A la Reina de los Vampiros le gustaba divertirse, gastar bromas y hacer sufrir un poco a los demás. Muchos la conocían como la típica villana e, incluso, una mujer cruel. Y había que aceptar que tenían un poco de razón.
Le gustaba tocar el bajo-hacha tanto como molestar. La música era su pasión y le hacía olvidar, aunque fuera sólo por unos instantes, de todo lo que la rodeaba.
Fueran sus recuerdos sobre Simón y la Guerra de los Champiñones, fuera la tensión con su padre, o fuera aquella extraña soledad que se instalaba a veces en lo que le quedaba de alma, que se hinchaba ante el anhelo de sus... ¿Amigos? ¿Podía atreverse a llamarlos así?
Jamás había tenido amigos.
Su relación con Ash había sido un trastornado noviazgo, retorcido por el dolor agazapado en su interior, tan extraño que no podría explicar por qué continuó con aquella turbia batalla consigo misma, en la que sólo podía pensar en él, sin él.
Simón fue como el padre que tuvo pero que jamás fue para ella otra cosa que una figura imponente que pretendía regir sobre su vida, y había sido feliz con él hasta que sintió la congoja al ver aquella obsesión por esa corona que deterioraba su aspecto y su noble alma.
Y sí, no fue hasta que se topó con él que conoció lo más parecido a amistad.
Finn le había demostrado el afecto que se puede llegar a sentir, la libertad, el no pensar en nadie como su superior, una persona a la que tenía que cuidar o, por el contrario, alguien que tenía que ocuparse de ella.
Ese chico humano y su perro habían logrado tocar un interruptor en su interior. No iba a cambiar por ello, no, pero sí había empezado a ver todo de otra forma. Jugarse la "vida" explorando lugares recónditos la llenaba, tanto como las noches de cine con toda aquella gente extraña pero algo cercana. Gastar bromas y molestar a la princesa Chicle.
Entonces, algo cobró sentido en su cabeza.
A pesar de ser la Reina de los Vampiros, no tenía trono.
Y se preguntó por qué. La Nochesfera no contaba como tal, pues era más bien una prisión, como la torre de un cuento que Simón le leyó hace mucho tiempo, en la que vivía una muchacha de larga melena dorada.
Mas cuando miró a su alrededor, en silencio, obtuvo su respuesta.
No vivía en un palacio, no tenía una horda de sirvientes, ni un reino próspero, o caballeros a su servicio. Pero esa vida no era para ella.
Marceline Abadeer era la reina de su propio infierno; uno a su medida. Caótico, ardiendo, y helado a la vez.
