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Mis más queridos amigos:
Como comenté en un journal anterior en , yo planeaba mudarme e iniciar una nueva vida. Pues bien, alguien se adelantó a mis planes, y unos ladrones desvalijaron mi casa. Se llevaron todo. y cuando digo todo, es todo. Ordenador, netbook, dinero, herramientas de trabajo, bocetos, incluyendo mis novelas originales y manuscritos de la segunda y la tercera parte de El Color del Cristal.
Por todo esto, y porque yo no quiero detenerme aquí, decidi comenzar a publicar en el manuscrito de La Quinta Semana del Mes (tercera parte de COC) que contaba con 321 páginas al momento de ser robada. Por favor, si alguien ve algo de esto publicado en otro sitio, háganmelo saber.
Se trata del manuscrito original, es decir, no está revisado ni corregido. Voy a publicarlo "en crudo", porque siento que es una vindicación a todo el esfuerzo que puse en este sueño. En cuanto pueda, comenzaré la publicación de la segunda parte de COC, "Un Campo de Estrellas"... si es que puedo encontrar algún backup que se haya salvado de ser pisoteado, arrancado y roto.

Comenzaré, pues, como he dicho, con La Quinta Semana del Mes,que narra el aprendizaje, los conflictos y los disparates entre Sarah y Jareth ahora que son padres de cuatro adorables fierecillas. Escogí como tema de telón a Rompe el Hechizo,de mis amados Rata Blanca. Pueden oir la canción aquí: sH6IvaWZ1_8

Espero poder romper yo también este hechizo maligno. Muchas gracias por su apoyo y comprensión. Un gran abrazo a todos... los quiero mucho.

Kiara


Rompe el Hechizo

Voy a contarte una historia real,
sólo diré la verdad.
Brujas y brujos a tu lado están,
son los que hacen el mal.
Yo los vi cuando
atacaron mi hogar.
Con hechizos fue
que quisieron mi ser aplastar.
No tuve dudas, tampoco temor,
fue eso lo que me salvó.
Todas mis fuerzas usé contra el ser
que quiso mi destrucción.
Y hoy los puedo ver
arrastrando su mal.
Y hoy soy libre al fin
del hechizo y ya puedo gritar.
¡Libre... libre!
libre por siempre seré,
seres malditos no van a apagar
mi luz interior.
¡Libre... libre!
libre por siempre con vos,
viles demonios ya pueden morir,
en nombre de dios.
Debes saber que tú tienes poder
sobre las fuerzas del mal.
Debes luchar, tú les puedes ganar,
lucha por tu libertad.
Tomaremos hoy
el poder de la luz
y que nunca más
ningún ser muera crucificado.
¡Libre... libre!
libre por siempre seré,
seres malditos no van a apagar
mi luz interior.
¡Libre... libre!
libre por siempre con vos,
viles demonios ya pueden morir,
en nombre de dios.

Rata Blanca, 1988


Parte Primera

Prólogo

Su cabecilla descansaba perfectamente en el hueco cóncavo de la mano de su padre. Era tan pequeño, tan frágil… Y aquello fue lo primero que Jareth percibió, conmovido: su mano era capaz de envolver y contener cómodamente la cabeza del niño… del bebe… de su primer hijo. Era una criatura tan especial, tan suave e indefensa,… con sus ojillos cerrados y aún hinchados por apenas nacer. Como un oso de felpa, algo rojizo y muy tibio.

"Míralo; ¡míralo, por los dioses!", una voz interior pareció susurrarle tangible al oído; "guarda esto en tu memoria. Es tan pequeño. Tan frágil. Y crecerá. Será más fuerte de lo que puedas imaginar. Gobernará la tierra de mar a mar; y todo… todo comenzó en tus manos."

Su pulsó comenzó a inquietarse. El silencio en derredor era tan intenso, era como si todos esperasen por demás atentos ver cuál era su reacción. Incluso Sarah, tendida en el lecho, le observaba con avidez. Extenuada, exánime, pero conteniendo el aliento. Su cansancio podía esperar: aquello era sublime.

Le fue menester unos minutos para caer en la cuenta de que aquello era verdadero, y no un arrebato fantasioso como los que había tenido en el pasado. A medida que el tiempo pasaba, y la ansiedad se extendía sobre el novel padre, Jareth reaccionó muy lentamente y para sus adentros: "Soy padre. ¡Soy padre!" y algo inesperado le ocurrió, pues era como si estuviese viendo a un ser completamente nuevo. Él había visto millares de niños antes, de todas las edades, incluso muchos presas de su laberinto habían rondado muy cerca. Pero aquello era tan íntimo, tan importante, tan trascendental, que creyó no haber contemplado nunca a un recién nacido. Por más centurias que tuviese encima, por más experiencia e ir y venir lejos, jamás había contemplado la faz de un pequeño que apenas había visto la luz del día.

Y cayó entonces en la cuenta de que no era sólo una criatura apenas florecida, era su propio retoño. Sangre de su sangre, su propia vida. Su yo a través de la existencia, su descendencia, su herencia, su prolongación en la historia. Era como volverse inmortal, de alguna forma, y sentirse gravemente responsable por su bienestar. Una vez más le escudriñó, tembloroso; todos le observaban expectantes, pero él les ignoró. El universo entero se había detenido y ese momento era de ellos dos.

Buscó rasgos, similitudes; escudriñó sus manitas mansas y su dócil reposar. Entonces se estrujó su corazón, preocupado; giró sobre sus pies, alarmado, y con el aliento entrecortado arrojó su vista sobre su esposa.

- ¿Por qué no se mueve…?

Las parteras sonrieron, sonrojadas, y Sarah lo hizo también, enternecida.

- Porque apenas acaba de nacer, mi amor…

Jareth parpadeó, pareciendo comprender. Relajó su inquietud, suspiro mediante, y regresó a la contemplación del pequeño en sus brazos. Las parteras compartieron un par de risas suaves y optimistas: su inexperiencia era sobremanera evidente.

- Todos los primerizos son iguales… - se escurrió por allí el maternal comentario. Y en un ambiente más distendido pero emocionado, dispusieron todo para el descanso de los agotados padres, y del nuevo integrante de la familia.

La atmósfera alrededor habíase transfigurado; con el arrullo constante del murmurar de las ancianas, que llevaban o traían enseres diversos, el flamante padre de familia paseó su vista por el otrora su cuarto. Apenas si era posible reconocerlo, todo había cambiado, tapizado bajo una alfombra de perfumes, talcos, algodones, tules, flores, ositos de felpa, aroma a arándano. Flores secas en la portada de un diario nacarado, para que con su pluma blanca, Sarah llevara cuenta de cada minuto del recién llegado; un sinfín de calcetines minúsculos y una montaña de mantas. Diez o doce perfumes, todos de agua de rosas, pues el olfato del bebe era delicado y no debía usarse un elemento más intenso. Sonajeros, - aunque el pequeño aún no jugara –, un cepillo de cerdas suaves como la seda y babitas tiernas para el ritual obligatorio después de tomar el pecho.

Intentó, pero no pudo reconocerla, ¿aquélla había sido alguna vez su alcoba? Por dónde mirase imperaba el caos, pero un caos limpio, suave, mullido. Colmado de luz y de una inexplicable sensación de paz. Sería, tal vez, fruto del inmenso descanso después de muchos meses de incertidumbre, de momentos intensos de ansiedad, y las últimas horas de nerviosismo. Sería, quizá, fruto también de otro sueño cumplido, de otra meta alcanzada, del pico de la montaña que bajo sus pies yacía vencido. Sí,… probablemente. Como también lo fuera a causa del alivio, al contemplar por fin cara a cara a quien había vivido allí con ellos, perfectamente escondido. Y haberle visto, y haberle oído, haber palpado sus manitos y haberle hallado hermoso.

Sí, alivio, solaz, descanso,… todo había resultado muy bien, mejor de lo esperado; y mientras las parteras y otras comadronas dejaban lista la escena para retirarse al fin ellas también a reposar, no pudieron evitar que en el cuchicheo de ida y vuelta la cara de sueño de su Alteza fuese motivo de gracia. Jareth dormitaba, cabeceando, tendido junto a su esposa, que dormía profundamente en el lecho con el pequeño en brazos. Sarah había cedido al sueño por necesidad imperiosa, pues todo el esfuerzo había sido suyo; ahora su cuerpo demandaba respiro, un aplacamiento continuo hacia la calma. Jareth, en cambio, velaba – o esa había sido la intención – como si montara guardia, en un reflejo primitivo propio de su género, propio de su estilo. Pero el desahogo, el desenlace positivo y por ende sedativo de sus terrores al parto, sumado al bálsamo silente del calor de su niño pronto invadieron sus sentidos, sosegándole hasta medio abatirlo. Se dormía, despertaba; se dormía, despertaba. Dos necesidades opuestas se batían a duelo en su propia carne: su instintivo estado de alerta, - sobre todo después de acontecimiento semejante – y su magnánima sed de tregua, de cesación de nervios, de inacción.

La puerta finalmente se cerró desde fuera, la última luz se apagó. Bajo el tenue resplandor de apenas una vela – que no perturbase a la vista pero fuese fiel vigía – el rey del castillo reclinó por fin el rostro sobre la almohada. Exánime, abatido; fue consciente a aquellas horas que necesitaba un descanso más o menos continuo. Pero qué feliz le volvió el espíritu, contemplar antes de dormirse de nuevo a su pequeño hijo. ¡Él estaba allí, por fin, con ellos! ¡Él estaba allí y era tan lindo!

Un bostezo, luego otro; sus párpados pesaron, suplicantes, pero no, no les dio permiso. Aún deseaba ver a Sarah, asegurarse que su reposo era tranquilo. Y allí estaba ella, tan extenuada como al principio,… sólo que sin el temor que otrora hubiese visto plasmado en su rostro, a la hora del alumbramiento. Jareth sonrió, ¡qué asustada estaba entonces! Tanto que desdoblósele a él el estómago. ¡Nunca se había sentido tan inútil, no le era posible hacer nada! Si hablaba, la irritaba, si callaba, la abandonaba; no le era posible padecer aquél trance en lugar de ella ni acelerar las cosas, era… llanamente impotente. Y Sarah se debatía en estados diversos de emociones: o se devanaba en llantos o enseñaba los colmillos; la situación era nueva y ella una novata de mucho talante. En realidad, lo que más le aterraba era no contar con su madre en aquella hora, era demasiado peso ser la única de su especie en un sitio ajeno, haciendo, todavía encima, algo totalmente nuevo. Era como ser el único médico de un pueblo perdido, necesitando primeros auxilios. Todos quienes le rodeaban – comenzando por las parteras y concluyendo en su marido – no eran seres humanos, ¿estarían seguros de lo que hacían? Sarah se hallaba al borde de un ataque de nervios y para colmo de males, el padre había sido embutido en la sala por la feliz escolta de ancianas para que presenciase el parto. No es que a él no le interesara, pero su palidez atónita no le reportó mucha confianza a la parturienta, por cierto.

Y en aquél preciso momento, sus pensamientos se tornaron asesinos: "¡Dios mío! Me verá así, bramando desparramada, y luego nunca más logrará olvidarse de esto. ¡Qué horror, estoy horrible! ¡No quiero que me recuerde así, no quiero!"

Pero lo último que podía hacer él era enfocarse en eso, la verdad. Por su cabeza galopaban otras apreciaciones, terroríficas también, pero de otra índole: ¿sabrían tratarla las ancianas? ¿Habría complicaciones? Le habían impedido actuar de cualquier forma, ni siquiera apelando a sus dones. Y por temor y por respeto a quienes eran doctas, se limitó a sí mismo a obedecerles. ¿Sufriría mucho su esposa? Y el bebe, ¿resultaría ileso? Jamás había visto un alumbramiento, los seres etéreos se engendran y paren de modo distinto. ¿Por qué el ser humano debía ser tan diferente? ¿Por qué tanto trabajo, por qué tanto dolor? Una anciana entrada en siglos colocó al recién nacido en el cuenco de sus brazos, y esbozó en aquél momento un comentario, cuyo motivo él muy bien no comprendió.

- La respuesta... está en sus brazos, Señor.

A primera vista, el capullo rosado que le hubieren otorgado bien podía ser semejante a un diminuto pompón encendido como un carbón… luego le explicarían las parteras que los bebes humanos suelen poseer ese tinte rojizo en la piel al nacer, en algunos casos.

Ahora, recordando, tendido en el lecho junto a su pequeña familia, volviendo el rostro para verles y consumirse absorto en la maravilla del frágil retoño, retomó la frase que aquella tarde le murmurase la mujer. ¿Sería vidente natural o la expresión en su rostro lo delataría? Quién sabe, pero lo cierto era que su sabiduría había quedado flotando en el ambiente, pues, además de haber dilucidado de alguna manera mística – o no – lo que lo tenía tan preocupado, había exhalado ese comentario que llegaría a comprender mucho, mucho tiempo después.