Nos veremos en Kings Cross
Kings Cross de nuevo.
La primera vez pensó que el encontrarse en una estación de tren tenía cierto valor metafórico, incluso resultaba hermoso de una forma poética y (eso sólo lo comprendería mucho después) algo retorcida. La segunda se maravilló por lo que suponía manejar el tránsito de un alma de un mundo a otro, embarcarla en un viaje cuyo destino aparecía envuelto en la neblina de lo desconocido, o, por el contrario, hacer lo posible por reconducirla a la tierra, si es que sus raíces aún seguían ancladas en ese lugar. La tercera apreció que se le diera la oportunidad de hacerlo una vez más, de ayudar a una de las personas con las que había compartido existencia a dar su paso más difícil, impartiéndole la última de sus lecciones. La septuagésimo primera vez... bueno, fue a partir de ahí cuando le empezó a costar esfuerzo sonreír.
No había sido elección suya, al menos no de forma consciente. Quedarse o partir hacia ese algo más, la decisión debía ser tomada entre esas dos opciones. Nunca había oído nada parecido a ese a medio camino en el que él se encontraba.
No estaba seguro de cómo había llegado hasta allí, ni siquiera estaba seguro de ser él mismo; sabía que los humanos y la realidad eran mutuamente sugestionables, y que la mera creencia de que él los esperaba en el más allá podría haberlo situado (o, incluso, creado de la nada) en ese supuesto lugar. Pero sus propias inquietudes se volvieron insignificantes cuando el primero de los niños llegó y, desorientado, se volvió hacia la cara familiar que lo miraba con más asombro del que él mismo sentía. Por razones que ni siquiera podía comprender, le ayudó a ponerse en pie, le sonrió, e hizo lo que se suponía que debía hacer. Por él mismo. Por sus alumnos. Por Hogwarts. A su debido tiempo todo lo demás dejó de importar.
Muchos le preguntaban, ignorando lo que una respuesta afirmativa podría significar respecto a sus inquietudes existenciales más inmediatas, si, como afirmaban aquellos que habían vuelto, era cierto que él era lo primero que uno veía al morir. Aunque sentía que tenía aún menos respuestas que ellos, con el tiempo había aprendido a asentir y, tras una pausa esperanzada durante la cual rezaba (no estaba seguro de a quién) por que por una vez no tuviera que dar más explicaciones, ayudaba al alumno en cuestión a comprender las implicaciones de su propia pregunta.
Parecía una tarea sencilla, pero la juventud mantiene la fe en su propia inmortalidad hasta en las situaciones más extremas.
Sus preferidos eran, sin duda, aquellos cuya cabeza se había interpuesto accidentalmente entre una bludger y su objetivo, incluso aquellos desafortunados cuya cabeza había sido el objetivo, y que le hacían (alguno en más de una ocasión) cortas visitas de fin de semana, cortesía de eso que los muggles habían dado en llamar conmoción cerebral. Al menos el quidditch seguía siendo tan emocionante como él recordaba.
Pero la mayoría no se despedía con un hasta luego. La mayoría, cuando se marchaba, se dirigía hacia un lugar del que ninguno había vuelto aún. Y era esa sonrisa agradecida y aliviada que le dirigían al final, como si de repente no se sintieran tan solos como en realidad estaban, lo que hacía que, a pesar de tener miles de oportunidades, nunca fuera él el que se alejaba a bordo del tren.
Y allí seguía. De pie en el andén, cuidando de sus alumnos cuando no había nadie más que lo hiciera por ellos. Ayudándolos a subir al tren. Quizás, pensaba a veces, esa era su propia versión del cielo.
Al menos podía comer todos los caramelos de limón que quisiera.
Fin
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