Un día cualquiera
Con un fuerte sentimiento de desgana pegue un trago de nuevo a la cerveza, la verdad es que era realmente asquerosa. Sacudiendo la cabeza ante lo odioso de mí trabajo en ciertas ocasiones, miré alrededor tratando de discernir si había algún peligro potencial. Hacía ya casi quince minutos que mi compañero, un tal Ebert o algo así, había ido a la parte de atrás de la taberna a hablar con el muchacho al que buscábamos. Ciertamente detestaba trabajar con los jóvenes, nunca hacen caso de los mayores, y estaba casi seguro de cómo iba a terminar todo esto. Apenas unos instantes después se confirmaron mis sospechas cuando, tras oír un rugido, mi compañero atravesó la pared y fue a estamparse contra la barra.
- No funcionó, ¿verdad? – le comenté pegando un trago de aquel repugnante brebaje
Ebert se limitó a gruñirme de la que se incorporaba. Mientras tanto los atónitos lugareños observaban la escena sin saber muy bien que sucedía. De pronto del agujero de la pared surgió una criatura realmente grotesca: tenía el cuerpo deformado, la cabeza pequeña y una terrible aura mágica a su alrededor. Ebert empuñó con fuerza la espada y comenzó a avanzar hacia ella mientras el resto de personas huían asustadas. Justo cuando mi compañero pasaba a mi lado estiré la pierna y le puse la zancadilla; cayó de bruces y perdió su arma.
- ¿Se puede saber qué coño haces? – me preguntó – ¿eres…?
Se interrumpió al pasar sobre su cabeza un chorro de energía mágica que calcinó un metro de la barra al impactar.
- Punto uno – le instruí mientras me levantaba – siempre atento a perturbaciones mágicas.
Me bebí lo que quedaba de ese meado de cabra y le estampé la jarra en la cabeza al bicho.
- Punto dos, trata siempre de ganar una pequeña ventaja.
Golpeé con el pomo de la espada a la aturdida criatura en donde debería estar el estómago y en cuanto se dobló le enterré el arma en la espalda.
- Y punto tres, mira siempre en la trastienda. – mientras decía esto concentré mi energía y, mientras mi puño brillaba, apunté hacia una puerta lateral por la que salía una nueva abominación.
Hubo un potente destello y la otra criatura se desplomó muerta. Saqué la espada de las entrañas del monstruo y tras besar el cristal de su empuñadura murmuré:
- Gloriosa Andraste purifica este lugar de lo impío y divino Hacedor acoge en tu seno las pobres almas de estos hombres.
- Joder – dijo Ebert, levantándose de nuevo – eso no nos lo enseñan en el entrenamiento.
- Todo lo que han tratado de explicarte no sirve para nada. – le contesté de la que me sentaba – Hay cosas que solo aprendes con la experiencia.
En ese momento me dio una fuerte tos y noté algo cálido en la comisura de los labios. Con el guante me limpié la sangre de la boca y ordené a gritos a los aldeanos, que miraban desde la puerta, que recogieran aquel lio y que me diesen otra jarra de aquel mejunje apestoso.
Desde luego que mi trabajo era verdaderamente aburrido, hacía años que no tenía una misión mínimamente emocionante o al menos con la que no me sintiese mal cumpliéndola. Perseguir a chiquillos demasiado asustados para que pudiésemos ayudarlos no era algo precisamente muy satisfactorio. Por un momento me vino a la mente la imagen del niño rubio de unos doce años que había ido con Ebert al reservado. Meneé la cabeza y volví a sumergirme en la jarra que pusieron ante mí.
