Crónicas del Ángel Caído

(Escrito por Federico H. Bravo)

Prologo

El Diablo que conoces

Interior de un bar.

Noche.

Lucifer bebía despacio su Whisky. Lo saboreó con gusto y lo dejó deslizar por su garganta. Estaba tal cual lo recordaba. Exquisito.

A aquellas horas de la noche, el bar apenas estaba lleno de gente. De los habituales concurrentes, Lucifer era el mejor vestido: llevaba un traje blanco, con una corbata azul y la camisa celeste. Su cabello, rubio como el Sol, estaba prolijamente cortado y sus ojos claros relampagueaban con cada mirada suya, bajo unas finas y bien cuidadas cejas.

Todo en él demostraba una impresionante admiración por lo estético. No podía ser menos. Creía que la imagen del Diablo estaba muy devaluada. Aquella ilusión suya del macho cabrio había estado muy bien para el oscurantismo de la Edad Media, pero francamente la detestaba. Hoy eran otros tiempos, otras costumbres, otras leyes. Se había acabado (por suerte) la época de danzar con los brujos y las brujas bajo la luz de la Luna, en los aquelarres. Y las orgías… Bueno, eso era lo único que extrañaba. Al fin de cuentas, siempre las pasó bien en ellas, y que supiera, nadie se había quejado de su participación en las mismas.

Sonrió. ¡Cómo se iba por las ramas con sus pensamientos! No podía evitarlo. Era propio de él.

Terminó su bebida y miró su reloj pulsera, un Rolex de oro. Frunció el ceño.

Se estaba retrasando mucho.

Oh, bien, que diablos. Al fin de cuentas, Él era el Señor del Tiempo. Podía tomarse el que quisiera, ¿no? Y estaba seguro de que lo estaba haciendo a propósito.

Dios amaba fastidiarlo.

Ok. Le daría al viejo un par de horas más y si no mostraba la cara, se marcharía. La noche era joven y todavía podía divertirse en otros lugares más movidos que aquél tugurio insoportable.

Todavía no entendía por qué Él había elegido ese bar para el encuentro. Existiendo sitios más impresionantes e importantes, Él iba y escogía un cafetín de Buenos Aires. ¡Justo de Buenos Aires! Si bien Lucifer amaba a la Argentina y ya la sentía como su segunda patria, existían sitios mejores donde poder sostener una reunión. Nueva York, Tokio, Paris, Madrid, Moscú… No, Él va y elige Buenos Aires.

Suspiró, aburrido. ¿Acaso alguien podía entender a Dios?

Hace eones que ambos eran rivales y todavía no podía comprenderlo del todo.

-¿Desea algo más, señor? – le preguntó el mozo, acercándose a su mesa. Llevaba una bandeja con dos tazas de café vacías en la mano.

-Mas Whisky – atinó a decirle y le deslizó un par de billetes disimuladamente – y el numero de teléfono que te va a dar la rubia esa de la mesa derecha, la que está con el gordo aquél, ¿la ves?

Una mujer no dejaba de mirar con deseo a Lucifer. Estaba acompañada de un señor obeso que no paraba de hablar de negocios. Cuando el Príncipe de las Tinieblas se volvió hacia ella, le guiñó un ojo, cómplice.

-De acuerdo, señor – el mozo partió, dispuesto a cumplir su pedido.

Un rato después, Lucifer bebía otra ronda de alcohol con el número telefónico de la infiel en la mano.

Sonrió. ¡Era tan fácil tentar a los humanos! Un par de gestos, una mirada, unos billetes y un cuerpo bonito, y ya caían de bruces en el pecado.

Sí. Lo tenía todo controlado. Por algo lo llamaban "el dios de este mundo".

Sin embargo, el verdadero Dios llegó unos instantes después, entrando por la puerta principal, como si nada.

Lucifer lo miró, con desdén. El viejo llevaba un abrigo marrón y ropa pasada de moda. El pelo y la tupida barba descuidados. ¡Menuda imagen aquella! Los santos debían estarse revolcando en sus tumbas.

-Buenas noches – dijo Dios y se sentó a su lado.

-¿Qué tienen de buenas? – replicó el Diablo, ceñudo. Señaló a su reloj - ¡Estas retrasado! ¡Hace dos horas que te espero! ¡Dos horas! – remarcó - ¡En este tugurio de mala muerte! A ver que excusa me pones ahora.

-El trafico.

-Y encima, haciendo chistes malos. ¿Cuántas veces te dije que no tienes dotes para la comedia?

Dios suspiró.

-Lo siento, hijo – se disculpó – Tenia algunas cosas que atender allá arriba. Es todo. No te enojes.

-Que no me enoje, dices. ¡Podrías ser más puntual, papá!

Silencio. Ambos se miraron a los ojos.

Dios sonrió. Lucifer se mordió la lengua.

-Diablos…

-Admítelo. Me has llamado "papá". ¿Cuánto hace que no te lo oía decir?

-Y no lo oirás más. Fue un desliz. Una equivocación. No se repetirá.

-¡Ah! ¿Admites entonces que cometes errores?

-Yo nunca negué mis errores – terció el Diablo – Por el contrario, tú sí lo haces.

Silencio otra vez. Dios frunció el ceño.

-No te pases, Luciel, te lo advierto. Soy tu padre y debes respetarme como tal.

-Es "Lucifer", no Luciel. Ya no, nunca más… y respecto al respeto – Lucifer escupió la palabra - ¿Exiges respeto todavía, después de que me echas de casa? Me causas gracia, la verdad. Eres un canto a lo paradójico.

El mozo apareció otra vez. Lucifer pidió más Whisky y Dios, en cambio, un café con leche y medialunas.

-Pero basta de tonterías – el Demonio encendió un cigarrillo, pese al cartel de "No Fumar" colocado sobre la pared mas cercana – Me citaste aquí. Me imagino que era para comunicarme algo importante – exhaló una amplia nube de humo – Te escucho.

Dios esperó a que el mozo trajera los pedidos y se marchara. Tomó un sorbo de su café con leche y mojó una medialuna en la taza.

-Me marcho – dijo.

Lucifer enarcó una ceja.

-¿Ah, sí? ¿Adonde? ¿Hawai?

-No – Dios negó con la cabeza – Hablo en serio, Luciel. Me marcho. Me voy. Dejo el Cielo.

La sorna habitual del Diablo se desvaneció. Miró al anciano con el rostro frío.

-¿Te volviste loco? – le retrucó - ¿Cómo que te vas? ¿Vas a abandonar tu trono, es eso? – Dios asintió – No puede ser. Dime que es una broma…

-Tú mismo lo dijiste, hijo. No tengo dotes para la comedia – Dios sonrió, triste – Me voy, Luciel. Para siempre.

-No puedes estar hablando en serio.

-Sabes que yo siempre hablo en serio.

Lucifer se tomó de un trago su bebida. Se pasó una mano por la cara.

-¿Y se puede saber adónde vas?

-El universo es grande. Supongo que ya encontrare un rinconcito para mí.

-Bárbaro. ¡Que gran noticia! O sea que después de tantos siglos, después de todas nuestras luchas y disputas, lo único que decides es correrte a un costado y marcharte. ¡Brindo por eso!

-No tienes por qué ser tan cínico, Luciel – Dios lo miró, apesadumbrado – Creeme, lo medité mucho y llegué a la conclusión de que el mundo no me necesita.

-Que el mundo no te necesita… - Lucifer rió con amargura – Corta ya el rollo, papá. Me estas poniendo nervioso.

Dios sonrió.

-Otra vez me has dicho "papá"…

-Mierda. ¡Basta! ¡Lo otro es más importante! Escucha: tú no te puedes ir.

-¿No? Soy Dios y puedo hacer lo que quiera.

-Creo que no nos estamos entendiendo. ¡No te puedes marchar! ¿Qué pasa con el delicado balance cósmico? ¿El equilibrio entre el Bien y el Mal? ¡Si te vas, el universo se sumiría en el caos!

-Me dejas perplejo, Luciel. ¿Desde cuando te importa el universo? ¿No fuiste tú el que me dijo una vez que todo lo que había creado no servia para nada y que más bien me valdría devolverlo a la fosa inmunda de la cual lo saqué?

-Cuando uno está enojado, dice muchas cosas. La gran mayoría, tonterías – Lucifer miró al anciano gravemente – No te puedes ir.

-La decisión está tomada.

-¡Pero no puedes hacerlo! ¿Quién va a ocupar tu lugar? ¿Quién va a hacerse cargo de que todo siga girando? ¿Quién?

Dios guardó silencio.

El tiempo parecía haberse detenido en el pequeño bar. Lucifer fumaba su cigarrillo en completo silencio, mientras Dios se terminaba su café con leche.

-Estas loco – dijo el Príncipe de las Tinieblas, al cabo de un rato – Es eso. Después de centurias, al fin te volviste loco.

-Sabes que no es así.

-¡Debes estarlo! ¡No puedes hacer eso! No te puedes ir – insistió Lucifer.

-Luciel, la decisión está tomada. El que decidiera comunicártelo es una mera formalidad.

-Pero… ¿Y qué va a ser de la Tierra?

Dios se limpió la boca con una servilleta.

-Me tiene sin cuidado.

Lucifer lo miró, sombrío.

-No te puedes ir – repitió.

Dios esbozó una semi-sonrisa triste. Se levantó de su silla.

-Adiós hijo. Cuídate.

Se marchó de la misma manera en la que había venido. Nadie reparó en Él.

El Demonio se quedó solo, perplejo. La mirada perdida en la nada, solo con sus pensamientos, el cigarrillo suspendido en la mano.

Se levantó. Depositó unos billetes en la mesa y se dirigió a la salida. Se detuvo un momento cuando la mujer que estaba junto al señor obeso lo miró otra vez con deseo.

Lucifer frunció el ceño. Se acercó a la mesa e interrumpió la retahíla de palabras del hombre.

-Tu mujer te engaña con la mitad de tus compañeros de trabajo – dijo – Todos los días, por las tardes cuando no estas. Incluso, se acostó con el señor Ramírez, tu jefe, y con Gonzáles, el encargado de la limpieza.

-¿Qué?

-Ah, y me olvidaba de Don Cosme, el portero del edificio donde viven. Y lo último: me pasó su número de teléfono – le entregó al hombre el papel que momentos antes le había pasado la mujer.

-Pero… pero… ¡Marta! ¿Qué carajo significa esto?

La mujer palideció, sus infidelidades expuestas públicamente al fin.

Lucifer no se quedó a ver el resultado de su obra. Se marchó, veloz como el viento.

Al poco, caminaba solitario, las manos en los bolsillos, por las calles de Buenos Aires. El cigarrillo encendido en su boca.

Pensaba en lo mal que estaban las cosas como para que Dios decidiera marcharse. Se imaginaba que por allá arriba habría un gran revuelo, una vez conocida la noticia.

Recordar su antiguo hogar despertó una veta melancólica en su alma angelical. Muchas veces solía imaginarse cómo hubieran sido las cosas si él no se hubiera rebelado. Si nunca lo hubieran echado del Cielo.

No le apetecía recordarlo, es más, lo odiaba. Pero una vez que daba rienda suelta a sus pensamientos, no había forma posible de pararlos.

Mientras caminaba por una amplia avenida del centro de Buenos Aires, Lucifer recordó el pasado, el inicio de los tiempos…