El doctor Watson llegó de trabajar a las 22:00 en punto. Cansado, hambriento y determinado a ignorar cualquier locura por parte de su compañero comenzó a subir las escaleras.
Sin embargo, toda su determinación se esfumó de golpe cuando abrió la puerta y se encontró a Sherlock acurrucado en su sofá, silencioso y extraño. Se acercó a él y comenzó a examinarle, preocupado. El detective refunfuñó algo, pero se encontraba tan débil que se dejó hacer.
-Tienes fiebre, Sherlock…
-No es cierto, sólo hace un poco de frío.
-Estás ardiendo y soy médico… -declaró John –Estás resfriado, y te lo has ganado a pulso.
-¡No seas ridículo, John! –exclamó el detective –Yo no me pongo enfermo. Y aunque lo estuviese, es terriblemente cruel que me digas que me lo merezco…
-Ayer. Te tiraste. Al Támesis. –le reprochó con una mezcla de enfado y sorna –¿Cómo se te ocurrió hacer eso? ¡Estamos en pleno febrero, por el amor de dios!
-¡Había una prueba hundiéndose! ¡Era de vida o muerte! –argumentó Sherlock intentando defenderse ante la escéptica mirada del doctor –Oh, vamos, John… Sabes que si no me hubiese tirado el caso seguiría sin resolver.
-Bien… Has resuelto el caso y conseguido un maravilloso resfriado. Felicidades, Sherlock –respondió sarcástico John Watson –Ahora, será mejor que te metas en cama.
-¡La cama es aburrida! –refunfuñó en respuesta.
-¡A la cama, Sherlock! –repuso John en el autoritario tono militar que utilizaba en los arrebatos de infantilismo del detective –Subiré en un momento.
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No habían pasado ni cinco minutos desde que el detective se había metido en su cama, tiritando y con un terrible dolor en todo el cuerpo cuando John apareció por la puerta cargado con un arsenal de mantas, un termo y un termómetro. En los siguientes cinco minutos Sherlock sufrió que le tomasen la temperatura, fue obligado a beber algo caliente, abrigado y amenazado con cosas terribles en caso de atreverse a salir de la cama.
Y durante ese tiempo, observó la preocupación en el rostro de John. Y se sintió culpable por ser tan impulsivo.
Por eso estuvo quieto, prácticamente no dijo nada y no contradijo en ningún momento las órdenes del doctor.
-Bueno… La fiebre ha bajado. Tendrás que guardar cama un par de días y te pondrás bien de nuevo –suspiró John –Llamaré al trabajo y me tomaré la semana libre.
-No es necesario.
-No me fío de ti… Sé que te escaparás para ir a hablar con la calavera, o sabe dios lo qué.
Sherlock le dedicó una mirada fingidamente ofendida y le sonrió.
-Gracias, John… Y siento haberme tirado al río. No lo volveré a hacer nunca más.
El médico le sonrió y asintió, besándole suavemente en la mejilla.
-Bueno… Creo que mejor será que me vaya a dormir. Estoy agotado… -murmuró estirándose mientras se dirigía a la puerta.
-¿John? –llamó el detective.
-¿Hmmm? –John le miró girándose.
-¿Crees que podrías dormir hoy conmigo? –preguntó con un tono demasiado tímido para como solía ser Sherlock Holmes.
El doctor suspiró, y volvió sobre sus pasos, metiéndose en la cama y acomodándose en el pecho del detective.
-Sherlock…
-¿Sí?
-Cómo me lo pegues, te acuerdas de mí.
