Advertencia: tanto los personajes como la situación descrita son propiedad intelectual de George R.R Martin.
No Mercy
Había corrido tratando de huir de él pero, encerrada en su habitación, la había encontrado. En sus brazos el pequeño lloraba, aturdido, asustado. Había tratado de reconfortarle, recitando palabras dulces en su oído, palabras vanas que escapaban al viento. Nada iba a salir bien; él los había acorralado.
La puerta se había abierto con un sonido quedo, una lluvia de madera y astillas. De su rostro apenas quedaba rastro, oculto bajo sangre y fuego, ira y odio pintados en sus ojos vacíos, cuencas inexpresivas, salvajes, animales. Su voz atronadora resonó en su cabeza como una sentencia que no lograba entender. Podía sentir el aroma dulzón del miedo latiendo en su corazón, la adrenalina subiendo hasta su boca, el pulso martilleando en su interior, tratando de escapar. Y su hijo se había volteado y mirado con sus ojos infinitos al monstruo y, por un instante, una sonrisa aleteó en su rostro.
Le bastó una manaza para arrebatarle a su pequeño de entre sus brazos. Oyó cómo sus huesos se quebraban, cómo la sangre estallaba para colorear los muros de su cambra mientras el horror enturbiaba sus ojos oscuros y las lágrimas intentaban brotar, confundidas, reptando por su piel bruñida.
Y ya nada importaba, ni la vida escapando de su cuerpo marchito cuando él la tomaba, mancillando su nombre, su honor, con las entrañas de su hijo resbalando por esas manos que la tocaban, manchando su piel con cada nueva sacudida. Y los gritos murieron en sus labios cuando él terminó, arrojando su cuerpo innerte al suelo, carente ya de valor.
