¡Gray-sama!

Voces lejanas que decían su nombre. Voces que lo llamaban con ímpetu. Voces... que conocía perfectamente.

¿Voces?

No, sólo una voz que podía interpretar a la perfección. Sí, su voz...

Pero no podía ser, ¿verdad? Ella ya no estaba, no, se había ido, la había perdido para siempre igual que siempre perdía todo lo que amaba. Cargaba sobre sus hombros el peso de que le arrebaten de sus propias manos todo aquello que atesoraba con su vida.

Aún así quería comprobarlo, torturarse una vez más, darse cuenta de que ella no estaba ahí y que nunca iba a volver. Sí, exacto, torturarse, caer en la cuenta de que debía dejar de imaginarla decir su nombre y luchar por ella... Pero volteó, y muy rápido, demasiado rápido, como si de un hombre poseído por el mismísimo diablo se tratase. Tan rápido... que la vio.

Estaba allí, juntando todas sus fuerzas como para quedarse parada y no tener que recargar todo su peso en el pequeño cuerpo de Wendy.

Estaba ahí, tan hermosa como siempre, con sus cabellos azulados ondeando ligeramente y mostrándole una sonrisa enorme como siempre, porque, para él, nunca eran suficientes.

Sus ojos hicieron contacto en medio de toda la guerra, tan brillosos como siempre, tan sonrientes, ¡vivos! Sí, esa era la palabra, ¡tan vivos! Porque estaba viva, porque estaba bien..

¡Juvia está bien! Aunque ha tenido días mejores...

Y a Gray le valía qué tipo de días había tenido ella en ese mismo instante, porque frente a él.

Ya no tenía que luchar para sacar la tristeza que traía dentro por haberla perdido, sino todo lo contrario: ahora debía luchar por ella, por mantener en su rostro esa enorme sonrisa que él tanto disfrutaba ver.

Porque estaba ahí, casi abriéndole los brazos inconscientemente para recibirlo.

Juvia...

Sólo una palabra salió de sus labios y fue suficiente como para que la realidad cayera como un balde de agua fría sobre sus hombros y se diera cuenta de lo que había estado por hacer, de lo que casi había perdido y ahora recuperado, de todo lo que estaba pasando. Porque era demasiado para él.

Aún era un niño que necesitaba a su madre. Aún era un niño que necesitaba a su padre. Aún era un niño que necesitaba a su maestra, a la hija de la misma, a la mujer que le había alegrado los días.

Y ahí residía el chiste: todo el mundo se había ido, salvándolo, pero dejándolo solo. Todos habían querido salvarle la vida, rescatar su futuro, pero no se habían parado a pensar en que, por más a salvo que esté, la soledad lo acompañaba, logrando alejar a cualquiera que se atreviera siquiera a penetrar ese témpano de hielo que había construido para no perder a más personas.

Y luego estaba ella, tan fuerte como un ángel, parada, esperando su respuesta, volviendo sin darse por vencida, sin querer abandonarlo, pensando en buscarlo, encontrarlo, sin querer dejarlo solo.

Porque Juvia era así: fuerte, decidida y totalmente negada a abandonarlo.

Sabía, quizás, que sus padres y Ur le habían mandando a ese ángel con un mismo propósito: acompañarlo.

Pronto sitió cómo sus rodillas golpeaban con fuerza el suelo, dándose cuenta de que, poco a poco, estaba cayendo cada vez más.

Cerró sus ojos con lentitud, dándole el paso al desvanecimiento completo. Y sintió, aún así, las manos de alguien sostener su cabeza. Sus manos.

Era su pequeño ángel guardián y cada vez lo confirmaba más.