Atenea caminaba de la mano de su amado esposo, se sentía bien el estar a su lado, lo amaba más que a nada en su inmortal vida; no se arrepentía de la decisión que alguna vez tomó.
Recordaba aquellas voces que alguna vez le habían dicho que estar con él era el peor error que podía cometer.
Se habían equivocado tanto, nunca en su existencia había sido tan amada y protegida al mismo tiempo como lo era ahora. Recordaba aquella lucha diaria con su familia; los momentos en los cuales estaba a punto de caer, pero al verlo lo olvidaba todo, nunca se dejó vencer, era la diosa de la sabiduría, de la guerra, las estrategias y en sus planes jamás estuvo dejarse subyugar.
A veces cuando todo parecía imposible de soportar recordaba aquellos ojos esmeralda que brillaban cada vez que la miraban, aquel porte pulcro y atractivo de su amado; nunca se conformó con verlo a escondidas, y a pesar de que su amor era prohibido para todos, él le daba color a su vida, anhelaba amanecer a su lado diariamente, quería gritar su amor a los cuatro vientos, que nadie los juzgara por haberse enamorado el uno del otro y sobre todo por haber rompido su voto de castidad, pero que culpa podía tener si el amor la invadió sin avisar.
Siempre habla con su padre y aunque él jamás estuvo de acuerdo aprendió a aceptar su amor, al fin y al cabo era su hija favorita. Todos los olímpicos la veían como la diosa que se atrevió a desafiar al mismísimo Zeus por amor.
En su rostro siempre hay una sonrisa de satisfacción porque sabe que al fin es feliz y libre por amor.
