Disclaimer:
Los personajes, trama y detalles originales de Kuroshitsuji son propiedad de Yana Toboso, Square Enix y Gekkan GFantasy (manga), Shinohara Toshiya, A-1 Pictures y Aniplex Funimation (anime).
Advertencias:
Basado en la obra del manga.
La clasificación indica temas que no son propiamente para menores o personas sensibles a asuntos relacionados con la violencia física, psicológica, o contenido de índole sexual en determinado momento, además de uso de lenguaje vulgar. Queda a discreción del lector el contenido.
Notas introductorias:
Este es un experimento, reitero las advertencias.
Dedicatorias:
Para las que le encontramos el gusto al SebastianxFrances
Donde mueren las olas
Frances moriría primero que él si con ello conseguía salvarla del infierno.
Volver a caminar
La celebración del cumpleaños número dieciséis de Elizabeth Middleford, fue tal vez la fiesta más esperada en Londres, incluso quizás en todo el Reino Unido.
Frances Middleford era meticulosa, cuidadosa, y una experta en mantener controladas las redes de información. Por ende, toda la fiesta suponía el más grande de los misterios sin que la información supuestamente filtrada resultara confiable.
Las damas empezaban a preocuparse, no sabían el color y por tanto dudaban en encargar sus vestidos, tanto podían ir del mismo que Elizabeth, como de uno que desentonara radicalmente y aquello era algo que la etiqueta simplemente no permitiría. Tampoco sabían de las flores ¿Y si ella escogía rosas y alguna llevaba un desentonado girasol? ¿Y si usaba encaje de máquina y ellas llevaban de aguja? ¿Y si era por la mañana en el jardín? ¿Y si era por la noche en el salón de la mansión Middleford?
No obstante, para cuando llegó la tan esperada fecha, habiéndose entregado las invitaciones en fino papel blanco sin más ornamento que una filigrana de tinta dorada, se creó más incertidumbre y el estallido social no se pudo contener.
La escenografía montada por toda la avenida privada que conducía a la mansión anticipaba a los curiosos viandantes lo extraordinario del acontecimiento que se avecinaba; se reemplazaron los álamos por magnolias en flor y a sus pies, los rosales se multiplicaron dejando un perfumado camino.
El día tan ansiado llegó y las jóvenes bajaron de sus coches engalanadas con sus finos atuendos rosa suponiendo que sería el color principal, no solo por la pista de los árboles, sino porque también, era bien sabida predilección de Elizabeth por el color. Más al bajar por las escaleras principales al ser anunciada el día de la fiesta, la sorpresa apareció con un silencio estremecedor.
Ciel Phantomhive, había entreabierto los labios, tan consternado como maravillado.
Rojo.
La dulce niña de los Middleford lucía un vestido rojo intenso, pasional, brillante, un rojo que rememoraba a Angelina Durless, la aún recordada madame Red y aquello fue un hecho que nadie pudo ignorar por haber sido la mujer, tan solo unos años atrás, la más hermosa historia de la tragedia enmascarada, aquella que en fiestas olvidaba a su hijo no nato y a su esposo muerto.
Edward, galante caballero, extendió su mano radiante de felicidad por verla tan hermosa, tan deslumbrante como ninguna otra mujer. El marqués se conmovió a tal punto que debió retirarse unos instantes e incluso la regia marquesa ablandó la facciones de su rostro.
Todos la felicitaron, y al lado de las chicas vestidas de rosa, su presencia transmitía la recatada sensualidad de la que se había hecho acreedora con la edad.
Por esa noche se olvidó de sus listones y zapatos de niña, por aquella noche no eran dos coletas rizadas las que sostenían su cabello, por aquella noche se permitió bailar con los caballeros que le extendían la invitación. Solo por esa noche dejaría que toda Inglaterra supiera que ya no era más una niña.
—Marquesa, permítame el atrevimiento de felicitarla por la belleza de su hija — comentó un joven invitado acercándose a la madre de la joven. Ella agradeció con orgullo sobrante.
— ¿No está en edad ya de glorificar la vida de un hombre al que pueda llamar esposo? — preguntó enseguida sin rodeo alguno.
—Sí, sí lo está, aunque…
— ¡Oh fortuna la mía! ¿No es merecedora acaso del amor y fortuna de un Archiduque?
Frances miró con disimulada atención a su interlocutor, sonriendo con la elegancia que solo ella podía mostrar aunque la situación la repudiara completamente ¿Acaso ese hombre pedía la mano de su hija?
—Yo no la casaría con el emperador del mundo a cambio de la dicha de su marido, su matrimonio está concertado con el hombre más digno de esta tierra para protegerla y hacerla feliz, sin menospreciar tan galante propuesta, mucho me temo que el corazón de Elizabeth está con el conde Phantomhive.
El caballero bajó la mirada tornándose sombría.
—Entiendo, es más bella la flor que se entrega por su voluntad — dijo retirándose.
La elegante mujer sintió un escalofrío, en esos instantes de teatral conversación un miedo sin fundamentos se había apoderado de su persona abrazándose a su alma con fuerza inhumana, ignorando la amarga sensación se empeñó en que el resto de la velada transcurriera perfecta. Aunque no sabía que esa sería la última.
La vela de la sala se consumía lentamente luego de que las bombillas se rehusaran a encender durante aquella tormenta que amenazaba con derribar los cristales de las ventanas estremeciéndolos cada vez que desde el cielo se dejaba venir aplomo el poderoso desasosiego que hacía acompañamiento al espíritu de la señora.
Saltando aterrada tras escuchar el golpe de las puertas, giró violentamente con el rostro desencajado al reconocer a su hijo mayor con la capa de terciopelo pegada al cuerpo como un peso muerto que alentaba más el andar abatido del muchacho que por dos semanas había recorrido todo camino existente e incluso abriendo unos más para buscar la joya más preciosa de la casa.
No esperó palabras, ella supo enseguida lo que todo eso significaba: corrió hacia afuera sin permitirle al mayordomo escoltarle con una sombrilla, saltó al caballo que había desmontado unos instantes atrás su heredero y azorando las riendas dejó la casa en pleno diluvio, cabalgando como alma seguida por el diablo hasta donde le había informado su hijo, en un último grito, el destino que debía alcanzar.
Sorda a razones sobre salud y protocolo, ciega por el agua abundante y completamente ofuscada por aquello que no se dijo pero, sin embargo, quedó suspendido con desolación en los ojos azules de Edward empañados por el llanto.
Distinguió las linternas a lo lejos, a la multitud arremolinándose pese a las inclemencias del tiempo, bajó la pendiente llenando sus costosos zapatos de barro, enlodando el vuelo de seda de su faldón, empujó a dos policías con sus guantes de encaje, se arrodilló sobre los plisados color crema llenándolos del verdoso pasto mojado.
Y su cabeza se inclinó al frente como no lo hacía nunca, el maquillaje se deslizó perdiendo el retoque, la expresión digna se descompuso en un auténtico grito de dolor que pasmó a todos los presentes.
Pálida, delgada, su brillante cabello rubio formaba una apretada masa de mechones opacos y crespos, tenía tierra adherida a las mejillas sin el sonrosado usual. Al ser abrazada, uno de sus brazos se dejó caer lánguidamente mientras que el otro se recargaba en el regazo de su madre. Las piernas relajadas se entreabrían revelando su impudente desnudez, la blanca piel estaba llenas de manchones purpúreos alrededor de sus muslos, el cuello lánguido solo podía soportar el peso de la cabeza por el desgarrador abrazo con el que la sostenía su madre.
Los ojos verdes se habían cristalizado en azul blanquecino, los labios sonrientes se perdían en marcados surcos dejados por alguna cuerda que acallo su risa y su voz, las comisuras mordidas como su pecho, las uñas llenas de tierra y sangre, rotas, arrancadas de la raíz a fuerza de luchar por su libertad.
Esa noche debió participar toda la escuadra de policías para arrancarla del lugar, y tres enfermeros que facilitaran la labor del médico para inyectarle un relajante.
Abrió los ojos, estaba en su habitación y el día era claro. Lo adivinaba por la brillante luz que se colaba entre los pliegues de las cortinas gruesas. Parpadeó con lentitud buscando darle forma a la sombra que permanecía al lado suyo.
Un pesadilla, un infierno y no había otra palabra para calificar los confusos recuerdos que tenía, aunque la lúgubre presencia de su sobrino en riguroso luto, negro como sus almas en aquellos instantes, le aterrizó en la realidad como una bofetada que ni siquiera vio venir.
Soltó un alarido cubriéndose el rostro con las manos ¡No había poder que calmara el destrozo de su alma! ¡No había forma en la que pudiera soportar el hueco que la devoraba desde dentro!
Volvió a llorar, volvió a gritar clavándose las uñas en el rostro para ver si algún dolor físico podía opacar el estallido de su pecho.
La cama se volvió su único refugio, las piernas no podían sostenerla y el apretado moño de su pelo se convirtió en una trenza mal hecha. El corsé que ceñía su figura quedó olvidado en algún lado, la seda y el satén de elegantes vestidos se reemplazó por el algodón de una camisola y la franela de una bata.
No había más reprimendas a tareas mal hechas, no había observaciones al modo de peinarse de los sirvientes. No había más Frances Middleford.
Meditaba con la boca reseca y los labios partidos, mirando por la ventana cerrada el atardecer de un día más. Las manos amarillentas sobre su regazo permanecían inmutables al bicho que se había colado a la habitación posándose en ellas, inspeccionando el sitio para saber si era comida o un nido para sus huevecillos.
¿Cuándo llegaría la muerte por ella?
Por más que la esperaba simplemente parecía que se rehusaba a darle cita.
Quieta y enmudecida ignoró el llamado a su puerta, pues estaba consciente que de todos modos entraría, fuera quien fuera.
—Madre…
En atención a Edward giró un poco los ojos, pero no más.
—Necesito hablar contigo.
Y no es que ella estuviera ocupada, o a punto de salir. El joven tomó asiento en la banquilla frente a ella para evitarle la molestia de tener que girar su cuerpo, se humedeció los labios y respiró profundamente repasando el discurso que iba a darle.
—Maggie y yo ya hemos postergado la fecha, cuatro veces. Su paciencia conmigo es realmente admirable y me da la más grande prueba de su amor, no quiero que se quede esperando y el tiempo de criar hijos le llegue demasiado tarde, temo que un día ya no quiera seguir esperando a que se dé "la oportunidad adecuada" y entonces se convierta en una solterona.
Soltó un suspiro.
—Por favor, vamos a casarnos el sábado, su madre ya arregló todo y papá me ha dado su autorización ¿Podrías…?
La mujer le miró con aire ausente, con sus ojos opacos enmarcados por las ojeras sobre su piel descuidada.
— ¿Podrías acompañarnos? — preguntó acercando su mano para estrechar la de ella ahuyentando al bicho que la había confundido como decoración del sombrío lugar.
No hubo respuesta, no inmediata y decepcionado, el caballero se iba a retirar pero un leve apretón en su mano le obligo a regresar a su sitio y posición, incluso inclinándose al frente para recibir el cuerpo de su madre que no había podido sostener su propio peso.
—Gracias — dijo él correspondiendo el abrazo.
El siguiente amanecer se recibió con las cortinas abiertas, con la luz lastimándole la vista trató de buscar entre su ropa algo que fuera apropiado, algo que no denotara la pérdida de peso drástica a la que se había sometido, pero aparentemente nada era lo suficientemente adecuado para disimular.
Paula ayudó a lavar su cabello reseco usando jabón de almendras con rosa mosqueta, a colocar sobre su rostro miel y fresas que le devolvieran algo del aspecto de un vivo, y aceites traídos de Francia para su cuerpo.
Esa noche celebrarían el compromiso, por quinta vez, de Margaret Mahler y Edward Middleford.
La cena silenciosa, como un no anunciado y prolongado luto, la prescindieron los padres de ambos novios y las seis hermanas mayores de la novia con sus respectivos esposos. El protocolo incluía extender invitación a Ciel Phantomhive, pariente próximo de los Middleford, pero a quien Frances se rehusó a sostener la mirada dirigiéndola fugazmente a las personas que de tanto en tanto buscaban amenizar con algún comentario, consiguiendo un éxito momentáneo que rápidamente era sofocado por la simple presencia melancólica de la mujer, presencia agobiante para todos los presentes excepto para uno que con las manos enlazadas en la espalda se deleitaba con la invitación de un deseo desmesurado, desesperado y profundo.
Su amo miró de soslayo, amenazando con la mirada, recordándole sin palabras que no podía sostener dos contratos si en ello estaba pensando, porque él mismo, que ya tenía un pie en el infierno, era capaz de sentir el tormento de esa otra persona que ignorantemente se jugaba el pase el cielo.
En breve, los invitados se despidieron.
Entre las penumbras de la noche avanzaba el coche donde el amo y el sirviente retornaban a su propio mundo, con una cacería pendiente.
—Sabes que no puedes — se limitó a decir el conde con tono solemne.
—Sí, lo sé.
Lentamente el joven se desprendió del parche de su ojo levantando la mirada hasta encontrarse directamente con los ojos del demonio.
—Yo, Ciel Phantomhive, que he renunciado al cielo y a la salvación— empezó a hablar con la voz grave que había adoptado tras los funerales de la única persona en todo el mundo que le hacía creer que la felicidad existía, la misma mirada que le aseguraba al mayordomo que no habría inocente resistencia al cobrar su pago porque lo poco que se había salvado de Ciel al incendio y captura, se había enterrado con la hija de la Marquesa.
—Te ordeno a ti, que respondes a mi contrato como Sebastian Michaelis, el nombre que asigné para que sirvieras a mis deseos y propósitos…
El ángel había caído, había devastado el mundo que la conoció, pero cuando la puerta del cielo se abre para uno, la del infierno lo hace para otros.
—No permitas que ningún demonio pacte con Frances Middleford aprovechándose de la desesperación de su corazón.
—Es un poco egoísta esa orden — se atrevió a responder sabiendo de antemano que no tardaría en aparecer el primer interesado, aparte de él mismo, aunque como Ciel le había recordado muchas veces en esa noche: los contratos eran únicos.
—No permitas nunca, que nadie toque su alma — repitió cansinamente sin molestarse siquiera en ese reproche.
— ¿Me la está asignando? — preguntó con un doble sentido que su amo comprendió sin esforzarse siquiera.
—Sí — respondió cerrando ambos ojos, no podría pactar con ella mientras él estuviera con vida, y si bien llegar a viejo no estaba dentro de sus expectativas reales, ya solucionaría el asunto: Frances moriría primero que él si con ello conseguía salvarla del infierno.
—Yes… my lord.
Comentarios y aclaraciones:
No estaba segura sobre si era necesario advertir la muerte de Lizzy al principio, pero sentí que habría sido un spoiler feo para el desarrollo del capítulo.
De cualquier forma, quien avisa no es traidor, arriba decía que cosas oscuras pasarían.
¡Gracias por leer!
