo alguna vez?

Capitulo 1

El teléfono empezó a sonar cuando Candy, después de dejar a los mellizos acostados, bajaba las escaleras. Maldijo entre dientes, se colocó sobre la cadera al pequeño Michael y bajó apresuradamente los últimos escalones para descolgar el teléfono del recibidor. Se detuvo paralizada al verse reflejada en el espejo que había sobre la mesita del teléfono. «¡Dios mío, estás hecha un desastre!», se dijo con desconsuelo. El pelo, de un rubio pálido y recogido en un moño medio despeinado, estaba húmedo y le caía sobre la frente. Tenía las mejillas coloradas y la camisa azul claro mojada en varios sitios, allí donde sus tres hijos, a los que acababa de bañar, la habían salpicado. Michael empeoraba el aspecto de su madre todavía más tirando de los botones de su camisa, esforzándose por descubrir uno de sus pechos. Si ya normalmente era un niño inquieto, en aquellos momentos estaba, además, cansado e impaciente.

-No -le dijo Candy con dulzura pero con firmeza, quitándole la mano de la camisa- Espera. Besó su cabecita y descolgó el teléfono, sin dejar de fruncir el ceño ante lo que veía en el espejo; -¿Diga? -dijo distraídamente, sin darse cuenta de la pequeña pausa que hizo la otra persona antes de responder.

-¿Candy? Soy Eliza.

-¡Hola, Eliza!

Candy hizo un gesto de sorpresa y se relajó al escuchar a su amiga, y, al hacerla, se dio cuenta de que, hasta ese momento, había estado muy tensa, lo que hizo que volviera a ponerse tensa de nuevo. Estaba perpleja, últimamente, se había sorprendido muy tensa demasiadas veces.

-¡Michael, por favor! ¡Espera!

El niño gruñó y ella, en broma, le devolvió otro gruñido. En sus ojos verdes se reflejaba todo el amor y la alegría que sentía por su hijo. Era el más exigente de sus hijos y el de peor carácter, pero lo quería tanto como a los gemelos. ¿Cómo no iba a quererlo si tenía los mismos ojos azules de su padre?

-¿Todavía no has acostado a esos mocosos? -dijo Eliza con un suspiro.

No se molestaba en ocultar que, para ella, los niños eran un incordio. Aunque era el modelo de mujer triunfadora, no tenía tiempo para los niños. Era alta y pelirroja, y su vida transcurría en un nivel muy diferente al de Candy. Eliza era la sofisticada mujer de mundo, mientras que Candy era la abnegada ama de casa y madre de familia.

Pero era la mejor amiga de Candy. En realidad, era la única amiga que Candy había conservado desde los tiempos del instituto. La única que vivía en Londres, como Terry y ella. Las demás, por lo que ella sabía, seguían viviendo en América.

-Dos ya están en la cama y uno está a punto -dijo Candy-. Michael tiene hambre y está impaciente.

-¿Y Terry? ¿Todavía no ha llegado?

Candy detectó el tono de desaprobación de su amiga y sonrió. A Eliza no le gustaba Terry. Saltaban chispas entre ellos cada vez que se veían

-No –respondió Candy, y añadió con cierta tristeza-: así que puedes meterte con él cuanto quieras, que no te va a oír.

En realidad, era una vieja broma entre las dos amigas.

Candy nunca se había molestado porque Eliza le manifestara su opinión acerca de Terry. Siempre había permitido que le dijera a ella lo que no se atrevía a decirle a Terry a la cara. Pero, aquella vez, un extraño silencio siguió su comentario.

-¿Ocurre algo? -'le preguntó a Eliza.

-Maldita sea -dijo Eliza entre dientes- Sí, la verdad es que sí. Escúchame, Candy. No me siento muy mal por hacer esto, pero tienes derecho a ...

Justo en aquel momento, un diablillo en pijama apareció en lo alto de la escalera y la bajó a toda velocidad, convertido en piloto de caza y disparando la ametralladora de su avión.

-Necesitamos agua -informó el piloto a su madre, desapareciendo por el pasillo en dirección a la cocina.

-Mira ... -dijo Eliza con impaciencia-, ya veo que estás ocupada. Te llamo después ... o mañana. Yo ...

-¡No! -intervino Candy de repente- ¡No cuelgues! Estaba distraída, pero no tanto como para no darse cuenta de que lo que Eliza quería decirle era importante. -Espera un momento que voy a ocuparme de estos mocitos. Dejó el auricular sobre la mesa y fue a buscar a su hijo mayor.

Candy no era alta, pero era esbelta y tenía una bonita figura. Sorprendentemente bonita, teniendo en cuenta que había dado a luz a tres niños. Sin embargo, no era del todo extraño porque, siempre que encontraba tiempo, acudía al gimnasio local, donde nadaba, hacía aerobic y jugaba al bádminton.

-¡Te pillé con las manos en la masa! dijo sorprendiendo a su hijo con la mano en la lata de las galletas. Lo miró con severidad y el niño se puso colorado- Está bien, pero llévale una a Kate. Y no quiero ver ni una miga en la cama -dijo viéndolo salir corriendo, con una sonrisa triunfal, por si su madre cambiaba de opinión.

-¡A que estás casada con un sinvergüenza! -exclamó Eliza-. ¡Maldita sea, Candy, te está tomando el pelo! ¡No está trabajando, está saliendo con otra mujer! Aquellas palabras golpearon a Candy como un látigo.

-¿Qué? ¿Esta noche? -se oyó decir, sintiéndose como una estúpida.

-No, no esta noche en particular -respondió Candy con pesar- Algunas noches, no sé si muchas o pocas. Lo único que sé es que tiene una aventura. ¡Y todo Londres lo sabe menos tú! Se hizo el silencio. A Candy se le heló el aire en los pulmones, fue como si le clavaran alfileres en el pecho.

-Perdóname Candy... -dijo Eliza con voz grave, tratando de hablar con suavidad- No creas que me gusta esto, no importa que ...

Candy iba a decir qué poco le gustaba Terry y cuánto le gustaría vedo caer, pero se contuvo. No era ningún secreto que no se gustaban mutuamente, y que sólo se soportaban por Candy.

- Y no creas que te digo esto sin estar segura -añadió-. Los han visto en varios lugares. En algún restaurante... ya sabes, demasiada intimidad para que se tratara de una reunión de negocios. Pero lo peor es que los he visto con mis propios ojos. Mi último novio vive en el mismo bloque que Susana, los he visto salir y entrar muchas veces...

Candy había dejado de escuchar. No dejaba de recordar ciertas cosas, indicios que convertían lo que Eliza decía en algo demasiado probable para que pudiera tomárselo como si fuera una simple habladuría. Detalles en los que debía haber reparado hacía semanas. Pero había estado demasiado ocupada, demasiado absorta en sus propios asuntos para darse cuenta. Nunca había desconfiado del hombre cuyo amor por ella y por sus hijos no había puesto en duda jamás. En aquellos momentos, se daba cuenta de muchas cosas. El frecuente mal humor de Terry, su irritación con ella y con los niños, las numerosas veces que se había quedado en su estudio en lugar de subir a acostarse con ella.

Se estremeció de la cabeza a los pies. Cerró los ojos y recordó que, otras veces anteriores, Tery había querido hacer el amor y ella le había respondido que estaba demasiado cansada. Pero ella creía que habían solucionado aquel problema. Pensaba que, desde hacía un par de semanas, desde que Michael dormía sin despertarse en toda la noche y ella estaba más descansada, todo había vuelto a la normalidad. Sólo habían pasado unas noches desde que hicieran el amor con tanta ternura que Terry se había estremecido entre sus brazos al despertar.

¡Dios... !

-Candy...

¡No! ¡Ya no podía seguir escuchando a su amiga!

-Tengo que colgar -dijo con voz grave-, tengo que dar de comer a Michael.

En aquel momento, recordó algo mucho más doloroso que el mal humor de Terry. Recordó el delicado aroma de un caro perfume de mujer que una mañana descubrió en una de las camisas de su marido al recogerla para echarla a la lavadora. Estaba impregnado en el algodón de la camisa. En el cuello, en los hombros, en la pechera. El mismo delicado aroma que Candy había detectado sin reconocerlo desde hacía algunas noches, cada vez que su marido volvía a casa tarde y la saludaba con un beso. En su mejilla, en el cuello, en el pelo...

¡Qué estúpida había sido!

-No, Candy, por favor, espera...

Colgó bruscamente y el auricular se le cayó de las manos, golpeó sonoramente sobre sus piernas y sobre el suelo y quedó a los pies de la' escalera. Imaginaba a Terry. Lo imaginaba con otra mujer, teniendo una aventura, haciendo el amor, ahogándose en suspiros... Le dieron náuseas y se cubrió la boca con una mano, apretando el puño contra sus fríos y temblorosos labios. El teléfono sonó otra vez. Un llanto cansado que provenía de la cocina se mezcló con el sonido del teléfono. Se puso de pie. Poseída de una extraña calma, levantó el auricular y lo volvió a colgar. Luego, con la misma calma, que no era más que una manifestación del profundo choque que acababa de sufrir, lo agarró, lo dejó descolgado y se dirigió a la cocina.

Nada más terminar su cena, Michael se durmió. Se tumbó boca abajo, hecho un ovillo, abrazado a un osito de peluche. Candy se quedó mirándolo un buen rato, aunque sin verlo realmente, sin ver nada en absoluto. Se le había quedado la mente en blanco.

Echó un vistazo a las habitaciones de los mellizos. Sammy estaba dormido, con las sábanas arrugadas a los pies de la cama, como siempre, y los brazos cruzados sobre la almohada. Se acercó, le dio un beso y lo tapó. De sus hijos, Sam era el que más se parecía a su padre, moreno y con una barbilla prominente, señal de su carácter decidido, como el de su padre. Era alto y fuerte, igual que Terry a la misma edad, tal y como había visto fotos del álbum de su suegra. Luego, fue a ver a su hija. Kate era muy diferente a su hermano mellizo. Al entrar por la mañana en su habitación, se la encontraba siempre en la misma posición en que se había dormido. Kate tenía el pelo sedoso y rubio, esparcido sobre la almohada. Era el ojito derecho de Terry, que no ocultaba su adoración por su princesa de ojos azules. Y la pequeña lo sabía y explotaba la situación al máximo. ¿Cómo podía Daniel hacer algo que le pudiera doler a su hija? ¿Cómo podía hacer algo que pudiera rebajarlo a ojos de su hijo mayor? ¿Podía ponerlo todo en peligro sólo por el sexo? ¿Sexo? Le dieron escalofríos. Tal vez era algo más que sexo, tal vez era amor, un amor verdadero. La clase de amor por la que un hombre lo traiciona todo. Pero, tal vez, fuera todo mentira. Una mentira sucia y estúpida, y ella estaba cometiendo con él la mayor de las indignidades con tan sólo suponerlo capaz de algo así. Pero recordó el perfume, y las muchas noches que había pasado fuera, echándole las culpas al contrato de Harvey's.

¡Maldito contrato!

Se tambaleó y salió de la habitación de Kate para dirigirse a su cuarto, donde, la semana anterior, se habían encontrado de nuevo y habían hecho el amor de una manera muy tierna por primera vez en muchos meses. La semana anterior. ¿Qué había pasado la semana anterior para que él volviera a ella de nuevo? Que ella había hecho un esfuerzo, eso es lo que había ocurrido. Ella había estado muy preocupada por cómo iba su matrimonio y había hecho un esfuerzo. Había dejado a los niños con su madre y había cocinado el plato favorito de Terry. Se había puesto un vestido de seda negro y habían cenado con velas.

Sin embargo, recordó la tensión del rostro de Terry al estar desnudos en la cama, una tensión que él achacaba a menudo al estrés, y sintió un escalofrío. Cerró la puerta y se dirigió al cuarto de estar. Se daba cuenta de muchas cosas, cosas que en su estúpida ceguera no había visto hasta entonces. La fuerza con que la había agarrado por los hombros, en un intento desesperado, pero evidente de guardar distancias. La triste mirada de sus ojos azules mientras observaba su boca. El suspiro con que había recibido su confesión: «Te quiero, Terry», le había dicho, «siento mucho que haya sido muy difícil vivir conmigo».

Terry había cerrado los ojos y. tragado saliva, frunciendo los labios y apretando los puños sobre sus hombros hasta que ella sintió dolor. Luego, la había estrechado entre sus brazos y había hundido el rostro en su cuello, pero no había dicho una palabra, ni una sola palabra; Ni una disculpa, ni una declaración de amor, nada.

Pero habían hecho el amor con mucha ternura, recordaba con un dolor que recorría todo su ser. Fuera cual fuese su relación con la otra mujer, todavía lo deseaba con pasión, con una pasión que no podría sentir por ningún otro hombre.

¿O tal vez sí? ¿Qué sabía ella de los hombres? Había conocido a Terry con diecisiete años. Había sido su primer amante, su único amante. Ella no sabía nada de los hombres. Y, por lo visto, nada de su marido.

Vio su rostro reflejado en el espejo que había sobre la chimenea de mármol y lo miró fijamente. Estaba pálida y tenía un rictus de tensión en los labios, pero, por lo demás, su aspecto era el normal. Ni sangre ni cicatrices. La misma Candice Grandchester. de siempre. Veinticuatro años, madre y esposa, por ese orden. Sonrió amargamente. Aquella era una verdad a la que nunca se había atrevido a enfrentarse.

«Lo querías», se dijo, «y lo conseguiste, en el corto espacio de seis meses. No está mal para una ingenua muchacha de diecisiete años». Pero Terry tenía veinticuatro años, pensó con cinismo, y la suficiente experiencia como para dejarse atrapar por el truco más viejo del mundo.

Pero, entonces, el cinismo la abandonó. No había sido ningún truco, no tenía derecho a denigrarse a sí misma llamando truco a algo que en absoluto lo fue. Tenía diecisiete años cuando conoció a Daniel, y era muy inocente. Era la primera vez que iba a una discoteca, acompañada de un grupo de amigas que se rieron de su miedo a que les preguntaran la edad y no les dejaran pasar.

-¡Oh, vamos! -le dijeron- Si te preguntan cuántos años tienes, miénteles, como hacemos nosotras.

Fue consciente de la presencia de Terry desde el momento de entrar. Era fuerte, delgado y moreno, y muy atractivo, tanto como una estrella de cine. Sus amigas también advirtieron su presencia, y se rieron tontamente al comprobar que no ocultaba su interés por ellas. Pero, en realidad, era a Candy a quien estaba mirando. Candy, con su pelo largo, rubio y ondulado, que le caía hasta los hombros y enmarcaba su preciosa cara.

Su amiga Julie la había maquillado y le había prestado una de sus minifaldas ajustadas y un pequeño top que dejaba al descubierto su ombligo cada vez que giraba al ritmo de la música. Si sus padres la hubieran visto así vestida, se habrían muerto del susto. Pero estaba pasando el fin de semana en casa de Julie, mientras sus padres se habían ido a visitar a unos parientes, así que no podían ver cómo su única hija pasaba el tiempo mientras ellos estaban fuera.

Y fue a Cany a quien Terry se acercó cuando pusieron una canción lenta. Le dio un toquecito en el hombro para que se volviera y sonrió, con gracia y confianza en sí mismo. Consciente de la envidia de las otras chicas, dejó que la tomara entre sus brazos sin una palabra de protesta. Candy todavía podía recordar aquel hormigueo al sentir su tacto, su proximidad, su suave pero firme masculinidad.

Bailaron durante mucho rato antes de que él hablara.

-¿Cómo te llamas?

Candy le respondió ella con timidez.

- Candice Andrew pero mide Candy.

- Candice Andrew -dijo Terry con un murmullo-. Terruce Grandchester pero dime Terry.

Cuando estaba absorbiendo todavía las dulces resonancias de su voz suavemente modulada, Terry le puso la mano bajo el top y ella se estremeció al sentir su tacto sobre la piel desnuda de la espalda, Terry la atrajo hacia sí, pero no hizo ningún Intento de besarla, tampoco le dijo que saliera del local con ella y dejara a sus amigas. Tan sólo le pidió el número de teléfono y prometió llamarla muy pronto.

Candy pasó la semana siguiente pegada al teléfono, esperando con impaciencia su llamada.

En su primera cita, la llevó en coche. Un Ford rojo.

-Es el coche de la empresa -le dijo con una sonrisa que no llegó a comprender bien.

Amablemente, pero con una intensidad que le hacía contener el aliento, Terry le dio confianza para que le hablara de sí misma. De su familia, de sus amigos, de sus gustos. De su ambición de estudiar Arte para dedicarse a la publicidad. Al decirle aquello, Terry frunció el ceño y le preguntó su edad. Incapaz de mentir, Candy se sonrojó y le dijo la verdad. Terry frunció el ceño todavía más y ella se mordió el labio porque sabía que lo había echado todo a perder.

Terry la llevó de vuelta a casa y se despidió con un escueto «Buenas noches». Candy se quedó destrozada. Durante muchos días, apenas comió y no pudo dormir. Estaba a punto de tener un problema serio de salud cuando Terry la llamó una semana más tarde.

La invitó al cine. Candy se sentó a su lado en la oscuridad y no dejó de mirar la pantalla, pero no vio nada, sólo podía concentrar su atención en la proximidad de Terry, en el sutil aroma de su colonia, en su rodilla a unos centímetros de la suya, en el tacto de sus hombros, que se rozaban.

Con la boca reseca, tensa y con temor a hacer cualquier movimiento por no echarlo todo a perder una segunda vez, no pudo evitar un gritito cuando él le agarró la mano. Con expresión seria entrelazó sus dedos.

-Tranquila -murmuró-. No voy a morderte.

El problema era que ella estaba deseando que la mordiera. Incluso entonces, ingenua como era, sin saber cómo debía comportarse con un hombre, lo deseaba con una desesperación que debía ser patente en su rostro. Terry murmuró algo y apretó su mano entre la suya mientras volvía a concentrarse en la película. Aquella noche la besó con tal deseo que Candy sintió cierto temor antes de que la dejara marchar.

En su siguiente salida, la llevó a un restaurante muy tranquilo y no dejó de mirarla durante la cena, mientras le contaba cosas acerca de sí mismo. Acerca de su trabajo como vendedor en una gran empresa de ordenadores que le obligaba a viajar por todo el país. Acerca de su ambición de tener su propia empresa, de cómo ahorraba todas sus comisiones para poder hacerlo algún día. Hablaba con tal calma y suavidad que Candy tenía que inclinarse hacia delante para no perderse palabra de lo que decía. No dejaba de mirarla, no para observarla, sino para absorberla.

Cuando la llevó a casa, Candy estaba en peligro de explotar por la tensión sexual acumulada. Sin embargo, se limitaron a darse un beso. Lo mismo sucedió otra media docena de veces, hasta que un día, inevitablemente, en vez de llevarla al cine la llevó a su apartamento.

Después de aquel día, apenas iban a otros lugares.

Estar solos y hacer el amor se convirtió en lo más importante de sus vidas. Terry se convirtió en lo más importante, por encima de sus notas, de sus ambiciones, de la opinión de sus padres, que no paraban de manifestarle su desaprobación sin menoscabar lo que sentía hacia Terry.

Tres meses más tarde, y después de que Terry estuviera fuera dos semanas, ella le estaba esperando en el apartamento.

-¿Qué haces aquí? -le preguntó Terry.

Sólo en el momento de recordarlo, siete años más tarde, se daba cuenta de que no le había gustado encontrarla allí. Tenía el rostro serio y cansado, igual, pensaba Terry sentada en el cuarto de estar de su casa, que en los últimos meses.

- Tenía que verte -le dijo, agarrándolo de la mano y arrastrándolo al interior del apartamento. Inevitablemente, hicieron el amor, luego ella hizo café y lo bebieron en silencio.

Terry que sólo llevaba un albornoz, se sentó en su viejo sillón de orejas y ella se hizo un ovillo a sus pies, y se abrazó a sus rodillas. Entonces, le dijo que estaba embarazada.

Terry no se movió ni dijo nada y ella no lo miró. Daniel le acarició el pelo y ella apoyó la cabeza en la pierna.

Al cabo de unos momentos, Terry dio un largo y profundo suspiro. Agarró a Candy y la sentó en su regazo. Ella encogió las piernas, como una niña, como Kate cuando se sentaba en brazos de su padre para buscar consuelo.

-¿Estás segura?

-Completamente -dijo Candy, asiéndose a él, asiéndose al eje sobre el que giraba su vida- Me retrasé en el período y compré una de esas pruebas que venden en la farmacia. Ha dado positiva. ¿Crees que puede ser incorrecta? ¿Voy al médico antes de que decidamos algo?

-No -dijo Terry-. Así que estás embarazada. Me pregunto cómo ha ocurrido _añadió pensativamente.

Candy se rió nerviosamente.

-Es culpa tuya -le dijo- Eres tú el que tiene que tomar precauciones.

-Y eso he hecho -replicó él- Bueno, al menos tenemos tiempo de casamos antes de que toda la ciudad se entere de por qué lo hacemos.

Y aquello fue todo. La decisión estaba tomada. Terry se ocupó de todo, evitando que ella sufriera cualquier pregunta indiscreta, cualquier inconveniente, ayudándola a soportar la decepción que suponía para sus padres.

Una vez más, fue siete años más tarde, cuando se dio cuenta del verdadero significado de sus palabras: «Al menos tenemos tiempo de casamos antes de que toda la ciudad se entere de por qué lo hacemos». Y, por primera vez, pensó que, tal vez, en otras circunstancias, Terry no se habría casado.

Ella lo había atrapado. Con su juventud, su inocencia, con su confianza infantil y su ciega adoración.

Terry se había casado con ella porque creía que era lo que tenía que hacer. El amor no tenía nada que ver con el asunto. El sonido de una llave en la puerta principal la devolvió al presente. Se dio la vuelta. Sentía una extraña calma, un extraño alivio. Miró al reloj de pared. Eran las ocho y media.

Terry no iba a volver a casa hasta varias horas después. Tenía una cena de negocios, le había dicho.

Qué burla le pareció aquella excusa, se dijo sonriendo amargamente y acercándose a la puerta del cuarto de estar.

Terry le daba la espalda. Candy se dio cuenta de la tensión de los músculos del cuello y de la rigidez de su espalda bajo la tela de su abrigo negro.

Se dio la vuelta lentamente y sonrió. Rachel observó su rostro cansado, pálido. Terry miró al teléfono descolgado. Se acercó, dejó la cartera de cuero en el suelo, y levantó el auricular. La mano le temblaba ligeramente al dejarlo en su lugar.

Eliza debía haberlo llamado. Debía haber sentido pánico al ver que ella se negaba a contestar al teléfono y lo había llamado para decirle lo que había hecho. Le habría gustado oír aquella conversación, pensaba Terry. La acusación, la defensa, la confesión y el veredicto.

Terry la miró, y ella dejó que la observara durante unos instantes. Luego, sin decir nada, se dio la vuelta y volvió al cuarto de estar. Era culpable. Lo llevaba escrito en su aspecto. Culpable sin atenuantes.

Continuara.


Bueno chicas esta aqui este primer capitulo espero la este pasando de maravilla con su familia en esta navidad con su familia.

Le deseo una felices fiesta

Sofia Amaya