¡Saludos! Cuando la inspiración fluye, no queda más que hacer el intento y plasmarla en forma de historia. Una nueva historia mía en este fandom, un intento en este género particularmente. Agradezco a todas las personas que se toman un tiempo para leer mis historias, en verdad los aprecio mucho, gracias y espero que les guste lo que viene a continuación.

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En la época del mito

Aún recordaba, a la perfección, cómo se había percatado de su existencia. Y es que había sido bastante "común": sentado en su trono de oro, contemplando el vasto mundo desde el cielo. A sus ojos había embelesado la figura de aquel joven pastor. Era el mortal más hermoso que hubiera visto. Y él, cansado de mantener relaciones con mujeres, sintió deseos de "probar algo nuevo".

Su hermana Hestia había sido su confidente. La única que conocía los deseos del dios de cielo. La diosa estaba asombrada con la forma en que su hermano menor se expresaba de aquel hermoso mortal. A menudo, ella le preguntaba si comprendía el sentimiento que el joven estaba despertando en él. Y esas palabras eran reflexionadas por el padre del cielo, continuamente.

"Sigue lo que te dicte tu corazón", había dicho Hestia, sabia como ninguna. Y eso era precisamente lo que Zeus haría. Aunque, quizás su forma de "seguir al corazón" no había sido la más "correcta". Y es que secuestrar a un joven y llevárselo al Olimpo, era un método poco ortodoxo. Pero a Zeus poco le importaban las opiniones de los demás, él quería a Ganimedes y nadie lo separaría del jovencito.

Pero, ¿qué pensaba el joven Ganimedes acerca de esa nueva "etapa" en su vida? De pronto se había convertido en el amante de la deidad más poderosa del Olimpo. Inmortalizado por Zeus para permanecer joven y hermoso. Él, a quien se le dio el honor de convertirse en el copero de los dioses. Y entonces llegó ese momento en el que todo le parecía demasiado. Pero no podía abandonar el Olimpo, no se atrevía. ¿Por qué?

¿Qué era lo que pasaba por la mente de Ganimedes?

¿Amor, acaso? Un dios se había fijado en él. Eran todas nuevas sensaciones para el joven Ganimedes, que de pronto se había visto llevado al Olimpo, el lugar más sagrado para su gente, junto al dios más importante, el poderoso Zeus, para desconcierto de unos y molestia de otros.

¿Y Zeus? Zeus estaba seguro de algo: El amor que sentía por el joven Ganimedes era puro y sincero, uno que no había sentido en mucho tiempo. Más allá del simple deseo carnal. Más allá de las barreras del género.

Aquel era un día que, para cualquier otro dios o mortal, podría parecer completamente normal y rutinario. Pero, para Zeus y Ganimedes, los días tenían otro color desde que se conocieron. Cada día aprendían algo nuevo del otro. Cada día encontraban algo que los sorprendiera, como aquel día de otoño en particular, cuando el dios padre decidió darle a Ganimedes un regalo que ninguno de sus otros amantes había tenido el honor de poseer.

Recostados sobre el lecho de Zeus, con la cabeza del más joven sobre el fuerte pecho del dios de cabellos plateados, y la apariencia de un hombre de mediana edad. Si se preguntan por la apariencia del hermoso Ganimedes, les diría que se trataba de un muchacho de largos y lisos cabellos aguamarina; con dos magníficos zafiros por ojos. Esos zafiros que habían capturado por completo el corazón del dios de los cielos.

Ganimedes levantó la mirada para perderse en los penetrantes ojos azul celeste de su amante. Zeus le devolvió una sonrisa seductora, que hizo que el muchacho cubriera su desnudez con la suave manta blanca de lino. La sangre se agolpó en las mejillas del hermoso joven, cuando Zeus acarició su firme pecho por encima de aquella prenda que comenzaba a molestarle.

El muchacho enterró su sonrojado rostro en el pecho de Zeus, colocando sus finos brazos alrededor de la cintura del mayor. Zeus le correspondió de igual manera, aspirando el dulce aroma de aquella sedosa cabellera que bajaba, pícara por la espalda de chico. Las manos del dios viajaron por la piel descubierta de aquel cuerpo que adoraba. La quietud de la noche sólo fue rota por la melodiosa voz de Zeus, diciendo:

– Tengo algo para ti – el chico le devolvió una mirada de confusión – Un regalo.

– Mi señor Zeus – Ganimedes se separó de Zeus y levantó la cabeza – su amor, su compañía, son los más grandes regalos que puede otorgarme. Mientras esté a su lado, no necesito nada más, por eso…

Zeus colocó su dedo índice sobre los labios del muchacho, quien volvía a sonrojarse. El dios levantó la mano y señaló al cielo. Las estrellas se extendían en el manto negro de la noche, sobre sus cabezas. Con un ágil movimiento de su mano derecha, Zeus acomodó un grupo de estrellas a su voluntad. Volvió a sonreírle a su amante, diciendo:

– Para ti, el copero de los dioses, mi amado Ganimedes – el muchacho contempló el cielo, con ojos brillantes – Acuario, esa constelación… es tuya.

Las pupilas del muchacho se dilataron, al escuchar aquellas palabras saliendo de la boca de su amante. Miraba alternadamente al cielo y a Zeus, sin dar crédito a lo dicho anteriormente por la deidad.

– Mi señor Zeus…

– Después de todo este tiempo… ¿Y aún no te acostumbras a llamarme simplemente "Zeus"? – replicó el dios, con un fingido dejo de reproche. Sonrojado, Ganimedes no pudo replicar, simplemente volvió a mirar hacia el cielo.

– El brillo de Acuario… es hermoso.

– El brillo de ninguna estrella podrá jamás compararse con el tuyo, Ganimedes. No hay estrella en el firmamento que resplandezca con la misma intensidad que tú. Y estoy seguro que nunca la habrá.

– Zeus…

Esta vez su nombre salió de los labios del joven sin ningún "molesto" honorífico. Ganimedes levantó la cabeza, buscando los labios de su amado. Manos traviesas recorrían el cuerpo del otro, palpando, emocionadas, como si fuera la primera vez que se tocaran. Labios que se buscaban. Lenguas que jugueteaban. Una promesa de amor eterno, sellaba con la unión de cuerpo y alma.

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Ενυδρείο

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Santuario, Grecia.

El joven aprendiz de Escorpio, Milo se encontraba tendido sobre el piso de piedra del Coliseo. Sus ojos contemplaban con admiración el manto negro extendido por Nix, adornado por las pequeñas luces, que se le antojaban incontables, como los granos de arena de la playa.

Sus hermosos ojos color turquesa examinaban ensimismado la constelación que brillaba con mayor intensidad en el cielo esa noche: Acuario. El pequeño dibujó con su mano la forma de aquella constelación que, por alguna razón, lo atraía de sobremanera. Y, cual imán atrae al metal, los ojos del pequeño se vieron atraídos hacia una pequeña figura, que se sentaba en las gradas del coliseo.

La luz de la luna iluminaba su pálida piel, dándole una presencia casi divinizada a aquel frío joven que había llegado desde Siberia con su maestro; el aprendiz de Acuario. Camus. Ese era su nombre, uno que nunca olvidaría, porque se había prometido a sí mismo convertirse en su amigo. Y no sólo su amigo: su mejor amigo, su confidente. Alguien a quien pudiera confiarle sus temores, sus deseos, sus añoranzas, sus sueños.

El chico de cabellos aguamarinas contemplaba con atención un colgante que cargaba en su mano derecha. Milo notó cómo un suspiro escapaba de sus labios, al tiempo que aquellos inexpresivos ojos se posaban en la misma constelación que él había estado contemplando. Luego, por un segundo, los orbes azulados de Camus se cruzaron con los de Milo.

Milo notó que las facciones de Camus se tornaron en una expresión de sorpresa, a la cual él respondió con una sonrisa, de esas tan encantadoras que nadie podía resistir. Nadie excepto Camus, según parecía, pues el chico simplemente volteó su vista de regreso al cielo, ignorando la penetrante mirada de Milo, que no se había despegado de él.

Lejos de decepcionarse o enfadarse, como la mayoría de gente a la cual Camus olímpicamente ignoraba, Milo se formó la firme convicción de acercarse al aprendiz de Acuario, aunque le costara toda una eternidad. Y es que, muy en el fondo, el pequeño Milo sentía que él y Camus se conocían desde siempre.

– Quizás en una vida pasada – murmuró para sí, volviendo sus ojos hacia su constelación guardiana.

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σκορπιός

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Templo de Acuario.

El santo dorado de Acuario, Camus, se levantó súbitamente de su lecho, incorporándose con la respiración agitada, el corazón latiéndole desbocado y la frente bañada en sudor. Se llevó las manos al rostro para cubrirlo con estas, al tiempo que forzaba a su mente a tratar de recordar el aquel sueño que desde hacía semanas se repetía, interrumpiendo su descanso.

– ¿Estás bien?

Camus pegó un brinco y entornó la mirada. Milo yacía recostado en el marco de su puerta. Tan alterado estaba, que no se había dado cuenta del momento en que su mejor amigo se había internado en su templo y llegado hasta sus aposentos. Milo se sentó al borde de la cama, mirando al otro, con gesto preocupado. Estiró la mano para acariciar – más bien rozar, levemente – la mejilla de Camus, que dio un respingo y volteó el rostro, evitando mirar al Escorpión a los ojos.

Y es que desde hacía tiempo no toleraba que el otro rozara su piel siquiera. Porque un simple roce de aquella piel acanelada era suficiente para despertar en él sensaciones de las cuales creía carecer.

– ¿Ese sueño, otra vez? – Camus asintió, despacio – ¿Has logrado recordar de qué se trata?

El rostro de Camus se contrajo en una mueca de frustración. Los recuerdos parecían estar frescos en su memoria, justo antes del momento en que se despertaba súbitamente. Y, aunque lograra volver a dormirse, al despertar no recordaría nada. Nada más que una voz que lo llamaba, incesantemente.

"Regresa a mi lado"

"Tú me perteneces, para siempre"

Camus se dejó caer, apoyando la frente en la espalda de su amigo, mientras un suspiro de frustración escapaba de sus labios. La particular y embriagante esencia de Milo inundó sus sentidos y sintió sus párpados pesados. Y sonrió. Pues nada se podía igualar a la tranquilidad que la simple presencia del joven de azulinos cabellos le brindaba. Al mismo tiempo, aún sentía una inquietante presión en su pecho. Tenía que esforzarse por recordar esos sueños. O, de lo contrario, no podría volver a descansar tranquilo.