El Potterverso es propiedad intelectual de J. K. Rowling y la expansión a la magia hispano-portugesa es producto genuino de la asombrosa (a la par que meticulosa) imaginación de Sorg-esp

Este minific es un regalo de cumpleaños especial para Sorg-esp y espero de todo corazón que le guste.


LA PALABRA SECRETA


I

1985, Madrid

X Convención Anual de la Tradición

Recinto ferial de la Casa de Campo

Aunque había costado Dios y ayuda obtener los permisos, por no hablar de todos los encantamientos desilusionadores de rigor que exigían los trámites burocráticos o de las medidas de seguridad antimuggle (que habían llevado días y días de trabajo concienzudo a los funcionarios ministeriales), el pabellón de convenciones y congresos de la Casa de Campo había abierto sus puertas una vez más a todos los magos y brujas interesados en la magia de las Tradiciones. Entre ellos, habíase presentado a primera hora de la tarde don Luis Lucena, acompañado de esposa e hijos y exultante de alegría por poder pasearse a sus anchas entre los puestos y las exposiciones. Además, junto a otros colegas, se le había invitado a impartir una conferencia sobre los principios de la Alquimia a las seis y, como bien sabían esposa, primogénito, revoltosa y benjamina, ardía en deseos de compartir su sabiduría con el resto de magos de España y Portugal. Con todo, hasta las seis, Paloma había manifestado ya interés por visitar la exposición cortesía del Hospital San Mateo: Las nuevas vías de la Sanación Integral.

La enfermera Bermejo era muggle de pura cepa, como se suele decir. Ni una gota de sangre mágica en las venas. Sin embargo, su señor esposo gustaba de susurrarle al oído de vez en cuando que era la más mágica de las mujeres. Paloma se daba cuenta de que, además de con su marido, se había casado también con los extraordinarios ambientes, curiosas personalidades y cientos y cientos de generaciones mágicas a las espaldas de un mago tan peculiar como lo era su «Luisito». Así es que le daba la impresión de que había sido absorbida por una vorágine imprevista de locura y maravilla y la concebía como un mundo lleno de nuevos descubrimientos y posibilidades también para ella. Tal había sido su postura desde mucho antes de dar el «sí, quiero» y así había vivido su matrimonio, tratando de encontrar también su lugar dentro de aquel cambio de aires inesperado, como quien acabara de mudarse a otra ciudad. Tanto era sí, que nunca perdía la oportunidad de entender un poco mejor la magia y, en realidad, le gustaba también sorprender a sus hijos de vez en cuando y es que, aún con todo lo vivido, a ellos les seguía extrañando que le quedaran ganas de más a aquella señora alta y espigada, de pelo cano y sonrisa de triunfadora que no podía ni lavar los platos con un golpe de la varita.

Al dar con la exposición, acabaron por separarse sus caminos porque, a diferencia de sus mayores, José, Gloria y Macarena tenían alguna que otra obligación para con su Tradición aquella tarde. Tras despedirse de sus padres, los tres hermanos, arrastraron los pies casi por inercia hacia al stan Sufita. Otros años, les había tocado a los Muley de Granada, a los Benassar de Toledo o a los Moltó de Valencia presidir el puesto de su Tradición, pero le había llegado el turno a los cordobeses y bien sabían que era una cita ineludible.

—No vamos a estar los tres ahí todo el día, así que propongo echarlo a suertes. ¿Piedra, papel, tijera? —sugirió la menuda Macarena, con sus enormes ojos verdes y su maraña de rizos negros, con alguna que otra mecha de colores llamativos. Tenía diecinueve años, pero aparentaba muchos menos, quizás por lo delgadita o por aquellos graciosos hoyuelos en las mejillas.

—Chicas, por favor, por favor, por favor—murmuró José con las manos juntas, como si estuviera rezando a la Virgen del Rocío—. He quedado con Marisa en el puesto de Biblos, que me va a presentar a su prima. Vuelvo enseguida, en serio...

Sus hermanas pusieron los ojos en blanco y a los finos labios del mayor de los Lucena afloró una sonrisa pícara escondida apenas entre la barbita oscura. Se aflojó el nudo de la corbata y salió corriendo de allí con el permiso a regañadientes de aquellas dos benditas.

—Será... —masculló Macarena mientras tanto, con los ojos entrecerrados.

—Oye, Maca... ¿y si nos turnamos? ¿Media horita tú, media horita yo? —Gloria puso cara de pena.

—Bueno, ¿y quién empieza? —Macarena frunció el ceño. Gloria hizo un puchero—. Eres una hermana mayor patética. Que lo sepas. Ni de bro...

—¡Por caridad!

—...¡Anda! ¡Vete!

Gloria pegó un salto de alegría sobre sus tacones nuevos y abrazó a su hermana antes de empezar a alejarse y a confundirse entre la multitud.

—¡Gracias!

—¡Te quiero aquí en media hora! —gritó Maca a lo lejos.

—¡Vale, vale!

Gloria no miró atrás y buscó el punto de información para pedir un panfleto con el programa. De frente, la cantante de As voces dos mouras hacía pruebas de sonido en el escenario para el concierto nocturno y, al fondo, se escuchaba a la chiquellería jugando al miniquittdich en la carpa infantil. Entre medias, los puestos con las distintas tiendas de los barrios mágicos de la magia peninsular atraían los ojos de todos los paseantes, la mayoría con un vaso de chocolate caliente después de una parada en la archiconocida «Minifloriana».

—Buenas tardes, ¿en qué la puedo ayudar? —le preguntó una bruja con acento gallego y un pañuelito azul en la garganta.

—¿Programa de eventos de hoy?

—Claro. ¿Quiere un plano?

—Ah, pues sí. Es gratis, ¿no?

—Naturalmente.

—Pues muchas gracias.

—No hay de qué. Hala, aquí tiene.

Gloria se despidió con una sonrisa y echó a andar mientras le echaba un vistazo a los folletos. Pasó de la sección de espectáculos y buscó directamente la oferta cultural. Cada una de las Tradiciones presentaba una exposición, que sumada a la de San Mateo y la del Ministerio de Magia, hacían siete. Estaba claro que en un fin de semana no daba para verlas todas y tendría que elegir...

—Oh, Duelo de varitas en la cordillera cantábrica, coloquio de Tradiciones Celta y Vascona. Esto es dentro de cinco minutos en el auditorio... ¿Dónde está eso? —pensó Gloria en voz alta.

Empezó a desdoblar el mapa hasta desplegar delante de sus narices el plano plastificado de un metro de ancho por un metro de largo. Andaba mientras buscaba y, como no podía ser de otra manera, acabó de darse de bruces con un grupo de cuatro personas y caerse de culo al suelo.

—Gloria, hija, ¿por qué nunca miras por dónde vas, cariño? —refunfuñó su madre a la que acababa de golpear en la cadera.

—¿Y qué haces aquí tú sola? ¿No tendrías que estar en el stan con José y Macarena? —resopló su padre.

Gloria se levantó con dificultad y compuso una mueca de dolor.

—Hemos decidido turnarnos y estoy bien, muchas gracias por preguntar...

—Amparo, Amaia, disculpad a mi hija mediana —dijo Luis—. Mira, Glo-glo, estas son Amparo Moltó y su nieta, Amaia Vilamaior.

Gloria saludó a las conocidas de su padre con una sonrisa y un saludo tímido, algo ruborizada después de que su padre la llamara Glo-Glo delante de dos brujas tan distinguidas como las Moltó.

—Encantada, Gloria —Amparó besó a Gloria en las mejillas y Amaia hizo lo mismo. Esta última le llamó la atención. Tenía el pelo muy rubio y los ojos muy azules, pero era la forma de mirar, tan dulce y tan cercana, lo que parecía tan especial en ella.

—Lo mismo digo —respondía Gloria, todavía algo abochornada.

—Amparo y yo hemos compartido maestro alquimista —explicó Luis con una sonrisa bonachona—. Aunque yo soy un alumno posterior y ella era una estudiante aventajada, según he oído. Ella también será ponente en la conferencia.

—Y su nieta es sanadora y nos ha prometido hacernos un pase por la exposición de San Mateo dentro de un rato, ¿verdad? —comentó Paloma.

Amaia sonrió:

—Claro.

—Ahora está a tope de gente —susurró Paloma al oído de Gloria.

—¡Podemos tomarnos un chocolate mientras tanto! —propuso Luis.

Gloria sonrió para sus adentros. Su padre era un goloso.

—Entonces, nos veremos después. —dijo Amparo— Amaia y yo queríamos echarle un vistazo a la exposición del Ministerio. Este año, corría cuenta del Departamento de Misterios y han traído una colección de amuletos y objetos misteriosos del siglo XIII.

—¡Vaya! ¿Puedo ir con ustedes? —saltó Gloria—. Parece súper interesante.

—¡Faltaría más! —Amparo sonrió con calidez.

Minutos después, vagaban y charlaban las tres brujas por una galería de color gris perla, admirando distintos artefactos mágicos de magia «no resuelta», según la catalogación de los inefables. Expuestas en vitrinas esféricas flotantes de cristal, parecía que todas aquellas reliquias escondían todavía algún tipo de secreto: si se golpeaban tres veces el vidrio protector con la punta de la varita (sin hacer demasiada fuerza), aparecían una placa plateada en la que podía leerse la historia del objeto en cuestión. Gloria habría disfrutado más de no ser tan consciente de que los dos hombres uniformados a los que habían dado nombres y DNI a la entrada no les quitaban ojo. Uno de ellos, aunque de espaldas, tenía, de hecho, un ojo mágico en la nuca.

—Qué repelús —le había susurrado a Amaia al oído y su acompañante había asentido con la cabeza dos veces, algo espantada.

Con todo, Misterios de la magia medieval estaba resultando tan fascinante como prometía. Mientras Amparo observaba un tapiz de la batalla de las Navas de Tolosa, algo adelantada, Gloria y Amaia se detuvieron ante una pequeña moneda de bronce con una palabra grabada.

—Mmmm Curioso. Por más que intento leerlo, no lo consigo —Amaia frunció el ceño—. Pero las letras son claras.

—A ver... Jope. Es verdad. —Gloria se acercó más a la vitrina—. Las letras son del alfabeto latino y perfectamente «legibles» paradójicamente, pero... pero no sé lo que leo.

—He ahí el misterio, supongo.

—Vamos a ver.

Gloria sacó la varita y golpeó el cristal protector. Para su sorpresa, no apareció placa alguna. Lo intentó otra vez y hasta cuatro veces. Incluso Amaia probó, pero no había forma de enterarse de qué era aquella moneda. Se les acercó entonces una mujer vestida de negro con el pelo recogido en una trenza francesa. De cejas finas, nariz respingona y labios gruesos, a Gloria le llamó la atención su forma de andar, segura, pero cautelosa, como la de un gran felino en mitad de una cacería. Quizás, un puma.

—Disculpen, ¿algún problema?

—No conseguimos ver la información sobre la moneda—le explicó Gloria.

La inefable miró la vitrina y, por un momento, pareció que temblaba.

—¿Cómo diablos...? —susurró más para sí que para Amaia o Gloria. Finalmente, la bruja se mordió la lengua y sonrió a las dos visitantes, en un intento de aparentar tranquilidad—. No se preocupen. Debe de ser un error en el hechizo mágico del cristal.

—Ya. ¿Y qué es? —preguntó Gloria, recelosa.

—¿La moneda?

—Ajá —afirmó Amaia con una ceja levemente arqueada.

Ella se encogió de hombros.

—Lamentablemente, no soy una experta.

—Ahí pone que es guía de la exposición —observó Amaia señalando una tarjeta identificadora que colgaba del cuello de la mujer de negro.

—Ya, y la exposición se llama Misterios de la magia medieval —replicó la inefable y antes de darse la vuelta y marcharse por donde había venido, añadió—. Así que tendrán que quedarse con la duda.

Amaia y Gloria intercambiaron miradas de indignación antes de unirse a Amparo.

—¡Estaba mintiendo! —exclamó Gloria, ultrajada.

—Y descaradamente además —añadió Amaia.

No se dieron cuenta, pero un minuto antes de que abandonaran la exposición, la vitrina de la moneda ya no estaba allí.

2013, Madrid

Estación de Atocha

Guillermo se echó el macuto a la espalda, puso los ojos en blanco y tomó el mango de maleta de ruedas de su hermana, que se había desentendido del equipaje en cuanto había visto a sus inseparables. Marcos, a su lado, cargaba también una bolsa de viaje inmensa. Aunque se cuidara mucho de decirlo, que para eso acababa de cumplir los catorce, estaba encantado ante la idea de ser un «hombre» de la familia y caminaba con orgullo al hacer su entrada al andén junto a su súper hermano mayor: eran como dos vaqueros del Oeste, con el sol del atardecer detrás y el brillo salvaje en la mirada. Solo que sin el sol. Y probablemente sin el brillo en la mirada también. Marcos sonrió. A lo mejor, veía demasiadas películas.

Junto al Tren de la Fresa, vieron el convoy colorido que les llevaría de vuelta a Picos una vez más. Aunque esta vez sería algo diferente. Era la primera vez que salían desde Atocha y que no les acompañaban sus padres a Los Campamentos Mágicos, y, en cierto modo, tenía la experiencia algo de emocionante y sabor a aventura. Marcos dejó un momento la bolsa en el suelo y se sacó del bolsillo un set de rotuladores mágicos. Le habían hablado mil veces de los míticos grafitis que decoraban los vagones y no quería ser menos: iba a dejar su huella. Sin embargo, antes de poder acercarse lo suficiente al espacio seleccionado, le llegó una voz conocida desde atrás.

—¡Maaaaaaaarcooooooos!

Marcos se dio la vuelta y sonrió al ver llegar corriendo a una chica larguirucha y atlética en vaqueros, con el cabello liso y castaño recogido en un cola de caballo. En realidad, no esperaba verla, o no todavía. Estaba convencido de que no viajaría en tren a los Campamentos, pero como le contaría más tarde, había habido un cambio de planes de última hora.

—¡Hola, Mencía!

—¿Lo tienes? ¿Lo has traído? —Mencía, amiga leal y compañera eterna en Encantamientos lo miró expectante.

Marcos le guiñó el ojo y se sacó debajo de los cuellos de la camisa de cuadros un colgante que pendía de una cadena de plata. Guillermo los miró de refilón, pero no consiguió ver lo que Marcos enseñaba porque la adolescente lo tapaba con su cuerpo. Guille frunció el ceño. Qué peligro. Iba a aproximarse a ejercer funciones de monitor cuando apareció Carmentxu a su derecha, con su expresión típica de marisabidilla y tomó bruscamente el mango de su maleta mientras decía a su hermano:

—Si me disculpas, Pilarica, Charito y yo vamos a buscar compartimento.

Guille exageró una reverencia:

—Su alteza.

—Ay, qué ganso eres, hijo —desdeñó ella haciendo aspavientos con las manos y se marchó por dónde había venido. Guillermo negó con la cabeza mientras la veía marchar contoneándose como un modelo de pasarela, muy digna.

—¡Guapa! —la piropeó su primo al cruzarse con ella y le guiñó un ojo a Guille, que se echó a reír. Alejandro Lucena era la viva imagen de su padre de joven, alto, bien plantado, con aquellos ojos verdes del abuelo Luis, barbita desaliñada, frente despejada y aires de conquistador. Eso sí, con el pelo de punta y teñido de rojo.

—¡Inmaduro! —Carmen se puso a caminar más rápido y pasó de largo.

—Qué cosas tan finas me dice tu hermana, Lobezno.

—Buenas, Alex.

Los dos primos no tardaron en intercambiar palmaditas amistosas y estrechones de manos para hacer gala de sus muy viriles veinte años y se olvidaron completamente de Mencía y Marcos, que compartían rotuladores y pintarrajeaban a sus anchas la carcasa de mental bajo una ventanilla. Por lo menos, antes de que apareciera una tímida Fernández de Lama algo mayor que Mencía para avisar a su hermana de que era hora de subir al tren. Guillermo saludó a Isabel con una sonrisa y un asentimiento de cabeza y le chistó a Marcos porque ellos también tenían que empezar a darse prisa. Cuando se cercioró de que el liante de su hermano estaba asentado en un compartimento con otros compañeros de clase, se decidió a irse con Alex y el grupo de monitores. Antes de guardar definitivamente el macuto en el estante sobre los asientos, comprobó que llevaba la cantimplora con matalobos en el bolsillo trasero. Después, se acomodó junto a la ventana, dispuesto a pegar una buena cabezada. O eso o abrir sus libros de Sanación... Iba a ser un viaje muy largo.

2013, Picos de Europa

Campamentos Mágicos

Estaba lloviendo a cántaros y Charo llegó empapada a la cabaña de madera que iba a ser su dormitorio durante todo el mes de julio. A decir verdad, no se sentía muy entusiasmada al respecto y no es que fuera meteoropática (aunque algo empática sí era), ni depresiva (más bien, todo lo contrario) o que fuera a echar de menos las comodidades de su casa (en absoluto), sino que aquel año Carmen y Pilar compartían una habitación doble mientras que ella se quedaba a parte. Suspiró, pero deseosa de librarse del chaparrón se apresuró a pasar. Su compañera de cuarto estaba allí, desempacando.

—¡Hola! —saludó Charo efusivamente. A sus pies comenzó a formarse un charquito de agua. Los rizos rubios, por otro lado, se le habían chafado del todo, pero sus ojos azules eran tan vivaces y risueños como siempre.

Isabel Fernández de Lama respondió al saludo con una sonrisa. Era unos añitos más pequeña y, con todo, también estudiante avanzada en Pociones, así que se habían visto las caras más de una vez en clase. Además, se habían acercado después de las vacaciones de Pascua a raíz de los ataques constantes de Santamaría y Coronado, las dos petardas de la clase, que habían visto en la dulce Isabel un prometedor saco de boxeo. Con todo, la aparentemente frágil Babe había aguantado el tipo como una campeona, ganándose el respeto de todos los compañeros y las simpatías de las amigas de Charo.

—¿Qué tal, Charo? —preguntó Isabel, algo tímida.

—Ay, me alegro de que me haya tocado contigo este año, Isabel —Charo respiró aliviada—. Así que muy bien. Algo mojada. —Charo se rió sola y miró el suelo—. Buf, será mejor que me cambie y arregle este estropicio, ¿no?

—No te preocupes. Puedo hacerlo yo —se ofreció Isabel, sacando la varita.

—Ay, gracias.

Charo arrastró su maleta hasta los pies de la cama que quedaba libre y la abrió en el suelo para sacar ropa seca mientras que Isabel se hacía cargo del rastro de agua que iba a dejando a su paso a base de algún que otro fregotego. Charo, además, sacó de la maleta un especie de cuadro pequeño de tela que empezó a desdoblar como si fuera una sábana hasta que, de repente, quedó transformado en un enorme biombo color crema. Ricitos de oro se llevó su ropa al otro lado, sin dejar de charlar con Isabel, que, animada por la alegría natural de Charo, terminó por sentirse muy cómoda con su nueva compañera, aunque fuera algo mayor.

Al rato, Charo, salió de detrás del biombo ya en sus pantalones de lino beige y su camiseta azul marino recién. La joven se desplomó sobre la cama con una sonrisa de oreja a oreja, haciendo temblar los muelles y reír a Isabel. Y por la ventana, empezaron a asomar los primeros rayos de sol. Había dejado de llover.


Después de aquella tormenta de verano del primer día, los estudiantes de los Campamentos Mágicos disfrutaron del buen tiempo durante toda la semana: días de sol y cielos despejados perfectos para las excursiones en escoba y alguna que otra salida de exploración con los maestros de Criaturas Mágicas y Herbología a lo largo de la ruta del Cares. Después de comer, muchos tenían tiempo libre para practicar hechizos, jugar o sencillamente descansar. Aunque había quien no hacía ninguna de las tres cosas. Isabel, armada con toalla de mano y neceser salió de la cabaña en pos de Charo con la idea de lavarse los dientes en los servicios, pero frunció el ceño de repente, a lo que Charo le dirigió enseguida una mirada inquisitiva. Isabel señaló con la cabeza hacia la linde del bosque, donde dos adolescentes se internaban en la espesura.

—Juraría que ese es el hermano de Carmen —comentó Charo, llevándose la mano a la frente, para protegerse los ojos del sol.

—Y esa es mi hermana —mascullo Babe, mosqueada.

Aquel muchacho moreno de pelo negro ensortijado y su hermana pasaban últimamente mucho tiempo juntos y nadie sabía a ciencia cierta a qué dedicaban aquellos calurosos ratos de asueto en los que otros jugaban al quitddich o tomaban el sol. Hasta Pablo le había preguntado por ella: «¿Y Mencía dónde anda?» y Babe había tenido que contestar que no tenía la menor idea. Y es que Mencía no le había dicho ni una palabra. ¿Desde cuándo tenían secretos la una para la otra?

—¿Estás bien? —preguntó Charo, comprensiva.

Babe tomó aire, y miró al cielo.

—Sí, sí, no te preocupes. Vamos yendo...

—¿Seguro?

Babe afirmó con la cabeza y Charo suspiró. En ese tipo de momentos de sentía tentada de relajar su mente durante unos segundos y utilizar su don para bucear en cabezas ajenas. De niña, solía usar sus dotes legeremánticas de manera inconsciente y como método para detectar mentiras, pero había perfeccionado la habilidad con los años. No era capaz de leer los pensamientos todavía, o no de forma clara y definida, porque ese era un arte complejo que exigía mucho entrenamiento, pero sí notaba y descifraba los sentimientos, emociones y hasta las sensaciones físicas de los demás, puede que incluso antes que ellos mismos fueran capaces de verbalizarlas.

Sin que Babe fuera consciente, Charo decidió finalmente dejarle su espacio y las dos chicas echaron a caminar en dirección opuesta a la que habían tomado Mencía y Marcos, ya desaparecidos tras la primera línea de árboles a los pies de la montaña. De camino a los baños femeninos, Isabel y Charo se toparon sorprendidas con un conflicto juvenil: Dos niñas como dos gotas de agua se dedicaban a pegarle empujones a otra más pequeña hasta que una cuarta intervenía muy enfadada y se ponía a pegar voces, hecha un basilisco. Entretanto, tres monitores, no muy lejos de allí, jugaban a los naipes explosivos.

Alejandro cortó la baraja y Guille procedió a repartir las cartas en tres montones, uno para Sara, otro para Alex y otro para él. Eran las dos de la tarde y se sentaban a la sombra de un gran roca, sobre una toalla extendida en la hierba mientras vigilaban a los enanos jugar al quitdditch sobre sus cabezas. Sara Aguirre desplegó las suyas en abanico y después, miró con suspicacia a los otros dos monitores.

—Has barajado fatal, Guillermo.

—Ya empezamos...

Alejandro se echó a reír enseguida y se le cayeron las gafas de sol de Decathlon de la cabeza. Sara alargó la mano para cogerlas y devolvérselas, pero no llegó a tocarlas.

—¡Saraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa aa! —escucharon gritar a uno de los niños desde el aire.

Sara, Guille y Alex levantaron la cabeza a la vez, pero no hizo falta porque Julián y sus dos nuevos amigos, Beto y Gabi descendían y aterrizaban suavemente en el suelo. El mequetrefe de nueve años bajito, rubicundo y con gafas de aviador corrió hacia su prima y le gritó otra vez:

—¡Las siamesas malignas atacan de nuevo, Sara!

Guillermo y Alejandro compusieron caras de perplejidad, pero Sara frunció el ceño, preocupada y preguntó:

—¿Dónde están?

Julián señaló hacia al este con el dedo índice, muy serio. Sara se levantó y Guille y Alex la imitaron a regañadientes. Al último se le ocurrió preguntar:

—¿Qué es eso de las siamesas malignas?

—Dos de mi primas, creo —Guille se encogió de hombros.

—¿Son siamesas?

—Gemelas —corrigió Sara en el acto.

—¡Son el mal! —exclamaron Julián y Beto a la vez, como si lo hubieran practicado (y a Guille no le cabían duda de que lo habían practicado). Gabi soltó una carcajada. Alex, por otra parte, los miraba extrañado de que a Guillermo le salieran primos todas partes. En Madrid, que solo estaban él y Sole, se sentía pariente exclusivo, pero en los Campamentos Mágicos, los Aguirre eran una plaga.

—¿Pero cuántos años tienen?

—Catorce —dijo Julián de inmediato—. Y tienen un pufskein perverso además.

—De colorines —añadió Beto Fernández de Lama—. ¡Con los ojos amarillos!

—Bueno, ¿y qué han hecho esta vez? —preguntó Sara, impaciente.

—¡Han empujado a mi hermana! —gritó Julián muy enfadado—. ¡Si fuese más mayor, las reventaría! —El renacuajo dio dos puñetazos al aire, como un boxeador que combatía a un enemigo invisible; Beto y Gabi se echaron a reír—. Tomad esto, y esto, y esto.

—Julián, tranquilo, hombre —lo calmó Guillermo, poniéndole una mano en el hombro.

Para cuando encontraron a las gemelas Aguirre, Lorea y Nerea, ya estaban allí Isabel y Charo intentando poner orden y paz sin conseguirlo. Las dos discutían acaloradamente con una de las siamesas malignas, mientras Haizea Saínz con su mata de pelo rizado y negro como la noche, encaraba a su otra prima mayor con la autoridad que le confería la preadolescencia y su rebeldía natural. Mónica, la hermana de Julián lloraba desconsoladamente a un ladito.

—¡Lozano! —se sorprendió Guille.

—Hola —lo saludó ella, de repente, levantado la vista.

Babe y Beto intercambiaban también una mirada de extrañeza cuando Sara se puso las manos en la cadera:

—¿Se puede saber qué ha pasado aquí?

Se hizo el silencio. Después, Nerea, Lorea y Haizea se pusieron a gritar las unas contra la otra y viceversa. Guillermo aprovechó que Sara «tomaba las riendas» para acercarse a su prima pequeña aparte y arrodillarse frente a ella.

—A ver, Moni, ¿por qué lloras, tontina? Si tú eres ya muy mayor. —Guille la sonrió.

Mónica tenía once años (y ella añadía. si le preguntaban, que cumpliría los doce en noviembre), pero no los aparentaba. Era albina y muy bajita para su edad y, además, su extrema delgadez la hacía parecer frágil.

—Es que, es que, es que... —hipó ella varias veces— ¡Es que me han quitado mi moneda!

—¿Quién?

—Esas tontas —Mónica señaló a Lorea y Nerea y una de ellas (Guillermo no habría sabido distinguir cuál) les sacó la lengua.

—Bueno, no pasa nada. Ahora te la devuelven.

—A ver, ¡haya paz! —gritó Sara—. Contadme lo que querías, pero una por una, no todas a la vez. Primero, tú misma, Haize.

—¡Pero...! —protestó una gemela.

—Lorea, luego escuchamos tu versión —sentenció Sara.

Haizea sonrió muy ufana a sus primas.

—Pues Mónica me estaba enseñando una moneda muy chula que...

—¡Esa moneda era NUESTRA! —chilló Nerea—. ¡La encontró Marley en NUESTRO desván! Y ella se la apropió.

—¡Me dijisteis que no la queríais! —gritó Mónica.

—¿Quién es Marley? —preguntó Alejandro, de brazos cruzados. Lorea extendió los brazos con decisión y todos pudieron observar una enorme bola de pelo de azul, verde y rosada con ojos amarillentos la mar de inquietantes. El puffskein gruñó amenazadoramente y Alejandro pegó un respingo—. Mejor no haber preguntado —comentó por lo bajini.

—No está permitido traer mascotas al campamento, chicas —dijo Guille, muy serio.

—Si me lo quitas, le ordenaré que te muerda —dijo Lorea apretando a Marley contra sí.

Alejandro le echó una mirada a Julián y a Beto que se decían el uno al otro: «El Mal». En parte, no les faltaba razón.

—Bueno, Haize, termina de contar tu versión —dijo Sara de mal humor—. Ya requisaremos a Marley más tarde.

—Pues el caso es que Moni me estaba enseñando SU moneda —recomenzó Haizea— y llegaron esas dos arpías, que son lo peor de lo peor, y se la quitaron. Entonces Moni intento recuperarla y ellas la empujaron y la tiraron al suelo.

—¡Y esas dos niñas lo han visto! —exclamó entonces Moni, señalando a Babe y Charo, las niñas de quince y diecisiete años respectivamente. A Guillermo se le escapó una sonrisilla divertida.

—Ajá —Sara afirmó con la cabeza, para mirar después a Charo y Babe

—¿Y qué pintáis vosotras en este lío?

—Solo intentábamos ayudar —se defendió Isabel—. Pero Haizea dice la verdad. Esas dos abusonas han tirado a la más pequeña al suelo.

Sara fulminó a sus primas con la mirada.

—Ahora mismo me vais a acompañar al despacho del dire, vosotras dos.

—¡Eh! ¿Y qué pasa con Haize? ¡Me ha pegado y tirado del pelo! —Protestó Nerea.

—¡Y a mí me ha mordido! —chilló Lorea.

—¡Mentirosa! —vociferó Haizea, indignada con la última.

—Tranquilizaos las tres —ordenó Sara, impaciente—. Haizea, ¿has pegado a Nerea?

Haizea se encogió de hombros.

—Sí.

—¿Y te parece normal?

—¡Solo intentaba defender a Moni!

—¿Te parece normal? —repitió Sara con severidad.

Haizea negó con la cabeza.

—Deberías haberme avisado a mí o a cualquier otro monitor antes de haber actuado por tu cuenta. Y vosotras dos, ni se os ocurra reíros. Lo vuestro es peor: sois bastante más mayores que Mónica. ¿Cómo se os ha pasado por la cabeza...? —Sara dejó la frase en el aire—. En fin, es que no doy crédito. A ver, Lorea, entrégale el bicho a Guille, que tú y tu hermana os venís conmigo. Haize, mañana estás castigada en tu hora libre, que lo sepas.

Guille y Alejandro asintieron detrás de Sara y Charo e Isabel contuvieron la risa al verlos tan serios. Lorea dejó a Marley en la palma de su primo con mucho cuidado antes de marcharse tras Sara y no sin dedicarle antes una mirada asesina.

—Moni, ¿te vienes a jugar al quitdditch con nosotros? —Le preguntó Julián a su hermana y ella sonrió y se limpió las lágrimas con el puño. Al final, Beto, Gabi, Julián y ella se despidieron de los mayores y se fueron por su lado. Isabel y Charo decían también su adiós con intención de llegar al baño en algún momento de la tarde cuando la segunda vio un resplandor entre la hierba y se agachó para tomar entre sus dedos una moneda grande de bronce con aspecto antiguo. Había una palabra escrita en una de las caras, pero, por alguna extraña razón, no podía leerla. Pestañeó y volvió a intentarlo.

En ese momento pasaron muchas cosas insólitas e imprevistas. La primera de todas ellas fue que Marcos Aguirre apareció agarrado de la cintura de Mencía Fernández de Lama, los dos surfeando en una tabla de planchar voladora a toda velocidad. Isabel pegó un grito de asombro y Guille dejó caer a Marley de la sorpresa. Entonces, Charo, fascinada aún por la moneda, leyó en voz alta la palabra misteriosa:

Hispanii.

De pronto, se escuchó una gran explosión y de las manos de Charo salió un haz de luz blanca vertical. El cielo azul se nubló de repente y resonaron truenos en lo alto. A Guille se le salieron los ojos de las órbitas cuando vio a la amiga de su hermana ser absorbida poco a poco por aquel rayo luminoso y saltó hacia ella para intentar agarrarla e impedir que luz se la tragara, pero él, Charo y Marley se desvanecieron en unos segundos dentro del rayo de luz, que se ensanchó hasta llegar a Isabel y Haizea. La primera se puso delante de la más pequeña para intentar protegerla, con los brazos extendidos y los ojos cerrados, pero fue en vano. Ellas también desaparecieron.

—¡Babe! —gritó Mencía de lo alto, horrorizada. Mencía frunció el ceño y con determinación dirigió la tabla de planchar hacia la luz. Marcos y ella entraron y se desvanecieron justo cuando esta iba a devorar a Alejandro, que, inmóvil, había entrado en pánico. Entonces, hubo un segundo estallido, el cielo se despejó, la luz blanca se extinguió en una onda expansiva que recorrió todo el campamento. Solo entonces, volvió la calma.

Alejandro Lucena se llevó la mano al pecho y dejó salir todo el aire que había mantenido en los pulmones. Cayó de rodillas al suelo sobre la hierba desnuda y perdió el conocimiento.

Una hora después, Valencia

Restaurante Las Hogueras

Cuando sonó el teléfono por primera vez, Javier Sainz estaba en medio de su chiste favorito, el del trasgo, el cíclope y el mago que se van de pesca. Se disculpó y puso el móvil en silencio. Nadie se lo tuvo en cuenta y uno de sus socios, José Ignacio Pizarro, le instó a que continuará, muy intrigado, así que enseguida se le olvidó la llamada.

El dueño de Las Hogueras era amigo íntimo de Miguel Ferré, otro de sus socios, y les habían emplazado en la mejor mesa, una con vistas al mar. La comida, como siempre, una delicia y el vino, cortesía de bodegas Felices, excelente. Leyre, en su papel de representante, había expuesto hacía poco las previsiones para la cosecha de viura mágica y habían llegado a un acuerdo de cantidades y precios con los Moltó. Por lo demás, la velada estaba siendo encantadora, incluso tratándose de una cena de negocios, pero es que, en buena compañía, todo sabe mejor.

Ana y Amparo Vilamaior se rieron con ganas al terminar de contar el chiste, pero Javier echó de menos las risas de su mujer. Miró a su derecha y le sorprendió ver a Leyre mirando ceñuda la pantalla del móvil. Treinta llamadas perdidas, nada más ni nada menos.

—Creo que llaman de los Campamentos Mágicos. ¿Les importa si...?

Ana fue la primera en decirle que no había problema. Leyre sonrió y retiró la silla hacia atrás para levantarse y alejarse un poco. En ese momento, sonó otro de los aparatos de telefonía móvil. Esta vez el de José Ignacio, que miró a su mujer antes de comunicarle:

—Es Ceci.

Ella se encogió de hombros y él acabó por descolgar:

—Sí.

Mientras tanto Miguel intentó entablar una conversación paralela con Javier sobre la elaboración del Félix Felicis, cuando se José Ignacio pegó un brinco al tiempo que Leyre gritaba el nombre de su marido.

—¿Pero qué pasa? —preguntó Amparo, confundida.

—¿Leyre, qué...?

—Babe y Mencía han desaparecido con otros cuatro chavales en los Campamentos —explicó José Ignacio, colocando la silla bajo la mesa, preparado para salir pitando.

Hubo un «¿Qué!» generalizado en la mesa.

—Javi, Haize... —susurró Leyre, pálida.

Javier entendió el mensaje sin necesidad de más.