Nota: Los personajes de Marvel, son de Marvel y se utilizan sin permiso pero sin ánimo de lucro. Los míos, son míos y si alguien quiere usarlos (porque mi Ego no tiene límite) espero que se me pida permiso.

Bueno, Feliz Navidad (con retraso) y Feliz Año Nuevo (con adelanto) a todos.

Hace mucho que no publicaba nada aquí. Pero las cosas se me han ido acumulando y no encontraba tiempo. Y cuando encontraba tiempo no tenía fuerzas. Lo siento, he sido muy negligente con los lectores :-c

Como quería que este capítulo se publicara antes del año que viene, lo he recortado. Aún así, no se nota mucho (yo y mis capítulos interminables). Por cierto, si os parece largo y redundante es porque… es largo y redundante. He intentado complacer a quienes me pedían más descripciones y, como no se me dan muy bien, ha quedado un poco pesado.

Por último, como me encanta Terry Pratchett, esta historia tiene notas a pie de página.


CAPÍTULO 1

El salado aroma de la brisa marina y el leve perfume de las poinsetias se mezclaban con el penetrante olor a pintura nueva.

Tormenta aspiró el aire sin importarle lo más mínimo, feliz por poder respirar en casa.

La Diosa había vuelto al hogar.

Todos aquellos animales que no estaban hibernando emitieron un (desafinado) canto de bienvenida. El taxista, que en aquellos momentos le acercaba las maletas, miró a todos lados con franco estupor. Ororo le pagó, haciendo caso omiso a sus posibles preguntas. Él observó el dinero, luego la miró a ella. Tormenta sonrió. El taxista abandonó todo interrogatorio, cogió los billetes y se marchó; no sin antes desearle "feliz Navidad".

Tormenta suspiró. La gente se había apresurado a incorporar las felicitaciones en su conversación habitual, aunque aún faltaba una semana para aquella fecha o pese a no saber la religión que profesaba la contraparte. Meneó la cabeza, cogió sus maletas y se plantó ante la entrada del edificio.

El Internado Charles Xavier de Nueva York (el original y auténtico, no una de las cientos de sucursales repartidas por el mundo).

A los dos segundos, Ororo fue recibida por un enorme bote de pintura contra su cabeza seguido de un grito:

— ¡Cuidado!

La mujer se agachó y con un rápido movimiento de su brazo, agarró el recipiente por el asidero antes de que pudiera herir a alguien.

Detrás del enorme Papá Noel de plástico (en su trineo tirado por renos), tras haber esquivado las guirnaldas y las enredaderas de luces multicolores que engalanaban el pórtico, surgió la figura de Daniel Philip Summers-Grey.

— Oh, hola tía Ororo.

Ella le enseñó el bote por toda contestación.

— Lo siento. Estaba intentando abrir la tapa cuando se me ha escurrido.

Tormenta se guardó la pregunta de cómo leches estaba intentando abrirla para que volara estilo "piedra desde catapulta". En vez de eso, se acercó a su sobrino para darle un abrazo. El muchacho la abrazó a su vez, poniendo cuidado en no apoyar su cabeza en el amplio pecho de la mujer. Ororo lo sujetó de los brazos y lo alejó un poco para estudiarlo mejor. Había crecido un par de centímetros desde la última vez que le viera, pero aún era más bajo que la media de su edad (los terribles 15 años). Ororo notó, sin embargo, que sus huesos ya se habían reconfigurado, esperando el gran estirón que lo convertiría en el chico alto y de anchos hombros que iba a ser.

Positivamente cierto. A los dieciséis años, Daniel no sólo sería uno de los muchachos más altos y apuestos del Internado, sino que, por esa misma razón, sería codiciado por dos jovencitas, cada una a su manera.

Una de aquellas chicas, Amanda Gustafson, pasó al lado de Danny, ignorando completamente el saludo de éste con una sacudida de cabeza que hizo ondear su melena negra "L'Oreal porque yo lo valgo".

Aún quedaba un año para el éxito de Daniel entre el sector femenino.

Ororo vio a Amanda alejarse y luego la cara de chasco de su sobrino, e intentó tragarse la sonrisa.

— ¿Qué tal las cosas por aquí?

— Bien, supongo –respondió Danny, con la sinceridad que le caracterizaba-. Estamos entrenando a tope para ser los nuevos miembros de la Patrulla, los profesores nos han inundado de deberes para las Navidades y mamá nos ha ordenado pintar la Mansión en los momentos que tenemos libres.

Tormenta asintió. Hacía unos dos meses que sus chicos se habían metido en problemas: habían intentado entrar en el Cuartel General de la Policía Anti-Mutante y éstos capturaron a Danny; por suerte para todos, los chicos volvieron para rescatarlo y, en contra de todo pronóstico, lo habían logrado. A partir de ese día, Jean había decidido iniciar la instrucción de los adolescentes con intención de que llegaran a ser futuros Hombres y Mujeres-X. También lo hizo para vigilarlos más de cerca, sin duda. Si el duro entrenamiento no fuera bastante, Jean había castigado a los chicos con toda clase de tareas pesadas e incluso denigrantes.

A Ororo le parecía estupendo. Y en cuanto pillara a Niklaus y Aisha por banda, sus hijos iban a preferir los castigos de Jean un millón de veces antes que el regaño de su madre.

— ¿Has hecho muchas fotos? – preguntó Danny, señalando la cámara colgando del hombro izquierdo de Tormenta.

— Muchísimas.

— ¿Y cuándo saldrán publicadas?

— En el número de mayo del "National Geographic".

— Ahhh… ¿A dónde fuiste, que no me acuerdo?

— A la cuenca del Orinoco, para poder observar cómo ha afectado la emigración masiva desde los países de Sur a las especies de la zona. Tanto a la flora como a la fauna.

Danny asintió, y poco más. Esta clase de cosas era mejor contárselas a Aurora McCoy, la investigadora nata.

— ¿Dónde está Aurora?

— Oh, eh… No lo sé. Sus padres le pusieron castigo particular y casi no la veo. –Danny hizo mohines-. Un asco, la verdad, porque solíamos hacer los deberes juntos (1).

— Danny, ¿qué haces ahí parado? Mamá nos matará si—

Sarah Summers-Grey se interrumpió al ver a Ororo, parándose en medio del porche. Muy pronto, sin embargo, trotó hacia ella y su abrazo de oso casi la tiró al suelo.

— Cuidado, niña, no soy Coloso – se quejó Tormenta.

Sarah ensanchó aún más su sonrisa; aquella boca amplia y pómulos altos heredados de su padre le daban cierto aire salvaje, efecto aumentado por el brillo en los ojos verdes y el cabello rojo herencia de su madre.

— Me alegro tanto de que hayas venido… Mamá no estaba segura de si podrías llegar hoy.

— Pues aquí estoy, pequeña.

Ororo seguía llamando "pequeña" a Sarah por pura costumbre, pues la muchacha medía su metro setenta y seis. La alta figura juncal era todo mérito de Scott Summers. Sarah aún no se había acostumbrado a ese cuerpo; necesitaría el dominio de sí misma de su madre para poder moverse con elegancia, en vez de por medio de los inseguros movimientos propios de la edad.

— Por cierto, ya sé que es tarde, pero felicidades.

— Oh, gracias, tía Ororo.

— ¿Te llegó el regalo?

— Sí, y la felicitación también. Muchas gracias. No era necesario, de verdad.

— No digas tonterías, no se cumplen diecisiete todos los días.

— Ya, pero aún así… - Sarah encogió los hombros como una tímida colegiala (cosa que, por cierto, era).- Me gustó mucho tu regalo. El abrigo es muy bonito.

— Pensé que hacía juego con tus preciosos ojos.

A Sarah se le escapó una insegura media sonrisa mientras encogía aún más los hombros. Esa incomodidad ante los cumplidos la había heredado de su padre.

— ¿Quieres que te ayude con el equipaje? – preguntó la muchacha, como queriendo cambiar de tema.

Tormenta esbozó una sonrisa melancólica. La amabilidad también le venía de Scott.

— No es necesario, pequeña. No soy tan vieja. –Ororo observó divertida cómo la pálida piel de Sarah se tornaba bermeja hasta ocultar las pecas sobre el puente de su nariz-. Además, estoy segura de que tenéis mucho que hacer y no quiero entorpeceros.

Daniel metió las manos en los bolsillos de su mono y pateó el suelo, Sarah encorvó los hombros, esta vez como expresión de abatimiento. Ambos suspiraron al unísono.

— Bueno, será mejor que os deje con vuestro trabajo o no terminaréis. Claro que, teniendo en cuenta que comienza el invierno, tendréis que volver a pintar el edificio en primavera. ¿No es una pena? –concluyó Tormenta, en un tono cantarín que desmoralizó aún más a los dos hermanos.

Al entrar en el vestíbulo, Ororo fue recibida por el esplendor del árbol de Navidad profusamente decorado. Sabía que no era posible, pero cada año le parecía más grande. No era posible porque el abeto era siempre el mismo; solía estar plantado en el jardín hasta la llegada de estas fechas, cuando se transplantaba a un tiesto y se teleportaba al interior de la casa.

El pobre árbol tenía las ramas cubiertas por una innumerable cantidad de adornos de todo tipo: las antiquísimas bolas pertenecientes a la familia Xavier, las figuras de cristal donadas por los Worthington, las diversas piezas compradas (o robadas) de aquí y allá, las manualidades creadas por los mutantes de primaria y, en la cúspide de ese caos, la enorme estrella regalo de Erich von Sachsen.

Su Eri.

Tormenta apartó la vista del adorno, mientras apretaba el asa de su maleta en un gesto involuntario. Fue entonces cuando captó el movimiento de un hombre joven acercándose por el pasillo del fondo. El chico, alto, rubio y de aspecto impecable, advirtió la presencia de la mujer. Al instante, giró sobre sus talones y se dirigió en dirección contraria.

— ¡NIKLAUS! – retumbó la voz de Ororo en el hall, produciendo la vibración de los adornos de cristal.

El joven volvió a darse la vuelta y caminó hacia su madre, con la cabeza gacha y los brazos rectos y pegados al cuerpo. Como si aún tuviera cinco años y no veintiuno.

— Mamá – saludó, ya a su lado.

Tormenta cruzó los brazos sobre el pecho y estudió a su hijo. Daba la apariencia de típico muchacho deportista, con su altura y su cuerpo bien formado y el cabello claro y brillante; pero alguien más observador hubiera notado las ojeras bajo unos ojos azul zafiro de brillo tristón, y la piel pálida de alguien que hubiera rehuido el sol, y la falta de arrugas en las comisuras de los labios de no reír, pero la existencia de las mismas en el entrecejo, testigos de una expresión de preocupación constante.

Ororo calculó todos los días que habría dejado de comer, todos los paseos que no habría dado, todo el ejercicio que no habría hecho y todo el tiempo que no habría cuidado de sí mismo.

— Bien, ¿no vas a darle un abrazo a tu madre?

Niklaus puso la cara de un hombre a quien hubieran cambiado la pena de muerte por un "impreciso" viaje al triángulo de las Bermudas. Por si acaso, cumplió los deseos de la mujer y la abrazó; no muy fuerte, con un pie atrasado por si era necesario huir.

Ororo entrelazó sus dedos tras la nuca de su hijo, en una especie de llave de jujutsu materna.

— Y ahora dime por qué mi hijo, en apariencia un muchacho serio, racional y maduro, acompañó a un grupo de menores, entre quienes se encontraba su propia hermana, a entrar en el Cuartel General de nuestros mayores enemigos.

— Oh. Bueno. Sí. Bien. Había, había, había… razones extremas.

— ¿Qué clase de razones?

A diferencia de Jean, Ororo no necesitaba gritar o amenazar de forma abierta para conseguir obediencia o sinceridad. Poseía un centro de gravedad en su altura y en sus bíceps y tríceps bellamente formados que atraía indefectiblemente la verdad.

— Oh. Eh, eh, ehhh…

— Palabras coherentes, Niklaus.

— Iban a hacerlo de todos modos.

— Eso no es una excusa.

— Claro que no. Es una justificación.

— Niklaus, no intentes jugar con los términos. Eso es territorio de tu hermana.

El joven se desasió de los brazos de su madre con cierto aire fastidiado.

— Muy bien, enfádate conmigo si quieres. Yo ya lo estoy conmigo mismo por no haber encontrado una forma de impedirlo. ¿Crees que era eso lo que quería?

— Pilotaste el jet.

— Porque si no, lo hubiera hecho Aisha y quién sabe qué habría pasado entonces. Al menos así, podía actuar como centinela en la retaguardia.

Ororo quitó una inexistente mota de polvo del hombro derecho de su hijo.

— ¿Y no sería porque no querías parecer cobarde frente tu novia Sarah? Sobre todo teniendo en cuenta que James estaba allí.

— Mamá, por favor, soy más maduro que todo eso.

En realidad, pensó Tormenta, Niklaus era racional, más que maduro. Podía establecer un nexo causal y un lenguaje lógico perfecto para cualquier acción que emprendiera, por muy descabellada que pareciese. Y, pese a su fachada flemática, lo cierto es que escondía una pasión sorprendente. Era algo que compartía con Eri, su padre. Cuando aún vivía, ella solía tomarle el pelo y llamarle "iglú", porque era frío por fuera y caliente por dentro.

Tormenta decidió apartar de sí esos recuerdos antes de que la melancolía la venciese.

— Tus acciones recientes me hacen dudar sobre tu madurez.

Como no había modo de rebatir eso, Niklaus se contentó con pasarse una mano por su lustroso cabello ondulado.

— ¿Cuál es el castigo?

— Oh, bueno, ya se me ocurrirá algo –respondió Tormenta, rodeando el brazo del muchacho con los suyos para caminar con él hacia las escaleras-. Mientras friegas el suelo de mi cuarto, limpias las cortinas y me ayudas a reestructurar el invernadero, estoy segura de que podré concebir la punición adecuada. Para ti y, por supuesto, para tu hermana. Por cierto… ¿dónde está?

Niklaus se tropezó con el primer escalón, pero logró mantener el equilibrio. Ororo vio cómo su rostro adquiría una sutil expresión de cautela. Por supuesto, él sabía dónde estaba Aisha y sabía que su madre sabía que él sabía dónde estaba, al igual que su madre sabía que él sabía que ella sabía que… Bueno, en resumen, que ambos se conocían lo suficiente como para esperar respuesta a esa pregunta.

El reflejo de la luz en la enorme estrella decorando el abeto pareció captar toda la atención del muchacho.

— No tenías por qué haberla puesto – murmuró Ororo.

— Es una tradición. Papá nos la regaló para eso.

— Sí pero él está… -Ororo se tragó el súbito nudo en su garganta-. Él ya no está aquí. Puede haber otra gente que no vea con buenos ojos que la usemos y quieran otra clase de ornamento.

Niklaus miró a su madre, un brillo entre tierno y preocupado en sus pupilas.

— Como es una tradición, todos la pidieron. No se negó nadie. Bueno, nadie excepto… - El joven dejó la frase en el aire.

"Nadie excepto Aisha" la concluyó Tormenta dentro de su cabeza. No sabía por qué su hija odiaba tanto a su padre. Antes no era así. Hasta que cumplió los doce años, Aisha parecía sentir las molestias usuales por ser hija de Erich von Sachsen, pero no le guardaba un especial resentimiento. Pero a partir de entonces y, sobre todo, desde el viaje que recorrió sola entre los trece y catorce años (y del que nada había contado a su madre), Aisha parecía detestar todo lo que proviniera o pareciera provenir de él. Todo.

Incluso un simple adorno navideño.

— No armó tanto jaleo como el año pasado – informó Niklaus, como si le hubiera leído la mente-. Sólo dijo que no le gustaba la estrella. Cuando los demás acordaron ponerla, se calló.

Lo cual acentuaría el mudo resentimiento de la muchacha, presumió Tormenta. Había dejado claro su posicionamiento y había sido ignorada. Eso era algo que podía sacar de quicio a Aisha. Pero no lo diría. Oh, no. Se limitaría a comportarse de la forma más detestable posible, sobre todo con su propia familia. Y para empeorarlo todo, faltaban pocos días para su cumpleaños. Aisha era la última en cumplir años dentro de su generación tras Jamie (Luc, Garazi) y Sarah y odiaba que se lo recordaran. El comenzar a tener diecisiete años, cuando dentro de unos seis meses Jamie cumpliría dieciocho, seguro que le estaba sentando como beber aceite de ricino.

Y hablando de cumpleaños…

— Niklaus, ¿sabes dónde está Aurora?

En esos mismos instantes, Gregory Santana, bateador estrella del equipo de béisbol del Internado, bajaba por las escaleras con su grupo de amigos.

— Oh, señorita Munroe, buenos días. ¿Acaba de preguntar por Dawn?

Ororo observó al muchacho unos instantes antes de contestar. Gregory era guapo, educado, encantador (y por ende, popular), pero había algo en su expresión, como el peligro encerrado en una marea viva, que no acababa de convencerla.

— Sí, Gregory, ¿sabes dónde se encuentra?

— En el laboratorio.

— ¿Seguirá allí o…?

— Oh, claro. Hace un par de minutos que he hablado con ella. Siempre me paro a hablar un rato con ella, cuando vamos a la biblioteca. Estará allí un buen rato. –Gregory adquirió un aire conspirativo-. Es por el castigo que le han puesto sus padres, ¿sabe? Tiene que hacer muchas horas de laboratorio.

— Gracias, Gregory, muy amable por tu ayuda.

Era una obvia frase de despedida. El muchacho se quedó unos segundos parado, su tronco inclinado, en una especie de reverencia cortada. Luego esbozó una sonrisa nerviosa y se marchó con sus compañeros.

— No te cae bien.

— ¿En qué te basas para decir eso?

— En que te conozco, mamá.

Tormenta encogió un hombro, quitándole importancia.

— No se trata de que me guste o disguste, es sólo que… hay algo en él que me produce desconfianza.

— ¿Su limitado vocabulario?

Ororo no pudo reprimir la risa ante ese comentario sarcástico.

— No, su volubilidad. Se deja influenciar demasiado por lo que la gente piensa.

— ¿Qué más da? Es un adolescente.

— Se interesa mucho por Aurora.

— Te preocupas en exceso.

Aquella afirmación recibió una queda risita como respuesta. Cuando Niklaus iba a añadir algo más, su madre se desasió de su brazo, se dio la vuelta, parando el avance, y puso sus manos a cada lado del rostro del joven, tal y como hacía cuando él era un niño pequeño. Sólo que ahora, Niklaus le sacaba casi una cabeza.

— Es mi trabajo – susurró la mujer.

Niklaus giró lo suficiente la cabeza para besar una de las palmas de su madre. Ororo lo soltó. Al hacerlo, un movimiento en ese mismo piso captó su atención.

— Ya puedes marcharte, he acabado mi interrogatorio. –Tormenta se mordió los labios para contener la carcajada ante la cara de su hijo-. Además, estoy segura de que estás deseando ver a Sarah. Si no me equivoco, es lo que ibas a hacer antes de toparte conmigo.

Niklaus, radiante, bajó los escalones de dos en dos.

— Y seguro que quieres avisar a tu hermana también.

Niklaus se tropezó con el último escalón, pero consiguió mantener el equilibrio.

Ororo se dirigió hacia el lugar de donde provenía la actividad que le había interesado. Se trataba de una chica joven bailando junto a la puerta que llevaba al cuarto de Jean. La muchacha iba vestida con un mono de trabajo y asía una brocha, pero la estaba utilizando no para pintar, sino para simular un micrófono. Ajena a Tormenta, la chica contoneaba el cuerpo de una forma tan insinuante que daban ganas de censurarla. Afortunadamente, no había mucha carne bamboleante que pudiera aumentar el efecto. De hecho, apenas si existían músculos sobre los huesos, en esa complexión delgada que los nervios excesivos suelen crear. En cuanto al pecho… no, nada. Una tabla de planchar.

La muchacha terminó de dar la vuelta y se encontró cara a cara con Tormenta. En seguida se reportó, adquiriendo una estirada pose de niña bien educada. A la mujer le sorprendió tal celeridad, aunque no debiera. Si algo había escuchado sobre aquella muchacha llamada Garazi, era que poseía un dominio pleno de su cuerpo y una mente presta. Aún cuando no se lo hubieran comentado, Ororo lo hubiera advertido en el brillo de sus ojos negros. Era la mirada de alguien inteligente, alguien tan inteligente como para disimular ese brillo y aparentar mucha más estupidez. Las cejas rectas y la nariz afilada aumentaban ese efecto. Para terminar el cuadro, como si quisiera sorprender al espectador, lucía un largo cabello rubio, recogido en una gruesa trenza. Lo cual contrastaba con sus ojos azabaches. Incluso aunque aquel rubio no fuera el oro hilado de Niklaus o Warren Worthington, sino más bien un rubio sucio, oscurecido; trigueño, que le dicen.

Tormenta se mantenía callada y no daba la impresión de que Garazi fuera a decir la primera palabra. Es así como Ororo siempre la recordaría: con la espalda recta, la cabeza gacha, pero los astutos ojos oscuros fijos en ella, expectante.

— Tú debes de ser Garazi.

— Sí, señora.

Incluso su voz, como todo en ella, parecía irradiar una sensualidad atemperada por el buen gusto; o la buena dicción, en este caso. Aunque no podía disimular del todo el acento.

— Vienes de Francia, al igual que mi sobrino James.

— Sí, señora.

Ororo no sabía si Garazi le gustaba o la irritaba. Normalmente, la gente solía intimidarse frente a la veterana Mujer-X y ella usaba tal efecto en su propio beneficio. Se callaba. Con ello provocaba un agujero negro de silencio que el interlocutor se veía en la obligación de rellenar con un montón de palabras, revelando, a veces, información esencial.

Pero Garazi no estaba haciendo nada de eso. Se mantenía reservada y alerta. Interesante comportamiento que hizo que Ororo mirara hacia el marco de la puerta a medio pintar en un intento por cambiar de táctica.

— Veo que estás en plena tarea de pintura. –Arqueó una ceja para aumentar el efecto irónico-. Aunque creo que, en estos instantes, no utilizabas la brocha con ese noble fin.

Garazi sorprendió a Ororo con una sonrisa traviesa.

— Oh, bueno, lo que ocurre es que me ha venido a la cabeza una canción de Aretha Franklin, ¿y quién puede resistirse a Aretha?

A Ororo se le ocurrían, al menos, tres personas, pero antes de que pudiera responder, fue interrumpida por alguien acercándose a ellas a la carrera.

Lo primero que vio Tormenta fueron unos pantalones piratas. Luego levantó la vista hacia una sudadera llena de manchas de pintura y tuvo que seguir estirando el cuello para abarcar toda la figura y toparse con un rostro de rasgos definidos y unos ojos grises que se abrían sobresaltados.

Aquel muchacho mostraba signos de haber estado pintando, lo cual lo incluía en el grupo adolescentes castigados. Y su altura delataba a gritos quién de los chicos era él. Pero Tormenta tuvo que repasar algunos detalles que pudiera haber malinterpretado en un primer vistazo. Como, por ejemplo, la salamandra tatuada en su pantorrilla izquierda, la señal cicatrizada de un pendiente en la ceja o el pelo castaño rapado en sienes y nuca, aunque largo y en coleta el resto. ¿No se suponía que era un buen chico judío? ¿Qué clase de buen chico judío (o católico o musulmán…) llevaba esas cosas?

— Ehhh… Ohhh… Esteeee… H-Hola señorita… ¿señora?... señorita Munroe.

— Tú eres Isaac Levi. – La voz de Ororo no mostraba ni un ápice de duda.

— T-todos m-me llaman Luc – murmuró él, casi como si no quisiera que le oyesen.

Ororo puso en marcha su archifamoso "agujero negro de silencio".

— P-por el p-personaje de Luke. Ya s-sabe… Luke Skywalker. Es que a mí… a mí me encanta Star Wars y… y b-bueno, Jamie empezó a llamarme así y… y todos le c-copiaron. Ahora la gente… la gente me llama así.

Tormenta siguió sin hablar.

— Es, es, es una especie de costumbre. T-todos lo hacen… ¡de veras! Hasta, hasta, hasta m-mi familia. D-de hecho mi p-padre suele decir que no, que no, que no sabe por qué no me llamaron así desde un principio. Porque… porque… porque me va, ¿sabe?

La ultima frase fue dicha con un tono tan lastimero que provocó la compasión de Tormenta.

— Muy bien. Lo entiendo, Isaac.

La boca de Luc reaccionó en un mecánico movimiento que formó la frase "es Luc". Por fortuna para él, las cuerdas vocales fueron tan prudentes de no sonar. El muchacho estaba, cuanto menos, intranquilo y Ororo decidió aprovechar el momento.

— Parece que vienes del otro lado de la Mansión.

— S-sí, seño-señori-seño-señorita Munroe.

— ¿No te habrás topado con mi hija, por casualidad?

La cara de Luc se reconfiguró alrededor de sus ojos abiertos como platos hasta imitar la expresión de alguien a quien le hubieran dado a elegir entre matar a un inocente bebé o cortarse su propia pierna y comérsela cruda.

— ¿S-su hija?

— Sí, Aisha Munroe. Creo que sois más que conocidos. –Si Luc hubiera abierto más la boca se le hubiera roto la mandíbula. Ororo decidió dejar de ser tan cruel-. Sois compañeros, ¿verdad? De clase, me refiero.

— ¿Eh? ¡Oh! ¡Oh, sí, claro! C-compañeros de c-clase. Sí.

— ¿Y?

— ¿"Y" qué?

— ¿La has visto?

Luc miró a uno y otro lado, perdido. Tras ella, Ororo sintió a Garazi hacer frenéticos gestos. Aisha les había enseñado bien.

Garazi, era obvio, había decidido obedecer cualquiera que fueran las instrucciones de Aisha por una cuestión práctica: sabía con quién se la jugaba, mientras que a Tormenta no la conocía. Garazi era una superviviente. Criada en la versión extrema para mutantes de "Supervivientes" en que se había convertido París, se hubiera aliado con el Diablo y mentido a la mismísima Diosa si eso le hubiera reportado beneficios.

El caso de Luc era más curioso. Provenía de París, al igual que Garazi. Pero no callaba por esa razón. Guardaba silencio por lealtad hacia Aisha. Tal vez algo más. Si los rumores eran ciertos, Luc sentía cierta atracción por la joven Munroe. Tormenta había acumulado ciertas sospechas por ese lado de los correos electrónicos de Niklaus, quien le escribía diligentemente cada dos días con analíticos informes sobre la familia (2). Aisha, por su parte, apenas había mencionado a Luc. Cosa no muy extraña, pues la muchacha apenas mencionaba la existencia de otras personas.

Mientras, en el mundo real, el altísimo Luc se estrujaba las meninges.

— Isaac, ¿te encuentras bien? – preguntó Tormenta.

— ¿Q-qué? Oh, s-sí, claro…

— Entonces, ¿puedes responderme a la pregunta?

— ¿Qué pregunta?

— Si has visto a mi hija.

— ¡Ah! Oh… B-bueno, c-creo, creo, creo, creo que no.

Crees.

— ¿Y… ehhh… y a dónde ibas con tanta prisa? – interrumpió Garazi, con cierto timbre apremiante en la voz que no pasó desapercibido al excelente oído de Tormenta.

— ¿Oh? ¡Oh, sí! A, a, a… estooo… T-Timmy Edwards. ¡Sí, Timmy Edwards! ¡Eso es! Iba a… ayudar a los chicos a sacar a Timmy Edwards.

— ¿Sacar? ¿Sacarlo de dónde? – preguntó Ororo.

— Se ha atascado en uno de los tragaluces de la lavandería – explicó Luc.

— ¿Otra vez? Pero si los tragaluces están hechos a prueba de… -Iba a decir "a prueba de Timmy Edwards"-. A prueba de esta clase de contingencias.

Luc se encogió de hombros, sin saber muy bien qué decir. Garazi aprovechó el momento y le agarró de un brazo.

— Estoy segura de que tienes mucha prisa… ¿por qué no te marchas ya, eh? Te acompañaré. Nunca se sabe cuándo se necesita otro par de manos. –La chica miró a Tormenta, casi disculpándose-. Espero que no le importe que nos marchemos. Ha sido un placer, ¡hasta otra!

Luc y Garazi saludaron con la mano al tiempo que cogían velocidad crucero para alejarse de la mujer.

Ororo se mantuvo en el sitio unos cinco segundos, maravillada por la forma tan simpática en la que le habían dado esquinazo.

Luego, volvió a bajar a la planta baja, cogió la maleta que dejara allí cuando encontró a Niklaus y se dirigió al despacho de la Directora.

Pensaba encontrarla sola a esas horas, pero justo antes de golpear la puerta con los nudillos, captó una segunda voz dentro del cuarto. Femenina. Conocida.

Tormenta arrugó la frente. La idea de volver más tarde la sedujo por un momento. Pronto, sin embargo, la idea de fastidiar a la invitada de Jean le sedujo aún más.

La Directora Grey-Summers, sentada tras la barroca mesa de dirección heredada de Charles Xavier, pasó de dirigir una mirada circunspecta a su interlocutora a sonreír de oreja a oreja al ver a Tormenta.

— ¡Ororo! Qué alegría volver a verte – saludó, levantándose para abrazar a su amiga.

La otra mujer presente en la estancia, apenas giró la cabeza lo suficiente para mover un pelo de su larga melena rubia y adquirió una expresión mezcla de socarronería y altivez.

— Munroe – dijo en voz alta.

— Emma.

Tormenta no hizo ademán de estrecharle la mano siquiera. En circunstancias normales, eso se hubiera debido a que Ororo no podía tragar a Emma Frost. Ese día, sin embargo, tenía la excusa de que ante ella no se encontraba el cuerpo físico de la Directora del Colegio Mayor de Massachusetts, sino su imagen holográfica.

— Siento haberos interrumpido – habló Ororo.

— Por favor, Munroe, no mientas.

Jean extendió los brazos entre las dos en el gesto universal de "tengamos la fiesta en paz".

— Emma me informaba de las últimas noticias que pululan por la Liga de Mutantes.

— No te lo tomes con tanta tranquilidad –reconvino la ex Reina Blanca-. Gran parte de la LM está disgustada con, lo que llaman, "trato de favor hacia tus hijo".

— ¿Trato de favor? – inquirió Tormenta, incapaz de encontrar la razón de tal expresión.

— Por lo que parece, hacer todo lo que estaba en mi mano para salvar a Danny del Cuartel General de la PAM es considerado como abuso de mi cargo.

— No hiciste nada que cualquier otro no hubiera hecho. Ni siquiera te saltaste el protocolo.

— Oh, sí que lo hizo –dijo Emma-. Para poder llamar a los Action Force debería haber convocado una comisión antes.

— Lo cual me hubiera llevado días. Y total, su decisión hubiese sido la misma.

— Los Action Force están para emergencias – recordó Emma.

Era una emergencia –remarcó Jean.

— Eso es lo que dices. El hecho de que tus chicos consiguieran sacar a Daniel del Cuartel General sin ayuda no te favorece en exceso.

Jean apretó las mandíbulas en una sonrisa exasperada.

— Eso es porque Jamie tenía un plano del lugar. Algo que nosotros nunca hemos poseído y que el chico se olvidó de comentar.

— ¿Un plano? ¿Cómo? – preguntó Ororo.

— Al parecer lo obtuvo del único superviviente del gueto de Nueva York.

— Entonces no era una leyenda urbana – habló Emma-. Uno escapó. ¿Es…?

— No lo sé. Jamie no me ha desvelado su identidad. Dice que el superviviente se puso en contacto con él y le dio el plano como cortesía, por haber sobrevivido a un gueto como él. Jamie no está dispuesto a contarme nada más. Lo considera una cuestión de lealtad.

— ¿Por qué no mencionaste nada del plano en la última sesión de la Liga? – quiso saber Emma.

— Porque no quiero darles más excusas a los de siempre. Lo verían como un signo de debilidad por mi parte.

— Y perderías el poder – apuntó Emma, sin ocultar la ironía.

Jean le dirigió una mirada cortante.

— La presidencia me da igual. De hecho, te la concedo, si quieres. En este mismo instante. ¿Qué me dices? –Emma no contestó, pero su expresión reveló una clara negativa-. Me lo suponía. –Jean suspiró-. Si esa panda de energúmenos se hace con las riendas de la LM, podemos darnos por perdidos. Y el caos que vendría a continuación sería aprovechado por los chicos de los guetos. Toda una generación de chavales supervivientes de esos horrores que aprovechan cualquier excusa para desatar una oleada de violencia.

— Es bueno que no mencionaras lo del plano, sobre todo por esos chicos – secundó Ororo-. Bastante adoran ya a James, sin necesidad de darles más argumentos en su favor. Y no te preocupes por el "sector reaccionario" de la Liga. Según yo lo veo, tus actos no merecen censura alguna. De hecho, podrías haber llamado antes a los Action Force.

Jean miró a Ororo con el rostro incrédulo de alguien no muy seguro de haber escuchado bien.

— ¿Tú también? –exclamó al fin, para luego andar hasta su mesa y levantar un papel-. Éste es un requerimiento por escrito de Júbilo, pidiendo saber por qué se tardó tanto en darles el aviso.

— Buena chica – alabó Emma, sonriendo.

— Bueno, ¿y por qué tardaste tanto? – preguntó Ororo.

Jean movió la mandíbula arriba y abajo, como si tuviera que volver a encajarla.

— ¡No tardé! –se defendió, casi gritando-. Primero tuve que confirmar los hechos y decidir un plan de acción. Una vez se esbozó, di el aviso a los Action Force. No es culpa mía que fuera su periodo de descanso. Entre los que aún dormían y los que habían salido fuera, pasó un tiempo hasta que se organizaron.

— En ese caso, haber llamado a la unidad de asalto más cercana, para ahorrar tiempo – reprochó Ororo, la sargento en reserva, ante la media sonrisa de Emma y el estupor de Jean.

— Si te digo dónde estaba la unidad de asalto más cercana, te echas a reír –respondió la pelirroja-. O a llorar, quién sabe.

Jean se derrumbó en su asiento, abatida. Un ruido procedente del la imagen holográfica de Emma captó la atención de ésta.

— Si me disculpáis, creo que mi hijo requiere mi presencia.

— Dale recuerdos a Edward de mi parte. Y de parte de Aisha, por supuesto.

— Estoy segura de que a Edward le encantará recibir saludos de tu hija.

Ororo asintió con la cabeza. Pese a que ella y Emma tenían una relación… "tensa", sus retoños se llevaban de maravilla.

La imagen de Emma Frost se evaporó en el aire.

— Me alegra verte de nuevo – dijo Jean al fin, rompiendo el silencio.

— Me alegra volver.

— Ha pasado mucho tiempo. Unos cuatro meses desde la última vez que nos vimos.

Ororo se encogió de hombros por toda contestación. Jean la estudió un momento, con la cabeza ladeada, antes de hablar.

— ¿Estás muy cansada?

— No mucho. He dormido bien y ya sabes que el jet-lag no me afecta.

Jean sonrió de oreja a oreja.

— Estupendo, entonces deja que te cuente la idea que he tenido…


(1) Es decir, Aurora los hacía mientras Danny copiaba lo que podía.

(2) Y detallados esquemas que explicaban las siempre cambiantes relaciones personales dentro de la Mansión.