La niña Stark cogió todo lo que encontró a su paso. Desde crisantemos rojos como los frutos silvestres, hasta flores herbáceas que le picaban en las manos. En su camino, se topó con más de diez orugas y escarabajos ciervos que le trepaban por los brazos y le hacían cosquillas, pero ella solo río ante las acciones de los bichos y se sacudió los brazos para dejarlos caer otra vez en el pasto.
Luego, Arya corre con las manos y cara manchada con barro al caballo en el que su señor padre monta, entregando con una sonrisa de dientes torcidos y nariz arrugada el ramo de flores a Ned. El hombre al principio la ve con mala cara, pero después ríe, le da un beso en la mata opaca de pelo negro y agradece el gesto del racimo. Arya sonríe ingenuamente y siente el corazón relleno de alegría por hacer sentir querido a su padre, pues son pocas las veces en que él honorable Eddard Stark muestra tal simpatía hacia sus hijos en lugares públicos. Y no es para malentender, pues el señor de Invernalia adora a cada uno de sus hijos por igual —incluso a su hijo bastardo, a quién uno pensaría que dejaría en el olvido por ser muestra de sus actos desvergonzados—, pero debe atender el significado de portar un peso tan grande como ser el señor de una casa grande, lo cual conlleva a ser un hombre de pocos sentimientos ante el pueblo llano. Inclusive, dejando el cariño público ante su señora e hijos. Pero con todo eso, Arya lo entiende y lo comprende.
Por ello, cuando la hoja de Hielo cae sobre su cabeza, Arya grita internamente, siente que su cuerpo pesa más de lo que debería y se siente morir.
