Le doy un sorbo a mi taza de té. En estos momentos lo único que puede tranquilizarme es el cálido líquido con el aroma a bergamota. Debo agradecer que hace más de 100 años el conde Charles Grey descubrió el té que estoy bebiendo. La primera vez que me lo dio a probar estaba teniendo una discusión con la reina Victoria y, después de probarlo, nunca más volví a mostrar un signo de enojo siempre y cuando tuviera mi taza de té a un lado.

Es por eso que en cada maldita reunión de países traigo conmigo mi taza y mi bolsa de té. Mientras los demás países sin clase beben esa carga de cafeína con agua, azúcar y leche, yo muestro mi calma y mi pose de caballero inglés bebiendo discretamente de mi taza una infusión que, aunque nunca lo diré en voz alta, agradezco enormemente a Yao por habérmela dado a probar.

No pude evitar suspirar. Alguien debería de decirle a Ludwig que, a pesar de que estoy agradecido por su intento de producir orden en la reunión, sus gritos algún día me romperán los tímpanos y sus golpes en la mesa la destrozarán. No sé qué es peor, si Alemania a punto de entrar en un ataque de ira o la indiferencia que muestran los demás hacia sus gritos.

Al fin los calló. Desafortunadamente, han pasado veinte minutos desde que comenzamos y aún no se ha discutido nada importante. Debí de haberme traído dos bolsas de té.

—¡Silencio todos! Yo, como héroe de este mundo, propongo que creemos una nueva moneda basada en el dólar. Así Grecia podrá estar a salvo y no tendrán que preocuparse más por el Euro.

¿En serio yo crié a ese idiota? Cada vez que lo veo me doy cuenta del grave error que cometí al haber querido cuidar a ese malagradecido. Después de que me abandonó con su estúpida independencia, todavía esperé a que se desplomara como nación, pues a mis ojos sólo era un niño. Para mi sorpresa y mi gran orgullo, ahora la mayoría de las naciones dependen de él y de su ridículo McDonald's.

Le doy otro sorbo al té. A este paso me saldré de la reunión gritando e insultándolos a todos.

Pasó una hora y yo ya estaba perdiendo la paciencia -naturalmente no tengo mucha-. Ahora todo era una discusión de Japón apoyando la idea de un robot gigante de América mientras que Suiza los regaña a los dos. Hubiera pasado por alto esa incongruente pelea de no ser porque mi nombre salió a tema en la discusión.

—¡El robot podría hacer de todo! Podría volar y caer encima del palacio de Westminster, así la reina ya no andaría molestando y podríamos poner al fin un sistema de república federal y no una monarquía.

Escupí el té. Nadie se mente con la reina.

—¡¿Qué acabas de decir, maldito niño emancipado?!

—Vamos, es una gran idea. Ya pasó de moda eso de los reyes. Ya ni poder tienen. Deja de comportarte como un anciano y acepta un nuevo tipo de gobierno.

—No podía escuchar menos de un mocoso que tiene nula idea del gran honor que es ser llamado reino —dije a la vez que me ponía de pie—. Este tema está fuera de lugar. ¡El reinado sigue en Inglaterra como lleva siéndolo desde hace mil años!

—No te enojes Iggy. No te pasaría nada malo. Ve a Francia —me contestó, señalando al hasta ahora callado francés—, él dejó de tener reyes después de su revolución y sigue en pie.

Después de ser convocado, ese idiota amante del vino llegó con su característico aroma a flores y ese acento tan desesperante y tranquilo que tiene. Al de sentir una mano suavemente apoyada en mi hombro, supe que el té ya no podría hacer nada para apaciguarme.

—Me alegra saber que América me toma como ejemplo a seguir. Desde hace tiempo que le he dicho a Arthur que siga mis pasos y deje a un lado a esos tontos reyes suyos.

Como si fuera aceite hirviendo, hice a un lado esa mano blanca. Lo último que necesitaba era una discusión con las dos personas que más odio en mi vida.

—¡Cállate, Francis! No olvidemos que tú fuiste el que manchó la mente de Alfred cuando apenas era un niño con esas tonterías de libertad y de ser una república.

—¡Yo no era un niño, Inglaterra! Deja de tratarme como si fuera tu hijo.

—Lo eras hasta que este bastardo llegó para alejarte de mí.

—Amor, por favor intenta calmarte, estas sacando temas muy delicados para nosotros.

Como si eso me importara. Yo ya estaba furioso. Después de conocernos tanto tiempo, ya todos deberían de saber que es fácil hacerme enojar, y escuchar a Alfred diciendo que él ya era un adulto y Francis pidiendo que me calmara era ya bastante irritante.

—No me digas que me calme, Francis. ¡Y no me llames amor! ¿Cómo no me voy a enojar si quieren quitar a mis reyes y recordándome cosas como la independencia de este… ¡de este idiota!

—Inglaterra, era broma lo del robot en tu país. Tranquilízate.

No lo escuché, mi cabeza estaba en otro parte, recordando cosas del pasado relacionadas con la independencia. Aún me duele recordar eso, y parece que a Alfred no le importa cómo me siento. Y no sólo él, a nadie le importa lo destrozado que me sentí al perderlo, y todavía Francis me insiste en que no saque a discusión ese tema.

Lo que le dije después sería algo fuera de lugar, algo digno de un "mal día" que sólo empeoró a causa de mi inestable temperamento y mi lengua floja.

—¿Ahora es cuando dices que no saquemos temas delicados? Si mal no recuerdo, cuando ayudaste a Alfred a independizarlo de mí, no pensabas que fuera un tema delicado. ¡Tú sólo estabas buscando venganza!

Todos se habían callado y se nos quedaban viendo a nosotros tres. No creyeron que una reunión iba a terminar de esta manera. Era cierto que estábamos hablando de cosas dolorosas, no exactamente por la independencia de Estados Unidos, sino por temas que tanto Francis como yo juramos nunca volver a tocar, y que ahora, por nuestro descuido, estaban saliendo a la luz y trayendo recuerdos ya olvidados.

Francis, al escuchar la palabra venganza, se me quedó viendo de tal manera que supe que había cometido un error. Por culpa de mi arranque, ahora era él quien estaba enojado, y yo, arrepentido, con ganas de regresar el tiempo a hace cinco minutos y decirme a mí mismo que debía de guardar la calma. Pero ya era demasiado tarde.

—Francis, no es lo que quise decir. Yo… estaba enojado por lo que dijo Alfred.

—¿Venganza, Arthur? ¿Dices que lo que yo hice fue venganza? Creo que de todos nosotros nadie conoce mejor esa palabra que tú. Nadie de los de aquí ha sido capaz de lo que tu me hiciste por esa estúpida venganza. Gracias por recordarme que tú me quitaste lo más importante en mi vida.

Salió de la sala. Hubiera preferido que mil dagas me hubieran atravesado, hubiera preferido que Alfred quitara a mis reyes, hubiera preferido cualquier cosa con tal de no ver esa mirada de odio y dolor en esos ojos azules normalmente alegres y seductores. Una sensación ya olvidada resurgió en mí, cuando hubiera dado mi vida con tal de hacerlo feliz.

Soy una persona muy orgullosa y siempre aparento que nada me puede herir, pero Francis es la única persona que conozco que puede lograrlo. En estos momentos no soportaba la mirada de todos sobre mí.

Me dirigí a mi asiento y comencé a recoger mis cosas sin ver nada que no fueran mis papeles. Ya estaba pasando por demasiada vergüenza como para que los demás vieran mis ojos llorosos.

Nadie se atrevía a decir algo, o más bien, nadie sabía qué decir para calmar el ambiente. Sólo el sonido de unos pasos que se me acercaban era lo único que rompía ese silencio tortuoso.

Era Alfred. Lo conozco desde bebé como para saber que de él es el sonido de los pasos, pero en estos momentos no quiero que nadie me hable. Recojo mis cosas lo más rápido que puedo, sin orden. Quiero salir lo antes posible de ese lugar.

—Espera.

Era la voz de España deteniendo a Alfred. Quizá era porque habíamos sido grandes enemigos hace siglos, pero ese español era de las pocas personas que me atrevo a decir que realmente me conoce. Le agradezco internamente que haya detenido a Alfred, ya que, con las lágrimas recorriendo mis mejillas, hubiera sido muy difícil poder fingir el estado de calma y orgullo que tanto me caracteriza.

No me fijé en los demás, apenas acabé de recoger todo salí corriendo del lugar. No quería consuelos, ni regaños o reclamos, lo único que quería no lo podría lograr jamás.

Salí corriendo, y no precisamente a buscar a Francis. Aunque hubiera logrado encontrarlo, no habría sabido qué decirle, no después de haberle recordado cosas tan dolorosas.

Me subí al carro, sin saber cuál sería mi destino. No quería ir a mi hogar, pues estar encerrado siempre me hacía sentir peor.

Anduve por la ciudad sin rumbo fijo, cansándome más del sonido de los carros y la gente. Tenía que salir de la ciudad.

Me alegro de que la reunión hubiera sido en Swaffham, pues saliendo de la ciudad tenía acceso a grandes campos que no se verían en lugares como Londres. Así que continué manejando hasta llegar al campo abierto, donde no había más que árboles y césped, nada de gente hablando ni de música proveniente de las tiendas. Habría puro silencio en ese lugar de no ser por el movimiento de las hojas y el canto de algún pájaro.

Caminé hasta sentarme debajo de un árbol. No importaba cuánto tiempo pasara, al haberme criado en bosques y valles, era natural que siempre volviera a ellos. Son el único lugar donde me puedo sentir realmente tranquilo.

Sin embargo, esta vez no era así. Aunque me relajaba estar bajo la fresca sombra de aquél árbol, en mi interior aún sentía esa opresión, la opresión que sólo siento cuando hay culpa en mi conciencia.

Intentaba convencerme de que no debía de sentir culpa, de que todo había sido causado por las incongruencias de Alfred y la presencia de Francis. Pero apenas me aseguraba que no había razón por la cual sentirme así, entonces esos ojos azules, acusadores y llenos de resentimiento aparecían en mi mente como si estuviera viéndolos directamente, recordándome que yo tenía la culpa de lo que había sucedido en la junta y de lo que había sucedido hace ya tanto tiempo.

Sé que, aunque pasen mil años, Francis nunca me perdonará. Lo sé porque yo tampoco podré perdonar las cosas que me ha hecho. No sé si han sido peores o no, pero sé que nos hemos hecho tanto daño entre nosotros que el término amistad no es lo que realmente caracteriza a nuestra relación.

Lo medité un poco. Después de habernos hecho tanto daño, ¿cómo es posible que nos sigamos hablando?

La respuesta me vino como un rayo de luz en un día nublado.

No siempre nos hemos odiado. Aunque a las naciones más jóvenes les cueste trabajo entenderlo, la verdad es que entre los dos hubo ese amor que sólo se ha visto reflejado en la novela de Romeo y Julieta. Ese amor tan típico de los adolescentes que, por desgracia, les tocó a dos personas que no sólo eran jóvenes, sino dos reinos que tenían sus sentimientos a flor de pie y que creyeron que los finales felices sí existían.

¡Cómo amé a Francis! Recuerdo esos días en los que no pensar en él era algo imposible, y me atrevo a decir que él sentía lo mismo hacia mí. Hice todo por él, hasta convertir a mi corte en una corte francesa. Tenía reinas de Francia y el idioma oficial del reino era el francés; todo eso hacía por amor a esa nación que me enloquecía con su dulce aroma y esa voz tan pasional.

Me empecé a quedar dormido, tranquilizándome al recordar esas cosas que ya habían quedado tan guardadas al punto de casi desaparecer. Aún recuerdo, me dije. Todavía puedo llegar a sentir esos brazos abrazándome y esos labios susurrándome palabras de amor.

Todo se estaba volviendo tan pacífico, regresando a esos antiguos días y dejando a un lado la pesadez de la modernidad, dejando a un lado las reuniones sobre economía, sobre tecnología, y principalmente, haciendo a un lado la reunión del día de hoy.

Tuve un sueño pacífico, en donde viejos recuerdos aparecieron como una película. Regresé a una época en donde el odio y el desprecio no estaban en mi vocabulario, en donde todo parecía ser próspero y duradero. En donde Francis y yo éramos sólo dos enamorados que creían en el amor eterno.