Los personajes de «InuYasha», son de Rumiko Takahashi.
[Este fanfic está dedicado a Breen Martínez López]
EL DESAHOGO
1.
—Sango está muy extraña. ¿No lo crees, InuYasha?
El aludido no dijo absolutamente nada, sumido en sus pensamientos. Maldición… ya casi era el tiempo y odiaba esos momentos. No entendió bien qué fue lo que le dijo Kagome. Tan inmerso en sus sensaciones y problemas estaba, que ni siquiera había podido procesar el diálogo que ella intentaba formar. Sintió a Shippō saltar a su hombro y no se inmutó. Higurashi solo agachó la mirada, algo consternada. Siguió caminando con su bicicleta.
Tras ellos, en silencio, caminaba Miroku, con un semblante tenso y dolido. Parecía librar una batalla interna. Kirara, extrañamente hecha pantera, iba a lado de su dueña. Se suponía que la gata estaba en su estado normal todo el tiempo que no había batalla, pero en ese momento, no despegaba la vista de Sango. En algunos momentos, su cola amarilla se erizaba. Podía sentir las vibras que emanaba la exterminadora.
El ambiente fue pesado. Durante todo el camino, nadie dijo absolutamente nada.
—Debemos acampar. —Soltó el monje, parando en seco. Todos, excepto Kirara y Sango, regresaron a verlo—. Hay una aldea cerca de aquí. No es demasiado lejos. —Su tono era tan cortante, que Kagome comenzó a creer que estaba hablando con otra persona.
—No me digas… —dijo InuYasha, en tono burlón—, ¿vas a engañar a otros tontos con la excusa de que hay un demonio? Puras patrañas. —Casi sonreía. No lo iba a decir, pero le gustaba molestar así a Miroku.
—Decisión tuya es venir, InuYasha. —Respondió, ni un poco divertido.
InuYasha dejó de medio sonreír y frunció el ceño, listo para atacar verbalmente.
—Oye, qué…
—Basta, InuYasha —cortó Kagome, en tono neutral. El aludido se limitó a gruñir y no dijo nada más.
Sango suspiró, llena de un dolor mezclado con odio inigualables. Sintió cómo Kirara se estregaba contra su pierna y decidió calmarse, por su gata, por sus amigos. Había oído en silencio la discusión entre el monje y el hanyō. En realidad, no le interesaba demasiado, pero sabía que Miroku tenía razón al decidir buscar un lugar en donde quedarse, esa noche.
Se dirigió en silencio —como todo el camino—, tras los chicos, agarrando con fuerza a Hiraikotsu, descargando toda la furia. Sabía que Kagome estaba preocupada por ella, pero se sentía demasiado mierda como para hablar con su mejor amiga.
«Lo siento mucho, Kagome. Perdóname», se dijo, sintiéndose aún peor, por no querer hablarle.
La tensión en el grupo se hacía cada vez más insoportable. Alguno debía decir algo, o todo explotaría.
—¿Qué dice, monje? ¿Un demonio?
Atrás, InuYasha se metía el dedo índice a la nariz, restándole importancia a las mentiras de su amigo. Kagome mantenía a Shippō en sus brazos, sin decir palabra. De vez en cuando, se le escapaban unas miradas a las sacerdotisa, que preocupada, vigilaba en silencio el comportamiento de la exterminadora.
—Una posada para mis amigos y yo. —Ofreció como cobro, el monje. Su expresión era muy seria.
El terrateniente asintió.
—Sí, parece un monje serio.
—Por supuesto. —Respondió Miroku, sin dejar de mirar al mandamás.
—¡Doncellas…!
Los sentidos de Sango se pusieron alerta. Abrió los ojos sobremanera, ensordeciendo su oído a lo que seguía diciendo el señor. Únicamente la palabra «doncellas», le causaba escalofríos. Sus exorbitados ojos marrones se dirigieron con lentitud hasta Miroku. Una gota de sudor recorría su sien, al margen derecho. Mierda, casi podía imaginar la cara estúpida de ese baboso, viendo a las jovencitas.
Sin embargo, no fue así. El tiempo pasó muy lentamente a su alrededor: ¿qué estaba pasando? ¿por qué Miroku no las miraba, si quiera? Además, había ido callado todo el camino, no precisamente por su rechazo; sabía que algo más estaba ocultando. ¿Y si la había visto…? No, eso era imposible, ya que en ese momento, él estaba... Movió negativamente la cabeza, dejando de lado esos pensamientos. Le dolía como el infierno.
—Sango, entremos. —Despertó del ensueño, cuando la mano femenina, le tocó el hombro.
—Kagome… —dejó la boca entreabierta, con las lágrimas a punto de agolparse en sus ojos—. Voy tras de ti.
Estaba preparada mentalmente para responder, si su amiga le preguntaba por qué iría detrás, o por qué no entraban juntas, pero Kagome solo asintió y siguió.
La sacerdotisa caminó parsimoniosamente, llevando su bicicleta yp arreglándose la mochila amarilla, que para ese tiempo, ya no traía demasiadas cosas. Shippō ya se había ido en el hombro de InuYasha, que también andaba un poco raro, a veces. Estaba demasiado preocupada, esa noche —suspiró, cerrando los ojos, casi angustiada—, ¡qué coño estaba sucediendo! Tenía muchas ganas de abrazar fuerte a Sango y preguntarle qué le pasaba. Además, qué era lo que tenía InuYasha, que últimamente estaba más alejado de lo normal. Parecía que intentaba no tocarla, no olerla —se miró el uniforme, algo sucio y se olió—, demonios, ¿apestaba, acaso? Sentía que había algo en su cuerpo que repelía al hanyō, y eso la asustaba.
Estaba físicamente muy agotada. Caminaron todo el día, de una aldea a otra, buscando rastros del maldito de Naraku… nada, en lo absoluto. Al desgraciado, no se le había dado por atacar ninguna aldea, ningún problema por aquí, ningún problema por allá. Apenas un insignificante ogro con un fragmento, que InuYasha había destruido con sus garras. El tiempo avanzaba vorazmente y Naraku conseguía reunir la perla, con el pasar de los días. En la aldea anterior, en donde habían matado al ogro, les habían ofrecido posada, así que no se pudieron negar.
Como siempre, InuYasha se molestó. Alegó que les encantaba perder el tiempo y que Naraku podía reunir tres fragmentos, mientras ellos comían y dormían por ahí. Era de esperarse. Sin embargo, en la casa en donde durmieron, pudo percibir que una de las doncellas, estaba encantada con Miroku. Le llamó la atención, porque normalmente no sintió como a las demás chicas, que se quedaban embobadas con los halagos de su excelencia; esta vez, era diferente.
La joven era una muchacha preciosa, de tez increíblemente pálida y lisa, con ojos azules, como los de él, el cabello extrañamente corto, hasta los hombros. Traía un cerquillo muy bien hecho, con patillas como las de Sango. Y tenía la mirada algo fría, demasiado concentrada en lo que hacía. Muy callada. Pero miró a Miroku durante toda la cena, como si fuera el hombre más precioso de la tierra. Ella sabía que Sango lo había notado. ¿Era eso? ¿Tanto le había molestado a su amiga, esa muchacha?
—Necesitas comer.
Ella miró a InuYasha, que comía despacio, como muy pocas veces, haciéndole el plato muy cercano hacia sí. Kagome sonrió.
—No tengo mucho…
—Come. —Alzó solo un poco el tono de voz—. No quiero que estés débil. Mañana debemos caminar bastante.
En realidad, le preocupaba que Kagome comiera. Le preocupaba solo por el hecho de que no quisiera hacerlo. Pero no lo iba a decir, porque obvio no. Comía muy despacio. Él no sentía ansias de comer, solo el apetito normal. No estaba disfrutando nada los alimentos. El ruido de las doncellas bailando para el terrateniente, lo tenía aturdido. Sentía un poco de sueño; con su condición, últimamente no estaba durmiendo ni un poco.
Sonrió internamente, cuando vio a Kagome comer: eso quería. Analizaba su olor con deleite. Se puso tenso, otra vez, y prefirió dejar de percibir su aroma. Era casi imposible; estaba acostumbrado a vivir con el olor de Kagome, pegado a sus narices. ¿Cómo podía seguir soportando aquella barrera que ponía entre ellos, para evitar hacerle daño? Estaba harto de eso. Esos cuatro días, parecían pasar eternamente. Maldición.
Cuando terminó de comer, fue a reunirse con su amigo, mientras la rara de Sango —que se estaba comportando en ese momento— y Kagome, se iban a bañar.
Lo vio sentado en el pasillo de las habitaciones que les habían ofrecido por el exorcismo, en la oscuridad, mirando al cielo. Dudó un poco entre sentarse a decirle algo o quedarse callado, observando.
—¿Sucede algo, InuYasha? —Dijo de pronto, en tono tranquilo.
Era obvio que Miroku iba a detectar su presencia, aunque se hubiera quedado sin decir palabra. Un sonrojo leve, le pintó las mejillas: el chiste no era que Miroku notase que estaba preocupado por él. Al diablo todo.
—«Jah» —soltó como respuesta, sentándose a su lado, sin mirarlo—. ¿Qué te pasa? ¿Estás cazando demonios en la oscuridad?
Su tono fue burlón, sí, pero era su única manera de preguntarle qué estaba pasando entre él y Sango.
—No exactamente.
—¿Eh?
El monje tomó una pequeña piedra del piso y la lanzó certeramente al estanque que estaba en frente de ellos, allí, en el punto exacto donde se reflejaba la luna. Parecía de queso. La imagen se desvaneció, ante la curiosa vista de InuYasha, que miraba el agua y a Miroku, alternativamente.
—InuYasha, ¿tú recuerdas a Keren? —Inquirió, sin volver a mirarlo.
—No tengo idea de quién sea, pero seguro es otra de tus mujeres. —Respondió muy serio, el hanyō.
—Es exactamente de lo que quiero hablarte.
Kagome se sumergió en las aguas calientes, suspirando como por enésima vez para sus adentros.
—Kagome, ¿qué es eso tan extraño que te pones en la cabeza? Huele muy bien.
Se alertó… era la primera vez en el día, que Sango se dirigía a ella y eso la ponía más alegre de lo que aparentaba.
—Es champú, Sango. —Se apresuró en responder, caminando bajo el agua, para acercarse a ella—. ¿Deseas?
—Sí. —Dijo Sango, asintiendo. Por un momento, quería dejar de lado esa estúpida actitud hacia la colegiala, que a más de compañera de viaje, era su mejor amiga. Extendió las manos y vio caer el espeso y viscoso líquido beige; el champú olía a durazno. Se acercó para olerlo mejor y se estremeció con la delicadeza del mismo. Qué bonitas eran las cosas de la época de Kagome—. Me gusta.
—Así es. Es de durazno, para cabellos lacios, como el tuyo —sonrió Kagome—. Frota tus manos hasta que haga espuma y aplícatelo en la cabeza —hizo lo propio, dejando su cabello blanco y pegajoso, para el gusto de Sango—. Y listo.
Sango había captado muy bien la idea, y en un par de segundos, ya tenía toda su cabeza espumosa. Vio a Kagome lavarse con la misma espuma y empezó a seguirla. Era tan relajante hacer eso.
—Sango… —Llamó Kagome, esperando no incomodar demasiado a la exterminadora.
—Miroku.
La respuesta quedó como en el aire. Por varios segundos, nadie dijo una palabra. Sango seguía bañándose con aparente tranquilidad, ante la mirada expectante de Kagome. Se sumergió y estiró el cuerpo, intentando desaparecer; para cuando ya estuvo fuera, se había enjuagado toda.
—Perdona, Sango…
—Estoy así por él, Kagome. —Le irrumpió, recostándose en una piedra—. Siempre él. —Repitió, con los ojos cerrados.
—Creí que estabas molesta con nosotros.
—¿Cómo podría…? —Sango abrió los ojos, sintiéndose culpable—. ¿Cómo podría enfadarme con ustedes, Kagome? ¿Cómo podría enfadarme contigo?
—Sango…
—Kagome, yo… —quería llorar. Diablos, quería llorar muy fuerte y derrumbarse a los brazos de Kagome, como una niña, como lo había hecho anteriormente, pero…—. Amiga —la miró directamente a los ojos—. Te quiero, Kagome. Perdóname por todo esto, pero yo… Yo no puedo decirte nada por ahora. No me siento en condiciones.
Kagome frunció el ceño, harta de las estupideces de Miroku.
—¿Qué te hizo el monje esta vez?
Vio a la castaña esconder los ojos bajo el flequillo y temblar. Se asustó, realmente se asustó. Carajo. Lo primero que no quería era hacer sentir aún peor a Sango y era lo que estaba haciendo. Como bien decía InuYasha: «Kagome, eres una tonta». Se mordió los labios, para pedir disculpas, pero no quería empeorar aún más las cosas. Se odió, se odió mucho.
De pronto, la vio alzar la mirada y sonreír muy forzadamente.
—Nada grave, Kagome-chan. Y mejor vamos, que se nos hace tarde.
Cuando llegaron a los cuartos, Shippō ya se había dormido, abrazado con Kirara. La imagen le causó ternura y sonrió, como por primera vez en el día. Estaba agotada, quería descansar. Solo esperaba no ver lo que había visto la noche anterior, tan… asqueroso. Se recostó, entrecerrando los ojos y suspirando: ya mañana sería otro día.
Ya había avanzado la noche y él (de nuevo), no podía pegar los ojos. Salió de la fortaleza y se fue al bosque, en busca de distracción. Por una extraña razón, percibía el olor de Kagome emanar de dos partes algo diferentes y bueno, esos olores lo traían loco. Subió a la Copa del árbol más alto que pudo divisar y ahí se quedó.
Su mente le estaba jugando una extraordinaria pasada. El olor de Kagome se le había quedado grabado en el subconsciente, o en el consciente, o en la misma nariz, porque aún podía sentirlo. Eso no era bueno.
Se tensó, se puso rígido. Sintió el sudor rodar por su frente. Comenzaba a desesperarse; su cuerpo bombeaba sangre con brío y podía sentir como si se llenara de fiebre. El corazón le latía desbocado, loco. Se sonrojó, odiaba tanto esa maldita época. Era la única vez que maldecía su lado yōkai.
La entrepierna le palpitaba y sentía claramente cómo se engrosaba y crecía de manera bestial. Estaba intentando evitar esa transformación a cómo diera lugar, pero sucedía. Sentía que estaba a punto de perder su mente, estaba a punto de perder el control. Sus ojos pasaron de dorados miel, a un amarillo intenso y brillante, sus colmillos crecieron algo más de lo normal, casi sobresaliendo de sus labios. Sus músculos se ensancharon un poco más. El cambio se notaba, pero no alteraba demasiado su físico.
InuYasha solo percibía el olor… el olor de Kagome era lo único que reconocía. ¡Qué demonios estaba pasando! ¡¿Por qué el olor de Kagome se hacía más fuerte?!
—K-Kagome…
Se había despertado en la madrugada —suponía—. Cuando se levantó, no fue a ver a Miroku, como la vez pasada. Mejor que no. El calor que hacía ese día era como el infierno. Dejó a Shippō y a Kirara durmiendo, muy felices. Prefería que su gata no hubiera despertado, ya que realmente deseaba estar sola. Traía aún su kimono de dormir. Andaba algo desabrigada.
Se soltó el cabello, mientras se adentraba entre los árboles. Quería hallar el río y darse un baño, para refrescarse. Tenía demasiado calor. Sango caminaba descalza, con el cabello suelto y el kimono abierto en los hombros. Casi podía oír el río correr libre, muy cerca de ella.
Caminaba acercándose cada vez más. De repente, algo cayó del cielo, asustándola y alertándola; maldición, no traía a Hiraikotsu, ni ninguna de sus otras armas. Kirara tampoco estaba cerca y…
—¿InuYasha?
Se escondió los hombros rápidamente, como por inercia. Lo vio sonreír con una risa burlona. Algo andaba mal.
—Ah, eres tú, Sango.
Ella se sorprendió, por lo ronca que sonaba la voz del hanyō, de repente. Era una voz mucho más grave. Comenzaba a dudar que fuera él. Frunció el ceño, enojada consigo por su miedo. Estaba desprotegida, sí, pero era InuYasha. Su amigo InuYasha.
—¿Qué es lo que estás haciendo aquí? —Preguntó con voz firme, enfrentándolo.
—¿Por qué traes el olor de Kagome?
—¿Qué dices? —Sango retrocedió, anonadada por esa afirmación. Vio que la sonrisa masculina se había perdido por completo y entonces estuvo segura de que algo estaba afectando a InuYasha—. Eso es imposible.
—Es cierto. Hueles a ella. —Avanzó un paso, como acechándola.
Ella retrocedió, intentando asimilar de qué estaba hablando. Y entonces recordó el champú. ¡Eso! Olía a Kagome porque se habían bañado con la misma sustancia y ahora olían igual. Pero qué demonios…
—Pregunté qué estás haciendo aquí y no me respondes.
—Lo mismo que tú. —Respondió él, volviendo a sonreír.
—¿Y cómo sabes lo que yo vengo a hacer? —Comenzaba a impacientarse.
InuYasha olisqueó el aire.
—Aparearse.
[Nota para recordar no usar el champú de tu «bf»(?)]
