Resumen: Lucy Heartfilia había cometido un error y ahora su libertad pertenecía a un hombre al que conocían en toda Roma como Lobo de Mar. Una vez comprada como esposa, Lucy sabía que lo único que aún podía controlar era su deseo. Laxus Dreyar le prometió que la dejaría libre si después de siete días no le había suplicado que la besara, Lucy pensó que sería muy fácil. Pero Laxus era un hombre increíblemente atractivo y Lucy empezaba a sentirse más y más tentada por aquellos labios...


UNO

Roma año 68 A.C.

—Lucy, ven a ver. Un hombre está discutiendo con Eve —Lisanna entró al tablinum con tal ímpetu, que a Lucy se le rompió el hilo del huso.

Lucy Heartfilia dejó el huso y fue hacia la ventana junto a la que estaba de pie su cuñada. Agradecía tener una excusa para dejar de hilar, aunque no fuera más que para observar cómo el sirviente de su padre se peleaba con alguien.

—¿De qué se trata esta vez? —preguntó Lucy mirando a través de los postigos. Eve hablaba haciendo gestos con un desconocido.

Lisanna se acercó aún más a la ventana y se puso la mano en el oído para amplificar el sonido.

—Creo que es algo relacionado con el pedido del vino.

—Creí que eso había quedado solucionado hace ya varias nonas —Lucy observó al hombre con el que discutía el desventurado sirviente.

Tenía los pies, cubiertos con unas sandalias, plantados con firmeza, como si se encontrara en la cubierta de un barco. La toga azul oscura y la túnica bordada que vestía demostraban que no se trataba de un simple sirviente. El hombre levantó la vista y Lucy se encontró de lleno con sus ojos. Él esbozó una tenue sonrisa y la saludó con una inclinación de cabeza. Lucy cerró el postigo y se retiró de inmediato de la ventana.

—Estoy segura de que Eve sabrá resolver el problema. Yo no puedo ocuparme de nada de eso; debo comportarme como una dama romana y quedarme hilando mientras mi padre me busca un esposo que me convenga.

—Natsu ha enviado otra tablilla —dijo Lisanna mientras se acercaba a ella para acurrucarse en su pecho—. Quiere saber si ha llegado el último cargamento de liquamen o si ha vuelto a retrasarse.

Lucy sintió un ligero dolor de cabeza. Debería haber imaginado que Lisanna tenía un motivo para ir a buscarla, que querría que hiciera algo. Normalmente a aquellas horas su cuñada estaba en los baños, chismorreando con sus amigas o enterándose de las últimas noticias sobre la guerra contra los piratas de boca de los pregoneros del foro.

—Debería preguntárselo a nuestro padre.

—Pero Jude ha estado enfermo y no quiero preocuparlo, sobre todo por algo tan insignificante —añadió Lisanna con un mohín y llevándose la mano al vientre. Era evidente que el bebé estaba dándole pataditas—. Tú podrías enterarte, Lucy. Natsu dice que el cliente se niega a dar más dinero hasta recibir la carga. Sólo quiero saber cuándo se envió. Lo buscaría yo, pero no sabría dónde hacerlo, sin embargo tú sabes dónde está todo en el estudio.

Lucy se frotó la nuca en un gesto dubitativo, pues no quería ceder a la tentación. Había dado su palabra.

—Antes de que se marchara le dije a Natsu que guardara bien sus denarios. A veces los pedidos de liquamen tardan en llegar. Las ánforas en las que se transporta la salsa de pescado tienen una forma extraña y a veces el producto alcanza un precio muy elevado en Corinto. Orga tiene muy buena reputación.

—Natsu estaba siendo muy cauto —aseguró Lisanna sonriendo tímidamente—. Pero le surgieron unos gastos inesperados. Puede pasarle a cualquiera.

—Natsu se gasta el dinero con demasiada facilidad.

Lisanna parpadeó y le puso la mano en el brazo a su cuñada.

—Míralo tú... te lo pido como un favor especial. Me quedan pocos meses para dar a luz y tengo la misma delicadeza que los elefantes de guerra de Aníbal.

—Mi padre me tiene prohibido entrar en su despacho; las mujeres deben dedicarse a atender las labores de la casa y no a buscar listas de envíos. Últimamente tiene un humor muy cambiante, está muy raro desde la enfermedad —añadió Lucy haciendo un esfuerzo para ocultar la amargura de su voz.

—Nuestro padre no se da cuenta de que tú salvaste esta casa cuando él cayó enfermo. Vamos, Lucy, habrás salido antes de que nadie se dé cuenta —dijo en un susurro de conspiración—. Eve está ocupado con ese hombre. Encuentra la tablilla y tráela. Si no quieres hacerlo por mí, piensa en cuánto se enfadará nuestro padre cuando descubra la deuda de Natsu. Podría incluso sufrir otro ataque.

Viéndolo desde esa perspectiva la petición de Lisanna resultaba aún más tentadora. Dejaría de hilar durante un rato y podría además comprobar el estado de otros pedidos. Su padre tenía buena intención, pero lo cierto era que no era el mismo de siempre; las cosas se perdían a menudo. Esa misma mañana, Lucy había oído protestar a Eve por tener que buscar unos rollos que se habían extraviado. Se quedó pensativa unos segundos. La noticia de que su hermano había vuelto a sus costumbres derrochadoras podría desde luego provocarle una recaída a su padre.

—Natsu debería haber tenido más cuidado.

—Yo seguiré hilando por ti, Lucy —le ofreció Lisanna como último recurso—. Nadie sabrá que estuviste allí. Jude está en el senado. Un vistazo, eso es todo lo que pido.

Lucy miró el enorme montón de lana que la esperaba.

—Está bien, Lisanna, pero sólo por esta vez.


Ya había oído demasiadas excusas de aquel sirviente.

Laxus Dreyar Quinto lanzó una mirada de rabia a la puerta cerrada. ¿Cuántos días tendrían que seguir parados sus barcos en Ostia, esperando el prometido cargamento de vino de Falerno?

El dinero que había recibido por el vino le permitiría poner en marcha la última fase de su plan; podría por fin cumplir la promesa que había hecho a su padre en su lecho de muerte. La familia Dreyar volvería a ser una de las más importantes de Roma, se prometió apretando la empuñadura de la daga.

Aquella estancia, con su suelo de mosaico y sus paredes decoradas con frescos, denotaba riqueza y esplendor, o al menos eso pensó Laxus hasta que observó detenidamente el delfín que había en el centro del intrincado mosaico. Faltaba una tesala, señal inconfundible de que aquel hogar sufría algún problema de dinero, igual que lo eran las manchas de humedad que distinguió en el fresco junto a la ventana. Parecía que Jude Heartfilia no tenía una situación tan acomodada como pretendía hacer creer.

Esbozó una lúgubre sonrisa. Ese tramposo lo tenía bien empleado. Nadie jugaba con Laxus Dreyar.

Hacía dieciocho meses, en la cubierta de su trirreme preferido, el Lobo de Mar, había negociado con Jude Heartfilia transportarlo a él y a sus especias a Corinto a cambio de un cargamento de vino de Falerno. Ahora había llegado el momento de que el senador cumpliera con su promesa antes de que los vientos cambiaran y resultara imposible navegar hacia el norte de África y Cirene.

Tres veces había enviado a sus hombres y tres veces los habían despedido con la misma promesa: el rollo se había extraviado, pero el vino llegaría al día siguiente.

Ahora el senador tendría que responder ante él.

Laxus bajó la cabeza para escuchar con atención. La sala había estado en silencio hasta aquel momento, pero estaba seguro de que ahora se escuchaba el sonido de un estilete al raspar el papiro. Sin duda Jude Heartfilia había creído que la inoportuna visita se había marchado y había decidido volver al trabajo, lo que demostraba su cobardía.

Por el tridente de Neptuno, debería haber dejado a Jude Heartfilia en el mar en lugar de rescatarlo tras el hundimiento del barco. Debería haber recordado las palabras de su padre sobre el modo en que los Heartfilia retorcían siempre la verdad.

—¿Dónde está el vino de Falerno que me prometiste, Jude Heartfilia? —preguntó Laxus al tiempo que abría la puerta de golpe—. Tú y yo teníamos un acuerdo.

Se quedó inmóvil en el umbral de la puerta porque, en lugar de un senador de pelo gris concentrado en sus tablillas y rollos de papiro, encontró a una mujer con una túnica azul. El pelo rubio claro se le escapaba en mechones que le caían sobre rostro. Al oír la puerta, su mano se quedó paralizada dejando a medias lo que estuviera escribiendo. Abrió los ojos de par en par, pero no tardó en recuperarse del susto y esconder un rollo bajo las tablillas que cubrían la mesa.

—¿Quién es usted? Eve va de mal en peor —la dama enarcó una ceja perfectamente delineada, pero Laxus se fijó en que tenía una mancha de tinta en la cara—. Esto es un despacho privado. ¡Salga de aquí inmediatamente!

—Usted no es Jude Heartfilia.

—No, no lo soy —bajó la cabeza y siguió anotando de manera intencionada.

Laxus esperó a que dijera algo más, pero parecía tener toda su atención centrada en la escritura.

—Está sola.

—¿Tiene costumbre de afirmar todo lo evidente?

—Tengo negocios con el senador Jude Heartfilia.

—Mucha gente hace negocios con él. Es uno de los senadores más importantes de Roma —movió las tablillas con gesto de impaciencia y miró hacia la puerta—. Me temo que tendrá que esperar su turno.

Laxus respiró hondo. No iba a permitir que lo despachara tan sencillamente, como si no fuera más que un mensajero. Además, ¿quién era esa mujer? ¿Sería la esposa de Jude Heartfilia? ¿Y por qué estaba en su despacho?

—Es imprescindible que hable con él —dijo midiendo bien su tono de voz y sin mirarla directamente a la cara—. Soy Laxus Dreyar.

Esperó a recibir la respuesta y el reconocimiento que merecía como jefe de la casa Lupan, una de las casas de comercio más importantes del Mediterráneo occidental.

—Ese nombre no me dice nada —contestó ella volviendo a mirar a las tablillas, pero unos segundos después levantó la vista y clavó sus ojos castaños en él—. Debería hablar con su ayudante, es él quien se encarga de estos asuntos.

—Ya lo he hecho, fue él el que me envió aquí.

—Pues le ha hecho perder el tiempo —volvió a hacer un gesto indicándole la puerta—. Le suplico que no lo pierda más.

Laxus hizo caso omiso a aquella clara invitación a marcharse. Jude Heartfilia tendría que volver en algún momento y él iba a averiguar por qué había creído que podría tomarle el pelo de aquella manera. No tenía ningún sentido. Como tampoco tenía ningún sentido que una mujer de buena cuna, como sin duda lo era aquélla, estuviera ordenando tablillas como un escribano.

—Usted no debería estar aquí.

—Soy Lucy Heartfilia. Tengo todo el derecho del mundo a estar aquí.

Su respuesta fue rápida y la acompañó de un ligero movimiento de cabeza y de una mirada desafiante. Laxus se llevó la mano a la barbilla; no estaba del todo seguro de que aquellas palabras fueran verdad. No sabía dónde debería estar Lucy Heartfilia, pero desde luego no era allí.

—No creo que su padre sepa que está aquí mirando sus cosas.

—Está diciendo tonterías —levantó la cara y lo miró fijamente, retándolo a responder en lugar de acobardarse como habrían hecho la mayoría de las mujeres y también muchos hombres—. Tengo su permiso. ¿Qué le hace pensar que no es así?

—No gritó al verme entrar, ni llamó al criado —Laxus fue enumerando los motivos disfrutando del gesto de incomodidad que iba dibujándose en el rostro de Lucy.

Se acercó y le quitó de la mano la tablilla que había estado leyendo. Era una orden de envío de un pedido de liquamen con el sello de la casa de Orga. Se atrevía a apostar que la salsa de pescado no alcanzaría su destino. Orga solía utilizar aquel sello en los cargamentos que desaparecían misteriosamente.

—De hecho, tengo la sensación de que prefiere que nadie sepa que está en las habitaciones privadas del senador, rebuscando entre sus rollos de papiro.

—¿Siempre se entretiene tanto en inventar historias? —le quitó la tablilla de la mano y se puso en pie.

Era más alta de lo que Laxus había esperado.

—¿Quiere que llamemos al criado para ver si tengo razón?

La tensión se reflejó en el rostro de Lucy Heartfilia.

—No creo que sea necesario —farfulló ella mirando al suelo.

—Dígame cuándo podré ver al senador y no se lo diré a nadie, se lo prometo —hizo un esfuerzo por sonreír, pero continuó mirándola como un halcón. Si conseguía ponerla de su lado, le sería más fácil encontrar a Jude Heartfilia. Ese cobarde se había escondido y dejaba que una mujer hiciera su trabajo—. Mi barco espera un cargamento de vino de Falerno que debería haber llegado hace tres semanas. Su padre y yo teníamos un acuerdo. ¿Debo suponer que dicho acuerdo tiene tan poco valor como la orden que tiene en sus manos? Créame, esa salsa de pescado no llegará a Corinto. Con esa casa comercial es mejor tener el dinero en la mano antes de nada.

Lucy Heartfilia levantó el rostro de golpe al oír aquellas palabras, tenía los ojos llenos de furia.

—Mi padre no llegó a tal acuerdo —aseguró con un golpe en la mesa que hizo que se moviera todo lo que había sobre ella—. Si lo hubiera hecho, yo lo sabría.

—¿Acaso está al corriente de todos los negocios de su padre?

—De la mayoría. Él... confía en mí —añadió con voz tranquila—. Y... se equivoca sobre el liquamen. Se ha retrasado. Eso es todo.

Se encogió de hombros y el manto que llevaba sobre los hombros se le escurrió dejando a la vista la delicada piel de su cuello, pero enseguida volvió a ponérselo y la visión no fue más que una especie de espejismo. Sin duda una maniobra destinada a distraer su atención. Laxus había visto utilizarlo a demasiadas mujeres como para dejarse engañar. No pudo evitar sin embargo que se le acelerara el pulso.

—¿Por qué no buscamos a su padre y lo discutimos con él? Así podrá usted demostrarme que me equivoco —Laxus apoyó ambas manos en la mesa y se inclinó hacia delante, así vio cómo el color desaparecía del rostro de la dama—. Usted debe de saber dónde se encuentra y cuándo se espera que regrese. ¿O eso tampoco se lo dijo?

—Eso no es asunto suyo —agarró el estilete y señaló la puerta una vez más. Váyase o llamaré al criado—. No comprendo cómo le ha dejado entrar aquí solo. ¿Con qué lo sobornó?

—No ha sido necesario que le ofreciera ningún tipo de soborno. Me escuchó y lo comprendió —se puso en tensión al ver que ella miraba a su alrededor. ¿Qué iba a intentar? ¿Qué haría para distraer su atención esa vez? No pudo evitar recordar la última vez que se había encontrado con un oponente tan intrigante—. Su padre me debe un material muy valioso, por lo tanto es asunto mío.

—Aún no hemos establecido que realmente le deba algo —replicó ella con expresión relajada, pero el modo en que apretaba los puños delataba su tensión—. No ha ofrecido ninguna prueba, sólo su palabra.

Laxus estiró la toga, dando la impresión de no tener la menor prisa, pues ni Lucy Heartfilia ni su padre debían saber que se encontraba en una situación realmente precaria. Una hora más y habría desperdiciado otra marea. Cada día de retraso lo acercaba un poco más a los feroces fríos del norte, con los que sería muy peligroso navegar. El vino de Falerno valía más que su peso en oro, pero ni siquiera en su juventud, cuando lo único que le había importado era amasar fortuna, habría puesto en peligro a sus hombres echándolos a la mar cuando hubieran empezado a soplar los vientos. Había conseguido mucho éxito sabiendo juzgar el estado del mar, llevando la carga al mercado y, lo más importante, conservando a sus hombres para el siguiente viaje. El problema era que aquel dinero le valdría para pagar a un intermediario que conseguiría que entrara a formar parte del senado. Así quedaría cumplida la promesa que le había hecho a su padre y su rama de la familia Dreyar, habría recuperado el lugar que le correspondía en lo más alto de la sociedad.

—Su padre y yo hicimos un trato hace dieciocho meses. Me ofreció oro y un cargamento de vino de Falerno a cambio de que yo lo transportara a Corinto. Yo daba el negocio por hecho hasta que el capitán de uno de mis cargos me dijo que no había podido recoger la carga. Acaba de regresar a Roma procedente de Egipto.

El gesto de Lucy Heartfilia cambió de pronto al oír aquello.

—Usted es el pirata que reclamó un rescate después de que el barco de mi padre sufriera algunos daños en una tormenta.

—No, soy el mercader que dio cobijo a su padre a bordo de mi barco cuando el suyo estaba a punto de hundirse —Laxus pronunció cada una de las palabras con extremo cuidado, pero con evidente rabia. Llevaba años poniendo en peligro su vida y sus barcos, luchando con otras tripulaciones por llegar el primero a puerto y rara vez dudaba en seducir a una bella mujer, pero jamás había ejercido la piratería—. Si nosotros no hubiéramos estado allí, su padre se habría ahogado. Perdí a dos valiosos hombres en la tormenta, por salvar las especias de su padre.

—Pero él le pagó más que suficiente por el esfuerzo.

—¿Acaso es experta en dichos asuntos? ¿A qué se debe eso? ¿Es usted la escribana de su padre? —preguntó sin poder ocultar la incredulidad que le merecía la idea, pero Lucy continuó mirándolo sin inmutarse, por lo que él optó por sonreír de manera indulgente, algo con lo que había cautivado a muchas mujeres—. Habría jurado que tendría la cabeza ocupada en otras cosas como llevar la casa y no en un trabajo tan aburrido como el de supervisar la contabilidad del negocio de transportes de su padre.

En lugar de echarse a reír, Lucy Heartfilia frunció el ceño.

—Sé muy bien lo que se paga por un pasaje a Corinto, no es tan difícil de averiguar. La tarifa es de treinta denarios, muchos menos de lo que usted cobró —en su voz había un toque frío como el hielo.

—Hay viajes y viajes —Laxus apretó los dientes. La última vez que alguien se había atrevido a cuestionar sus tarifas apenas se había secado aún la pintura de su primer barco—. Puse en peligro mi vida y la de mis hombres por rescatar a su padre y el cargamento de su embarcación.

—Soy una mujer, pero no tengo nada de tonta, así que le pido que no me trate como si lo fuera.

—Yo nunca he dicho que usted careciera de inteligencia —respondió Laxus rápidamente—. Pero pensaba que preferiría dedicarla a otros asuntos.

—En lo que yo ocupe mi mente no es asunto suyo, pero le diré que prefiero los negocios al hilo y el huso. Además, mi padre valora mis opiniones —bajó la cabeza y continuó mirando las tablillas—. El vino de Falerno está en otra parte. Se vendió al mejor postor en las últimas nonas —le mostró una de dichas tablillas—. Todo fue perfectamente legal. Debería estar satisfecho con la tarifa que cobró por el pasaje a Corinto y por la comisión que, según tengo entendido, recibió por las especias.

Laxus la agarró de la muñeca, impidiéndole que se moviera. Estaba harto de traiciones. Si Jude Heartfilia creía que podía engañarlo sólo porque era mercader y no un senador romano, estaba muy equivocado. Las palabras de su padre resonaron en su mente.

—¿Qué quiere decir con que se vendió?

—¡Suélteme!

—No hasta que me diga a quién se vendió y por qué. Su padre no tenía derecho a venderlo, teníamos un acuerdo que lo obligaba legalmente.

—¡He dicho que me suelte! No es asunto suyo quién compró el vino.

Lucy intentó zafarse de la mano de aquel hombre de hombros anchos y fuertes que había invadido el sanctasanctórum de su padre, pero sus dedos se lo impidieron. Era un hombre peligroso, indómito. Estaba tan cerca de él que podía ver el brillo dorado de sus ojos.

Se mordió el labio inferior. Debería haber llamado a Eve nada más verlo entrar en la habitación, pero eso habría ocasionado muchas preguntas por parte de su padre sobre su presencia allí. No deseaba provocar su furia. No, ya era tarde para lamentos.

Bajó la mano y entones, tan repentinamente como la había agarrado, la soltó. Sintió un hormigueo en la piel que él había tocado y se frotó la muñeca para deshacerse de tal sensación.

—Claro que es asunto mío, mucho más que suyo —respondió con voz tranquila, pero sin apartarse de su lado—. La mayoría de las mujeres se dedicarían a hilar en lugar de revolver rollos y tablillas. ¿Por que sabe tanto de los negocios de su padre? Aún no me ha explicado por qué desea mantenerlo en secreto.

Lucy sintió cómo la ira crecía dentro de ella. Su vida iba más allá de los hilos y los chismorreos de los baños; ella no era una de esas mujeres que vivían sólo para el placer. En los últimos seis meses, además de llevar la casa, había aprendido a llevar también los negocios de su padre, y lo hacía bastante bien. No necesitaba que un capitán de barco le dijera lo que debía hacer.

Vender el vino de Falerno había sido un golpe maestro. Pompeyo había barrido a los piratas del Mediterráneo, con lo que había acabado también con el negocio de su padre. Natsu siempre había asegurado que aquel hombre era un afamado pirata. El vino de Falerno había pasado toda una temporada en un almacén, olvidado, y durante la enfermedad de su padre, cuando las facturas del doctor se habían añadido a las ya cuantiosas deudas, le había parecido que lo más sensato era venderlo. El pirata, aun estando vivo, jamás se atrevería a reclamarlo.

Problema resuelto. El honor de los Heartfilia quedaba salvado.

Al mirar a los ojos marrones de aquel hombre y notar el calor de su respiración en la mejilla, Lucy sintió un extraño desasosiego. Quizá debería haber vendido otra cosa, pero en aquel momento le había parecido la única solución. Su padre debía vivir. Los médicos y adivinos reclamaban dinero y Natsu había perdido una fortuna en el juego.

No, había hecho lo que debía.

¿Cómo sabía siquiera si ese hombre decía la verdad? Podría haber oído la historia en algún lugar y había decidido reclamar los bienes como si le pertenecieran. Lucy respiró hondo. Sí, sin duda era eso. Tenía que serlo.

—No pretendo hacerle ningún daño. Sólo quiero lo que me pertenece legítimamente.

—Pompeyo ha acabado con todos los piratas —dijo Lucy apretándose el puente de la nariz. Aquel hombre estaba poniendo su vida en peligro al aparecer allí; la vía Apia estaba flanqueada por una larga hilera de piratas crucificados—. Los piratas ya no son un peligro y la gente ha dejado de temerlos.

—Y yo me alegro de ello —afirmó con exageración burlona y acompañando sus palabras con una reverencia que dejó ver una pierna fuerte, musculosa por el trabajo—. Los piratas llevan años amenazando a los comerciantes de bien; los mercaderes hemos sufrido mucho por su culpa.

—Entonces usted no es pirata —murmuró Lucy llevándose la mano a la boca. La posibilidad de que Natsu le hubiese mentido hizo que se le encogiera el estómago. Eso significaría que había cometido un terrible error.

—¿Estaría aquí, en Roma, a plena luz del día si lo fuera?

—¿Cómo voy a saberlo?

—¿Le parezco tan tonto como para aparecer en Roma sabiendo que han puesto precio a mi cabeza? —le preguntó él enarcando una ceja y con media sonrisa en los labios.

Lucy no tenía la menor duda de que a la mayoría de sus amigas a esas alturas ya les estarían temblando las piernas. Tenía unos ojos preciosos y unas piernas que no tenían nada que envidiar a las de los gladiadores.

—Puedo asegurarle que mi vida vale mucho más que un cargamento de buen vino —añadió él.

Lucy apretó los labios con fuerza mientras admitía ante sí que lo que decía parecía lógico. Habría sido un auténtico suicidio presentarse en Roma, sobre todo si se hubiera tratado de un pirata tan reputado como había asegurado Natsu. Tenía que ser un impostor, pensó entonces con alivio. Un impostor que se había enterado del negocio que su padre había hecho con el hombre que lo había rescatado en el mar.

—No sé lo que haría usted y lo que no —se cruzó de brazos y lo miró fijamente—. No es asunto mío. ¿Qué prueba tiene de que ese vino era para usted? También podría ser que oyera la historia del vino por ahí y pensara que merecía la pena intentar hacerse con él mediante un engaño.

—Si la dama quiere una prueba, sin duda la tendrá —hizo una nueva referencia y sacó una tablilla.

El corazón le dio un vuelco al ver el primer sello. Una cabeza de lobo.

—¿Pertenece usted a la casa Lupan?

—Estoy al frente de ella, sí.

La impresión fue aún mayor cuando vio el sello. Aquel hombre era el legítimo dueño del vino, el mismo vio que ella había vendido sin el consentimiento de su padre y sin que lo supiera siquiera.

Las cosas iban de mal en peor. Había oído todo tipo de rumores sobre los éxitos de la casa Lupan. Se decía que el jefe de dicha casa de comercio había sido bendecido por los dioses, que era un auténtico hijo de Neptuno, dios del mar. Un hombre que, al igual que el rey Midas, convertía en oro todo lo que tocaba, y no era de extrañar con los precios que cobraba.

—Debería habérselo dicho al criado. Debería haberme dicho quién era.

Laxus Dreyar emitió un sonido de furia y Lucy maldijo su mala fortuna. ¿Por qué habría mentido Natsu acerca del vino? Si lo hubiera sabido, jamás lo habría vendido. Había cometido un gran error al ofender a una de las casas más poderosas del Mediterráneo. Pero lo peor era que seguramente Natsu lo había sabido desde el primer momento.

—¿Dónde está mi vino? —preguntó Laxus de nuevo, esa vez con un ligero toque de amenaza.

—Vendido, ya se lo he dicho —se apretó el manto alrededor de los hombros.

—Entonces Jude Heartfilia me debe el oro de la venta. Ha vendido algo que me pertenece y por lo que habría podido recibir tres veces más en el norte de África.

Lucy tragó saliva. Tres veces más, debía de estar mintiendo. Se atrevió a levantar la vista hacia él. Sus rasgos parecían más duros y firmes. Decía la verdad. Jamás debería haber caído en la tentación, debería haber vendido alguna de las propiedades del norte. Cualquier cosa menos el vino.

—Necesitaré algún tiempo para reunir el dinero —empezó a decir mientras buscaba una buena excusa para ganar dicho tiempo.

—Tiempo es algo que no tengo. Tengo muchos compradores en la costa africana esperando ese vino; tendré que comprarlo en otro lugar y arriesgarme a emprender viaje con los vientos del norte.

—Tendrá que hablar de ello con mi padre —dijo Lucy con un gesto de dolor.

No le quedaba más remedio que explicarle la situación a su padre y enfrentarse a su ira. La cuestión era cómo darle la noticia. Los médicos le habían dicho que debía estar tranquilo y no dejar que nada lo preocupase. Estaba segura de que encontraría un comprador para las propiedades de su madre, si disponía de unas semanas.

—Estamos donde empezamos. Debo hablar con su padre.

—¿Quién desea hablar conmigo? —Lucy oyó la voz de su padre—. ¿Quién se atreve a invadir mi sanctasanctórum sin mi permiso?